I
Porque la muerte provoca cambios más importantes de
lo que comúnmente se cree. Aunque, en general, es el espíritu el que, tras
desaparecer, suele volver y es en ocasiones contemplado por los vivos
(encarnado en el mismo cuerpo que poseía en vida), también ha ocurrido que el
cuerpo haya andado errante sin el espíritu. Quienes han sobrevivido a tales
encuentros manifiestan que esas macabras criaturas carecen de todo sentimiento
natural, y de su recuerdo, a excepción del odio. Asimismo, se sabe de algunos
espíritus que, habiendo sido benignos en vida, se transforman en malignos
después de la muerte. -Hali.
Una oscura noche de verano, un hombre que dormía en
un bosque despertó de un sueño del que no recordaba nada. Levantó la cabeza y,
después de fijar la mirada durante un rato en la oscuridad que le rodeaba,
dijo: «Catherine
Larue».
No agregó nada más; ni siquiera sabía por qué había dicho eso.
El hombre se llamaba Halpin Frayser. Vivía en Santa
Helena, pero su paradero actual es desconocido, pues ha muerto. Quien tiene el
hábito de dormir en los bosques sin otra cosa bajo su cuerpo que hojarasca y
tierra húmeda, arropado únicamente por las ramas de las que han caído las hojas
y el cielo del que la tierra procede, no puede esperar vivir muchos años, y
Frayser ya había cumplido los treinta y dos. Hay personas en este mundo,
millones, y con mucho las mejores, que consideran tal edad como avanzada: son
los niños. Para quienes contemplan el periplo vital desde el puerto de partida,
la nave que ha recorrido una distancia considerable parece muy próxima a la
otra orilla. Con todo, no está claro que Halpin Frayser muriera por estar a la
intemperie.
Había pasado todo el día buscando palomas y caza por
el estilo en las colinas que hay al oeste del valle de Napa. Avanzada
la tarde, el cielo se cubrió y Frayser no supo orientarse. Aunque lo más
apropiado hubiera sido descender, como todo el que se pierde sabe, la ausencia
de senderos se lo impidió y la noche le sorprendió en el bosque. Incapaz de
abrirse camino en la oscuridad a través de las matas de manzanita y otras
plantas silvestres, confuso y rendido por el cansancio, se echó debajo de un
gran madroño donde el sueño le invadió rápidamente. Sería horas más tarde,
justo en la mitad de la noche, cuando uno de los misteriosos mensajeros divinos
que se dirigía hacia el oeste por la línea del alba, abandonaría las filas de
las nutridas huestes celestiales y pronunciaría en el oído del durmiente la
palabra que le haría incorporarse y nombrar, sin saber por qué, a alguien que
no conocía.
Halpin Frayser no tenía mucho de filósofo ni de
hombre de ciencia. El hecho de que al despertar de un profundo sueño hubiera
pronunciado un nombre desconocido, del que apenas se acordaba, no le resultó
lo bastante curioso para analizarlo. Le pareció, eso sí, extraño y, tras un
ligero escalofrío, en atención a la extendida opinión del momento sobre la
frialdad de las noches, se acurrucó de nuevo y se volvió a dormir; pero esta
vez su sueño sí iba a ser recordado.
Soñó que iba por un camino polvoriento cuya blancura
resaltaba en la oscuridad de una noche de verano. No sabía de dónde venía aquel
camino ni adónde iba, ni tampoco por qué lo recorría, pero todo parecía de lo
más normal y natural, como suele ocurrir en los sueños: en el país que hay más
allá del lecho las sorpresas no turban y la razón descansa. Enseguida llegó a
una bifurcación: del primer camino partía otro que parecía intransitado desde
hacía tiempo porque, en opinión de Frayser, debía conducir a algún lugar
maldito. Empujado por una imperiosa necesidad, y sin la menor vacilación, lo
siguió.
Según avanzaba, llegó a la conclusión de que por
allí rondaban criaturas invisibles cuyas formas no conseguía adivinar. Unos
murmullos entre-cortados e incoherentes, que a pesar de ser emitidos en una
lengua extraña Frayser comprendió en parte, surgieron de los árboles laterales.
Parecían fragmentos de una monstruosa conjura contra su cuerpo y su alma.
