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jueves, 22 de agosto de 2013

La jarra de sirope

Este relato comienza con la muerte de su prota­gonista. Silas Deemer falleció el dieciséis de julio de 1863 y, dos días después, sus restos recibieron sepultura. Su entierro, según el periódico local, fue «muy concurrido», pues todos los hombres, mujeres y hasta los más jóvenes de su pueblo le ha­bían conocido personalmente. De acuerdo con una costumbre de la época, el féretro fue abierto junto a la tumba para que los amigos y vecinos asistentes desfilaran ante él y pudieran contem­plar, por última vez, el rostro del finado. Después, a la vista de todos, Silas Deemer fue inhumado. Se puede afirmar que, aunque no todos los presentes estuvieran muy atentos, el sepelio no pasó inad­vertido y cumplió las formalidades exigidas: Silas estaba indudablemente muerto y nadie podría mencionar un solo fallo en la ceremonia que hu­biera justificado su regreso desde la tumba. Sin embargo, y a pesar de que el testimonio humano tiene siempre una gran validez en cualquier situa­ción (incluso una vez consiguió acabar con la bru­jería en Salem), Silas regresó.
Olvidé señalar que estos hechos tuvieron lugar en el pueblecito de Hillbrook, donde Silas había vivido durante treinta y un años. Su profesión fue la que en algunas partes de la Unión (país libre re­conocido) se conoce como tendero; es decir, tenía un comercio en el que vendía las mercancías pro­pias de este tipo de negocios. Nadie puso nunca su honradez, al menos por lo que sabemos, en tela de juicio, pues todo el mundo le tenía en gran estima. Los más exigentes hubieran podido reprocharle un celo riguroso en su actividad. No lo hicieron, aunque a otros que mostraban menos interés en su trabajo se les juzgaba con más severidad. El nego­cio de Silas era, en su mayor parte, de su propie­dad, y eso, probablemente, pueda haber supuesto una diferencia.
En el momento de su fallecimiento nadie re­cordaba un solo día, exceptuando domingos, que no hubiera pasado en la tienda desde su apertura, veinticinco años antes. Su salud había sido siem­pre estupenda y nunca había sentido una tenta­ción suficientemente fuerte como para abandonar el mostrador. Se cuenta que una vez se le citó como testigo en un importante caso y no se pre­sentó. El abogado que tuvo la osadía de pedir que se le amonestara fue informado solemnemente de que la sala consideraba dicha petición «con extra­ñeza». Como a los abogados no les gusta provocar la sorpresa judicial, la moción fue rápidamente re­tirada y se llegó a un acuerdo entre las partes sobre lo que el señor Deemer habría dicho si hubiera es­tado presente (acuerdo que fue aprovechado hasta el límite por la acusación para que el supuesto tes­timonio dañara claramente los intereses de la de­fensa). En resumen, toda la región coincidía en que Silas Deemer representaba la única verdad inamovible en Hillbrook y en que su desplaza­miento podría traer consigo una desgracia pública o una calamidad fatal.
La señora Deemer y sus dos hijas mayores ocu­paban el piso superior de la tienda, pero a Silas nunca se le había ocurrido dormir en otro lugar que no fuera su catre tras el mostrador. Y fue pre­cisamente allí donde una noche le encontraron, casi por accidente, agonizando, y donde expiró sin tiempo apenas para echar el cierre. Aunque no ha­blaba, parecía consciente, y los que mejor le cono­cieron creen que, si su final se hubiera retrasado más allá de la hora normal de apertura, las conse­cuencias que tal situación hubiera producido so­bre él habrían sido lamentables.
Tal era el carácter de Silas Deemer y tal la preci­sión e invariabilidad de su vida y costumbres que el humorista del pueblo (que hasta había estado una vez en la Universidad) propuso otorgarle el sobrenombre de Viejo Ibidem, y señaló sin ningún ánimo de ofender, en la edición del periódico local posterior a su muerte, que Silas se había tomado «un día libre». En realidad fue más de un día, aun­que si nos remitimos a las pruebas, parece que el señor Deemer dejó bien claro, en sólo un mes, que no disponía de tiempo para estar muerto.
