Mi padre era desodorizador de perros muertos; mi
madre mantenía el único negocio de carne para gatos en mi ciudad natal. No
vivían felices: la diferencia de rango social era un abismo que no podía ser
salvado por los votos del matrimonio. Era en verdad una alianza incompatible y
desafortunada; y como podría haberse previsto, terminó en desastre. Una mañana,
después de las habituales riñas del desayuno, mi padre se levantó de la mesa,
tembloroso y pálido de ira, y dirigiéndose a la iglesia, azotó al sacerdote que
había llevado a cabo la ceremonia matrimonial. El acto fue generalmente
condenado y el sentimiento público se alzó tan fuertemente contra el ofensor,
que la gente permitiría antes yacer perros muertos en su propiedad hasta que la
fragancia fuera ensordecedora, antes que emplearlo; y las autoridades
municipales soportaron que un viejo mastín hinchado exhalase desde una plaza
pública una emanación tan clamorosa, que los forasteros de paso suponían para sí
que se encontraban en las vecindades de un aserradero. Mi padre era
verdaderamente impopular. Durante esos oscuros días, el único sostén de la
familia provenía del emporio de comida para gatos de mi madre.
El negocio era lucrativo. En aquella ciudad, que
era la más antigua del mundo, el gato era objeto de veneración. Su culto era la
religión de la zona. La suma y multiplicación de gatos era una instrucción
aritmética permanente. Naturalmente, el desatender los deseos de un gato era
castigado con gran severidad en este mundo y en el otro; por lo tanto mi madre
contaba con cientos de clientes. Sin embargo, con un esposo improductivo y
diecisiete niños, ella tenía algunas dificultades en unir los dos extremos; y
al fin la necesidad de incrementar la diferencia entre el precio de costo y el
precio de venta de sus mercancías carnales la llevó a un expediente que se
revelaría como eminentemente desastroso: concibió la desgraciada idea de
vengarse rehusándose a vender carne para gatos hasta que el boicot a su marido
hubiese terminado.
El día en que puso su resolución en práctica el
negocio estaba atestado de clientes excitados y otros se extendían en
turbulentas e incansables masas a lo largo de cuatro cuadras, hasta perderse de
vista. En el interior no había más que maldiciones, apretones, gritos y
amenazas. Se recurrió libremente a la intimidación -varios de mis hermanos y
hermanas menores fueron amenazados con ser cortados en pedazos para los gatos-,
pero mi madre se mantuvo firme como una roca y aquel fue un oscuro día para
Sardasa, la antigua y sagrada ciudad que era el escenario de estos
acontecimientos. ¡La huelga fue vigorosamente mantenida, y setecientos
cincuenta gatos se acostaron hambrientos!
A la mañana siguiente la ciudad se encontró con
que durante la noche había sido empapelada con una proclama de la Unión Federada de
Viejas Criadas. Esta anciana y poderosa orden afirmaba a través de su Suprema
Cabeza Ejecutiva que el boicot a mi padre y la vengativa huelga de mi madre
ponían en serio peligro los intereses de la religión. La proclama continuaba
puntualizando que si no se tomaban medidas antes del mediodía de la fecha,
todas las viejas criadas pararían... y así lo hicieron.
El próximo acto de este infeliz drama fue una
insurrección de gatos. Estos sagrados animales, viendo que habían sido
condenados a la inanición, organizaron un mitin masivo y marcharon en procesión
a través de las calles, blasfemando y escupiendo como demonios. Esta revuelta
de los dioses produjo tal consternación que muchas personas piadosas murieron
de espanto y todos los negocios debieron cerrar para enterrarlas y promulgar
terroríficas resoluciones.
Las cosas iban tan mal como les era posible. Se
llevaron a cabo mítines entre los representantes de los intereses hostiles,
pero en ellos no se llegó a ningún entendimiento. Cada acuerdo era roto tan
pronto como se hacía y cada elemento de la disputa era presentado
frenéticamente al pueblo. Se avecinaba un nuevo horror.
Se recordará que mi padre era un desodorizador de
perros muertos, pero estaba imposibilitado de practicar su útil y modesta
profesión porque nadie lo quería emplear. En consecuencia los perros muertos
apestaban como vagabundos. ¡Entonces se declararon en huelga! De cada baldío y
terreno público, de cada seto y zanja y cloaca y cisterna, de los cristalinos
riachuelos y de las cuajadas aguas de los canales y estuarios -en resumen, de
todos los lugares que desde tiempo inmemorial habían sido propiedad de perros
muertos y consagrados a sus usos y a los de sus herederos y sucesores, para
siempre-, ¡se alzaron en tropel innumerable, en lúgubre cuadrilla! Su procesión
abarcaba una milla. A mitad de camino hacia la ciudad se dieron de lleno con la
procesión de gatos. Instantáneamente éstos enarcaron sus espaldas e irguieron
sus colas; los perros muertos descubrieron los dientes, y erizaron su pelambre,
como si aún estuviese adherida a la piel.
¡La carnicería que siguió fue demasiado espantosa
para ser contada! La luz del sol fue oscurecida por los pedazos de piel
volando, y la batalla fue librada en la oscuridad, a ciegas y descuidadamente.
Los insultos de los gatos se oyeron a varias millas de distancia, mientras la
fragancia de los perros muertos desolaba siete provincias.
Es imposible determinar cómo podría haber
culminado la contienda, pero cuando ésta estaba en su apogeo, la Unión Federada de
Viejas Criadas llegó corriendo a lo largo de la calle y se insertó de lleno en
el grueso de la lucha. Un momento después mi madre se mostró entre las huestes,
blandiendo a su alrededor una cuchilla de carnicero, con gran libertad e
imparcialidad. Mi padre se unió a la lucha, se comprometieron las autoridades
municipales, y el público en general, convergiendo desde todos los puntos del
compás, se consumió a sí mismo en el centro, como si fuera presionado desde la
circunferencia. Finalmente, los muertos realizaron un mitin en el cementerio y
resolviéndose por la huelga general, comenzaron a destruir bóvedas, tumbas,
monumentos, lápidas, sauces, ángeles y corderitos de mármol, todo lo que tuvieran
a mano. Al anochecer, lo vivo y lo muerto estaba exterminado por igual, y donde
antes se levantara la antigua y sagrada ciudad de Sardasa no quedó más que una
excavación llena de cadáveres y escombros, tiras de gatos y parches de perros
venidos a menos. El lugar es ahora una vasta pileta de agua estancada en el
centro de un desierto.
Los escalofriantes acontecimientos de aquellos
pocos días constituyeron mi educación industrial, y aproveché tan bien mis
ventajas que ahora soy Jefe de Tumulto en los Duques del Desorden, una
organización que reúne a trece millones de obreros norteamericanos.
1.007. Briece (Ambrose)
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