Érase un
hombre que había sabido muchos cuentos nuevos, pero se le habían escapado,
según él decía. El cuento, que antes se le presentaba por propia iniciativa,
había dejado de llamar a su puerta. ¿Y por qué no venía? Cierto es que el
hombre llevaba muchísimo tiempo sin pensar en él, sin esperar que se presentara
y llamara; se había distraído de los cuentos, pues fuera rugía la guerra, y
dentro reinaban la aflicción y la miseria, compañeras inseparables de aquélla.
La cigüeña
y la golondrina regresaban de su largo viaje, sin temer nada malo, y he aquí
que al llegar se encontraron con sus nidos quemados, lo mismo que las casas de
los hombres, y los setos en pleno desorden, cuando no desaparecidos del todo.
Los caballos del enemigo piafaban sobre las viejas sepulturas. Eran tiempos
duros y tenebrosos, pero todo tiene su fin.
Les ha
llegado el fin, decían todos, y, no obstante, el cuento no acudía a llamar a la
puerta ni daba noticias de su persona.
-Seguramente
habrá muerto o se habrá marchado como tantos otros -dijo el hombre-. Pero el
cuento nunca muere.
Transcurrió
mucho tiempo; y él lo echaba de menos.
-¿Es
posible que no vuelva y llame a la puerta?
Y se acordaba
de él como si lo tuviera delante, en todas las formas con que solía
presentársela: ya joven y hermoso como la propia primavera, una encantadora
muchacha con una guirnalda de aspérulas en la frente y una rama de haya en la
mano, y ojos brillantes cual profundos lagos en el bosque bajo el sol; ya en
figura de buhonero, abierta la caja de la que salían cintas de plata que
ondeaban al viento, y con poemitas e inscripciones para recordato-rios. Pero
cuando más bello estaba era cuando venía de abuelita, con el cabello plateado y
grandes ojos inteligentes. Entonces sí que sabía cosas de los tiempos más
remotos, muy anteriores a aquellos en que las princesas hilaban con husos de
oro, y acechaban por ahí dragones y vestigios. Contaba de una manera tan viva, que
a los oyentes se les ofuscaba la vista, y el suelo parecía negro de sangre
humana; horrible de ver y de oír y, sin embargo, ¡tan agradable!, pues hacía
tanto tiempo que había sucedido...
-¡Y si no
volviera a llamar! -exclamaba el hombre, clavando la mirada en la puerta con
tanta insistencia, que creía ver manchas negras en el aire y en el suelo. No
sabía si era sangre o un crespón de luto por los terribles y lúgubres días
vividos.
Un día en
que estaba cavilando, se le ocurrió la idea de que tal vez el cuento se hubiese
escondido, como la princesa de aquellos antiguos cuentos, y quería que lo
buscasen. Si lo encontraban, brillaría con nueva luz, más hermosa que antes.
-¡Quién
sabe, a lo mejor se ha ocultado en la paja tirada junto al pretil del pozo! ¡Cuidado,
cuidado! Tal vez se esconde en una flor marchita, guardada en uno de aquellos
voluminosos libros del anaquel.
Y el
hombre, dirigiéndose a la biblioteca, abrió uno de los tomos más nuevos,
deseoso de poner las cosas en claro. Más no había allí ninguna flor: sólo
historias de Holger Danske. Y el hombre leyó cómo aquella historia había sido
inventada en Francia por un monje, arreglada en forma de novela y «traducida e
impresa en lengua danesa». Que Holger Danske no había vivido en realidad y, por
tanto, no podía volver, contra lo que creíamos y tan a gusto cantábamos. Con
Holger Danske ocurría lo que con Guillermo Tell: todo era pura palabrería, sin
nada en que poder apoyarse; y todo eso aparecía escrito en aquel libro, con
grandes alardes de erudición.
-Bueno, yo
sé lo que tengo que creer -dijo el hombre. Donde no ha pisado ningún pie, no
se trilla camino.