Uno de los ciudadanos más respetables de Hillbrook era Alvan Creede, el banquero. Residía en la casa más elegante de la localidad, disponía de carruaje y era considerado digno de aprecio por muchas razones. Como solía ir a Boston con fre­cuencia, conocía las ventajas que proporciona via­jar. Se decía incluso que una vez había estado en Nueva York, pero rechazaba con modestia tan ad­mirable distinción. El asunto se menciona aquí con el único propósito de subrayar la valía del se­ñor Creede ya que, en cualquier caso, honra a su inteligencia, si es que había entrado en contacto, aunque fuera temporalmente, con la cultura me­tropolitana; y a su franqueza, en caso contrario.
Una agradable noche de verano, sobre las diez, el señor Creede, después de cruzar la verja de su jardín y recorrer bajo la luz de la luna el paseo de gravilla, subió los escalones de piedra de su elegan­te mansión. Se detuvo un instante y metió la llave en la cerradura. Al abrir la puerta se encontró con su esposa, que se dirigía a la biblioteca. Ella le salu­dó amablemente y sostuvo la puerta para que en­trara. Pero Alvan Creede se volvió y, mirando ha­cia sus pies, exclamó con sorpresa:
-Pero, ¿qué diablos ha sido de la jarra?
-¿Qué jarra, Alvan? -preguntó su mujer, que no le entendía.
-Una jarra de sirope de arce que traía de la tien­da y dejé ahí para abrir la puerta. ¿Dónde diablos...?
-Alto, alto, Alvan. Deja de hablar así -dijo la señora, interrumpiéndole.
Hay que señalar que Hillbrook no es el único lugar de la cristiandad en que un politeísmo rudi­mentario prohíbe tomar el nombre del diablo en vano.
La jarra que, gracias a un relajado estilo de vida provinciano, el más ilustre vecino había traído desde la tienda, había desaparecido.
-¿Estás seguro, Alvan?
-Pero, querida, ¿crees que un hombre no sabe cuándo lleva una jarra en las manos? Compré el si­rope en la tienda de Deemer. Él mismo la llenó, me la dio y...
La frase permanece hasta hoy inconclusa. El se­ñor Creede entró en la casa tambaleándose, cruzó el recibidor y se dejó caer sobre un sillón. Le tem­blaban las extremidades. De pronto se había dado cuenta de que Silas Deemer llevaba tres semanas muerto.
La señora Creede, en pie junto a su esposo, le observaba con sorpresa y preocupación.
-Por el amor de Dios -dijo, ¿qué te pasa, Alvan?
Como sus males no tenían una relación apa­rente con un pase a mejor vida, el señor Creede no consideró necesario dar una explicación y perma­neció en silencio, con la mirada perdida. Hubo un largo silencio, roto únicamente por el rítmico tic­tac del reloj que, más lento que de costumbre, pa­recía concederle cortésmente algo de tiempo para recuperar la cordura.
-Jane, me he vuelto loco, eso es lo que ocurre -farfulló con voz apagada-. Me lo podrías haber dicho antes de que los síntomas llegaran a tal ex­tremo que yo mismo los descubriera. Imaginé que pasaba por delante del comercio de Deemer; esta­ba abierto y había luz dentro, al menos así me lo pareció. Ya, ya sé que lleva tiempo cerrado. Pero Silas estaba de pie detrás del mostrador. Le vi con la misma claridad que te estoy viendo a ti. Recordé que necesitabas un poco de sirope de arce, así que entré y lo compré. Eso fue todo. Compré dos cuartos a Silas Deemer que, desde luego, está bien muerto y enterrado; pero, a pesar de ello, echó el sirope del tonel a la jarra y me la dio. Incluso me dirigió la palabra; con un tono más grave, eso sí, más grave del que era su tono habitual... pero no me acuerdo de lo que me dijo. ¡Dios santo!, le vi. Le vi y hablé con él... ¡Y está muerto! Bueno, todo esto lo imaginé, porque estoy loco, mas loco que una cabra. Y tú sin decirme nada.
