¡Es asombroso lo que
saben los niños hoy en día! Uno ya casi no sabe qué es lo que ellos no saben.
Eso de que la cigüeña los sacó muy pequeños del pozo o de la balsa del molino y
los llevó a sus padres, es una historia tan anticuada, que ya ninguno la cree,
a pesar de que es la verdad pura.
Pero, ¿cómo van a parar
los pequeñuelos a la balsa o al pozo? Eso no lo saben todos, pero algunos sí.
Si en una noche estrellada te has entretenido en contemplar el cielo, habrás
visto caer estrellas fugaces. Parece exacta-mente como si una estrella cayera y
desapareciese. Ni los hombres más sabios son capaces de explicar lo que no
saben; pero cuando uno lo sabe, puede explicarlo. Es como si una velilla del
árbol de Navidad cayese del cielo y se apagase; es un alma fulgurante de Dios
Nuestro Señor que baja a la
Tierra , y al llegar a nuestra atmósfera, pesada y densa, se
extingue su brillo, quedando solamente lo que nuestros ojos no pueden ver, pues
es mucho más sutil que nuestro aire. Es una criatura del cielo enviada acá
abajo, un angelito, aunque sin alas, pues está destinado a ser un hombre; se
desliza por el espacio, y el viento lo lleva a una flor, a un dondiego de
noche, a una margarita, a una rosa o a una lucérnula; allí se queda y se
recoge. Es vaporoso y ligero, una mosca podría llevarlo, y mucho más una abeja;
y éstas acuden por turno en busca del néctar de las flores. Si el «bebé» les
estorba, no lo arrojan al suelo, no tienen tan mal corazón, sino que lo depositan
al sol sobre un pétalo de nenúfar, y en él es mecido suavemente en el agua,
durmiendo y creciendo hasta que la cigüeña lo ve y puede llevarlo a una familia
humana de las muchas que están suspirando por un dulce pequeñuelo como él. Pero
el que sea o no dulce depende de que haya bebido en la clara fuente o se le
haya atragantado barro y alguna lenteja de agua, que ésas son cosas que agrian
el humor. La cigüeña carga con el primero que ve, sin hacer distingos. Un día
irá a una casa buena, donde moran padres excelentes, otro dejará al pequeño en
el hogar de gentes duras que viven en plena miseria, y entonces más le hubiera
valido al chiquitín seguir en la balsa del molino.
Los pequeños no se
acuerdan de lo que soñaron bajo el pétalo del nenúfar, donde al anochecer les
cantaban las ranas su «croac, croac», lo cual, en lengua humana, significa:
«¡Duerman y tengan dulces sueños!». Ni pueden tampoco acordarse de la flor en
que estuvieron, ni de cómo olía; pero cuando ya son mayores hay algo en su
interior que les dice: «¡Esta es la flor que más me gusta!». Pues es aquélla
que les sirvió de cuna cuando eran criaturas del aire.
La cigüeña tiene una vida
muy larga y siempre se preocupa de saber qué tal les va a los niños que llevó y
cómo se despabilan en el mundo. Claro que nada puede hacer por ellos, ni
cambiar sus circunstancias, pues bastante tiene con cuidar de su propia
familia; pero sus pensamientos los acom-pañan siempre.
Yo conozco a una anciana
cigüeña, muy respetable y sabihonda. Ha traído unos cuantos niños y conoce sus
historias, en las cuales hay invariablemente un poquitín de fango y una que
otra lenteja de la balsa del molino. Le pedí que me diera una pequeña biografía
de uno de ellos, y he aquí que se ofreció a contarme no una, sino tres vidas de
la casa Peitersen.
Era una familia
simpatiquísima la de los Peitersen. El marido figuraba entre los treinta y dos
prohombres de la ciudad, lo cual no dejaba de ser una distinción. En éstas
llegó la cigüeña y le trajo un hijo, al que llamaron Pedro. Al año siguiente
volvió el ave con otro niño, y le pusieron por nombre Perico, y al presentarse
con el tercero, lo bautizaron Pedrín, pues en esos tres nombres, Pedro, Perico
y Pedrín está el nombre de Peitersen.
Fueron, pues, tres
hermanos, tres estrellas fugaces, cada uno mecido en su flor, depositados en la
balsa del molino bajo la hoja de nenúfar y recogidos por la cigüeña y por ella
llevados a la
familia Peitersen , aquellos que viven en la esquina, como
bien sabes.
Crecieron de cuerpo y de
alma, y por eso quisieron ser algo más que los treinta y dos prohombres.
Pedro dijo que quería ser
bandido. Había visto «Fra Diavolo», y sacó en consecuencia que la profesión de
bandolero era la más hermosa del mundo. Perico quiso ser basurero, y Pedrín,
que era un muchacho cariñoso y formal, mofletudo y regordete, y cuyo único
defecto era el de comerse las uñas, pensó en ser «padre». Claro que esto es lo
que dicen todos cuando se les pregunta qué quieren ser.
Fueron a la escuela; uno
fue el primero, otro el último, y uno quedó en medio, pero los tres venían a
ser iguales de buenos y listos, y, efectivamente, lo eran, según sus
perspicaces y juiciosos padres.
Asistieron a bailes
infantiles, fumaban cigarros cuando nadie los veía, y crecían en ciencia y
experiencia.
Desde chiquillo Pedro era
ya muy pendenciero, como debe ser todo bandido. Era muy travieso, lo cual,
según, su madre, era debido a que padecía de lombrices. Los chicos traviesos
tienen siempre lombrices: barro en el estómago. Su testarudez y mal carácter se
manifestaron un día en el vestido de seda nuevo de la madre.
