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jueves, 22 de agosto de 2013

Un naufragio psicologico

En el verano de 1874 me encontraba en Liverpool, donde había ido en viaje de negocios representando a la sociedad mercantil Bronson & Jarret de Nueva York. Mi nombre es William Jarret, y el de mi socio era Zenas Bronson. La compañía quebró el año pasado y Bronson, incapaz de soportar el salto de la opulencia a la pobreza, murió.
Una vez concluidos mis asuntos financieros y vien­do cercana una crisis de agotamiento y desaliento, decidí que una larga travesía marítima podría resultar al mismo tiempo agradable y beneficiosa para mí; por ello, en vez de embarcarme a la vuelta en uno de aquellos excelentes buques de pasajeros, hice una re­serva para Nueva York en el velero Morrow, donde había hecho cargar una abundante y valiosa remesa de los artículos que había comprado. El Morrow era un barco inglés dotado con pocos camarotes para pasaje­ros, entre los que sólo nos contábamos yo y una joven con su doncella, una mujer negra de mediana edad. Me pareció extraño que una joven inglesa viajara tan bien atendida, pero ella me explicó más tarde que la doncella había estado al servicio de un matrimonio de Carolina del Sur, y que fue recogida por su familia al morir ambos cónyuges el mismo día en casa de su padre, en Devonshire. Dicha circunstancia, por su rareza, permanecería en mi memoria con bastante claridad, incluso aunque no hubiera salido a relucir en una posterior conversación con la joven dama que el marido se llamaba William Jarret, igual que yo. Sabía que una rama de mi familia se había establecido en Carolina del Sur, pero desconocía completamente su historia y lo que había sido de ellos.
El Morrow partió del estuario del río Mersey el 15 de junio y durante varias semanas tuvimos brisas ligeras y cielos cubiertos. El patrón del barco, un marinero admirable (pero nada más), no nos ofreció, salvo a la hora de comer, demasiada hospitalidad, por lo que la joven Miss Janette Harford y yo hicimos amistad enseguida. A decir verdad, estábamos casi siempre juntos y, con una disposición de ánimo in­trospectiva, procuré varias veces analizar y definir el sentimiento novelesco que me inspiraba: una atrac­ción secreta y sutil, pero poderosa, que me impulsaba constantemente a buscarla. Mis intentos fueron va­nos. Sólo pude asegurarme de que, al menos, no se trataba de amor. Una vez convencido de esto y con­fiando en que ella me era bastante incondicional, una tarde (recuerdo que era el 3 de julio), mientras está­bamos sentados en cubierta, me aventuré a pregun­tarle entre risas si podría ayudarme a resolver una duda psicológica.
Al principio se quedó callada, mirando hacia otro lado. Empecé a temer que había sido extremadamente descortés e inoportuno. Pero entonces clavó su mirada solemne sobre la mía. En un instante mi mente se vio dominada por una ilusión extraña y nunca registrada en la consciencia humana. Daba la impresión de que me miraba, desde una lejanía inconmensurable, no con sino a través de sus ojos, y que otras personas, hombres, mujeres y niños, en cuyos rostros creí ver efímeras expresiones extrañamente familiares, se arremolina­ban a su alrededor, pugnando todos, con una ligera impaciencia, por mirarme a través de las mismas órbi­tas. El barco, el océano, el cielo: todo había desapare­cido. No era consciente más que de las figuras de esa extra-ordinaria y fantástica escena. Entonces, de repen­te, una profunda oscuridad se abatió sobre mí, y desde ella y poco a poco, como quien se va acostum-brando despacio a una luz más débil, el entorno anterior de la cubierta, el mástil y las jarcias, fue reapareciendo len­tamente ante mi vista. Miss Harford, que había cerra­do los ojos y parecía estar dormida, seguía sentada en su silla con el libro que había estado leyendo abierto sobre su regazo. Impulsado por no sé qué motivo, me fijé en la parte superior de la página; era un ejemplar de una obra rara y curiosa, Las Meditaciones de Denne­ker, y el dedo índice de la dama descansaba sobre este pasaje:
«A todos y a cada uno se les concede alejarse y separarse del cuerpo una temporada; porque, igual que en los riachuelos que confluyen uno en otro, el más débil es arrastrado por el más fuerte, existen ciertos parientes cuyos caminos se entrecruzan y sus almas guardan relación mientras sus cuerpos siguen caminos anteriormente fijados, sin que lo sepan.»
Miss Harford se despertó temblando; el sol se había ocultado tras el horizonte, pero no hacía frío. Tampo­co hacía nada de viento ni había nubes en el cielo; sin embargo, no se veía una estrella. Unos pasos precipi­tados resonaron fuertemente sobre la cubierta; el capi­tán, al que habían hecho subir, se reunió junto al barómetro con el primer oficial. «¡Dios mío!», le oí exclamar.