Aunque ya estaba muy avanzada la noche, el bosque
interminable se encontraba bañado por una luz trémula que, al no tener punto
de difusión, no proyectaba sombras. Un charco formado en la rodada de una
carreta emitía un reflejo carmesí que llamó su atención. Se agachó y
hundió la mano en él. Al sacarla, sus dedos estaban manchados. ¡Era sangre!
Sangre que, como pudo observar entonces, le rodeaba por todas partes: los
helechos que bordeaban profusamente el camino mostraban gotas y salpicaduras
sobre sus grandes hojas; la tierra seca que delimitaba las rodadas parecía
haber sido rociada por una lluvia roja. Sobre los troncos de los árboles había
grandes manchas de aquel color inconfundible, y la sangre goteaba de sus hojas
como si fuera rocío.
Frayser contemplaba todo esto con un temor que no parecía
incompatible con la satisfacción de un deseo natural. Era como si todo aquello
se debiera a la expiación de un crimen que no podía recordar, pero de cuya
culpabilidad era consciente. Y este sentimiento acrecentaba el horror de las
amenazas y misterios que le rodeaban. Pasó revista a su vida para evocar el
momento de su pecado, pero todo fue en vano. En su cabeza se entremezclaron
confusamente imágenes de escenas y acontecimientos, pero no consiguió vislumbrar
por ningún lado lo que tan ansiosamente buscaba. Este fracaso aumentó su
espanto; se sentía como el que asesina en la oscuridad sin saber a quién ni por
qué. Tan horrorosa era la situación -la misteriosa luz alumbraba con un fulgor
amenazador tan terrible, tan silencioso; las plantas malignas, los árboles, a
los que la tradición popular atribuye un carácter melancólico y sombrío, se
confabulaban tan abiertamente contra su sosiego; por todas partes surgían
murmullos tan sobrecogedores y lamentos de criaturas tan manifiestamente
ultraterrenas- que no la pudo soportar por más tiempo y, haciendo un gran
esfuerzo por romper el maligno hechizo que condenaba sus facultades al silencio
y la inactividad, lanzó un grito con toda la fuerza de sus pulmones. Su voz se
deshizo en una multitud de sonidos extraños y fue perdiéndose por los confines
del bosque hasta apagarse. Entonces todo volvió a ser como antes. Pero había
iniciado la resistencia y se sentía con ánimos para proseguirla.
-No voy a someterme sin ser escuchado -dijo-. Puede
que también haya poderes no malignos transitando por este maldito camino. Les
dejaré una nota con una súplica. Voy a relatar los agravios y persecuciones
que yo, un indefenso mortal, un penitente, un poeta inofensivo, estoy
sufriendo. Halpin Frayser era poeta del mismo modo que penitente, sólo en
sueños.
Sacó del bolsillo un pequeño cuaderno rojo con
pastas de piel, la mitad del cual dedicaba a anotaciones, pero se dio cuenta de
que no tenía con qué escribir. Arrancó una ramita de un arbusto y, tras mojarla
en un charco de sangre, comenzó a escribir con rapidez. Apenas había rozado el
papel con la punta de la rama, una sorda y salvaje carcajada estalló en
la distancia y fue aumentando mientras parecía acercarse; era una risa inhumana, sin alma, tétrica, como el grito del
colimbo solitario a media noche al borde de un lago; una risa que concluyó en un aullido espantoso en sus
mismos oídos y que se fue desvaneciendo lentamente, como si el maldito ser que
la había producido se hubiera retirado de nuevo al mundo del que procedía. Pero
Frayser sabía que no era así: aquella criatura no se había movido y estaba muy
cerca.
Una extraña sensación comenzó a apoderarse lentamente
tanto de su cuerpo como de su espíritu. No podía asegu rar
qué sentido, de ser alguno, era el afectado; era como una intuición, como una
extraña certeza de que algo abrumador, malvado y sobrenatural, distinto de las
criaturas que le rondaban y superior a ellas en poder, estaba presente. Sabía
que era aquello lo que había lanzado esa cruel carcajada, y ahora se aproximaba;
pero desconocía por dónde y no se atrevía a hacer conjeturas. Sus miedos
iniciales habían desaparecido y se habían fundido con el inmenso pavor del que
era presa. A esto se añadía una única preocupación: completar su súplica
dirigida a los poderes benéficos que, al cruzar el bosque hechizado, podrían
rescatarle si se le negaba la bendición de ser aniquilado. Escribía con una
rapidez inusitada y la sangre de la improvisa da
pluma parecía no agotarse. Pero en medio de una frase sus manos se negaron a
continuar, sus brazos se paralizaron y el cuaderno cayó al suelo. Impotente
para moverse o gritar, se encontró contemplando el rostro cansado y macilento
de su madre que, con los ojos de la muerte, se erguía pálida y silenciosa en su
mortaja.