-¡No des contra la mesa
del café, corderillo mío! -le había dicho la mujer. Podrías
tirar la mantequera y mancharme el vestido de seda.
El «corderillo»,
agarrando con mano firme la mantequera, vertió toda la crema en el regazo de
mamá. Ésta dijo, por todo comentario:
-Corderillo, corderillo,
¡qué atolondrado eres, corderillo mío! Pero lo que es voluntad, el niño la
tenía, y su madre lo reconocía. Voluntad demuestra carácter, y para una madre
esto es muy prometedor.
Indudablemente hubiera
podido ser bandolero, pero todo quedó en palabras. Sólo por su exterior lo
parecía, pues usaba un sombrero abollado, cuello abierto, y largo pelo suelto.
Quería ser artista, pero no tenía de ello más que el traje, y encima parecía un
malvavisco. Todas las figuras que dibujaba parecían otros tantos malvaviscos,
de puro larguiruchas. Le gustaba mucho aquella flor; según la cigüeña, había
yacido en ella.
A Pedro le había tocado
por lecho un botón de oro. Tenía tan pringosas las comisuras de la boca y tan
amarilla la piel, que se hubiera dicho que haciéndole un corte en la mejilla,
saldría mantequilla. Parecía nacido para mantequera, y habría podido ser su
propio anuncio; pero en el fondo, en lo más íntimo de su ser, era basurero; era
también el talento musical de la familia Peitersen , «y se bastaba por todos los
demás juntos», decían los vecinos. En una semana compuso diecisiete polcas, y
luego las reunió en una ópera para trompeta y carraca. ¡Señores, qué hermosura!
Pedrín era blanco y rojo,
menudo y ordinario; procedía de una margarita. Nunca se defendía cuando los
demás chicos le zurraban; decía que era el más juicioso, y el juicioso siempre
cede. Primero coleccionó pizarrines, luego sellos y, finalmente, se organizó un
pequeño gabinete de naturalista que contenía el esqueleto de un gasterósteo,
tres ratones ciegos de nacimiento guardados en alcohol, y un topo disecado.
Pedrín tenía aptitudes para la
Ciencia y ojo para la Naturaleza , lo cual era muy satisfactorio para
sus padres y para él. Prefería ir al bosque antes que a la escuela. Sus hermanos
estaban ya prometidos, cuando él no vivía sino por completar su colección de
huevos de aves acuáticas. Pronto supo más de los animales que de las personas,
y sostenía que nosotros no podemos alcanzar al animal en lo que consideramos
más noble y elevado: el amor. Veía que el ruiseñor macho, cuando la hembra
incubaba, permanecía toda la noche a su lado, cantándole: «¡cluc, cluc si, lo,
lo, li!». Nunca Pedrín habría sido capaz de tamaña abnegación. Cuando la madre
cigüeña estaba en el nido con sus pequeños, el padre permanecía de pie sobre
una pata en la parhilera del tejado, sin moverse en toda la noche. Pedrín no lo
habría resistido ni una hora. Y un día que examinó una tela de araña con lo que
había en ella, decidió renunciar para siempre al matrimonio. El señor araña
vive única y exclusivamente para atrapar moscas descuidadas, ya sean jóvenes o
viejas, hinchadas de sangre o secas como un huso; atento sólo a tejer y a nutrir
a su familia, mientras la señora vive nada más que para el padre.
Lo devora de puro
enamorada, se zampa su corazón, su cabeza y abdomen; sólo sus largas y delgadas
patas quedan en la tela, en aquella tela en que él vivió sin más preocupación
que la de alimentar a la
familia. Es la pura verdad, extraída directamente de la Historia Natural.
Pedrín lo vio, y la cosa le dio que pensar: «¡Ser amado hasta
tal extremo por su esposa, ser por ella devorado, víctima de una pasión tan
ardiente! ¡No! Hasta eso no llega ningún ser humano. Por lo demás, ¿sería de
veras deseable?».
Pedrín resolvió no
casarse nunca, nunca dar ni recibir un beso, pues ello habría podido tomarse
por el primer paso conducente al matrimonio. Y, sin embargo, recibió un beso,
el que recibimos todos, el fuerte ósculo de la muerte. Cuando
hemos vivido el tiempo asignado, la
Muerte recibe la orden: «¡Llévatelo de un beso!». Y ¡adiós el
hombre! De Dios Nuestro Señor nos baja un rayo de sol tan intenso, que nos
ciega los ojos. El alma humana, que llegó en forma de estrella fugaz, emprende
el vuelo en la misma forma, pero no para ir a descansar en una flor o a soñar
bajo un pétalo de nenúfar. Cosas más importantes tiene que hacer. Vuela al gran
país de la Eternidad.
Cómo es aquel país y qué aspecto tiene, nadie sabría decirlo,
pues nadie lo ha visto, ni siquiera la cigüeña, por muy lejos que alcance su
vista y por muchas cosas que sepa. Así, nada más podía decir de Pedro, Perico y
Pedrín; bien es verdad que ya tenía bastante de ellos, y tú seguramente también.
De modo que por esta vez le daremos muchas gracias a la cigüeña. Pero ella,
en pago de esta historieta, que nada tiene de particular, pide tres ranas y una
culebrina. Por lo visto, cobra en especies. ¿Quieres pagarle tú? Yo no, pues no
tengo ni ranas ni culebras.
1.003. Andersen (Hans Christian)
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