Lejos de
nuestras tierras, allá adonde van las golondrinas cuando el invierno llega a
nosotros, vivía un rey que tenía once hijos y una hija llamada Elisa. Los once
hermanos eran príncipes; llevaban una estrella en el pecho y sable al cinto
para ir a la escuela; escribían con pizarrín de diamante sobre pizarras de oro,
y aprendían de memoria con la misma facilidad con que leían; en seguida se
notaba que eran príncipes. Elisa, la hermana, se sentaba en un escabel de
reluciente cristal, y tenía un libro de estampas que había costado lo que valía
la mitad del reino.
¡Qué bien
lo pasaban aquellos niños! Lástima que aquella felicidad no pudiese durar
siempre.
Su padre,
Rey de todo el país, casó con una reina perversa, que odiaba a los pobres
niños. Ya al primer día pudieron ellos darse cuenta. Fue el caso, que había
gran gala en todo el palacio, y los pequeños jugaron a «visitas»; pero en vez
de recibir pasteles y manzanas asadas como se suele en tales ocasiones, la nueva Reina no les dio
más que arena en una taza de té, diciéndoles que imaginaran que era otra cosa.
A la semana
siguiente mandó a Elisa al campo, a vivir con unos labradores, y antes de mucho
tiempo le había ya dicho al Rey tantas cosas malas de los príncipes, que éste
acabó por desentenderse de ellos.
-¡A volar
por el mundo y apáñense por su cuenta! -exclamó un día la perversa mujer; ¡a
volar como grandes aves sin voz!
Pero no
pudo llegar al extremo de maldad que habría querido; los niños se transformaron
en once hermosísimos cisnes salvajes. Con un extraño grito emprendieron el
vuelo por las ventanas de palacio, y, cruzando el parque, desaparecieron en el
bosque.
Era aún de
madrugada cuando pasaron por el lugar donde su hermana Elisa yacía dormida en
el cuarto de los campesinos; y aunque describieron varios círculos sobre el
tejado, estiraron los largos cuellos y estuvieron aleteando vigorosamente,
nadie los oyó ni los vio. Hubieron de proseguir, remontándose hasta las nubes,
por esos mundos de Dios, y se dirigieron hacia un gran bosque tenebroso que se
extendía hasta la misma orilla del mar.
Pasaban los
días, monótonos e iguales. Cuando el viento soplaba por entre los grandes setos
de rosales plantados delante de la casa, susurraba a las rosas:
-¿Qué puede
haber más hermoso que ustedes?
Pero las
rosas meneaban la cabeza y respondían:
-Elisa es
más hermosa.
Cuando la
vieja de la casa, sentada los domingos en el umbral, leía su devocionario, el
viento le volvía las hojas, y preguntaba al libro:
-¿Quién
puede ser más piadoso que tú?
-Elisa es
más piadosa -replicaba el devocionario; y lo que decían las rosas y el libro
era la pura verdad. Porque aquel libro no podía mentir.
Habían convenido
en que la niña regresaría a palacio cuando cumpliese los quince años; pero al
ver la Reina lo
hermosa que era, sintió rencor y odio, y la habría transformado en cisne, como
a sus hermanos; sin embargo, no se atrevió a hacerlo en seguida, porque el Rey
quería ver a su hija.
Por la
mañana, muy temprano, fue la
Reina al cuarto de baile, que era todo él de mármol y estaba
adornado con espléndidos almohadones y cortinajes, y, cogiendo tres sapos, los
besó y dijo al primero:
-Súbete
sobre la cabeza de Elisa cuando esté en el baño, para que se vuelva estúpida
como tú. Ponte sobre su frente -dijo al segundo, para que se vuelva como tú de
fea, y su padre no la reconozca.
Y al
tercero:
-Siéntate
sobre su corazón e infúndele malos sentimientos, para que sufra.
