-¿Lo dice en serio? ¿De
veras cree que una máquina puede pensar?
La respuesta tardó en
llegar. Moxon concentraba su mirada en los fantásticos dibujos que proyectaban
las llamas del hogar.
Desde hace unos días que
yo observaba en él una tendencia creciente a postergar la respuesta a la más
anodina de las preguntas. Y no obstante, tenía un aspecto preocupado, más que
de meditación; era como «si su cerebro sólo pudiera estar ocupado en una sola
cosa».
-¿Qué es una máquina?
-inquirió un poco después. Esta palabra tiene diversas acepciones. Por
ejemplo, tomemos la definición de un diccionario: «Todo instrumento u
organización por el que se aplica y hace efectiva la energía, o produce un
efecto deseado.» De ser así, ¿acaso el hombre no es una máquina? Y admitirá
usted que el hombre piensa... o eso se imagina.
-Si no desea responder
a lo que le pregunté -repliqué-, dígalo clara-mente. Usted se sale por la
tangente, mi querido amigo. De sobra sabe que al referirnos a las máquinas, no
hablamos de los hombres, sino de un objeto fabricado por él para su
satisfacción.
-A veces no es así
-objetó Moxon. A veces es la máquina la que domina al hombre; a veces es la
máquina la que se satisface.
Moxon se levantó y se
aproximó al ventanal, en cuyos cristales tabaleaba la lluvia que hacía aún más
oscura aquella noche de tormenta.
-Perdóneme -sonrió
luego, volviéndose de nuevo hacia mí. No intentaba salirme por la tangente.
Puedo responder a su pregunta de manera directa: opino que las máquinas piensan
en el trabajo que realizan.
Desde luego, era una
respuesta directa. Y no muy grata, ya que casi confirmaba mi suposición
respecto que la devoción de Moxon por el estudio, y el trabajo en su taller no
le beneficiaban en absoluto. Por ejemplo, yo sabía que sufría de insomnio,
dolencia que no es trivial en modo alguno. ¿Acaso esto estaba afectando a su
cerebro? Su respuesta así parecía indicarlo. Tal vez hoy día no albergaría tal
sospecha, pero en aquellos tiempos yo era muy joven, y la juventud, aunque lo
niegue, siempre es ignorante.
-Bien, si carece de
cerebro -proseguí la discusión, ¿cómo piensa la máquina?
La respuesta, esta vez
más rápida, adoptó la forma de una pregunta, hablando en términos legales.
-¿Cómo piensa una
planta, que tampoco posee cerebro?
-Ah, de manera que
también las plantas piensan... Vaya, me encantaría conocer varias de sus
conclusiones al respecto, aunque puede guardarse para usted las premisas.
-Tal vez sea posible
para algunas personas deducir las convicciones de los actos propios. Bien, no
hablaré de los conocidos ejemplos de la sensible mimosa, de las flores
insectívoras y de aquellas cuyos estambres se inclinan y sacuden su polen sobre
la abeja para que ésta lo transporte a otras flores. En mi jardín planté en
cierta ocasión una trepadora. Cuando la planta surgió a la superficie, clavé
una estaca en la tierra a un metro de distancia de la plantita. La trepadora se
alargó inmediatamente en aquella dirección, más al cabo de unos días, cuando
estaba a punto de alcanzar la estaca, la arranqué y la clavé en dirección
opuesta. Inmediatamente, la enredadera cambió de orientación, trazó un ángulo
agudo y volvió a alargarse hacia la estaca. Repetí el experimento varias veces,
siempre con idéntico resultado. Al fin, desco-razonada la planta, se dirigió
hacia un árbol y comenzó a trepar por su tronco.
Moxon hizo una pausa y
reanudó sus explicaciones.
-Las raíces de los
eucaliptos se prolongan de modo increíble en busca de humedad. Un agricultor
relató que una raíz de eucalipto penetró en una tubería subterránea seca y la
fue siguiendo hasta que llegó a un muro de piedra que obturaba dicha tubería.
La raíz, entonces, salió de la tubería y recorrió la pared hasta hallar la
abertura, por la que se introdujo, dando la vuelta en busca de la tubería por
el otro lado del muro.
-¿Y bien...?