II
En su juventud, Halpin Frayser había vivido con sus
padres en Nashville,
Tennessee. Los Frayser tenían una posición acomodada en la sociedad que había
sobrevivido al desastre de la guerra civil. Sus hijos habían tenido las
oportunidades sociales y educativas propias de su época y posición, y
habían desarrollado unas formas educadas y unas mentes cultivadas. Halpin,
que era el más joven y enclenque, estaba un poquito mimado; en él se hacía
patente la doble desventaja del mimo materno y de la falta de atención paterna.
Frayser père era lo que todo sureño de buena posición debe ser: un
político. Su país, o mejor dicho, su región y su estado le llevaban
tanto tiempo y le exigían una atención tan especial que sólo podía prestar
a su familia unos oídos algo sordos a causa del clamor y del griterío, incluido
el suyo, de los líderes políticos.
El joven Halpin era un muchacho soñador, indolente
y bastante sentimental, más amigo de la literatura que de las leyes, profesión
para la que había sido educado. Aquellos parientes suyos que creían en las
modernas teorías de la herencia veían en el muchacho al difunto Myron Bayne, su
bisa buelo materno, quien de ese modo
volvía a recibir los rayos de la luna, astro por cuya influencia Bayne llegó a
ser un poeta de reconocida valía en la época colonial. Aunque no siempre se
observaba, sí era digno de observación el hecho de no considerar un verdadero
Frayser a aquél que no poseyera con orgullo una suntuosa copia de las obras
poéticas de su antecesor (editadas por la familia y retiradas hacía tiempo de
un mercado no muy favorable); sin embargo, y de forma incomprensible, la
disposición a honrar al ilustre difunto en la persona de su sucesor espiritual
era más bien escasa: Halpin era considerado la oveja negra que podía deshonrar
a todo el rebaño en cualquier momento poniéndose a balar en verso. Los Frayser
de Tennessee eran
gente práctica, no en el sentido popular de dedicarse a tareas orientadas por
la ambición, sino en el de despreciar aquellas cualidades que apartan a un
hombre de la beneficiosa vocación política.
Para hacer justicia al joven Halpin, hay que
confesar que, aunque él encarnaba fielmente la mayoría de las características
mentales y morales atribuidas por la tradición histórica y familiar al famoso
bardo colonial, sólo se le consideraba depositario del don y arte divino por
pura deducción. No sólo no había cortejado jamás a la musa sino que, a decir
verdad, habría sido incapaz de escribir correctamente un verso para escapar a
la muerte. Sin embargo nadie sabía cuándo esa dormida facultad podría despertar
y hacerle tañer la lira.
Mientras tanto, el muchacho resultaba bastante
inútil. Entre él y su madre existía una gran comprensión, pues la señora era,
en secreto, una ferviente discípula de su abuelo; pero, con el tacto digno de
elogio en personas de su sexo (algunos calumniadores prefieren llamarlo
astucia), siempre había procurado ocultar su afición a todos menos a aquél que
la compartía. Este delito común constituía un lazo más entre ellos. Si bien es
cierto que en su infancia Halpin era un mimado de su madre, hay que decir que
él había hecho todo lo posible porque así fuera. A medida que se acercaba al
grado de virilidad característico del sureño, a quien le da igual la marcha de
las elecciones, la relación con su hermosa madre -a quien desde niño llamaba Katy- se fue
haciendo más fuerte y tierna cada año. En esas dos naturalezas románticas se
manifestaba de un modo especial un fenómeno a veces olvidado: el predominio del
elemento sexual en las relaciones humanas, que refuerza, embellece y dulcifica
todos los lazos, incluso los consanguíneos. Eran tan inseparables que quienes
no los conocían, al observar su comportamiento, los tomaban a menudo por
enamorados.
