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jueves, 22 de agosto de 2013

La isla de los pinos

Durante muchos años, cerca de la ciudad de Gallipo­lis, Ohio, vivió un anciano llamado Herman Deluse. Poco se sabía de su vida, porque él no quería ni hablar de ella ni aguantar a los demás. Era creencia extendida entre sus vecinos que había sido pirata, aunque nadie sabía si ello se debía a que no existían más pruebas que su colección de garfios de abordaje, sus alfanjes y sus viejas pistolas de serpentín. Vivía completamente solo en una pequeña casa de cuatro habitaciones que se desmoronaba a pasos agigantados y en la que no se realizaba más reparación que la que exigían las condi­ciones meteorológicas. Se elevaba en medio de un gran pedregal cubierto de zarzamoras, con unas, cuantas parcelas cultivadas del modo más primitivo. Ésas eran sus únicas propiedades visibles, suficientes para vivir, pues sus necesidades eran pocas y elementales. Siem­pre disponía de dinero contante y sonante, y todas las compras que hacía en las tiendas de la plaza del pueblo las pagaba en efectivo, sin comprar más de dos o tres veces en el mismo sitio hasta que había pasado un lapso considerable de tiempo. Sin embargo, esta distribu­ción tan equitativa de su patrimonio no recibía ningún elogio; la gente la consideraba un intento ineficaz de ocultar su riqueza. Que el anciano guardaba enterrada en algún lugar de su destartalada vivienda una enorme cantidad de oro adquirido de forma deshonrosa, era algo que ninguna persona sincera, al tanto de los hechos de la tradición local y con un sentido de la proporción de las cosas, podía poner en duda sensata­mente.
El 9 de noviembre de 1867, el anciano murió; al menos su cadáver fue descubierto al día siguiente, y los médicos testificaron que la muerte había ocurrido en las veinticuatro horas precedentes. Cómo, es algo que no supieron decir, pues la autopsia mostraba que todos los órganos estaban sanos, sin ningún indicio de ano­malía o violencia. En su opinión, la muerte debía haber tenido lugar al mediodía, ya que el cuerpo estaba en la cama. El veredicto judicial fue que aquel hombre «había encontrado la muerte por un castigo de Dios». El cuerpo fue enterrado y el administrador público se hizo cargo de la herencia.
Una investigación rigurosa no reveló nada nuevo acerca de aquel hombre muerto, y gran parte de las excavaciones llevadas a cabo en sus propiedades, aquí y allá, por sus solícitos y ahorradores vecinos, no dieron ningún fruto. El administrador cerró la casa hasta el momento en que los bienes, raíces y persona­les, fueran a ser vendidos de acuerdo con la ley, con vistas a sufragar en parte los gastos de tal venta.
La noche del 20 de noviembre fue borrascosa. Un tremendo vendaval sacudió los campos, azotándolos con una desoladora ventisca de nieve. Enormes árboles fueron arrancados de raíz y arrojados sobre los cami­nos. Nunca se había conocido en toda aquella región una noche tan tormentosa, aunque a la mañana si­guiente el vendaval había amainado y amaneció un día claro y soleado. Hacia las ocho de la mañana, el reverendo Henry Galbraith, un conocido y muy esti­mado pastor luterano, llegó andando a su casa, que estaba a milla y media de la casa de Deluse. Mr. Galbraith venía de pasar un mes en Cincinnati. Había subido por el río en un vapor y, después de desembar­car en Gallipolis la tarde anterior, había conseguido una calesa y se había puesto en camino hacia su casa. La violencia de la tormenta le había retrasado toda la noche y por la mañana los árboles caídos le habían obligado a abandonar su medio de transporte y conti­nuar el viaje a pie.
-Pero ¿dónde has pasado la noche? -le preguntó su esposa, una vez que había relatado su aventura breve­mente.
-Con el viejo Deluse en la «Isla de los Pinos»[1] -fue su alegre respuesta-, y resultó bastante triste. No puso ninguna objeción a que me quedara, pero no conseguí que dijera una palabra en toda la noche.
Afortunadamente, y en interés de la verdad, estaba presente en la conversación Mr. Robert Mosely Ma­ten, abogado y littérateur de Columbus, que era el autor de los deliciosos Mellowcraft Papers. Advirtien­do, aunque sin compartirlo, el asombro causado por la respuesta de Mr. Galbraith, este individuo ingenio­so refrenó con un gesto las exclamaciones que natural­mente se habrían producido, y con voz tranquila preguntó:
-¿Cómo consiguió entrar allí?
Ésta es la versión que Mr. Maren dio de la respuesta de Mr. Galbraith:
