Durante muchos años, cerca de la ciudad de Gallipolis,
Ohio, vivió un
anciano llamado Herman
Deluse. Poco se sabía de su vida, porque él no quería ni hablar de ella ni
aguantar a los demás. Era creencia extendida entre sus vecinos que había sido
pirata, aunque nadie sabía si ello se debía a que no existían más pruebas que
su colección de garfios de abordaje, sus alfanjes y sus viejas pistolas de
serpentín. Vivía completamente solo en una pequeña casa de cuatro habitaciones
que se desmoronaba a pasos agigantados y en la que no se realizaba más
reparación que la que exigían las condiciones meteorológicas. Se elevaba en
medio de un gran pedregal cubierto de zarzamoras, con unas, cuantas parcelas
cultivadas del modo más primitivo. Ésas eran sus únicas propiedades visibles,
suficientes para vivir, pues sus necesidades eran pocas y elementales. Siempre
disponía de dinero contante y sonante, y todas las compras que hacía en las
tiendas de la plaza del pueblo las pagaba en efectivo, sin comprar más de dos o
tres veces en el mismo sitio hasta que había pasado un lapso considerable de
tiempo. Sin embargo, esta distribución tan equitativa de su patrimonio no
recibía ningún elogio; la gente la consideraba un intento ineficaz de ocultar
su riqueza. Que el anciano guardaba enterrada en algún lugar de su destartalada
vivienda una enorme cantidad de oro adquirido de forma deshonrosa, era algo que
ninguna persona sincera, al tanto de los hechos de la tradición local y con un
sentido de la proporción de las cosas, podía poner en duda sensatamente.
El 9 de noviembre de 1867, el anciano murió; al
menos su cadáver fue descubierto al día siguiente, y los médicos testificaron
que la muerte había ocurrido en las veinticuatro horas precedentes. Cómo, es
algo que no supieron decir, pues la autopsia mostraba que todos los órganos
estaban sanos, sin ningún indicio de anomalía o violencia. En su opinión, la
muerte debía haber tenido lugar al mediodía, ya que el cuerpo estaba en la
cama. El veredicto judicial fue que aquel hombre «había encontrado la muerte
por un castigo de Dios». El cuerpo fue enterrado y el administrador público se
hizo cargo de la herencia.
Una investigación rigurosa no reveló nada nuevo
acerca de aquel hombre muerto, y gran parte de las excavaciones llevadas a cabo
en sus propiedades, aquí y allá, por sus solícitos y ahorradores
vecinos, no dieron ningún fruto. El administrador cerró la casa hasta el
momento en que los bienes, raíces y personales, fueran a ser vendidos de
acuerdo con la ley, con vistas a sufragar en parte los gastos de tal venta.
La noche del 20 de noviembre fue borrascosa. Un
tremendo vendaval sacudió los campos, azotándolos con una desoladora ventisca
de nieve. Enormes árboles fueron arrancados de raíz y arrojados sobre los caminos.
Nunca se había conocido en toda aquella región una noche tan tormentosa, aunque
a la mañana siguiente el vendaval había amainado y amaneció un día claro y
soleado. Hacia las ocho de la mañana, el reverendo Henry Galbraith,
un conocido y muy estimado pastor luterano, llegó andando a su casa, que
estaba a milla y media de la casa de Deluse. Mr. Galbraith venía de pasar
un mes en Cincinnati.
Había
subido por el río en un vapor y, después de desembarcar en Gallipolis la tarde
anterior, había conseguido una calesa y se había puesto en camino hacia su
casa. La violencia de la tormenta le había retrasado toda la noche y por la
mañana los árboles caídos le habían obligado a abandonar su medio de transporte
y continuar el viaje a pie.
-Pero ¿dónde has pasado la noche? -le preguntó su
esposa, una vez que había relatado su aventura brevemente.
-Con el viejo Deluse en la
«Isla de los Pinos»[1]
-fue su alegre respuesta-, y resultó bastante triste. No puso ninguna objeción
a que me quedara, pero no conseguí que dijera una palabra en toda la noche.
Afortunadamente, y en interés de la verdad, estaba
presente en la conversación Mr. Robert Mosely Maten, abogado y littérateur de
Columbus, que era
el autor de los deliciosos Mellowcraft Papers. Advirtiendo,
aunque sin compartirlo, el asombro causado por la respuesta de Mr. Galbraith,
este individuo ingenioso refrenó con un gesto las exclamaciones que naturalmente
se habrían producido, y con voz tranquila preguntó:
-¿Cómo consiguió entrar allí?