Un día, Halpin Frayser entró en el tocador de su
madre, la besó en la frente y, después de jugar con un rizo de su pelo negro
que había escapado de las horquillas, dijo, intentando aparentar tranquilidad:
-¿Te importaría mucho, Katy, si me
fuera a California por unas semanas?
Era innecesario que Katy contestara con los labios
a una pregunta para la que sus delatoras mejillas habían dado ya una respuesta
inmediata. Evidentemente le importaba y las lágrimas que brotaron de sus
grandes ojos marrones así lo indicaban.
-Hijo mío -dijo mirándole con infinita ternura-, debería
haber adivinado que esto ocurriría. Anoche me pasé horas y horas en vela,
llorando, porque el abuelo se me apareció en sueños y, en pie, tan joven y
guapo como en su retrato, señaló al tuyo en la misma pared. Cuando lo miré, no
pude ver tus facciones: tu cara estaba cubierta con un paño como el que se pone
a los muertos. Tu padre, cuando se lo he contado, se ha reído de mí; pero,
querido, tú y yo sabemos que tales sueños no ocurren porque sí. Se veían, por
debajo del paño, las marcas de unos dedos sobre tu garganta. Perdona, pero no
estamos acostumbrados a ocultarnos tales cosas. A lo mejor tú le das otra
interpretación. Quizá significa que no debes ir a California. O tal vez que
debes llevarme contigo.
Hay que decir, a la luz de una prueba recién descubierta,
que esta ingeniosa interpretación no fue completamente aceptada por la mente,
más lógica, del joven. Por un momento tuvo el presen-timiento de que aquel
sueño presagiaba una calamidad más sencilla e inmediata, aunque menos trágica,
que una visita a la costa del Pacífico: Halpin Frayser tuvo la impresión de que
iba a ser estran-gulado en su patria chica.
-¿No hay balnearios de aguas medicinales en California
-continuó la señora Frayser, antes de que él pudiera exponer el verdadero
significado del sueñoen los que puedan curarse el reumatismo y la neuralgia?
Mira qué dedos tan rígidos; estoy casi segura de que hasta durmiendo me
producen dolor.
Extendió las manos para que las viera. El cronista
es incapaz de señalar cuál fue el diagnóstico que el joven prefirió guardar
para sí con una sonrisa , pero se
siente en la obligación de añadir, de su cosecha, que nunca unos dedos
parecieron menos rígidos y con menos apariencia de insensibilidad.
El resultado fue que, de estas dos personas con los
mismos raros conceptos sobre el deber, una se fue a California, tal y como
demandaba su clientela, y la otra se quedó en casa, obedeciendo así al
deseo, apenas consciente, de su marido.
Una oscura noche Halpin Frayser iba caminando por el
puerto de San Francisco y, de un modo tan repentino como sorprendente, se vio
convertido en marinero. Lo que ocurrió en realidad fue que le emborracharon y
le arrastraron a bordo de un barco enorme que zarpó con destino a un país
lejano. Pero sus desventuras no acabaron con el viaje, pues el barco encalló en
una isla al sur del Pacífico y pasaron seis años antes de que los
supervivientes fueran rescatados por una goleta mercante y devueltos a San
Francisco.
Aunque volvía con la bolsa vacía, Frayser no era
menos orgulloso de lo que había sido en los años anteriores, ya tan lejanos
para él. No quiso aceptar ayuda de extraños, y fue mientras vivía con otro
superviviente cerca de la ciudad de Santa Helena, en espera de noticias y
dinero de su familia, cuando se le ocurrió salir a cazar y soñar.
III
La aparición del bosque -esa cosa tan parecida y,
sin embargo, tan distinta a su madre- era horrible. No despertaba ni amor ni
anhelo en su corazón; tampoco le traía recuerdos agradables de los días
felices. En resumen, no le inspiraba ningún sentimiento especial, pues
cualquier emoción quedaba ahogada por el miedo. Intentó volverse y huir pero
las piernas no le obedecieron: ni siquiera podía levantar los pies del suelo.