-Vi una luz que se movía en el interior de la casa, y como no podía ver casi nada a causa de la nieve y, además, estaba medio congelado, me dirigí hacia la entrada y dejé mi caballo en el viejo establo, donde permanece todavía. Entonces llamé a la puerta. Al no recibir respuesta, entré. La habitación estaba a oscu­ras, pero tenía cerillas; encontré una vela y la encendí. Intenté entrar en la habitación de al lado, pero la puerta estaba atascada. El viejo no respondía a mis llamadas, aunque yo oía sus fuertes pisadas en el interior. No había fuego en la chimenea, de modo que hice uno, me eché en el suelo (sic) delante de él, apoyé la cabeza sobre el abrigo y me dispuse a dormir. Unos instantes después, la puerta que había intentado abrir cedió lentamente y el viejo entró con una vela en la mano. Me dirigí a él en tono amable, pidiéndole excusas por mi intromisión, pero no me prestó aten­ción alguna. Parecía buscar algo, aunque sus ojos estaban inmóviles en sus órbitas. Tal vez andaba en sueños. Hizo un recorrido alrededor de la habitación y se fue de la misma manera que había entrado. Regresó a la habitación dos veces más antes de que me durmiera, actuando exactamente del mismo mo­do, y marchándose de nuevo como la primera vez. En los intervalos le oí deambular por la casa, pues sus pisadas resultaban claramente perceptibles cuando la tormenta aflojaba. Al despertar por la mañana ya se había ido.
Mr. Maren intentó hacer unas cuantas preguntas más, pero fue imposible contener las lenguas de los familiares por más tiempo. La historia de la muerte de Deluse y su posterior entierro salieron a la luz, con gran asombro por parte del buen pastor.
-La explicación de su aventura es muy sencilla -dijo Mr. Maren. No creo que el viejo Deluse ande en sueños, al menos no en el actual; evidentemente, quien soñó fue usted.
Mr. Galbraith, considerado así el asunto, se vio obligado a asentir a regañadientes.
A pesar de todo, a última hora del día siguiente estos dos caballeros se encontraban, en compañía de un hijo del pastor, en el camino que hay delante de la casa del viejo Deluse. Allí dentro había luz; aparecía ora en una ventana, ora en otra. Los tres hombres avanzaron hacia la puerta. Al llegar a ella, del interior surgió una barahúnda de ruidos aterradores: un rechinar de espa­das, de acero contra acero, acompañado de fuertes explosiones, como las de las armas de fuego, de gritos de mujeres, de maldiciones y gemidos lanzados por hombres en combate. Los investigadores se quedaron inmóviles por un momento, indecisos, asustados. Des­pués, Mr. Galbraith probó a abrir la puerta. Estaba atrancada. Pero el pastor era un hombre valiente, un hombre, además, con una fuerza hercúlea. Retrocedió uno o dos pasos, se lanzó contra la puerta y, asestán­dole un golpe con el hombro derecho, la arrancó de su marco con un sonoro zambombazo. En un instante los tres hombres estaban en el interior. ¡Todo era oscuridad y silencio! No se oía más que el latido de sus corazones.
Mr. Maren se había provisto de fósforos y de una vela. Con cierta dificultad, causada por la emoción, consiguió alumbrar una luz con la que procedieron a explorar el lugar, recorriendo habitación por habita­ción. Todo se encontraba en perfecto orden, tal y como había sido dejado por el sheriff; nada había sido alterado. Una ligera capa de polvo cubría los objetos. La puerta trasera aparecía entreabierta, como por des­cuido, por lo que su primera idea fue que los autores de aquel terrible tumulto habían conseguido escapar. Abrieron la puerta del todo y la luz de la vela iluminó la superficie del exterior. El resultado ya concluido de la tormenta de la noche anterior había sido una somera capa de nieve. No había huella alguna. La blanca superficie estaba intacta. Entonces cerraron la puerta y se dirigieron hacia la última habitación de las cuatro que había en la casa, la más alejada, situada en una esquina del edificio. Al entrar en ella, la vela que Mr. Maten sostenía en la mano se apagó de repente, como por una corriente de aire.
Inmediatamente se oyó un fuerte impacto contra el suelo. Una vez que la vela fue encendida de nuevo a toda prisa, se pudo ver al joven Mr. Galbraith postrado en el suelo, no muy lejos de donde se encontraban los otros. Estaba muerto. Con una mano, el cuerpo aga­rraba un pesado saco de monedas que, tras un poste­rior examen, resultaron proceder de la vieja ceca espa­ñola. Sobre el cuerpo yacente descansaba un tablero que había sido arrancado de sus sujeciones a la pared, y resultaba evidente que el saco había salido del hueco que allí quedaba.
Se llevó a cabo otra investigación judicial: la nueva autopsia tampoco consiguió revelar en esta ocasión las causas de la muerte. Una vez más, el veredicto de «castigo de Dios» dejó a todos la libertad de sacar sus propias conclusiones. Mr. Maten sostuvo que el joven Galbraith murió a causa de la emoción.

1.007. Briece (Ambrose)



[1] La Isla de los Pinos fue en tiempos un famoso nido de piratas.

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