Ésta es la versión que Mr. Maren dio de la respuesta
de Mr. Galbraith:
-Vi una luz que se movía en el interior de la casa, y
como no podía ver casi nada a causa de la nieve y, además, estaba
medio congelado, me dirigí hacia la entrada y dejé mi caballo en el viejo
establo, donde permanece todavía. Entonces llamé a la puerta. Al no recibir
respuesta, entré. La habitación estaba a oscuras, pero tenía cerillas;
encontré una vela y la encendí. Intenté entrar en la habitación de al lado,
pero la puerta estaba atascada. El viejo no respondía a mis llamadas, aunque yo
oía sus fuertes pisadas en el interior. No había fuego en la chimenea, de modo
que hice uno, me eché en el suelo (sic) delante de él, apoyé la cabeza
sobre el abrigo y me dispuse a dormir. Unos instantes después, la puerta que
había intentado abrir cedió lentamente y el viejo entró con una vela en la
mano. Me dirigí a él en tono amable, pidiéndole excusas por mi intromisión,
pero no me prestó atención alguna. Parecía buscar algo, aunque sus ojos estaban
inmóviles en sus órbitas. Tal vez andaba en sueños. Hizo un recorrido alrededor
de la habitación y se fue de la misma manera que había entrado. Regresó a la
habitación dos veces más antes de que me durmiera, actuando exactamente del
mismo modo, y marchándose de nuevo como la primera vez. En los intervalos le
oí deambular por la casa, pues sus pisadas resultaban claramente perceptibles
cuando la tormenta aflojaba. Al despertar por la mañana ya se había ido.
Mr. Maren intentó hacer unas cuantas preguntas más, pero
fue imposible contener las lenguas de los familiares por más tiempo. La
historia de la muerte de Deluse y su posterior entierro
salieron a la luz, con gran asombro por parte del buen pastor.
-La explicación de su aventura es muy sencilla -dijo
Mr. Maren.
No creo que el viejo Deluse ande en sueños, al menos no en
el actual; evidentemente, quien soñó fue usted.
Mr. Galbraith, considerado así el asunto, se vio
obligado a asentir a regañadientes.
A pesar de todo, a última hora del día siguiente
estos dos caballeros se encontraban, en compañía de un hijo del pastor, en el
camino que hay delante de la casa del viejo Deluse. Allí
dentro había luz; aparecía ora en una ventana, ora en otra. Los tres hombres
avanzaron hacia la puerta. Al llegar a ella, del interior surgió una barahúnda
de ruidos aterradores: un rechinar de espadas, de acero contra acero,
acompañado de fuertes explosiones, como las de las armas de fuego, de gritos de
mujeres, de maldiciones y gemidos lanzados por hombres en combate. Los investigadores
se quedaron inmóviles por un momento, indecisos, asustados. Después, Mr. Galbraith
probó a abrir la puerta. Estaba atrancada. Pero el pastor era un hombre
valiente, un hombre, además, con una fuerza hercúlea. Retrocedió uno o dos
pasos, se lanzó contra la puerta y, asestándole un golpe con el hombro
derecho, la arrancó de su marco con un sonoro zambombazo. En un instante los
tres hombres estaban en el interior. ¡Todo era oscuridad y silencio! No se oía
más que el latido de sus corazones.
Mr. Maren se había provisto de fósforos y de una vela.
Con cierta dificultad, causada por la emoción, consiguió alumbrar una luz con
la que procedieron a explorar el lugar, recorriendo habitación por habitación.
Todo se encontraba en perfecto orden, tal y como había sido dejado por el sheriff; nada
había sido alterado. Una ligera capa de polvo cubría los objetos. La puerta
trasera aparecía entreabierta, como por descuido, por lo que su primera idea
fue que los autores de aquel terrible tumulto habían conseguido escapar.
Abrieron la puerta del todo y la luz de la vela iluminó la superficie del
exterior. El resultado ya concluido de la tormenta de la noche anterior había
sido una somera capa de nieve. No había huella alguna. La blanca superficie
estaba intacta. Entonces cerraron la puerta y se dirigieron hacia la última
habitación de las cuatro que había en la casa, la más alejada, situada en una
esquina del edificio. Al entrar en ella, la vela que Mr. Maten sostenía en la mano
se apagó de repente, como por una corriente de aire.
Inmediatamente se oyó un fuerte impacto contra el
suelo. Una vez que la vela fue encendida de nuevo a toda prisa, se pudo ver al
joven Mr. Galbraith
postrado en el suelo, no muy lejos de donde se encontraban los otros. Estaba
muerto. Con una mano, el cuerpo agarraba un pesado saco de monedas que, tras
un posterior examen, resultaron proceder de la vieja ceca española. Sobre el
cuerpo yacente descansaba un tablero que había sido arrancado de sus sujeciones
a la pared, y resultaba evidente que el saco había salido del hueco que allí
quedaba.
Se llevó a cabo otra investigación judicial: la
nueva autopsia tampoco consiguió revelar en esta ocasión las causas de la
muerte. Una vez más, el veredicto de «castigo de Dios» dejó a todos la libertad
de sacar sus propias conclusiones. Mr. Maten sostuvo que el joven Galbraith murió a causa
de la emoción.
1.007. Briece (Ambrose)
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