Translate

jueves, 22 de agosto de 2013

Los otros huespedes

Para coger ese tren -dijo el coronel Levering, sentado en el hotel Waldorf-Astoria- tendrá que pasar casi toda la noche en Atlanta. Es una ciudad bonita, pero le aconsejo que no se aloje en el Breathitt House, uno de los hoteles más importantes. Es un viejo edificio de madera que tiene una urgente necesidad de repara­ción. Hay grietas en las paredes por las que cabe un gato. Las habitaciones no tienen cerrojos en las puer­tas, ni más muebles que una simple silla y un somier sin ropa de cama, y sólo un colchón. Ni siquiera puedes estar seguro de disfrutar de estas escasas como­didades en exclusiva. Amigo, es un hotel de lo más abominable.
» La noche que pasé allí fue muy incómoda. Llegué tarde y fui conducido a una habitación del piso bajo por un portero de noche lleno de disculpas que, con gran consideración, me dejó la vela de sebo que lleva­ba. Dos días y una noche de duro viaje por ferrocarril me habían agotado y todavía no me había recuperado totalmente de una herida de bala en la cabeza recibida en un altercado. En vez de buscar un alojamiento mejor, me eché en el colchón sin quitarme la ropa y me dormí.
» Me desperté de madrugada. La luna había salido y brillaba a través de una ventana sin cortinas, ilumi­nando la habitación con una suave luz azulada que producía un cierto efecto misterioso, aunque he de decir que su apariencia no era inusual; la luz de la luna siempre es así si te fijas. ¡Imagina mi sorpresa e indig­nación cuando vi el suelo ocupado por al menos una docena más de huéspedes! Me incorporé maldiciendo con la mayor seriedad a la administración de aquel hotel increíble, y cuando estaba a punto de ponerme en pie para ir a montarle un lío al portero, el de las disculpas y la vela, hubo algo en aquella situación que me hizo sentir una extraña indisposición a moverme. Supongo que, como diría un escritor, me había que­dado «helado por el terror». ¡Porque obviamente todos aquellos hombres estaban muertos!
»Yacían de espaldas, dispuestos ordenadamente en tres lados de la habitación, con los pies mirando a la pared; en el otro lado, el que quedaba, estaba mi cama y una silla. Tenían las caras cubiertas, pero debajo de aquellos paños blancos las características de los dos cuerpos que reposaban cerca de la ventana, sobre la mancha cuadrada de la luz de la luna, presentaban un perfil de nariz y barbilla afilado.
»Creía que se trataba de una pesadilla e intenté gritar, como se hace cuando uno tiene un mal sueño, pero no podía emitir sonido alguno. Por fin, haciendo un esfuerzo desesperado, me puse en pie, pasé entre las dos filas de rostros tapados y los dos cuerpos que había unto a la puerta y huí de aquel lugar infernal con dirección a la oficina. El portero estaba allí sentado, detrás de un escritorio, a la luz de otra vela de sebo: sentado y mirando. Ni se levantó: mi brusca irrupción no pareció producirle efecto alguno, aunque supongo que yo debía tener el aspecto de un verdadero cadáver. Entonces me di cuenta de que realmente antes no me había fijado bien en aquel tipo. Era pequeño, con una cara descolorida y los ojos más blancos e inexpresivos que nunca he visto. No había en él más expresión que en el dorso de mi mano. Llevaba un traje de un sucio color gris.
»-¡Maldición! -exclamé- ¿Qué es lo que pretende?
»Pero daba lo mismo, estaba temblando como una hoja agitada por el viento y no reconocí mi propia voz.
»El portero se puso en pie, se inclinó (con aire de pedir perdón) y, bueno... desapareció; en aquel mo­mento sentí por detrás que alguien apoyaba su mano sobre mi hombro. ¡Imagínatelo si puedes! Con un miedo cerval, di media vuelta y me encontré con un caballero gordo, de cara agradable, que me preguntó:
»-¿Qué le sucede, amigo?
»No tardé mucho en decírselo, pero, antes de que terminara, él también se puso pálido.
»-Míreme -dijo, ¿está usted diciendo la verdad?
»En ese momento yo ya había conseguido sobre­ponerme, y el terror había dejado paso a la indigna­cion.
»-¡Si se atreve a dudarlo -le espeté- le machaco a golpes!
»-No -contestó, no lo haga; siéntese y yo le contaré. Esto no es un hotel. Lo fue, y después un hospital. Ahora está deshabitado, a la espera de alguien que lo quiera alquilar. La habitación a la que usted se refiere era la habitación de los muertos; allí siempre había muchos muertos. El tipo al que usted llama portero solía serlo, pero más tarde se encargaba de registrar a los pacientes que llegaban. No comprendo qué hace ahora aquí. Hace unas cuantas semanas que murió.
»-¿Y usted quién es? -le pregunté.
»-Oh, yo me encargo de cuidar el local. Pasaba por aquí, vi luz y entré a investigar. Vamos, echemos un vistazo a esa habitación -añadió levantado del escrito­rio aquella vela que chisporroteaba.
»-¡Antes vería al mismísimo demonio! -exclamé saliendo rápidamente a la calle.
» Amigo, ese Breathitt House de Atlanta es un lugar maldito. No se aloje allí.
-¡No quiera Dios! La visión que usted ha dado de él no sugiere comodidad, desde luego. A propósito, coronel, ¿cuándo ocurrió todo eso?
-En septiembre de 1864, poco después del estado de sitio.

1.007. Briece (Ambrose)


No hay comentarios:

Publicar un comentario