Echó luego
los sapos al agua clara, que inmediatamente se tiñó de verde, y, llamando a
Elisa, la desnudó, mandándole entrar en el baño; y al hacerlo, uno de los sapos
se le puso en la cabeza, el otro en la frente y el tercero en el pecho, sin que
la niña pareciera notario; y en cuanto se incorporó, tres rojas flores de
adormidera aparecieron flotando en el agua. Aquellos animales eran ponzoñosos y
habían sido besados por la bruja; de lo contrario, se habrían transformado en
rosas encarnadas. Sin embargo, se convirtieron en flores, por el solo hecho de
haber estado sobre la cabeza y sobre el corazón de la princesa, la cual era,
demasiado buena e inocente para que los hechizos tuviesen acción sobre ella.
Al verlo la malvada Reina , la
frotó con jugo de nuez, de modo que su cuerpo adquirió un tinte pardo negruzco;
le untó luego la cara con una pomada apestosa y le desgreñó el cabello. Era
imposible reconocer a la
hermosa Elisa.
Por eso se
asustó su padre al verla, y dijo que no era su hija. Nadie la reconoció,
excepto el perro mastín y las golondrinas; pero eran pobres animales cuya
opinión no contaba.
Llevaba
poco rato en el bosque, cuando se hizo de noche; la doncella había perdido el
camino. Se tendió sobre el blando musgo, y, rezadas sus oraciones vespertinas,
reclinó la cabeza sobre un tronco de árbol. Reinaba un silencio absoluto, el
aire estaba tibio, y en la hierba y el musgo que la rodeaban lucían las verdes
lucecitas de centenares de luciérnagas, cuando tocaba con la mano una de las
ramas, los insectos luminosos caían al suelo como estrellas fugaces.
Toda la
noche estuvo soñando en sus hermanos. De nuevo los veía de niños, jugando,
escribiendo en la pizarra de oro con pizarrín de diamante y contemplando el
maravilloso libro de estampas que había costado medio reino; pero no escribían
en el tablero, como antes, ceros y rasgos, sino las osadísimas gestas que
habían realizado y todas las cosas que habían visto y vivido; y en el libro
todo cobraba vida, los pájaros cantaban, y las personas salían de las páginas y
hablaban con Elisa y sus hermanos; pero cuando volvía la hoja saltaban de nuevo
al interior, para que no se produjesen confusiones en el texto.
Cuando
despertó, el sol estaba ya alto sobre el horizonte. Elisa no podía verlo, pues
los altos árboles formaban un techo de espesas ramas; pero los rayos
jugueteaban allá fuera como un ondeante velo de oro. El campo esparcía sus
aromas, y las avecillas venían a posarse casi en sus hombros; oía el chapoteo
del agua, pues fluían en aquellos alrededores muchas y caudalosas fuentes, que
iban a desaguar en un lago de límpido fondo arenoso. Había, si, matorrales muy
espesos, pero en un punto los ciervos habían hecho una ancha abertura, y por
ella bajó Elisa al agua. Era ésta tan cristalina, que, de no haber agitado el
viento las ramas y matas, la muchacha habría podido pensar que estaban pintadas
en el suelo; tal era la claridad con que se reflejaba cada hoja, tanto las
bañadas por el sol como las que se hallaban en la sombra.
Al ver su
propio rostro tuvo un gran sobresalto, tan negro y feo era; pero en cuanto se
hubo frotado los ojos y la frente con la mano mojada, volvió a brillar su
blanquísima piel. Se desnudó y se metió en el agua pura; en el mundo entero no
se habría encontrado una princesa tan hermosa como ella.
Vestida ya
de nuevo y trenzado el largo cabello, se dirigió a la fuente borboteante, bebió
del hueco de la mano y prosiguió su marcha por el bosque, a la ventura, sin
saber adónde. Pensaba en sus hermanos y en Dios misericor-dioso, que seguramente
no la abandonaría: El hacía crecer las manzanas silvestres para alimentar a los
hambrientos; y la guió hasta uno de aquellos árboles, cuyas ramas se doblaban
bajo el peso del fruto. Comió de él, y, después de colocar apoyos para las
ramas, se adentró en la parte más oscura de la selva. Reinaba allí
un silencio tan profundo, que la muchacha oía el rumor de sus propios pasos y
el de las hojas secas, que se doblaban bajo sus pies. No se veía ni un pájaro:
ni un rayo de sol se filtraba por entre las corpulentas y densas ramas de los
árboles, cuyos altos troncos estaban tan cerca unos de otros, que, al mirar la
doncella a lo alto, le parecía verse rodeada por un enrejado de vigas. Era una
soledad como nunca había conocido.