-¿No entiende lo que
significa? Significa que las plantas tienen conciencia. Demuestra que las
plantas poseen raciocinio.
-De acuerdo, las
plantas piensan. Mas no nos referíamos a plantas, sino a máquinas. Las máquinas
pueden estar fabricadas, totalmente o en parte, de madera, que ha perdido su
vitalidad, o ser metálicas en su conjunto. ¿Es que los minerales también
piensan?
-Amigo mío, ¿qué otra
explicación cabe darle al fenómeno de la cristalización?
-Nunca intenté
explicarlo.
-En caso contrario
tendría que admitir lo que no es posible negar, o sea la colaboración de manera
inteligente entre los diversos elementos que constituyen los cristales. Cuando
los soldados de un cuartel forman filas o cuadros, usted está seguro que ellos
razonan. Cuando los patos silvestres, en sus emigraciones, forman una V, usted
dice que es por instinto. Cuando los átomos homogéneos de un mineral
cualquiera, que se mueven libremente en una solución, adoptan formas matemáticas
de asombrosa perfección, o unas partículas húmedas se agrupan para construir
los copos de nieve, usted no puede decir nada. Ni siquiera se ha inventado una
palabra que disimule su inmensa sinrazón.
Moxon peroraba con gran
seriedad y animación. De pronto, cuando calló, oí en una estancia contigua un
sonido raro, como el golpeteo de una mesa con la palma de la mano. Se trataba
del taller de Moxon, lugar al que nadie tenía acceso, aparte del dueño de la
casa.
Moxon también oyó aquel
ruido y, súbitamente excitado, se levantó y penetró en el taller. Me pareció
extraño que hubiese alguien allí dentro, y la curiosidad me hizo escuchar con
suma atención, aunque no incurrí en la descortesía de aplicar el oído a la
puerta. Hubo unos rumores confusos, como de lucha, y el suelo retembló. Luego
oí también una respiración jadeante y un susurro ronco:
-¡Maldito seas!
Todo volvió a quedar en
silencio. Moxon reapareció y observé que trataba de sonreír sin conseguirlo.
-Perdone que le haya
dejado solo. Tengo ahí dentro una máquina que a veces pierde los estribos.
Al ver su mejilla
izquierda, donde había cuatro arañazos paralelos y ensangrentados, comenté:
-Por lo visto, esa
máquina tiene las uñas largas.
No estaba la cosa para
chistes. Moxon no intentó siquiera sonreír. Se sentó de nuevo y continuó con su
monólogo como si nada hubiese ocurrido.
-Sí, naturalmente,
usted no está de acuerdo con quienes aseguran que toda la materia es sensible,
que cada átomo es un ser individual, vivo y consciente. Yo sí. La materia
inerte, muerta, no existe; toda está viva; toda la materia posee fuerza,
instinto, energía real y potencial. Toda la materia es sensible a las fuerzas
que la rodean y puede asimilar las facultades que residen en organismos
superiores con los que se pone en contacto, como por ejemplo las del hombre
cuando transforma dicha materia en instrumentos. La materia absorbe en tal caso
parte de la inteligencia y de las intenciones del ser humano que la modifica,
haciéndolo en mayor grado cuanto más complicados sean el mecanismo y su trabajo
a realizar.
Moxon se levantó para
atizar las brasas del hogar y volvió a sentarse antes de continuar su discurso.
-¿Recuerda la
definición de «vida» dada por Herbert Spencer? Yo la conozco desde hace unos
treinta años. Y al cabo de tanto tiempo me parece perfecta en toda su
extensión. Creo que no sólo es la mejor definición de la vida, sino la única
posible.
Tosió para aclararse la
garganta, y citó con cierta pedantería:
-La vida es una
combinación definida de cambios heterogéneos, simultáneos y sucesivos,
relacionados con coexistencias y secuencias exter-nas.
-Si -asentí, eso
define el fenómeno, pero -objeté, no aporta la menor clave para descubrir su
causa.
-Claro, esto es cuanto
puede hacer una definición -replicó Moxon. Como dice Mills, lo único que
sabemos de la causa es que se trata de un ante-cedente..., de igual forma
ignoramos todo sobre el efecto, salvo que es una conse-cuencia. Sin embargo,
nuestra percepción puede inducirnos a error; por ejemplo, quien haya visto a un
conejo perseguido por un perro y no haya visto jamás conejos y perros por
separado, puede llegar a creer que el conejo es la causa del perro.
