Este relato comienza con la muerte de su protagonista. Silas Deemer
falleció el dieciséis de julio de
1863 y, dos días después, sus restos recibieron sepultura. Su entierro, según
el periódico local, fue «muy concurrido», pues todos los hombres, mujeres y
hasta los más jóvenes de su pueblo le habían conocido personalmente. De
acuerdo con una costumbre de la época, el féretro fue abierto junto a la tumba
para que los amigos y vecinos asistentes desfilaran ante él y pudieran contemplar,
por última vez, el rostro del finado. Después, a la vista de todos, Silas
Deemer fue inhumado. Se puede afirmar que, aunque no todos los presentes
estuvieran muy atentos, el sepelio no pasó inadvertido y cumplió las
formalidades exigidas: Silas estaba indudablemente muerto y nadie podría
mencionar un solo fallo en la ceremonia que hubiera justificado su regreso
desde la tumba. Sin embargo, y a pesar de que el testimonio humano tiene
siempre una gran validez en cualquier situación (incluso una vez consiguió acabar
con la brujería en Salem), Silas regresó.
Olvidé señalar que estos hechos tuvieron lugar en el pueblecito de
Hillbrook, donde Silas había vivido durante treinta y un años. Su profesión fue
la que en algunas partes de la Unión
(país libre reconocido) se conoce como tendero; es decir, tenía un
comercio en el que vendía las mercancías propias de este tipo de negocios.
Nadie puso nunca su honradez, al menos por lo que sabemos, en tela de juicio,
pues todo el mundo le tenía en gran estima. Los más exigentes hubieran podido
reprocharle un celo riguroso en su actividad. No lo hicieron, aunque a otros
que mostraban menos interés en su trabajo se les juzgaba con más severidad. El
negocio de Silas era, en su mayor parte, de su propiedad, y eso,
probablemente, pueda haber supuesto una diferencia.
En el momento de su fallecimiento nadie recordaba un solo día,
exceptuando domingos, que no hubiera pasado en la tienda desde su apertura,
veinticinco años antes. Su salud había sido siempre estupenda y nunca había
sentido una tentación suficientemente fuerte como para abandonar el mostrador.
Se cuenta que una vez se le citó como testigo en un importante caso y no se presentó.
El abogado que tuvo la osadía de pedir que se le amonestara fue informado solemnemente
de que la sala consideraba dicha petición «con extrañeza». Como a los abogados
no les gusta provocar la sorpresa judicial, la moción fue rápidamente retirada
y se llegó a un acuerdo entre las partes sobre lo que el señor Deemer habría
dicho si hubiera estado presente (acuerdo que fue aprovechado hasta el límite
por la acusación para que el supuesto testimonio dañara claramente los
intereses de la defensa). En resumen, toda la región coincidía en que Silas
Deemer representaba la única verdad inamovible en Hillbrook y en que su
desplazamiento podría traer consigo una desgracia pública o una calamidad
fatal.
La señora Deemer y sus dos hijas mayores ocupaban el piso superior de
la tienda, pero a Silas nunca se le había ocurrido dormir en otro lugar que no
fuera su catre tras el mostrador. Y fue precisamente allí donde una noche le
encontraron, casi por accidente, agonizando, y donde expiró sin tiempo apenas
para echar el cierre. Aunque no hablaba, parecía consciente, y los que mejor
le conocieron creen que, si su final se hubiera retrasado más allá de la hora
normal de apertura, las consecuencias que tal situación hubiera producido sobre
él habrían sido lamentables.
Tal era el carácter de Silas Deemer y tal la precisión e invariabilidad
de su vida y costumbres que el humorista del pueblo (que hasta había estado una
vez en la Universidad )
propuso otorgarle el sobrenombre de Viejo
Ibidem, y
señaló sin ningún ánimo de ofender, en la edición del periódico local posterior
a su muerte, que Silas se había tomado «un día libre». En realidad fue más de
un día, aunque si nos remitimos a las pruebas, parece que el señor Deemer dejó
bien claro, en sólo un mes, que no disponía de tiempo para estar muerto.