La noche
siguiente fue muy oscura; ni una diminuta luciérnaga brillaba en el musgo. Ella
se echó, triste, a dormir, y entonces tuvo la impresión de que se apartaban las
ramas extendidas encima de su cabeza y que Dios Nuestro Señor la miraba con
ojos bondadosos, mientras unos angelitos le rodeaban y asomaban por entre sus
brazos.
Al
despertarse por la mañana, no sabía si había soñado o si todo aquello había sido
realidad.
Anduvo unos
pasos y se encontró con una vieja que llevaba bayas en una cesta. La mujer le
dio unas cuantas, y Elisa le preguntó si por casualidad había visto a los once
príncipes cabalgando por el bosque.
-No
-respondió la vieja, pero ayer vi once cisnes, con coronas de oro en la
cabeza, que iban río abajo.
Acompañó a
Elisa un trecho, hasta una ladera a cuyo pie serpenteaba un riachuelo. Los
árboles de sus orillas extendían sus largas y frondosas ramas al encuentro unas
de otras, y allí donde no se alcanzaban por su crecimiento natural, las raíces
salían al exterior y formaban un entretejido por encima del agua.
Elisa dijo
adiós a la vieja y siguió por la margen del río, hasta el punto en que éste se
vertía en el gran mar abierto.
Frente a la
doncella se extendía el soberbio océano, pero en él no se divisaba ni una vela,
ni un bote. ¿Cómo seguir adelante? Consideró las innúmeras piedrecitas de la
playa, redondeadas y pulimentadas por el agua. Cristal, hierro, piedra, todo lo
acumulado allí había sido moldeado por el agua, a pesar de ser ésta mucho más
blanda que su mano. «La ola se mueve incesantemente y así alisa las cosas
duras; pues yo seré tan incansable como ella. Gracias por su lección, olas
claras y saltarinas; algún día, me lo dice el corazón, me llevarán al lado de
mis hermanos queridos».
Entre las
algas arrojadas por el mar a la playa yacían once blancas plumas de cisne, que
la niña recogió, haciendo un haz con ellas. Estaban cuajadas de gotitas de
agua, rocío o lágrimas, ¿quién sabe? Se hallaba sola en la orilla, pero no
sentía la soledad, pues el mar cambiaba constante-mente; en unas horas se
transformaba más veces que los lagos en todo un año. Si avanzaba una gran nube
negra, el mar parecía decir: «¡Ved, qué tenebroso puedo ponerme!». Luego
soplaba viento, y las olas volvían al exterior su parte blanca. Pero si las
nubes eran de color rojo y los vientos dormían, el mar podía compararse con un
pétalo de rosa; era ya verde, ya blanco, aunque por mucha calma que en él
reinara, en la orilla siempre se percibía un leve movimiento; el agua se
levantaba débilmente, como el pecho de un niño dormido.
A la hora
del ocaso, Elisa vio que se acercaban volando once cisnes salvajes coronados de
oro; iban alineados, uno tras otro, formando una larga cinta blanca. Elisa
remontó la ladera y se escondió detrás de un matorral; los cisnes se posaron
muy cerca de ella, agitando las grandes alas blancas.
No bien el
sol hubo desaparecido bajo el horizonte, se desprendió el plumaje de las aves y
aparecieron once apuestos príncipes: los hermanos de Elisa. Lanzó ella un agudo
grito, pues aunque sus hermanos habían cambiado mucho, la muchacha comprendió
que eran ellos; algo en su interior le dijo que no podían ser otros. Se arrojó
en sus brazos, llamándolos por sus nombres, y los mozos se sintieron
indeciblemente felices al ver y reconocer a su hermana, tan mayor ya y tan
hermosa. Reían y lloraban a la vez, y pronto se contaron mutuamente el cruel
proceder de su madrastra.