»Ah, creo que me desvío
de la cuestión principal -prosiguió Moxon con tono doctoral-. Lo que deseo
destacar es que en la definición de la vida formulada por Spencer está incluida
la actividad de una máquina; así, en esa definición todo puede aplicarse a la
maquinaria. Según aquel filósofo, si un hombre está vivo durante su período
activo, también lo está una máquina mientras funciona. En mi calidad de
inventor y fabricante de máquinas, afirmo que esto es absolutamente cierto.
Moxon quedó silencioso
y la pausa se prolongó algún rato, en tanto él contemplaba el fuego de la
chimenea de manera absorta.
Se hizo tarde y quise
marcharme, pero no me sedujo la idea de dejar a Moxon en aquella mansión
aislada, totalmente solo, excepto la presencia de alguien que yo no podía
imaginar ni siquiera quién era, aunque a juzgar por el modo cómo trató a mi
amigo en el taller, tenía que ser un individuo altamente peligroso y animado de
malas intenciones.
Me incliné hacia Moxon
y lo miré fijamente, al tiempo que indicaba la puerta del taller.
-Moxon -indagué-
¿quién está ahí dentro?
Al ver que se echaba a
reír, me sorprendí lo indecible.
-Nadie -repuso,
serenándose. El incidente que a usted lo inquieta fue provocado por mi
descuido al dejar en funcionamiento una máquina que no tenía en qué ocuparse,
mientras yo me entregaba a la imposible labor de iluminarle a usted sobre
algunas verdades. ¿Sabe, por ejemplo, que la Conciencia es hija del
Ritmo?
-Oh, ya vuelve a
salirse por la tangente -le reproché, levantándome y poniéndome el abrigo-.
Buenas noches, Moxon. Espero que la máquina que usted dejó funcionando por
equivocación, lleve guantes la próxima vez que intente usted pararla.
Sin querer observar el
efecto de mi indirecta, me marché de la casa.
Llovía aún, y las
tinieblas eran muy densas. Lejos, brillaban las luces de la ciudad. A mis
espaldas, la única claridad visible era la que surgía de una ventana de la
mansión de Moxon, que correspondía precisamente a su taller.
Pensé que mi amigo
habría reanudado los estudios interrumpidos por mi visita. Por extrañas que me
parecieran en aquella época sus ideas, incluso cómicas, experimentaba la
sensación que se hallaban relacionadas de forma trágica con su vida y su
carácter, y tal vez con su destino.
Sí, casi me convencí
que sus ideas no eran las lucubraciones de una mente enfermiza, puesto que las
expuso con lógica claridad. Recordé una y otra vez su última observación: «La Conciencia es hija del
Ritmo». Y cada vez hallaba en ella un significado más profundo y una nueva
sugerencia.
Sin duda alguna,
constituían una base sobre la cual asentar una filosofía. Si la conciencia es
producto del ritmo, todas las cosas son conscientes puesto que todas tienen
movimiento, y el movimiento siempre es rítmico. Me pregunté si Moxon comprendía
el significado, el alcance de esta idea, si se daba cuenta de la tremenda
fuerza de aquella trascendental generalización. ¿Habría llegado Moxon a su fe
filosófica por la tortuosa senda de la observación práctica?
Aquella fe era nueva
para mi, y las afirmaciones de Moxon no lograron convertirme a su causa; mas de
pronto tuve la impresión que brillaba una luz muy intensa a mi alrededor, como
la que se abatió sobre Saulo de Tarso, y en medio de la soledad y la tormenta,
en medio de las tinieblas, experimenté lo que Lewes denomina «la infinita
variedad y excitación del pensamiento filosófico».
Aquel conocimiento
adquiría para mí nuevos sentidos, nuevas dimen-siones. Me pareció que echaba a
volar, como si unas alas invisibles me levantaran del suelo y me impulsasen a
través del aire.
Cediendo al impulso de
conseguir más información de aquél a quien reconocía como maestro y guía,
retrocedí y poco después volví a estar frente a la puerta de la residencia de
Moxon.