Este monólogo dio tiempo a la señora Creede para recuperarse.
-Alean -dijo-, tú nunca has dado muestras de locura, créeme. Sin duda todo ha sido una ilusión. No puede ser otra cosa, ¡sería horrible! Pero no es­tás loco; lo que pasa es que trabajas demasiado. No deberías haber asistido esta tarde al consejo de ad­ministración. No sé cómo no se dieron cuenta de que estabas enfermo. Sabía que algo iba a ocurrir.
El señor Creede seguramente pensó que el pre­sentimiento de su mujer llegaba demasiado tarde. Pero no dijo nada porque estaba preocupado por su situación. Había conseguido tranquilizarse y ahora empezaba a pensar con coherencia.
-Sin duda el fenómeno fue subjetivo -explicó, con ridículos términos de argot científico, pues, aunque la aparición de un espíritu e incluso su materialización son posibles, la visión y tangibili­dad de una jarra de medio galón, hecha de tosca y ruda cerámica, salida de la nada, es difícilmente concebible.
Cuando estaba acabando de hablar, su hija pe­queña, en camisón, entró correteando en la habi­tación. Se echó sobre su padre y, rodeándole el cuello, dijo:
-Papi malo, olvidaste entrar a darme un beso. Te oímos abrir la puerta y nos levantamos. 
-Y aña­dió: Papi, Eddy dice que si se puede quedar con la jarrita cuando esté vacía.
Mientras el significado completo de aquella re­velación llegaba al cerebro de Alvan Creede, éste se estremeció palpablemente. Era evidente que la niña no podía haber entendido una sola palabra de la conversación anterior.
Como las propiedades de Silas Deemer estaban en manos de un administrador que consideraba que lo mejor era deshacerse del negocio, la tienda había sido cerrada a la muerte de su propietario, y los artículos vendidos a otro comerciante que se los había llevado en bloque. También estaban va­cías las habitaciones superiores, pues la viuda y sus hijas se habían marchado a otra ciudad.
La tarde siguiente a la aventura de Alvan Creede (que de algún modo ya era de dominio pú­blico) una multitud de hombres, mujeres y niños llenaba la acera frente a la tienda. Aunque muchos se mostraban incrédulos, todos los habitantes de Hillbrook sabían que el espíritu de Silas Deemer rondaba por el lugar. Los más agresivos y, en gene­ral, los más jóvenes lanzaban piedras contra la fa­chada, poniendo especial cuidado en no dar a las ventanas que aún tenían las persianas subidas: la incredulidad todavía no llegaba a maldad. Unas pocas almas audaces cruzaron la calle y golpearon en la puerta. Tras encender unas cerillas, las acer­caron al escaparate con el fin de poder ver algo en el oscuro interior. Otros espectadores hacían alar­de de su ingenio desafiando al fantasma con gritos y chillidos a una carrera.
Pasado un rato sin que ocurriera nada, y cuan­do algunos comenzaban a marcharse, los que que­daban advirtieron que el interior de la tienda esta­ba bañado por una luz amarillenta y difusa. En ese instante todas las manifestaciones cesaron. Los in­trépidos que se habían acercado a la puerta y a las ventanas retrocedieron hasta la acera y se mezcla­ron con el gentío; los jóvenes dejaron de tirar pie­dras. Ahora nadie levantaba la voz sino que, con nerviosos susurros, señalaban hacia aquella clari­dad que iba en aumento. Era difícil saber cuánto tiempo había pasado desde el primer resplandor, pero al final la luz fue suficiente para iluminar todo el interior de la tienda. Y en ella, de pie tras el mostrador, junto a su mesa, se pudo ver claramen­te a Silas Deemer.