-Nosotros
-dijo el hermano mayor- volamos convertidos en cisnes salvajes mientras el sol
está en el cielo; pero en cuanto se ha puesto, recobramos nuestra figura
humana; por eso debemos cuidar siempre de tener un punto de apoyo para los pies
a la hora del anochecer, pues entonces si volásemos hacia las nubes, nos
precipitaríamos al abismo al recuperar nuestra condición de hombres. No
habitamos aquí; allende el océano hay una tierra tan hermosa como ésta, pero el
camino es muy largo, a través de todo el mar, y sin islas donde pernoctar; sólo
un arrecife solitario emerge de las aguas, justo para descansar en él pegados
unos a otros; y si el mar está muy movido, sus olas saltan por encima de
nosotros; pero, con todo, damos gracias a Dios de que la roca esté allí. En
ella pasamos la noche en figura humana; si no la hubiera, nunca podríamos
visitar nuestra amada tierra natal, pues la travesía nos lleva dos de los días
más largos del año. Una sola vez al año podemos volver a la patria, donde nos
está permitido permanecer por espacio de once días, volando por encima del
bosque, desde el cual vemos el palacio en que nacimos y que es morada de
nuestro padre, y el alto campanario de la iglesia donde está enterrada nuestra
madre. Estando allí, nos parece como si árboles y matorrales fuesen familiares
nuestros; los caballos salvajes corren por la estepa, como los vimos en nuestra
infancia; los carboneros cantan las viejas canciones a cuyo ritmo bailábamos de
pequeños; es nuestra patria, que nos atrae y en la que te hemos encontrado,
hermanita querida. Tenemos aún dos días para quedarnos aquí, pero luego
deberemos cruzar el mar en busca de una tierra espléndida, pero que no es la
nuestra. ¿Cómo llevarte con nosotros? no poseemos ningún barco, ni un mísero
bote, nada en absoluto que pueda flotar.
-¿Cómo
podría yo redimirlos? -preguntó la muchacha.
Estuvieron
hablando casi toda la noche, y durmieron bien pocas horas.
Elisa
despertó con el aleteo de los cisnes que pasaban volando sobre su cabeza. Sus
hermanos, transformados de nuevo, volaban en grandes círculos, y, se alejaron;
pero uno de ellos, el menor de todos, se había quedado en tierra; reclinó la
cabeza en su regazo y ella le acarició las blancas alas, y así pasaron juntos
todo el día. Al anochecer regresaron los otros, y cuando el sol se puso
recobraron todos su figura natural.
-Mañana nos
marcharemos de aquí para no volver hasta dentro de un año; pero no podemos
dejarte de este modo. ¿Te sientes con valor para venir con nosotros? Mi brazo
es lo bastante robusto para llevarte a través del bosque, y, ¿no tendremos
entre todos la fuerza suficiente para transportarte volando por encima del mar?
-¡Sí,
llévenme con ustedes! -dijo Elisa.
Emplearon
toda la noche tejiendo una grande y resistente red con juncos y flexible
corteza de sauce. Se tendió en ella Elisa, y cuando salió el sol y los hermanos
se hubieron transformado en cisnes salvajes, cogiendo la red con los picos,
echaron a volar con su hermanita, que aún dormía en ella, y se remontaron hasta
las nubes. Al ver que los rayos del sol le daban de lleno en la cara, uno de
los cisnes se situó volando sobre su cabeza, para hacerle sombra con sus anchas
alas extendidas.
Estaban ya
muy lejos de tierra cuando Elisa despertó. Creía soñar aún, pues tan extraño le
parecía verse en los aires, transportada por encima del mar. A su lado tenía
una rama llena de exquisitas bayas rojas y un manojo de raíces aromáticas. El
hermano menor las había recogido y puesto junto a ella.
Elisa le
dirigió una sonrisa de gratitud, pues lo reconoció; era el que volaba encima de
su cabeza, haciéndole sombra con las alas.