Y cerrando
el libro y volviéndolo al estante, se dirigió a las flores que crecían en la ventana. A lo mejor se
había escondido en el rojo tulipán de borde dorado, o en la fresca rosa, o en
la reluciente camelia. El sol jugaba entre las hojas, pero el cuento no asomaba
por ningún lado.
-Las flores
que había aquí, en aquellos días tristes, eran mucho más hermosas; pero las
cortaron sin dejar una, para trenzar coronas con ellas, coronas que fueron
colocadas en el ataúd recubierto con la bandera. Tal vez con las flores enterraron
también al cuento. Pero las flores lo habrían sabido, y el ataúd se habría dado
cuenta, y la tierra también, y los tallitos de hierba lo habrían dicho al
brotar. ¡El cuento no muere jamás!
Quizá vino
aquí y llamó, pero ¡quién estaba entonces para él! La gente miraba con ojos
sombríos, melancólicos, casi coléricos, el sol de primavera, el revoloteo de
los pájaros y el verde esperanzador de los campos; la lengua no soportaba las
viejas canciones populares, que habían sido enterradas, como tantas otras cosas
tan queridas de nuestro corazón. Es muy posible que el cuento haya venido a
llamar a la puerta, pero nadie lo había oído, nadie le había dado la
bienvenida, y así se marchó nuevamente.
Iré a
buscarlo. ¡Al campo, al bosque, a la anchurosa orilla!
En pleno
campo hay una vieja mansión señorial de rojas paredes, frontón dentado y
ondeante bandera en la
torre. El ruiseñor canta entre las festo-neadas hojas del
haya, mientras mira los manzanos en flor del jardín, tomándolos por rosas. Aquí
y allí, las diligentes abejas revolotean al sol, rodeando a su reina con su
zumbido monótono. La tempestad de otoño sabe de la caza salvaje, de las
generaciones humanas y del follaje del bosque, que pasan veloces. Por Navidad,
al exterior cantan los cisnes salvajes desde las aguas abiertas, mientras los
hombres, cómodamente instalados junto al fuego de la chimenea, escuchan
canciones y leyendas.
Por el
sector antiguo del jardín, con su atrayente y penumbrosa avenida de castaños,
paseaba el hombre que había salido en busca del cuento. Una vez el viento le
había murmurado allí algo relativo a Waldemar Daae y sus hijas. La dríada del
árbol, que era la propia madre de las leyendas, le había contado allí el último
sueño del viejo roble. En tiempos de la abuela había allí setos recortados;
ahora, en cambio, sólo crecían helechos y ortigas, que se extendían por encima
de abandonados restos de antiguas estatuas de piedra. Les crecía musgo en los
ojos, a pesar de lo cual veían tan bien como en sus buenos tiempos. Esto no lo
sabía el hombre que andaba en busca del cuento y no lo veía. ¿Dónde estaría?
Por sobre
su cabeza y los viejos árboles volaban las cornejas a centenares, lanzando su
«¡cra, da, cra, da!». Él salió del jardín a la alameda, pasando por los fosos.
Había allí una casita de forma hexagonal, con un gallinero y un corral de
patos. En la habitación estaba la anciana que cuidaba de la hacienda y que se
enteraba de cada huevo que ponían las gallinas y de cada polluelo que salía del
cascarón. Pero no era ella el cuento que el hombre andaba buscando, como podía
verse por la fe de bautismo y el certificado de vacunación que estaban sobre la
cómoda.
Al exterior,
a poca distancia de la casa, hay un montículo cubierto de acerolo y codeso.
Yace allí una antigua losa sepulcral, que había venido a parar a aquel lugar
procedente del pequeño cementerio de la villa. Era un monumento de uno de los honorables
consejeros de la
ciudad. Alrededor de su imagen se veían esculpidas las de su
esposa y sus cinco hijas, todas con alzacuellos y con las manos dobladas. Si
uno estaba un rato contemplándola, al fin obraba sobre el pensamiento, y éste,
a su vez, sobre la losa, haciéndole contar recuerdos de tiempos pretéritos; por
lo menos esto le sucedió al hombre que iba en busca del cuento. Al llegar allí
vio que una mariposa se había posado sobre la frente del relieve que
representaba al consejero. El insecto aleteó, voló un poco más lejos y volvió a
posarse, cansado, sobre la losa sepulcral, como queriendo llamar la atención
sobre lo que en ella crecía, o sea, tréboles de cuatro hojas, siete de ellos
juntos. ¡Si viene la fortuna, bienvenida sea! El hombre recogió los tréboles y se
los guardó en el bolsillo. La suerte vale tanto como el dinero contante y
sonante. Hubiera preferido un cuento nuevo y bonito, pensó nuestro amigo; pero
tampoco estaba allí.
