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sábado, 11 de enero de 2014

La bella durmiente

Hace ya mucho tiempo vivín un Rey y una Reina que cada día exclamaban: "¡Qué felicidad si tuviéramos una hijita!"; pero pasaron varios años desde su casamiento sin que tuvieran hija ni hijo.
Sucedió cierto día que, mientras la Reina se estaba bañando, una rana verde saltó del agua a la tierra y le dijo:
-Tus deseos van a ser cumplidos; antes de un año traerás una hijita al mundo.
Las palabras de la rana se cumplieron. La Reina tuvo una niña tan hermosa, que el Rey no podía contener su alegría y quiso celebrar el bautizo con una gran fiesta. Invitó no sólo a los reyes de otros países, a los amigos, nobles y conocidos, sino también a las hadas, a fin de disponerlas favorablemente para el porvenir de la niña. Las hadas de aquel reino eran trece, pero como el Rey sólo poseía doce platos de oro y quería ponerles a todas cubiertos iguales  pues las hadas son muy susceptibles, no invitó más que a doce al banquete.
El bautizo fue verdaderamente espléndido, y, a los postres del banquete, las hadas presentaron sus regalos a la recién nacida. Una le dio la virtud, otra la belleza, una tercera la riqueza, y, así sucesivamente, la regalaron con todo aquello que en el mundo pueda desearse.
Cuando once de las hadas habían ya concedido su don, apareció súbitamente en palacio la decimotercera. Quería vengarse por no haber sido invitada a la fiesta y, sin saludar a nadie ni siquiera mirar a sus compañeras, dijo con ronca voz:
-La Princesa se pinchará con una rueca al cumplir los quince años y quedará muerta.
Y, sin decir una palabra más, dio media vuelta y dejó el salón. Todos los presentes sintieron gran terror, mas he aquí que la duodécima hada, que todavía no había hablado, se adelantó. No podía cambiar el destino fijado por su predecesora, pero sí modificarlo, y así, dijo con dulce voz:
-La Princesita no caerá muerta, sino profundamente dormida en un sueño que durará cien años.
El Rey se apresuró a tomar todas las precauciones para salvar de la desgracia a su querida hija, y lo primero que hizo fue ordenar que se quemaran todas las ruecas del país.
Transcurrido el tiempo fijado, las predicciones de las hadas se cumplieron. La Princesita creció tan hermosa, modesta, amable e inteligente, que nadie podía verla sin amarla. Mas he aquí que cierto día, hallándose fuera del palacio el Rey y la Reina, y cuando la Princesita había cumplido los quince años, se quedó sola y quiso conocer todos los rincones del castillo. Subió por una estrecha escalera escondida y llegó a una puertecita que nunca había visto. Una llave mohosa estaba puesta en la cerradura; la Princesita la hizo girar y la puerta se abrió. En una habitación diminuta, una viejecita, con un huso en la mano, hilaba apresuradamente un copo blanco como la nieve.
-Buenos días, buena mujer  dijo la Princesa. ¿Qué es lo que estáis haciendo?
-Estoy hilando  dijo, la vieja moviendo la cabeza a compás.
-¿Qué es ese objeto tan bonito, cuyas ruedas giran tan alegremente?  preguntó la Princesa. Y tomando la rueca quiso a su vez hilar.
Pero apenas había tocado la rueca, cuando el destino se cumplió, y el dedo de la Princesita fue pinchado por el huso. Apenas esto sucedió, cuando cayó sobre el lecho que estaba allí y quedó dormida con un profundo sueño que pronto se esparció por todo el castillo.
El Rey y la Reina, que acababan de llegar y estaban en el vestíbulo de Palacio, se quedaron allí mismo dormidos y, con ellos, todos los cortesanos. Los caballos se durmieron en el establo, los perros en el patio, las palomas en el palomar, las moscas en la pared. Y hasta la llama del fuego de la chimenea se quedó dormida, y en la cocina el fuego también dejó a medio asar los manjares. El Cocinero, que en aquel momento levantaba el brazo para pegarle al marmitón, que le había hecho una jugarreta, se quedó dormido con el brazo en alto. También el viento se detuvo y en los árboles que rodeaban el castillo no se movió una hoja.
El castillo estaba rodeado de un seto de rosales silvestres; cada año las rosas crecían y se enredaban por el seto arriba, siempre más y más altas, hasta que al fin rodearon el castillo de tal modo que taparon el edificio, desde el suelo hasta el tejado.
En el país fue formándose la leyenda de la Bella Durmiente, de Rosa Silvestre, que así se llamaba la hija del Rey. Y cuando hubo pasado largo tiempo, muchos Príncipes trataron de atravesar el seto de rosas, hasta entrar en el castillo. Pero todos tuvieron que retroceder, a causa de los espinos de las rosas, que eran tan espesos, que les herían las manos y el rostro y los sujetaban tan fuertemente, que no podían escapar y allí morían.
Pasados muchos, muchos años aún, un Príncipe extranjero llegó al país y oyó relatar a un viejecito la leyenda del castillo encerrado en el seto de rosas silvestres y en el cual la doncella más hermosa del mundo, llamada Rosa Silvestre, dormía desde hacía cien años, así como el Rey, la Reina y los cortesanos.
Supo también el joven, por el relato del anciano, que muchos Príncipes habían pretendido atravesar la muralla de rosas, pero que habían perecido de cruel muerte, presos entre las espinas. Entonces el joven Príncipe dijo:
-Yo no temo a las espinas. Estoy decidido a ir y contemplar a la Princesa Rosa Silvestre.
El anciano hizo cuanto pudo para disuadirle, mas el Príncipe no quiso escuchar sus palabras.
A todo esto habían transcurrido los cien años justos fijados por el hada duodécima y llegado el día en que Rosa Silvestre debía despertar. Cuando el Príncipe se aproximó a la muralla, ésta estaba enteramente florida, cubierta de grandes flores fragantes que al acercarse él le dejaban pasar, y volvían a cerrarse detrás de él.
En el patio y en las cuadras pudo ver a los caballos y a los perros todavía dormidos; en el tejado dormían las palomas con la cabeza bajo el ala, y cuando entró en el palacio las moscas en las paredes dormían también, lo mismo que el Rey y la Reina, cerca del trono. En la cocina seguía el cocinero con la mano levantada como para sacudir al marmitón y la cocinera tenía un ave en su regazo y se disponía a desplumarla.