Estaba empapado por la
lluvia que caía sin cesar, mas no experimentaba ninguna molestia. Ni siquiera
se me ocurrió golpear con el aldabón, sino que giré el pomo de la puerta; no
tardé en estar de nuevo en la estancia que poco antes abandoné. Todo estaba a
oscuras y en silencio, como suponía.
Moxon, claro está, se
hallaba en el taller. Tanteé la pared hasta hallar la puerta de comunicación y
llamé varias veces sin obtener respuesta, lo que atribuí al estruendo de la
tempestad que rugía fuera.
Jamás fui invitado a
entrar en el taller. En realidad, Moxon me prohibió entrar allí, como a todo el
mundo, con una sola excepción: la de un hábil obrero metalúrgico, de quien
nadie sabía nada, salvo que se llamaba Haley, muy callado por naturaleza. En mi
excitación espiritual, olvidé toda discreción y abrí bruscamente la puerta. Lo
que vi me arrancó al momento de mis especulaciones filosóficas.
Moxon estaba sentado
frente a la puerta, ante una mesita sobre la que una vela proyectaba la única
luz de la habitación.
Delante de él, de
espaldas a mí, había otra persona. Encima de la mesa, entre ambos, había un
tablero de ajedrez; al ver pocas piezas encima del mismo intuí que la partida
se hallaba muy avanzada.
Moxon demostraba un
enorme interés, aunque no tanto, al parecer, en el juego como en su
contrincante, al que miraba de forma tan intensa y penetrante que, pese a estar
directamente en su campo visual, no se fijó en mi presencia.
Tenía el semblante muy
pálido y sus pupilas relucían como carbunclos. A su adversario sólo le veía la
espalda, pero aquello me bastó, pues creo que en mi interior no deseaba verle
el rostro.
Por lo visto, sólo
medía metro veinte de estatura, con unas proporciones semejantes a las de un
gorila, muy ancho de hombros, cuello corto y recto, y una cabeza cuadrada con
un fez colorado sobre una enmarañada mata de pelambre.
Una túnica, también
colorada, cubría la parte superior de su cuerpo, cayendo en pliegues sobre el
asiento, que era una especie de cajón, en donde aquel extraño personaje se
hallaba casi encaramado. Las piernas y los pies resultaban invisibles. Su
antebrazo izquierdo se apoyaba sobre su regazo, al parecer; movía las piezas
con la mano derecha, que era colosalmente larga y ancha.
Me aparté ligeramente a
un lado; de esta manera, si Moxon levantaba la vista sólo vería la puerta
abierta. No sé qué me impedía entrar del todo o retirarme, pues tenía la
sensación de estar ante una tragedia inminente, por lo que pensé que si me quedaba
tal vez tendría ocasión de acudir en ayuda de mi amigo.
Sin rebelarme contra lo
indelicado de mi acción, me quedé.
La partida se realizaba
velozmente. Moxon apenas miraba el tablero antes de efectuar un movimiento,
nervioso y rápido.
Su contrincante, en
cambio, movía las piezas lentamente, de manera uniforme, mecánica. Era un
espectáculo imponente; y me estremecí. Claro que ello podía deberse al agua que
empapaba mis ropas.
Tras mover una pieza, y
por dos o tres veces, el extraño ser inclinó leve-mente la cabeza, y observé que
en cada ocasión, Moxon movía su rey. De repente se me ocurrió que aquel hombre
era mudo. Luego pensé que se trataba de una máquina. ¡Un jugador de ajedrez
autómata! Recordé que, en cierta ocasión, Moxon me explicó que acababa de
inventar un mecanismo de tal especie, aunque no creí que lo hubiese construido
ya.
Lo que Moxon habló
aquella misma noche respecto a la conciencia y la inteligencia de las máquinas,
¿era sólo un preludio a una exhibición de tal ingenio..., un simple truco para
aumentar el efecto de su acción mecánica sobre mí, en la ignorancia de su
secreto?
¡Precioso final para
mis arrebatos intelectuales, para mi «infinita variedad y excitación del
pensamiento filosófico»!
