Después de haber asesinado a mi madre en circunstancias
singularmente atroces, fui arrestado y tuve que hacer frente a un juicio que
duraría siete años. El juez del tribunal de Absolución, el encomendar al jurado
su tarea, señaló que mi crimen era uno de los más espantosos que le había
tocado resolver en su vida.
En ese momento, mi abogado se levantó y dijo:
-Con la venia de su señoría, los crímenes son
horribles o agradables sólo cuando se los compara. Si usted conociera los
detalles del anterior asesinato que mi cliente cometió, el de su tío,
apreciaría en su último delito (si es que así puede denominarse) una cierta
compasión paciente y consideración filial hacia los sentimientos de la víctima.
De la espantosa crueldad que acompaña al primer crimen no podía deducirse, si
se quería ser consecuente, más que un veredicto de culpabilidad. De no haber
sido porque el magistrado presidente del tribunal dirigía una compañía de seguros
que aceptaba pólizas contra el ahorcamiento (una de las cuales había sido
suscrita por mi cliente) no sé de qué otra manera decente podría haber sido
absuelto. Si su señoría fuera tan amable de escuchar, a título de ilustración
y asesoramiento, el relato de los hechos, mi desdichado cliente accedería a
exponerlos bajo juramento a pesar del gran dolor que le causa.
El fiscal intervino:
-Protesto, su señoría. Tal declaración sería considerada
como prueba testimonial y éstas ya han sido cerradas. El relato del acusado
debía haber sido expuesto hace tres años, en la primavera de 1881.
-De acuerdo con el procedimiento -dijo el juez,
tiene usted toda la razón, y en un tribunal de Impugnaciones y Detalles
Técnicos el fallo sería a su favor. Pero no en uno de Absolución. Por tanto no
se acepta la protesta.
-Entonces, disiento -replicó el fiscal.
-No puede -continuó el juez. Debe tener en cuenta
que para disentir primero ha de conseguir que este caso sea transferido al
tribunal de Disensiones presentando una moción formal debidamente acompañada de
declaraciones juradas. Le recuerdo que a su predecesor en el cargo le denegué
una moción similar durante el primer año de este juicio. Oficial, tome
juramento al acusado.
Una vez cumplida esta formalidad habitual, hice mi
declaración, tras lo cual el juez se sintió tan impresionado al ver la
trivialidad del delito que se me imputaba que no tuvo necesidad de buscar más
circunstancias atenuantes y solicitó al jurado mi absolución. Después,
abandoné la sala con mi reputación limpia de toda mancha.
«Nací en 1856 en Kalamakee, Michigan. Mis padres
(a uno de los cuales aún conservo, gracias a Dios, para consuelo de mis últimos
años) eran personas honradas y cumplidoras. En 1867 nos trasladamos a
California y nos establecimos cerca de Nigger Head, donde mi padre abrió un albergue
para caminantes con el que prosperó más de lo que codiciosamente esperaba.
Aunque era un hombre reservado y taciturno, su austeridad se ha relajado un
poco con el paso de los años; creo que es únicamente el recuerdo del triste
acontecimiento por el que se me juzga el que le impide manifestar auténtica
alegría.
» Cuatro años después de abrir aquel negocio, apareció
un predicador ambu-lante que, al no tener mejor forma de pagar su alojamiento
nocturno, nos obsequió con un sermón de gran categoría. Inmediatamente mi padre
envió a buscar a su hermano, el honorable William Ridley de
Stockon, a quien cedió el albergue sin cobrarle nada por el traspaso ni por los
útiles que en él había, esto es, un Winchester, una escopeta de cañones
recortados y un conjunto de máscaras hechas con sacos de harina. Entonces nos
mudamos a Ghost
Rock
y abrimos un salón de baile. Se llamaba El organillo: reposo de los
santos. El espectáculo comenzaba cada noche con una oración y fue allí
donde mi santa madre se ganó, por su gracia en el baile, el sobrenombre de La
morsa saltarina.
» En el otoño de 1875 tomé la diligencia en Ghost Rock para
ir a Coyote, que está en el camino de Mahala. Iba con otros cuatro pasajeros.
Tres millas más allá de Nigger Head, unos individuos, a los que identifiqué como el tío William y sus dos
hijos, nos asaltaron y, al no encontrar nada en la saca del correo, decidieron
registrarnos. Mi actuación fue de lo más honrosa: me puse en fila con los
demás, levanté las manos y me dejé robar cuarenta dólares y un
reloj de oro. Nadie pudo sospechar por mi comportamiento que conocía a los
caballeros que organizaban el espectáculo. Al cabo de unos días fui a Nigger Head a
reclamar la devolución de lo robado. Mi tío y sus hijos me juraron que no sabían
nada del asunto y aparentaron creer que habíamos sido mi padre y yo los que,
con el ánimo de violar la buena fe por la que el comercio ha de regirse,
habíamos cometido el asalto. El tío William llegó a amenazarme con la apertura de otro
salón de baile en Ghost
Rock
como venganza. Me di cuenta enseguida de que esta operación, que parecía
ventajosa, iba a ser nuestra ruina, pues El reposo de los santos había perdido mucho prestigio.
