Frente a la
fábrica había un montón de balas de harapos, procedentes de los más diversos
lugares. Cada trapo tenía su historia, y cada uno hablaba su propio lenguaje,
pero no nos sería posible escucharlos a todos. Algunos de los harapos venían
del interior, otros de tierras extranjeras. Un andrajo danés yacía junto a otro
noruego, y si uno era danés legítimo, no era menos legítimo noruego su
compañero, y esto era justamente lo divertido de ambos, como diría todo
ciudadano noruego o danés sensato y razonable.
Se
reconocieron por la lengua, a pesar de que, a decir del noruego, sus
respectivas lenguas eran tan distintas como el francés y el hebreo.
-Allá en mi
tierra vivimos en agrestes alturas rocosas, y así es nuestro lenguaje, mientras
el danés prefiere su dulzona verborrea infantil.
Así decían
los andrajos; y andrajos son andrajos en todos los países, y sólo tienen cierta
autoridad reunidos en una bala.
-Yo soy
noruego -dijo el tal, y cuando digo que soy noruego creo haber dicho bastante.
Mis fibras son tan resistentes como las milenarias rocas de la antigua Noruega ,
país que tiene una constitución libre, como los Estados Unidos de América.
Siento un escozor en cada fibra cuando pienso en lo que soy, y me gustaría que
estas palabras mías resonaran como bronce en palabras graníticas.
-Pero
nosotros poseemos una literatura -replicó el trapo danés-. ¿Comprende usted lo
que esto significa?
-¡Claro que
lo comprendo! -respondió el noruego-. ¡Pobre habitante del llano! Quisiera
llevarlo a lo alto de las rocas y hacer que lo iluminase la aurora boreal,
¡pedazo de trapo! Cuando el hielo se funde bajo el sol noruego, vienen a
nuestro país barcas danesas cargadas de mantequilla y queso, productos
realmente suculentos. Y como lastre, llevan literatura danesa. ¡No nos hace
maldita la falta! Uno renuncia gustoso a la insípida cerveza allí donde mana la
fuente pura, y en nuestro país hay un manantial virgen, no pregonado en toda
Europa por periódicos, compadrerías y los viajes al extranjero. Hablo sin
remilgos, sin pelos en la lengua, y el danés tendrá que habituarse a este tono
franco y llano, y lo hará, gracias a su arraigo escandinavo, por su vinculación
a nuestra altiva tierra rocosa, raíz del mundo.
-Nunca un
andrajo danés podría hablar así -dijo el otro. No está en nuestra naturaleza.
Me conozco, y como yo son todos nuestros andrajos daneses: bonachones,
modestos, con muy poca fe en nosotros mismos, y así no se gana nada, cierta-mente.
Pero no me importa; al menos lo encuentro simpático. Por lo demás, puedo
asegurarle que conozco perfectamente mi propio valor, aunque no hable de él. No
podrán reprocharme este defecto. Soy blando y dúctil, lo sufro todo, no envidio
a nadie, hablo bien de todo el mundo, con lo difícil que muchas veces es
hacerlo. Pero dejemos esto. Yo me tomo las cosas con buen humor; esta cualidad
si la tengo.
-No me
hables en este tono blanducho de la tierra llana; me da asco -dijo el noruego,
y, aprovechando una ráfaga de viento, se soltó del fardo para trasladarse a
otro.
Los dos
fueron transformados en papel, y quiso el azar que el andrajo noruego pasara a
ser una hoja en la que un joven de su país escribió una carta de amor a una
muchacha danesa, mientras el trapo danés se convirtió en el manuscrito de una
oda danesa en alabanza de la fuerza y la grandeza noruegas.
También de
los andrajos puede salir algo bueno una vez han salido del fardo de trapos
viejos y se han transformado en verdad y en belleza; brillan en buena armonía y
encierran bendiciones.
Ésta es la
historia, muy regocijante y no ofensiva para nadie, salvo para los andrajos.
1.003. Andersen (Hans Christian)
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