Los brazos le colgaban inertes en los costados; sólo conservaba el control de
los ojos y no se atrevía a apartarlos de las apagadas órbitas del espectro, del
que sabía que no era un alma sin cuerpo, sino lo más espantoso que aquel bosque
hechizado podía albergar: ¡un cuerpo sin alma! En su mirada vacía no había
amor, piedad o inteligencia alguna, nada a lo que apelar. «No ha lugar a
apelación», pensó, rememorando absurdamente el lenguaje profesional tiempo
atrás aprendido. Pero de su ocurrencia no se dedujo ningún alivio.
La aparición continuaba frente a él, a un paso,
observándole con la torpe malevolencia de una bestia salvaje. Fue tan largo
este momento que el universo envejeció, cargado de años y culpas, y el bosque,
triunfante tras aquella monstruosa culminación de terrores, desapareció de su
mente con todas sus imágenes y sonidos. De pronto, el espectro extendió sus
manos y se abalanzó sobre él con terrible ferocidad. Halpin recuperó sus
energías, pero no su voluntad: su poderoso cuerpo y sus ágiles miembros,
dotados de una vida propia, ciega e insensata, resistieron vigorosamente, pero
su mente seguía hechizada. Por un instante vio ese increíble enfrentamiento
entre su inteligencia muerta y su organismo vivo como un simple espectador;
esto, como se sabe, suele suceder en los sueños. Pero enseguida recobró su
identidad, y dando un salto hacia su interior, el valeroso autómata recuperó
de nuevo su voluntad rectora, tan expectante y agresiva como la de su
detestable rival.
Pero, ¿qué mortal puede derrotar a una criatura hija
de su propio sueño? La imaginación que crea al enemigo está vencida de
antemano; el resultado del combate es su misma causa. A pesar de sus
esfuerzos, de una fortaleza y actividad que parecían inútiles, sintió cómo unos
dedos fríos se aferraban a su garganta. De espaldas sobre la tierra, vio, a un
palmo de distancia, aquel rostro muerto y descarnado. Al instante todo se
oscureció. Se oyó el sonido de tambores lejanos y el murmullo de voces
bulliciosas, a los que siguió un grito agudo y distante que redujo todo al
silencio. Halpin Frayser soñó que estaba muerto.
IV
Tras una noche templada y clara, la mañana amaneció
con niebla. El día anterior, hacia la media tarde, se había visto una cortina
de vapor -el fantasma de una nube- que se acercaba a la ladera oeste del monte
Santa Helena, a sus estériles alturas. Era una capa tan fina y translúcida, tan
parecida a una fantasía hecha realidad que uno habría exclamado: «¡Miren,
miren, rápido: en un momento habrá desa-parecido.»
Pero enseguida empezó a hacerse mayor y más densa.
Mientras un extremo se adhería a la montaña, el otro se elevaba cada vez más
por encima de los cerros. Al mismo tiempo se extendía hacia el norte y hacia el
sur y se fundía con pequeños jirones de niebla que, con la sensata intención de
ser absorbidos, surgían de las laderas. Fue creciendo y creciendo hasta hacer
imposible la visión de la cumbre desde el valle, que quedó cubierto por un
dosel gris y opaco. En Calistoga, que se extiende al pie de la montaña, donde
el valle comienza, tuvieron una noche sin estrellas y una mañana sin sol. La
niebla se hundía cada vez más y se extendía en dirección sur, cubriendo rancho
tras rancho hasta alcanzar la ciudad de Santa Helena, a nueve millas de
distancia. El polvo se había asentado sobre el camino y los pájaros estaban
posados en silencio sobre los árboles empapados. La luz de la mañana era pálida
y fantasmal, sin color o brillo alguno.
Al despuntar el alba, dos hombres abandonaron la
ciudad de Santa Helena en dirección norte, hacia Calistoga. Aunque llevaban
escopeta al hombro, nadie les habría confundido con un par de cazadores; eran
el ayudante del sheriff
de
Napa y un
detective de San Francisco, Holker y Jaralson, respectivamente. Su misión era
cazar a un hombre.
-¿Está muy lejos? -preguntó Holker, mientras sus pisa das dejaban al descubierto la tierra seca que
había bajo la superficie húmeda del camino.