Uno de los ciudadanos más respetables de Hillbrook era Alvan Creede,
el banquero. Residía en la casa más elegante de la localidad, disponía de
carruaje y era considerado digno de aprecio por muchas razones. Como solía ir a
Boston con frecuencia, conocía las ventajas que proporciona viajar. Se decía
incluso que una vez había estado en Nueva York, pero rechazaba con modestia tan
admirable distinción. El asunto se menciona aquí con el único propósito de
subraya r la valía del señor Creede
ya que, en cualquier caso, honra a su inteligencia, si es que había entrado en
contacto, aunque fuera temporalmente, con la cultura metropolitana; y a su
franqueza, en caso contrario.
Una agradable noche de verano, sobre las diez, el señor Creede,
después de cruzar la verja de su jardín y recorrer bajo la luz de la luna el
paseo de gravilla, subió los escalones de piedra de su elegante mansión. Se
detuvo un instante y metió la llave en la cerradura. Al abrir la puerta se
encontró con su esposa, que se dirigía a la biblioteca. Ella le saludó
amablemente y sostuvo la puerta para que entrara. Pero Alvan Creede se volvió
y, mirando hacia sus pies, exclamó con sorpresa:
-Pero, ¿qué diablos ha sido de la jarra?
-¿Qué jarra, Alvan? -preguntó su mujer, que no le entendía.
-Una jarra de sirope de arce que traía de la tienda y dejé ahí para
abrir la puerta. ¿Dónde diablos...?
-Alto, alto, Alvan. Deja de hablar así -dijo la señora,
interrumpiéndole.
Hay que señalar que Hillbrook no es el único lugar de la cristiandad
en que un politeísmo rudimentario prohíbe tomar el nombre del diablo en vano.
La jarra que, gracias a un relajado estilo de vida provinciano, el más
ilustre vecino había traído desde la tienda, había desaparecido.
-¿Estás seguro, Alvan?
-Pero, querida, ¿crees que un hombre no sabe cuándo lleva una jarra en
las manos? Compré el sirope en la tienda de Deemer. Él mismo la llenó, me la
dio y...
La frase permanece hasta hoy inconclusa. El señor Creede entró en la
casa tambaleándose, cruzó el recibidor y se dejó caer sobre un sillón. Le temblaban
las extremidades. De pronto se había dado cuenta de que Silas Deemer llevaba
tres semanas muerto.
La señora Creede, en pie junto a su esposo, le observaba con sorpresa
y preocupación.
-Por el amor de Dios -dijo, ¿qué te pasa, Alvan?
Como sus males no tenían una relación aparente con un pase a mejor
vida, el señor Creede no consideró necesario dar una explicación y permaneció
en silencio, con la mirada perdida. Hubo un largo silencio, roto únicamente por
el rítmico tictac del reloj que, más lento que de costumbre, parecía
concederle cortésmente algo de tiempo para recuperar la cordura.
-Jane, me he vuelto loco, eso es lo que ocurre -farfulló con voz
apagada-. Me lo podrías haber dicho antes de que los síntomas llegaran a tal extremo
que yo mismo los descubriera. Imag iné
que pasaba por delante del comercio de Deemer; estaba abierto y había luz
dentro, al menos así me lo pareció. Ya, ya sé que lleva tiempo cerrado. Pero
Silas estaba de pie detrás del mostrador. Le vi con la misma claridad que te
estoy viendo a ti. Recordé que necesitabas un poco de sirope de arce, así que
entré y lo compré. Eso fue todo. Compré dos cuartos a Silas Deemer que, desde
luego, está bien muerto y enterrado; pero, a pesar de ello, echó el sirope del
tonel a la jarra y me la dio. Incluso me dirigió la palabra; con un tono más
grave, eso sí, más grave del que era su tono habitual... pero no me acuerdo de
lo que me dijo. ¡Dios santo!, le vi. Le vi y hablé con él... ¡Y está muerto!