Siguió andando, en un ambiente tan quieto, que el joven podía oír su propia respiración. Al fin llegó a la escalerilla de la torre, la subió y abrió la puerta de la habitación diminuta en que Rosa Silvestre se había dormido. Allí seguía la Princesa tendida sobre el lecho, y tan hermosa, que el Príncipe no podía apartar de ella sus ojos; casi inconscientemente se inclinó y la besó. Apenas la habían tocado sus labios, cuando Rosa Silvestre abrió los ojos y le miró cariñosamente. Después, dándose las manos, bajaron a los salones del palacio y el Rey se despertó, lo mismo que la Reina y todos los cortesanos, que se miraban unos a otros con atónita mirada. Los caballos en el establo se pusieron en pie y relincharon alegremente; los perros empezaron a brincar, meneando la cola; las palomas, en el tejado, levantaron las cabezas de bajo las alas, miraron en torno y volaron hacia los campos; las moscas también se echaron a volar, y el fuego, tanto en la chimenea como en la cocina, levantó sus llamas. Las marmitas comenzaron a hervir y el cocinero dejó caer la mano sobre el marmitón, que dio un estridente chillido, mientras la cocinera acababa de desplumar el ave. De allí a poco, se celebró la boda del Príncipe con Rosa Silvestre, a la que sirvió de marco una fiesta magnífica, y el Rey y la Reina, el Príncipe y la Princesa vivieron felices hasta que murieron.

1.018. Grimm (Jacob y Wilhem)

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