-¿La iglesia blanca? Como a media milla -contestó el
otro-. Por cierto -añadió-, ni es una iglesia ni es blanca; se trata de una
escuela abandonada, gris por los años y el descuido. En otro tiempo, cuando era
blanca, se realizaban en ella servicios religiosos. Tiene un cementerio que
haría las delicias de un poeta. ¿Adivina usted por qué mandé buscarle y le
advertí que viniera armado?
-Oh, nunca se me ha ocurrido preguntarle sobre esos
temas. Sé que usted siempre informa en el momento oportuno. Pero si se trata
de hacer conjeturas, creo que lo que usted quiere es que le ayude a detener a
uno de los cadáveres del cementerio.
-¿Se acuerda usted de Branscom? -preguntó Jaralson,
respondiendo al ingenio de su compañero con la indiferencia que se merecía.
-¿El tipo que degolló a su mujer? Ya lo creo. Me
costó una semana de trabajo y un montón de dólares. Ofrecen quinientos de
recompensa, pero no hemos conseguido echarle la vista encima. No querrá usted
decir que...
-Exacto, lo han tenido bajo sus narices todo este
tiempo. Por las noches viene al viejo cementerio de la iglesia blanca.
-¡Demonios! Es donde está enterrada su mujer.
-Bueno, deberían ustedes haber supuesto que algún
día tendría la tentación de volver.
-Es el último lugar que se nos habría ocurrido.
-Como ya habían rastreado todos los demás, al
conocer su fracaso, le esperé allí.
-¿Y le encontró?
-¡Maldita sea! Él me encontró a mí. El muy bribón me
tomó la delantera: se me echó encima y me hizo correr a gusto. Fue una
suerte que no acabara conmigo. ¡Menudo pájaro! Me contentaría con la mitad de
la recompensa, si es que usted necesita la otra mitad.
Holker se echó a reír y dijo que sus acreedores
estaban más impacientes que nunca.
-Quería sencillamente mostrarle el terreno y preparar
un plan con usted -dijo el detective-. Creí que, aunque fuera de día, era mejor
ir bien armados.
-Ese hombre debe de estar loco -dijo el ayudante del
sheriff. La recompensa es por su
captura y condena. Si está loco, no le condenarán.
El señor Holker, profundamente afectado por tal
posibilidad, se detuvo involuntariamente un instante y reanudó la marcha con
menos entusiasmo.
-Bueno, lo parece -asintió Jaralson-. Debo admitir
que nunca he visto un canalla con peor pinta: mal afeitado, con el pelo
totalmente revuelto... Reúne todo lo peor de la vieja y honorable orden de los
vagabundos. Pero he venido a por él y no se me escapará. La gloria nos espera.
Nadie más sabe que está a este lado de las Montañas de la Luna.
-De acuerdo -dijo Holker. Vamos allá e inspeccionemos
el terreno donde pronto yacerás -añadió
empleando las palabras que en tiempos fueran tan usadas en las
inscripciones funerarias-. Quiero decir, si es que el viejo Branscom llega a
cansarse de usted y de su impertinente intromisión. Por cierto, el otro día oí
decir que su verdadero nombre no es Branscom.
-Entonces ¿cuál es?
-No me acuerdo. Había perdido todo interés por ese
rufián y no lo grabé en la memoria. Era algo como Pardee. La mujer a la que
tuvo el mal gusto de degollar era viuda cuando él la conoció. Había venido a
California a buscar a unos parientes. Ya sabe, hay gente que lo hace. Pero
bueno, usted ya conoce esa historia.
-Naturalmente.
-Pero si no sabía su verdadero nombre, ¿por qué feliz
inspiración encontró la tumba? El mismo que me dijo el nombre comentó que está
grabado en la lápida.
-Yo no sé dónde está esa tumba -contestó Jaralson,
algo reacio a admitir su ignorancia acerca de un detalle tan importante en el
plan-. He estado inspeccionando el lugar, nada más. Precisa mente
identificar esa tumba es una parte del trabajo que hemos de realizar esta
mañana. Aquí tenemos la iglesia blanca.
El camino había estado bordeado por campos hasta
entonces. Ahora, a la izquierda, se veía un bosque de encinas y madroños y unos
abetos gigantescos cuya parte inferior era difícil de distinguir entre la
niebla. Los arbustos, bastante espesos, no llegaban a ser impracticables. Al
principio Holker no veía el edificio pero, al adentrarse en el bosque, sus
vagos contornos, que parecían enormes y distantes, aparecieron entre la bruma.