Bueno, todo esto lo imag iné, porque
estoy loco, mas loco que una cabra. Y tú sin decirme nada.
Este monólogo dio tiempo a la señora Creede para recuperarse.
-Alean -dijo-, tú nunca has dado muestras de locura, créeme. Sin duda
todo ha sido una ilusión. No puede ser otra cosa, ¡sería horrible! Pero no estás
loco; lo que pasa es que trabajas demasiado. No deberías haber asistido esta
tarde al consejo de administración. No sé cómo no se dieron cuenta de que
estabas enfermo. Sabía que algo iba a ocurrir.
El señor Creede seguramente pensó que el presentimiento de su mujer
llegaba demasiado tarde. Pero no dijo nada porque estaba preocupado por su
situación. Había conseguido tranquilizarse y ahora empezaba a pensar con
coherencia.
-Sin duda el fenómeno fue subjetivo -explicó, con ridículos términos
de argot científico, pues, aunque la aparición de un espíritu e incluso su
materialización son posibles, la visión y tangibilidad de una jarra de medio
galón, hecha de tosca y ruda cerámica, salida de la nada, es difícilmente
concebible.
Cuando estaba acabando de hablar, su hija pequeña, en camisón, entró
correteando en la habitación. Se echó sobre su padre y, rodeándole el cuello,
dijo:
-Papi malo, olvidaste entrar a darme un beso. Te oímos abrir la puerta
y nos levantamos.
-Y añadió: Papi, Eddy dice que si se puede quedar con la
jarrita cuando esté vacía.
Mientras el significado completo de aquella revelación llegaba al
cerebro de Alvan Creede, éste se estremeció palpablemente. Era evidente que la
niña no podía haber entendido una sola palabra de la conversación anterior.
Como las propiedades de Silas Deemer estaban en manos de un
administrador que consideraba que lo mejor era deshacerse del negocio, la
tienda había sido cerrada a la muerte de su propietario, y los artículos
vendidos a otro comerciante que se los había llevado en bloque. También estaban
vacías las habitaciones superiores, pues la viuda y sus hijas se habían
marchado a otra ciudad.
La tarde siguiente a la aventura de Alvan Creede (que de algún modo ya
era de dominio público) una multitud de hombres, mujeres y niños llenaba la
acera frente a la tienda. Aunque muchos se mostraban incrédulos, todos los
habitantes de Hillbrook sabían que el espíritu de Silas Deemer rondaba por el
lugar. Los más agresivos y, en general, los más jóvenes lanzaban piedras
contra la fachada, poniendo especial cuidado en no dar a las ventanas que aún
tenían las persianas subidas: la incredulidad todavía no llegaba a maldad. Unas
pocas almas audaces cruzaron la calle y golpearon en la puerta. Tras encender
unas cerillas, las acercaron al escaparate con el fin de poder ver algo en el
oscuro interior. Otros espectadores hacían alarde de su ingenio desafiando al
fantasma con gritos y chillidos a una carrera.
Pasado un rato sin que ocurriera nada, y cuando algunos comenzaban a
marcharse, los que quedaban advirtieron que el interior de la tienda estaba
bañado por una luz amarillenta y difusa. En ese instante todas las
manifestaciones cesaron. Los intrépidos que se habían acercado a la puerta y a
las ventanas retrocedieron hasta la acera y se mezclaron con el gentío; los
jóvenes dejaron de tirar piedras. Ahora nadie levantaba la voz sino que, con
nerviosos susurros, señalaban hacia aquella claridad que iba en aumento. Era
difícil saber cuánto tiempo había pasado desde el primer resplandor, pero al
final la luz fue suficiente para iluminar todo el interior de la tienda. Y en
ella, de pie tras el mostrador, junto a su mesa, se pudo ver claramente a
Silas Deemer.