Entonces le dije a mi tío que si me aceptaba en su proyecto y no le hacía
ningún comentario sobre ello a mi padre, estaba dispuesto a olvidar lo
ocurrido. Pero rechazó mi razonable oferta y fue entonces cuando empecé a
pensar que las cosas irían mejor y serían más agradables cuando mi tio
estuviera muerto.
» Al cabo de cierto tiempo dedicado a perfeccionar
los planes para acabar con él, se los comuniqué a mis padres y tuve la gran
alegría de contar con su aprobación. Papá dijo que estaba orgulloso de mí y
mamá me prometió que, aunque su religión prohibía colaborar en la destrucción
de una vida humana, rezaría para que todo saliera bien. Lo primero que hice,
para evitar ser descubierto y como medida cautelar, fue solicitar mi ingreso en
la poderosa orden de los Caballeros del Crimen. A su debido tiempo fui nombrado
miembro de la comandancia de Ghost Rock. El día que mi periodo de prueba
terminó, tuve acceso, por primera vez, a los archivos de la orden y pude
conocer quiénes eran sus miembros (hasta entonces los ritos de iniciación
habían sido dirigidos por individuos enmascarados). Cuál no sería mi sorpresa
cuando, al examinar la lista, descubrí que el vicecanciller segundo de la orden
era mi propio tío, cuyo nombre aparecía en tercer lugar. Era algo que superaba
todas mis ansias de grandilocuencia: al asesinato podría añadir la insubordinación
y la traición. Mi madre lo habría llamado «un capricho especial de la
providencia».
» Por esos días se produjo un acontecimiento que
hizo que mi alegría desembocara en una vorágine de felicidad: arrestaron a tres
forasteros por el asalto a la diligencia. Se les juzgó y, a pesar de mis
esfuerzos por salvarles e inculpar a tres de los ciudadanos más dignos y
respetables de Ghost
Rock,
fueron condenados con las mínimas pruebas. Desde aquel momento, mi crimen
podría ser todo lo infundado y disparatado que yo quisiera.
» Una mañana me eché el Winchester al hombro y me
dirigí a casa de mi tío. Pregunté a mi tía Mary, su
esposa, si él estaba en casa y añadí que tenía la intención de matarle. Mi tía
replicó, con su habitual sonrisa ,
que eran tantos los caballeros que llegaban con la misma idea y se marchaban
sin obtener ningún resultado, que dudaba de mis intenciones. Agregó que no
tenía aspecto de querer matar a nadie, así que, para demostrarle mi buena fe,
cogí el rifle y le pegué un tiro a un chino que pasaba por allí. Entonces
comentó que conocía a familias enteras que podían hacer cosas así, pero que Bill Ridley
era harina de otro costal. Sin embargo, tras indicarme que podía encontrarle en
el redil, al otro lado del río, se despidió de mí diciendo que esperaba que
ganara el mejor.
» Desde luego, la tía Mary era una de las personas
más ecuánimes que he conocido.
» Encontré al tío William arrodillado,
enfrascado en la tarea de esquilar a una oveja. Estaba desarmado y no tuve el
valor de dispararle. Me acerqué, le saludé amablemente y le sacudí un fuerte
culatazo en la cabeza. Como suelo golpear bastante bien, le dejé tirado sobre
un costado. Después, se dio la vuelta, desentumeció los dedos y se encrespó.
Antes de que recuperara la posesión de sus miembros, agarré el cuchillo que
había estado utilizando y le corté los tendones. Como usted sabrá, cuando se
rompe el tendón de Aquiles, el paciente ya no puede usar la pierna, es como si
no la tuviera. Bien, pues le corté los dos, y cuando quiso recobrarse, estaba
totalmente bajo mi voluntad. En cuanto se percató de la situación dijo:
»-Samuel, me tienes en tus manos y puedes permitirte
ser generoso. Sólo quiero pedirte una cosa: llévame a casa y acaba conmigo en
el seno familiar.