El efecto sobre la multitud fue increíble. La gente comenzó a dispersarse con rapidez por am­bos flancos, y los más asustadizos abandonaron definitiva-mente el lugar. Muchos corrían con to­das las fuerzas que les daban sus piernas; otros, con mayor dignidad, se marchaban despacio y volvían de vez en cuando la cabeza para echar un último vistazo por encima del hombro. Al final sólo que­daron unos veinte, casi todos hombres, que per­manecían en silencio, absortos, y mostraban un aspecto nervioso. El fantasma no les prestó la más mínima atención: al parecer estaba ocupado con su libro de cuentas.
Al cabo de unos instantes, tres hombres salie­ron del grupo que había en la acera y, llevados por un mismo impulso, cruzaron la calle. Cuando uno de ellos, el más robusto, estaba a punto de derribar la puerta con el hombro, ésta, al parecer sin me­diación humana, se abrió y los audaces investiga­dores entraron. Apenas cruzaron el umbral, según pudieron observar los timoratos observadores ex­teriores, comenzaron a actuar de un modo inex­plicable: tendían sus manos en busca de ayuda, se­guían trayectorias tortuosas, chocaban entre ellos, con el mostrador, con las cajas y toneles... Iban de un lado para otro en busca de una salida, pero pa­recían incapaces de volver sobre sus pasos. A pesar de sus gritos y maldiciones, el fantasma de Silas Deemer seguía sin mostrar el menor interés en lo que ocurría.
Guiados por no se sabe qué impulsos, los de fuera hicieron una simultánea y tumultuosa aco­metida hacia la puerta. Como todos querían ser los primeros, la entrada quedó bloqueada, por lo que finalmente decidieron ponerse en fila y avan­zar de uno en uno. Por algún extraño arte espiri­tual o físico la observación se transformó en ac­ción: los espectadores comenzaron a tomar parte en el espectáculo y el público ocupó el escenario.
Alvan Creede, único espectador que quedaba al otro lado de la calle, pudo ver claramente lo que ocurría en el interior de la tienda, que aparecía inundado de luz y cada vez con más gente. Para los de dentro, por el contrario, la oscuridad era total: era como si los que cruzaban el umbral quedaran ciegos y enloquecieran por tal desgracia. Andaban a tientas e intentaban salir contra la corriente, a empujones y codazos, por lo que se caían y piso­teaban una y otra vez. Se agarraban de la ropa, del pelo, de la barba; luchaban como fieras y gritaban y se insultaban furiosamente. Cuando el señor Creede vio a la última persona penetrar en aquel espantoso tumulto, la luz que antes todo lo ilumi­naba se convirtió en una oscuridad tan palpable para él como para los del interior. Alvan Creede dio media vuelta y se alejó de aquel lugar.
A la mañana siguiente, una multitud de curio­sos se reunió en torno a la tienda. Entre ellos se en­contraban los que habían huido la noche anterior, envalentonados ahora por la luz del sol, y los que iban a sus labores cotidianas. La puerta del inmue­ble seguía abierta, pero el lugar estaba vacío. Por todo el suelo, sobre las paredes y muebles, se veían jirones de ropa y mechones de pelo. Los virulentos habitantes de Hillbrook habían conseguido, no se sabe cómo, salir de allí y habían vuelto a casa a cu­rar sus heridas; seguro que habían pasado una mala noche. Tras el mostrador, sobre la mesa pol­vorienta, estaba el libro de cuentas. Las anotacio­nes, con letra de Deemer, acababan el dieciséis de julio, fecha de su muerte: no quedaba constancia de una posterior venta a Alvan Creede.
Y ésta es toda la historia. Las pasiones de la gen­te se calmaron y la razón volvió a prevalecer. Todo Hillbrook coincidía en que, teniendo en cuenta el carácter respetable e inofensivo de su primera transacción comercial bajo las nuevas condicio­nes, se podía permitir que Silas Deemer, después de muerto, continuara con su negocio en el viejo local, pero sin atropellos. El cronista de la locali­dad, de cuya obra inédita se ha extraído el relato de los hechos, tuvo la precaución de mostrarse de acuerdo con esa idea.

1.007. Briece (Ambrose)

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