Una hora más tarde, la figura de Janette Harford, invisible en medio de la oscuridad y la espuma, me fue arrebatada de las manos por el vórtice cruel del barco al hundirse, mientras yo perdía el conocimiento entre las jarcias del mástil flotante al que me había amarrado.
Me despertó la luz de una lámpara. Yacía en una litera rodeado por el característico ambiente del cama­rote de un buque. Frente a mí, un hombre sentado en un canapé y medio desnudo para irse a dormir, leía un libro. Reconocí el rostro de mi amigo Gordon Doyle. Me había encontrado con él el día que me embarqué en Liverpool, cuando estaba a punto de subir al buque Ciudad de Praga, y me había pedido encarecidamente que le acompañara en él.
Pasados unos instantes, pronuncié su nombre. Él se limitó a decir «Bien», y pasó la hoja del libro sin apartar la vista de la página.
-Doyle -repetí, ¿la salvaron a ella?
Entonces se dignó mirarme y sonrió divertido. Evidentemente creyó que estaba medio dormido.
-¿A ella? ¿A quién te refieres?
-A Janette Harford.
Su diversión se convirtió en asombro; me miró fijamente, sin decir nada.
-Me lo dirás dentro de un rato -proseguí; supon­go que me lo dirás dentro de un rato.
Un momento después pregunté:
-¿Qué barco es éste?
Doyle volvió a mirarme fijamente.
-El Ciudad de Praga, que partió de Liverpool con rumbo a Nueva York y lleva tres semanas de travesía con el eje de una hélice roto. Principal pasajero: Mr. Gordon Doyle; ídem lunático: Mr. William Jarret. Estos dos distinguidos viajeros embarcaron juntos, pero están a punto de separarse, siendo la decisión irrevocable del primero tirar por la borda al segundo.
Me incorporé de repente.
-¿Quieres decir que llevo tres semanas como pasa­jero de este barco?
-Sí, casi tres. Hoy es 3 de julio.
-¿Es que he estado enfermo?
-Sano como una manzana y siempre puntual en las comidas.
-¡Dios santo! Doyle, aquí hay algún misterio. Por favor, te ruego que seas serio. ¿No fui rescatado del naufragio del velero Morrow?
A Doyle le cambió el color, se acercó a mí y me cogió por la muñeca. Al rato preguntó con calma:
-¿Qué sabes de Janette Harford?
-Primero dime qué sabes tú.
Mr. Doyle me observó durante unos instantes co­mo si estuviera pensando qué hacer. Después se volvió a sentar en el canapé y dijo:
-¿Por qué no? Estoy comprometido con Janette Harford, a la que conocí hace un año en Londres. Su familia, una de las más ricas de Devonshire, se ofendió por ello y nos fugamos, o mejor dicho, estamos fugán­donos, porque el día que tú y yo nos dirigíamos al embarcadero para subir a este barco, ella y su fiel doncella, una mujer negra, nos adelantaron y se diri­gieron al velero Morrow. No consintió que fuéramos en el mismo barco y creyó más oportuno embarcar en un velero para evitar que nos vieran y reducir el riesgo de ser descubiertos. Ahora estoy muy preocupado porque esa maldita rotura de nuestra maquinaria pue­de que nos retrase tanto que el Morrow llegue a Nueva York antes que nosotros y, en ese caso, la pobre chica no sabrá dónde ir.
Me quedé quieto en la litera, tan quieto que apenas respiraba. Pero el asunto no parecía desagradar a Doyle pues, tras una breve pausa, continuó:
-A propósito, ella es sólo hija adoptiva de los Har­ford. Su madre murió en su tierra al caer de un caballo durante una cacería, y su padre, loco de tristeza, se suicidó el mismo día. Nadie reclamó a la niña y los Harford la adoptaron después de un tiempo razonable. Aunque ella ha crecido en la creencia de que es su hija.
-Doyle ¿qué libro estás leyendo?
-Oh, se llama Las Meditaciones de Denneker. Es muy raro; Janette me lo dio. Por casualidad tenía dos ejemplares. ¿Quieres verlo?
Me arrojó el volumen, que se abrió al caer. En una de las páginas había un pasaje subrayado:
«A todos y a cada uno se les concede alejarse y separarse del cuerpo una temporada; porque, igual que en los riachuelos que confluyen uno en otro, el más débil es arrastrado por el más fuerte, existen ciertos parientes cuyos caminos se entrecruzan y sus almas guardan relación mientras sus cuerpos siguen caminos anteriormente fijados, sin que lo sepan.»
-Tenía, es decir, tiene, un gusto muy singular a la hora de leer -conseguí decir, dominando mi nervio­sismo.
-Sí. Tal vez ahora tengas la amabilidad de explicar­me cómo llegaste a conocer su nombre y el del velero en que se embarcó.
-Te oí hablar de ellos en sueños -señalé.
Una semana después atracamos en el puerto de Nueva York. Pero del Morrow nunca se volvió a saber nada.

1.007. Briece (Ambrose)

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