Iban tan
altos, que el primer barco que vieron a sus pies parecía una blanca gaviota
posada sobre el agua. Tenían a sus espaldas una gran nube; era una montaña, en
la que se proyectaba la sombra de Elisa y de los once cisnes: ello demostraba
la enorme altura de su vuelo. El cuadro era magnífico, como jamás viera la
muchacha; pero al elevarse más el sol y quedar rezagada la nube, se desvaneció
la hermosa silueta.
Siguieron
volando durante todo el día, raudos como zumbantes saetas; y, sin embargo,
llevaban menos velocidad que de costumbre, pues los frenaba el peso de la hermanita. Se
levantó mal tiempo, y el atardecer se acercaba; Elisa veía angustiada cómo el
sol iba hacia su ocaso sin que se vislumbrase el solitario arrecife en la
superficie del mar. Se daba cuenta de que los cisnes aleteaban con mayor
fuerza. ¡Ah!, ella tenía la culpa de que no pudiesen avanzar con la ligereza
necesaria; al desaparecer el sol se transformarían en seres humanos, se
precipitarían en el mar y se ahogarían. Desde el fondo de su corazón elevó una
plegaria a Dios misericordioso, pero el acantilado no aparecía. Los negros
nubarrones se aproximaban por momentos, y las fuertes ráfagas de viento
anunciaban la
tempestad. Las nubes formaban un único arco, grande y
amenazador, que se adelantaba como si fuese de plomo, y los rayos se sucedían
sin interrupción.
El sol se
hallaba ya al nivel del mar. A Elisa le palpitaba el corazón; los cisnes
descendieron bruscamente, con tanta rapidez, que la muchacha tuvo la sensación
de caerse; pero en seguida rea-nudaron el vuelo. El círculo solar había desaparecido
en su mitad debajo del horizonte cuando Elisa distinguió por primera vez el
arrecife al fondo, tan pequeño, que se habría dicho la cabeza de una foca asomando
fuera del agua. El sol seguía ocultándose rápidamente, ya no era mayor que una
estrella, cuando su pie tocó tierra firme, y en aquel mismo momento el astro
del día se apagó cual la última chispa en un papel encendido. Vio a sus
hermanos rodeándola, cogidos todos del brazo; había el sitio justo para los
doce; el mar azotaba la roca, proyectando sobre ellos una lluvia de agua
pulverizada; el cielo parecía una enorme hoguera, y los truenos retumbaban sin
interrupción. Los hermanos, cogidos de las manos, cantaban salmos y encontraban
en ellos confianza y valor.
Al
amanecer, el cielo, purísimo, estaba en calma; no bien salió el sol, los cisnes
reemprendieron el vuelo, alejándose de la isla con Elisa. El mar seguía aún muy
agitado; cuando los viajeros estuvieron a gran altura, les pareció como si las
blancas crestas de espuma, que se destacaban sobre el agua verde negruzca,
fuesen millones de cisnes nadando entre las olas.
Al elevarse
más el sol, Elisa vio ante sí, a lo lejos, flotando en el aire, una tierra
montañosa, con las rocas cubiertas de brillantes masas de hielo; en el centro
se extendía un palacio, que bien mediría una milla de longitud, con atrevidas
columnatas superpuestas; debajo ondeaban palmerales y magníficas flores,
grandes como ruedas de molino. Preguntó si era aquél el país de destino, pero
los cisnes sacudieron la cabeza negativamente; lo que veía era el soberbio
castillo de nubes de la
Fata Morgana , eternamente cambiante; no había allí lugar para
criaturas humanas. Elisa clavó en él la mirada y vio cómo se derrumbaban las
montañas, los bosques y el castillo, quedando reemplazados por veinte altivos
templos, todos iguales, con altas torres y ventanales puntiagudos. Creyó oír
los sones de los órganos, pero lo que en realidad oía era el rumor del mar.