» Le contesté que su petición me parecía razonable y
que estaba dispuesto a hacer lo que me pedía si me dejaba meterle en un costal
de trigo: sería más fácil transportarle y llamaríamos menos la atención si nos
cruzábamos con algún vecino. Una vez que hubo aceptado, me fui al granero a por
el saco. Pero no era fácil meterle dentro, pues mi tío era grueso y bastante
alto. Decidí doblarle las piernas con las rodillas contra el pecho y embutirle
dentro, tras lo cual hice un nudo sobre su cabeza. Aunque empleé todas mis
fuerzas para llevarlo sobre la espalda, me resultaba bastante pesado. Fui dando
trompicones hasta llegar a un columpio que unos niños habían colgado de la rama
de un roble. Le puse encima y me senté sobre él a descansar. Al ver la cuerda
se me ocurrió una feliz idea. Veinte minutos después, mi tío, aún en el saco,
se balanceaba a merced del viento.
» Había bajado la cuerda, y tras atar uno de sus
extremos a la boca del saco y pasar el otro por encima de la rama, levanté el
fardo a una altura de unos cinco pies. Amarré el último cabo de nuevo en el
saco y tuve el placer de ver a mi pariente convertido en un pesado y hermoso
péndulo. No parecía muy consciente del cambio que había sufrido, aunque, para
ser justo con su recuerdo, debo decir que no creo que me hubiera hecho perder
mucho tiempo con sus vanas protestas.
» Mi tío tenía un carnero que era famoso en la
región por sus dotes para la lucha. El animal estaba en un constante estado de
indignación crónica: algún profundo desengaño durante sus primeros años de vida
había amargado su carácter y le había llevado a declarar la guerra a todo ser
viviente. Decir que siempre estaba dándose topetazos contra cualquier objeto
no sería más que dar una ligera idea de la naturaleza y alcance de su actividad
bélica. Todo el universo era su enemigo y sus métodos eran los de un proyectil.
Peleaba como lo hacen los ángeles contra los demonios, a media altura; surcaba
el aire como un pájaro, describiendo una parábola tras la que descendía sobre
su víctima justo sobre el ángulo exacto de incidencia en el que mejor
aprovechaba su fuerza y velocidad. Su impulso, calculado en kilográmetros, era
algo increíble. Se le había visto destrozar a un toro de cuatro años con un
simple impacto sobre su frente rugosa. No se conocía una sola pared de piedra
que aguantara su embestida, ni había árboles suficientemente duros para
soportarla: los hacía astillas y arrastraba sus frondosos galardones por el
suelo. Esa bestia irascible y despiadada, esa personificación del rayo, estaba
echada a la sombra de un árbol cercano, ansiosa de conquista y gloria. Y precisa mente se me ocurrió colgar a su dueño tal y como
he descrito con la idea de citarla más adelante en el campo del honor.
» Una vez terminados los preparativos, transmití al
péndulo avuncular
un
suave balanceo, y tras buscar protección en una roca cercana, solté un largo y
agudo grito cuya débil nota final fue ahogada por un chillido que, procedente
del saco, recordaba al de un gato furioso. Inmediatamente, aquel formidable
morueco se puso en pie y comprendió la situación bélica de un solo vistazo.
Tras un breve instante, se acercó piafando hasta unas cincuenta yardas del
bamboleante adversario quien, con su avance y retroceso, parecía invitar al
combate. Vi que el animal de repente doblaba la testuz como si le pesara la
enorme cornamenta: desde aquel lugar, como una ondulante franja blanca apenas
perceptible, se arrancó en dirección horizontal hasta llegar a poco menos de
cuatro yardas del punto sobre el que se encontraba el enemigo. Entonces asestó
una fuerte cornada hacia arriba y, antes de que pudiera percibir con claridad
el lugar en el que había comenzado el movimiento, oí un golpe terrible seguido
de un profundo alarido. Mi pobre tío salió disparado hacia adelante y la
cuerda se elevó por encima de la rama a la que estaba sujeta. Al caer, se tensó
de golpe y el vuelo se detuvo. Entonces comenzó a balancearse de nuevo
lentamente hacia el otro extremo del arco descrito. El carnero había caído de
bruces y apenas se distinguía más que una amalgama de lana, cuernos y patas;
pero se recobró y, una vez esquivada la caída de su antagonista, se retiró
sacudiendo la cabeza y dando patadas contra el suelo. Retrocedió más o menos
hasta el mismo punto desde el que había lanzado el primer ataque y se detuvo;
como si estuviera rezando para conseguir la victoria, agachó la cabeza y salió
de nuevo disparado. Esta vez tampoco le pude ver con claridad: sólo capté la
misma franja blanca que tras extenderse en monstruosas ondulaciones, terminaba
en una brusca elevación. Su trayectoria formaba ángulo recto con la anterior y
su impaciencia era tan grande que golpeó al enemigo antes de que éste hubiera
alcanzado el punto más bajo del arco. Esto hizo que el fardo empezara a dar
vueltas y más vueltas en sentido horizontal con un radio de unos diez pies, la
mitad de la longitud total de la cuerda. Los alaridos de mi tío, crescendo cuando se
acercaba y diminuendo al alejarse, hacían que la rapidez del giro fuera
más perceptible con el oído que con la vista. Debido a la postura que tenía y a
la distancia del suelo a la que estaba, recibía los golpes en las extremidades
inferiores y en los riñones: se moría lentamente de abajo a arriba, como una
planta que da con sus raíces en terreno ponzoñoso.