Unos cuantos pasos más y ahí estaba, claramente visible, oscurecido por la
humedad y de un tamaño insignificante. Era la típica escuela de aldea con un
basamento de piedra y forma de caja de embalar. Tenía el tejado cubierto de
musgo, y los cristales y marcos de las ventanas rotos. Su estado era ruinoso,
pero no era una ruina, sino uno de los típicos sucedáneos californianos de lo
que las guías extranjeras llaman «monumentos del pasado». Tras un rápido
vistazo a una construcción tan poco interesante, Jaralson se dirigió hacia la
parte posterior, llena de maleza húmeda.
-Le voy a mostrar dónde me sorprendió -dijo. Éste
es el cemen-terio.
Por todas partes surgían pequeños recintos con
tumbas, en ocasiones no más de una, entre los matorrales. Unas veces se las
reconocía por las piedras descoloridas y las tablas podridas que, cuando no
estaban en el suelo, descansaban sobre sus cuatro ángulos; otras, por las
estacas carcomidas que las rodeaban y, más raramente, por un montículo de hojarasca
bajo la que se podían distinguir algunos cascotes. En muchos casos el lugar que
acogía los restos de algún pobre mortal -quien, con el paso del tiempo, había
sido abandonado por el círculo de sus afligidos amigos- no estaba indicado más
que por una depresión en la tierra, más duradera que la de sus propios deudos.
Los senderos, si es que alguna vez los hubo, no habían dejado huella alguna.
Entre las tumbas crecían unos grandes árboles que arrancaban con sus raíces las
cercas de los recintos. Por todas partes reinaba esa atmósfera de abandono y
decadencia que en ningún otro sitio parece tan indicada y significativa como en
una aldea de muertos olvidados.
Los dos hombres, con Jaralson a la cabeza, atravesaron
los espesos matorrales; de pronto, aquel hombre decidido se detuvo y, tras
levantar la escopeta a la altura del pecho, musitó una palabra de alerta y permaneció
con la vista clavada frente a él. Su compañero, en cuanto pudo librarse de la maleza,
le imitó y, aunque no había visto nada, se puso en guardia ante lo que pudiera
suceder. Un instante después Jaralson comenzó a avanzar cautelosamente, con
Holker tras él.
Bajo las ramas de un enorme abeto yacía un cuerpo
sin vida. Los dos hombres, en silencio junto a él, examinaron los detalles que
en un primer momento suelen llamar la atención: el rostro, la actitud, la ropa:
todo aquello que más rápidamente responde a las mudas preguntas de una
curiosidad sana.
El hombre estaba boca arriba, con las piernas separadas.
Tenía un brazo extendido hacia arriba y el otro doblado en ángulo con la mano
cerca de la garganta. Sus puños estaban fuertemente apretados, en actitud de
desesperada pero inútil resistencia a... no se sabe qué.
Junto a él había una escopeta y un morral de cazador
a través de cuyas mallas se veían plumas de pájaros muertos. A su alrededor
había rastros de una lucha encarnizada; unos pequeños brotes de encina venenosa
aparecían tronchados, sin hojas ni corteza. Alguien había acumulado con sus
pies hojarasca en torno a sus piernas. Unas huellas de rodillas humanas
aparecían junto a sus caderas.
La ferocidad de la lucha era evidente con solo
observar la garganta y el rostro del cadáver. A diferencia del color blanco de
su pecho y manos, aquellos tenían un color púrpura, casi negro. Sus hombros
descansaban sobre una leve prominencia del terreno, lo que hacía que la cabeza
cayera bruscamente hacia atrás, con los ojos en dirección contraria a la de los
pies. Una lengua, negra e hinchada, surgía de entre la espuma que llenaba su
boca abierta. Sobre la garganta había unas marcas horribles: no eran las
simples huellas de unos dedos, sino magulladuras y heridas producidas por
unas manos fuertes que debían de haberse hundido en la carne, manteniendo su
terrible tenaza hasta mucho después de producir la muerte. El pecho, la
garganta y el rostro estaban húmedos; tenía la ropa empapada y unas gotas de
agua, condensación de la niebla, salpicaban el pelo y el bigote.