Iba ya a retirarme muy
enojado, cuando algo llamó mi atención. Observé que aquel ser encogía sus
inmensos hombros, como con irritación, mas el movimiento era tan natural, tan
totalmente humano, que me desconcertó. Aquello no fue todo, pues un instante
más tarde golpeó la mesa con el puño. Ante aquel gesto, Moxon pareció incluso
más desconcertado que yo. Como alarmado, echó su silla hacia atrás.
Súbitamente, Moxon
levantó una mano provista de una pieza de ajedrez, y la dejó caer, gritando:
-¡Jaque mate!
Se puso en pie
velozmente y se situó detrás de la silla. El autómata continuó sentado,
inmóvil, en plena concentración.
Fuera, ya no rugía el
viento, pero a intervalos se oía el estruendo sordo del trueno. Mezclado al
mismo, se oía como un zumbido que parecía proceder del cuerpo del autómata,
como si su mecanismo se hubiera descoyuntado. No tuve tiempo de reflexionar
mucho, pues mi atención volvió a ser atraída por los extraños movimientos del
autómata.
Parecía haberse
apoderado de su cuerpo una leve pero continua convulsión. Su cuerpo y su cabeza
se estremecían como si fuera presa de un ataque de epilepsia, y el movimiento
progresó hasta que todo aquel ser estuvo violentamente agitado.
Se puso en pie con
brusquedad, derribó la mesa al hacerlo, y extendió ambos brazos al frente, con
la postura del nadador que está a punto de zambullirse en el agua. Moxon quiso
retroceder, pero ya era tarde; vi las manos del extraño personaje cerrarse en
torno a la garganta de un amigo, unos instantes antes que la vela, que cayó al
suelo al volcarse la mesa, se apagara, dejando a oscuras la habitación.
No obstante esto, el
rumor de la lucha era perfectamente audible, siendo lo más horrible los
estertores de Moxon en sus desesperados esfuerzos por respirar.
Guiado por aquel ruido,
traté de acudir en ayuda de mi amigo, mas apenas había dado un paso cuando la
estancia quedó inundada de claridad, una claridad casi cegadora que imprimió en
mi cerebro, mi corazón y mi recuerdo, una visión lúcida de los combatientes
caídos en tierra.
Moxon se hallaba
debajo, con la garganta apresada todavía por aquellas manazas de hierro, con
los ojos desorbitados, la lengua fuera.
Y, ¡oh contraste
espantoso!, en el pintado semblante de su asesino, se veía una expresión
meditabunda y serena, como si estuviese ocupado en la solución de un problema
de ajedrez. Un momento más tarde..., todo estuvo en tinieblas y en completo
silencio.
Recobré el conocimiento
tres días más tarde en el hospital. Cuando recordé aquel trágico suceso,
reconocí en el hombre que me atendía al obrero metalúrgico que había trabajado
para Moxon. Si, era Haley. Respondiendo a mis miradas, se me aproximó con la
sonrisa a flor de labios.
-Cuéntemelo todo -le
supliqué débilmente. Absolutamente todo.
-Claro -sonrió. Le
trajeron aquí inconsciente, desde una casa incendiada, la de Moxon. Nadie sabe
por qué estaba usted allí. También sigue en misterio el origen del incendio. Mi
opinión personal es que la casa fue alcanzada por un rayo.
-¿Y Moxon?
-Ayer lo enterraron.
Bueno, lo que quedaba de él.
Por lo visto, aquel
hombre tan silencioso en algunas ocasiones, sabía ser amable y comunicativo en
otras. Transcurridos unos segundos, formulé otra pregunta.
-¿Quién me salvó?
-Pues si tanto le
interesa saberlo..., yo.
Gracias, amigo Haley y
que Dios lo bendiga. ¿Salvó también usted a aquel fascinante producto de su
habilidad, el jugador de ajedrez autómata que asesinó a su creador?
El obrero permaneció
largo rato en silencio, sin mirarme. Finalmente, se volvió hacia mí y preguntó:
-¿Está usted enterado
de esto?
-Desde luego. Yo vi
cómo estrangulaba a Moxon...
Todo esto sucedió
muchos años atrás. Si hoy me lo preguntasen, mi respuesta sería mucho menos
categórica.
1.007. Briece (Ambrose)
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