El sol se
ponía como un gran globo rojo. Del prado subían vapores: era que la reina del
pantano estaba destilando.
Ya
anochecido, se hallaba nuestro hombre solo en su casa, paseando la mirada por
el jardín y el prado, el pantano y la orilla. Brillaba
la luna clara, del prado subían vapores, como si fuese un gran lago, y, en
efecto, lo había sido en otros tiempos, según la leyenda, y la luz de la luna
es lo mejor que hay para las leyendas.
Entonces se
acordó el hombre de lo que leyera en la ciudad: que Guillermo Tell y Holger
Danske no habían existido nunca, a pesar de lo cual persistían en la creencia
del pueblo, como aquel lago lejano, vivas imágenes de la leyenda. ¡Sí, Holger
Danske volvía!
Estando así
pensativo, algo llamó a la ventana con un fuerte golpe. ¿Sería un ave, un
murciélago o un mochuelo? A ésos no los dejan entrar por mucho que llamen. Pero
la ventana se abrió por sí sola, y el hombre vio a una anciana que lo miraba.
-¿Qué
desea? -le preguntó. ¿Quién es usted? ¿Alcanza al primer piso? ¿O se sostiene
con una escalera de mano?
-Tienes en
el bolsillo un trébol de cuatro hojas -dijo ella, o mejor dicho, tienes siete,
uno de los cuales es de seis hojas.
-¿Quién es
usted? -preguntó el hombre.
-La reina
del pantano -respondió ella-. La reina del pantano, la destiladora; ahora iba a
destilar, precisamente. Tenía puesta ya la espita en el barril, pero un
chiquillo hizo una de sus travesuras, la sacó y la echó en dirección al patio,
donde vino a dar contra la
ventana. Y ahora la cerveza se está saliendo del barril, con
perjuicio para todos.
-Cuénteme
más cosas -le pidió el hombre.
-Espérate
un poco -dijo la mujer.
Ahora tengo cosas más urgentes que hacer.
Y se
marchó.
El hombre
se disponía a cerrar la ventana, cuando la vieja se presentó de nuevo.
-Ya está
-dijo. La mitad de la cerveza puedo volver a destilarla mañana, si el tiempo
no cambia. Bueno, ¿qué querías preguntarme? He vuelto porque siempre cumplo mi
palabra, y porque tú llevas en el bolsillo siete tréboles de cuatro hojas, y
uno de seis. Esto impone respeto; es una condecoración que crece en los
caminos, pero que no todos encuentran. ¿Qué tenías que preguntarme? No te
quedes ahí como un bobo, que debo volver cuanto antes a mi espita y mi barril.
El hombre
le preguntó entonces por el cuento, ¿No lo habría encontrado en su camino?
-¡Mira con
lo que me sale ahora! -exclamó la mujer. ¿Aún no tienes bastantes cuentos? La
mayoría están ya hasta la
coronilla. Otras cosas hay que hacer y a que atender. ¡Hasta
los niños se han emancipado en este punto! Da un cigarro a un mozalbete o un
miriñaque nuevo a una niña, y lo preferirán. ¡Escuchar cuentos! ¡Como si no
hubiera en qué ocuparse, y problemas mucho más importantes!
-¿Qué
quiere decir con eso? -dijo el hombre. ¿Qué sabe usted del mundo? ¡Usted sólo
ve ranas y fuegos fatuos!