Estaba ya muy cerca de los templos cuando éstos se transformaron en una gran
flota que navegaba debajo de ella; y al mirar al fondo vio que eran brumas
marinas deslizándose sobre las aguas. Visiones constantemente cambiantes
desfilaban ante sus ojos, hasta que al fin vislumbró la tierra real, término de
su viaje, con grandiosas montañas azules cubiertas de bosques de cedros,
ciudades y palacios. Mucho antes de la puesta del sol se encontró en la cima de
una roca, frente a una gran cueva revestida de delicadas y verdes plantas
trepadoras, comparables a bordadas alfombras.
-Vamos a
ver lo que sueñas aquí esta noche -dijo el menor de los hermanos, mostrándole
el dormitorio.
-¡Quiera el
Cielo que sueñe la manera de salvarlos! -respondió ella; aquella idea no se le
iba de la mente, y rogaba a Dios de todo corazón pidiéndole ayuda; hasta en
sueños le rezaba. Y he aquí que le pareció como si saliera volando a gran
altura, hacia el castillo de la
Fata Morgana ; el hada, hermosísima y reluciente, salía a su
encuentro; y, sin embargo, se parecía a la vieja que le había dado bayas en el
bosque y hablado de los cisnes con coronas de oro.
-Tus
hermanos pueden ser redimidos -le dijo; pero, ¿tendrás tú valor y constancia
suficientes? Cierto que el agua moldea las piedras a pesar de ser más blanda
que tus finas manos, pero no siente el dolor que sentirán tus dedos, y no tiene
corazón, no experimenta la angustia y la pena que tú habrás de soportar. ¿Ves
esta ortiga que tengo en la mano? Pues alrededor de la cueva en que duermes
crecen muchas de su especie, pero fíjate bien en que únicamente sirven las que
crecen en las tumbas del cementerio. Tendrás que recogerlas, por más que te
llenen las manos de ampollas ardientes; rompe las ortigas con los pies y
obtendrás lino, con el cual tejerás once camisones; los echas sobre los once
cisnes, y el embrujo desaparecerá. Pero recuerda bien que desde el instante en
que empieces la labor hasta que la termines no te está permitido pronunciar una
palabra, aunque el trabajo dure años. A la primera que pronuncies, un puñal
homicida se hundirá en el corazón de tus hermanos. De tu lengua depende sus
vidas. No olvides nada de lo que te he dicho.
El hada
tocó entonces con la ortiga la mano de la dormida doncella, y ésta despertó
como al contacto del fuego. Era ya pleno día, y muy cerca del lugar donde había
dormido crecía una ortiga idéntica a la que viera en sueños. Cayó de rodillas
para dar gracias a Dios misericordioso y salió de la cueva dispuesta a iniciar
su trabajo.
Cogió con sus
delicadas manos las horribles plantas, que quemaban como fuego, y se le
formaron grandes ampollas en manos y brazos; pero todo lo resistía
gustosamente, con tal de poder liberar a sus hermanos. Partió las ortigas con
los pies descalzos y trenzó el verde lino.
Al
anochecer llegaron los hermanos, los cuales se asustaron al encontrar a Elisa
muda. Creyeron que se trataba de algún nuevo embrujo de su perversa madrastra;
pero al ver sus manos, comprendieron el sacrificio que su hermana se había
impuesto por su amor; el más pequeño rompió a llorar, y donde caían sus
lágrimas se le mitigaban los dolores y le desaparecían las abrasadoras
ampollas.
Pasó la
noche trabajando, pues no quería tomarse un momento de descanso hasta que
hubiese redimido a sus hermanos queridos; y continuó durante todo el día
siguiente, en ausencia de los cisnes; y aunque estaba sola, nunca pasó para
ella el tiempo tan de prisa. Tenía ya terminado un camisón y comenzó el
segundo.
En esto
resonó un cuerno de caza en las montañas, y la princesa se asustó. Los sones se
acercaban progresivamente, acompañados de ladridos de perros, por lo que Elisa
corrió a ocultarse en la cueva y, atando en un fajo las ortigas que había
recogido y peinado, se sentó encima.
1.003. Andersen (Hans Christian)
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