Los dos hombres observaron todo esto casi de un
vistazo, sin hacer ningún comentario. Después Holker rompió el silencio.
-¡Pobre diablo! Debió de tener un final horroroso.
Jaralson, con la escopeta firmemente agarrada y el
dedo en el gatillo, inspeccionó atentamente el bosque con la mirada.
-Esto es obra de un loco -dijo sin apartar la vista
de la espesura-.La obra de Branscom... Pardee.
Algo que había en el suelo, semicubierto por las
hojas, llamó la atención de Holker. Era un cuaderno rojo con pastas de piel. Lo
cogió y lo abrió. Contenía hojas en blanco para anotaciones en la primera de
las cuales estaba escrito el nombre «Halpin Frayser». Con tinta roja y gara-bateadas
a lo largo de varias páginas, aparecían las siguientes líneas, que Holker leyó
en voz alta, mientras su compañero seguía vigilando los oscuros confines de
aquel entorno y escuchaba con aprensión el gotear de los árboles. Decía así:
Víctima de algún oculto maleficio, me encontré
entre las tinieblas crepusculares de un bosque
encantado.
El ciprés y el mirto
entrelazaban sus ramas
en simbólica y funesta hermandad.
El sauce cavilante murmuraba al tejo;
debajo, la mortal belladona y la ruda,
con siemprevivas trenzadas en extrañas formas
funerarias, crecían junto a horribles ortigas.
No había ni cantos de pájaros ni zumbidos de abejas,
ni hojas suavemente mecidas por la fresca brisa .
El aire estaba estancado y el silencio era
un ser vivo que respiraba entre los árboles.
Los espíritus conspiradores murmuraban en las
tinieblas,
de un modo inaudible, los secretos de las tumbas.
Los árboles sangraban y las hojas exhibían,
a la luz embrujada, un fulgor rojizo.
¡Grité! El hechizo,
aún sin romper,
dominaba mi espíritu y voluntad.
¡Desamparado, sin aliento ni esperanza,
luché contra monstruosos presagios de maldad.!
Al fin, lo invisible...
Holker se detuvo. No había nada más. El manuscrito
se interrum-pía a mitad de un verso.
-Suena a Bayne -dijo Jaralson, que, a su manera, era
un hombre culto. Había dejado de vigilar y estaba observando el cadáver.
-¿Quién es Bayne? -preguntó Holker sin mucho
interés.
-Myron Bayne, un tipo que escribió en la época
colonial, hace más de un siglo. Sus poemas eran tremendamente tétricos. Tengo
sus obras completas. Este poema, por algún error, no aparece en ellos.
-Hace frío -dijo Holker. Vámonos. Debemos avisa r al juez de Napa.
Sin decir palabra, Jaralson siguió a su compañero.
Al pasar junto a la elevación del terreno sobre la que descansaban la cabeza y
los hombros del muerto, su pie tropezó con un objeto duro que había bajo la
hojarasca. Era una lápida caída sobre la que, con dificultad, se podían leer
las palabras «Catherine
Larue».
-¡Larue, Larue! -exclamó Holker con excitación
repentina. Ese es el verdadero nombre de Branscom, no Pardee. Y, ¡Dios mío!,
ahora me acuerdo de todo: ¡el nombre de la mujer asesinada era Frayser!
-Aquí hay algo que me huele muy mal -dijo el
detective Jaralson. No me gustan nada estas historias.
De entre la niebla -y al parecer desde muy lejosles
llegó el sonido de una risa sofocada
y desalmada, tan desprovista de alegría como la de una hiena que ronda en la
noche del desierto en busca de presa. Una risa
que se elevó poco a poco y se fue haciendo cada vez más nítida, fuerte y
terrible, hasta que pareció rozar los límites del círculo de visión de los dos
hombres. Era una risa tan
sobrenatural, inhumana y diabólica que les produjo un pavor indes-criptible. No
movieron sus armas, ni siquiera pensaron en ellas: la amenaza de aquel horrible
sonido no era de los que se combaten con ellas. Tras un grito culminante que
pareció sonar junto a sus oídos, comenzó a disminuir paulatinamente hasta que
sus débiles notas, tristes y mecánicas, se extinguieron en el silencio, a una
distancia enorme.
1.007. Briece (Ambrose)
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