El efecto sobre la multitud fue increíble. La gente comenzó a
dispersarse con rapidez por ambos flancos, y los más asustadizos abandonaron
definitiva-mente el lugar. Muchos corrían con todas las fuerzas que les daban
sus piernas; otros, con mayor dignidad, se marchaban despacio y volvían de vez
en cuando la cabeza para echar un último vistazo por encima del hombro. Al
final sólo quedaron unos veinte, casi todos hombres, que permanecían en
silencio, absortos, y mostraban un aspecto nervioso. El fantasma no les prestó
la más mínima atención: al parecer estaba ocupado con su libro de cuentas.
Al cabo de unos instantes, tres hombres salieron del grupo que había
en la acera y, llevados por un mismo impulso, cruzaron la calle. Cuando uno de
ellos, el más robusto, estaba a punto de derribar la puerta con el hombro,
ésta, al parecer sin mediación humana, se abrió y los audaces investigadores
entraron. Apenas cruzaron el umbral, según pudieron observar los timoratos
observadores exteriores, comenzaron a actuar de un modo inexplicable: tendían
sus manos en busca de ayuda, seguían trayectorias tortuosas, chocaban entre
ellos, con el mostrador, con las cajas y toneles... Iban de un lado para otro
en busca de una salida, pero parecían incapaces de volver sobre sus pasos. A
pesar de sus gritos y maldiciones, el fantasma de Silas Deemer seguía sin
mostrar el menor interés en lo que ocurría.
Guiados por no se sabe qué impulsos, los de fuera hicieron una
simultánea y tumultuosa acometida hacia la puerta. Como todos querían ser los
primeros, la entrada quedó bloqueada, por lo que finalmente decidieron ponerse
en fila y avanzar de uno en uno. Por algún extraño arte espiritual o físico
la observación se transformó en acción: los espectadores comenzaron a tomar
parte en el espectáculo y el público ocupó el escenario.
Alvan Creede, único espectador que quedaba al otro lado de la calle,
pudo ver claramente lo que ocurría en el interior de la tienda, que aparecía
inundado de luz y cada vez con más gente. Para los de dentro, por el contrario,
la oscuridad era total: era como si los que cruzaban el umbral quedaran ciegos
y enloquecieran por tal desgracia. Andaban a tientas e intentaban salir contra
la corriente, a empujones y codazos, por lo que se caían y pisoteaban
una y otra vez. Se agarraban de la ropa, del pelo, de la barba; luchaban como
fieras y gritaban y se insultaban furiosamente. Cuando el señor Creede vio a la
última persona penetrar en aquel espantoso tumulto, la luz que antes todo lo
iluminaba se convirtió en una oscuridad tan palpable para él como para los del
interior. Alvan Creede dio media vuelta y se alejó de aquel lugar.
A la mañana siguiente, una multitud de curiosos se reunió en torno a
la tienda. Entre ellos se encontraban los que habían huido la noche anterior,
envalentonados ahora por la luz del sol, y los que iban a sus labores
cotidianas. La puerta del inmueble seguía abierta, pero el lugar estaba vacío.
Por todo el suelo, sobre las paredes y muebles, se veían jirones de ropa y
mechones de pelo. Los virulentos habitantes de Hillbrook habían conseguido, no
se sabe cómo, salir de allí y habían vuelto a casa a curar sus heridas; seguro
que habían pasado una mala noche. Tras el mostrador, sobre la mesa polvorienta,
estaba el libro de cuentas. Las anotaciones, con letra de Deemer, acababan el
dieciséis de julio , fecha de su
muerte: no quedaba constancia de una posterior venta a Alvan Creede.
Y ésta es toda la historia. Las pasiones de la gente se calmaron y la
razón volvió a prevalecer. Todo Hillbrook coincidía en que, teniendo en cuenta
el carácter respetable e inofensivo de su primera transacción comercial bajo
las nuevas condiciones, se podía permitir que Silas Deemer, después de muerto,
continuara con su negocio en el viejo local, pero sin atropellos. El cronista
de la localidad, de cuya obra inédita se ha extraído el relato de los hechos,
tuvo la precaución de mostrarse de acuerdo con esa idea.
1.007. Briece (Ambrose)
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