» Tras este segundo golpe el animal no se retiró. La
fiebre de la batalla hervía en su corazón y su cerebro estaba ebrio de sangre.
Como un púgil que llevado por la rabia olvida lo mejor de su destreza y lucha
cuerpo a cuerpo, intentaba alcanzar, con torpes saltos verticales, al fugaz
enemigo que le pasaba por encima. Aunque a veces conseguía golpearle
débilmente, casi siempre acababa en el suelo, pues su ardor iba mal encauzado.
Cuando empezaba a agotarse, los círculos que el fardo describía se estrecharon
y la velocidad de giro se redujo. Todo ello, unido al escaso trecho que había
entre el saco y el suelo, hizo que su táctica produjera mejores resultados y se
consiguiera una calidad de alarido superior. Yo disfrutaba con placer.
» De repente, como si hubieran tocado retirada, el carnero
suspendió las hostilidades y se alejó resoplando. Arrancó unas cuantas briznas
de hierba y las masticó lentamente. Parecía cansado del fragor de la batalla y
decidido a cambiar la espada por el arado y a cultivar las artes de
la paz. Desde el campo de la fama avanzó con paso firme hasta una distancia de
un cuarto de milla. Entonces, de espaldas al enemigo, se detuvo y continuó
rumiando, medio dormido. Sin embargo, aprecié que de vez en cuando volvía
ligeramente la cabeza, como si su apatía fuera más fingida que real.
» Mientras tanto los gritos del tío William, y su
movimiento, habían disminuido: no se oían más que unos largos y débiles
lamentos junto a los que aparecía mi nombre pronunciado en un tono suplicante
que resultaba de lo más agradable. Evidentemente mi tío no tenía la menor idea
de lo que ocurría y estaba aterrorizado; ciertamente, cuando la muerte se
acerca rodeada de misterio resulta terrible. Poco a poco el balanceo fue
reduciéndose hasta que se detuvo. Cuando me iba acercando al fardo para darle
el golpe de gracia, sentí una sucesión de rápidos temblores que sacudían la
tierra, algo así como un pequeño terremoto. Me volví hacia donde estaba el
carnero y vi una nube de polvo que se aproximaba a una velocidad tan inusitada
que resultaba alarmante. Como a unas treinta yardas, se plantó bruscamente y
me pareció ver que un enorme pájaro blanco se elevaba por los aires. Su ascenso
fue tan suave, sencillo y regular que, admirado de su donaire, apenas pude
captar su extraordinaria celeridad. Recuerdo que su movimiento era lento,
intencionado. El morueco, pues no era otro que él, se elevaba con una fuerza
distinta a la de su propio ímpetu y parecía ser sostenido en el aire con una
ternura y cuidado infinitos. Su ascensión producía un gran placer, igual que
antes había resultado aterrador verle aproximarse por tierra. El noble animal
surcaba los cielos con la cabeza entre las rodillas y las pezuñas inclinadas
hacia atrás como si fuera una garza en vertiginoso ascenso.
»A los cuarenta o cincuenta pies, según recuerdo
con ternura, alcanzó su cenit y se quedó inmóvil por un instante; entonces,
sesgó el cuerpo hacia adelante y, sin variar la posición de sus miembros, salió
disparado hacia abajo con una trayectoria cada vez más oblicua y una velocidad
frenética. Pasó por encima de mí con el estruendo de una bala de cañón y golpeó
a mi pobre tío exactamente en el centro de la cabeza. Tan espantoso fue el
impacto que no sólo le partió el cuello sino que incluso la cuerda se rompió.
El cuerpo del difunto se estrelló contra el suelo y fue deshecho por las
cornadas del meteórico musmón. La sacudida detuvo todos los relojes entre Lone Hand y Dutch Dan y el
profesor Davidson, que andaba por el lugar y era una autoridad en temas
sísmicos explicó que las vibraciones iban de norte a sudoeste.
»En resumen, creo que, en lo que a atrocidad
artística se refiere, el asesinato del tío William ha sido
superado en muy contadas ocasiones.»
1.007. Briece (Ambrose)
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