-Sí, pues
mucho cuidado con los fuegos fatuos -replicó la vieja. Andan por
ahí sueltos. Tendríamos que hablar de ellos. Ven conmigo al pantano, donde es
necesaria mi presencia, y te lo contaré todo. Pero de prisa, mientras estén
frescos tus siete tréboles de cuatro hojas y el de seis, y mientras la Luna esté en el cielo.
Y la reina
del pantano desapareció.
Dieron las
doce en el reloj del campanario, y antes de que se extinguiera el eco de la
última campanada, el hombre ya había bajado al patio, salido al jardín y
llegado al prado. La niebla se había disipado, y la mujer había cesado de
destilar.
-¡Cuánto
has tardado! -dijo. Las brujas corremos más que los hombres. Estoy muy
contenta de haber nacido de la familia de las hechiceras.
-¿Qué tiene
que decirme? -preguntó el hombre. ¿Puede informar-me sobre el cuento?
-¿No se te
ocurre preguntar otra cosa? -dijo la vieja.
-Tal vez
podría usted ilustrarme sobre la poesía de lo por venir -inquirió el hombre.
-No te
pongas retórico -contestó la mujer, y te responderé. Sólo piensas en poesía y
sólo preguntas por el cuento, como si fuesen los reyes del mundo. Cierto es que
el cuento es lo más viejo que hay, y, sin embargo, es considerado siempre como
el más joven. ¡Bien lo conozco! También yo fui joven, y no es ésta una
enfermedad de infancia. Un día fui una linda elfilla, y bailé a la luz de la
luna con las demás; escuché el canto del ruiseñor, fui al bosque y me encontré
con el señor cuento, que vagaba por aquellos lugares. Tan pronto establecía su
lecho en un tulipán a medio abrir o en una flor del prado, como entraba a
hurtadillas en la iglesia y se envolvía en un fúnebre crespón que colgaba de
los cirios del altar.
-Está usted
muy bien informada -dijo el hombre.
-Al menos
he de saber tanto como tú -replicó la vieja Cuento y Poesía, dos pedazos de la misma
pieza, pueden echarse donde les apetezca. Toda su obra y toda su charla puede
recocerse y sale mejor y más barata. Yo te la daré gratis. Tengo un armario
lleno de poesía embotellada. Es la esencia, lo mejor de ella; hierbas, dulces y
amargas. Guardo en botellas toda la poesía que utilizan los humanos, para poner
unas gotas en el pañuelo los domingos y aspirarla.
-Es
maravilloso lo que me explica -dijo el hombre. ¿Guarda poesía en botellas?
-Más de la
que puedas necesitar -respondió la mujer. Supongo que sabrás aquel cuento de la
muchacha que pisoteó el pan para no ensuciarse los zapatos nuevos. Anda por ahí
escrito e impreso.
-Yo mismo
lo conté -dijo el hombre.
-En ese
caso sabrás también que la muchacha se hundió en el suelo y fue a parar a la
morada de la reina del pantano en el preciso momento en que se hallaba en ella
la abuela del diablo, que quería presenciar las operaciones de la destilación. Vio
caer a la chica y pidió que se le diese para pedestal, como un recuerdo de su
visita, y se lo di. A cambio me obsequió con una cosa que no me sirve para
nada: un botiquín de viaje, todo un armario lleno de poesía embotellada. La
abuela me indicó el lugar donde debía colocar el armario y allí está todavía.
¡Mira! Tienes en el bolsillo tus siete tréboles de cuatro hojas, uno de los
cuales es de seis. Si los guardas, aún podrás verlo, seguramente.
-Y, en
efecto, en el centro del pantano había un objeto voluminoso, parecido a un cepo
de chopo y que en realidad era el armario de la abuela. Estaba abierto
para la reina del pantano y para todas las gentes de todas las tierras y de
todos los tiempos que supiesen dónde se encontraba. Podría abrirse por delante,
por detrás, por los lados y por los bordes; era una verdadera obra de arte, a
pesar de su aspecto de cepo de chopo. Se había imitado allí a los poetas de
todos los países, especialmente los del nuestro: su espíritu se había
examinado, criticado, renovado, concentrado y puesto en botellas. Con certero
instinto, como se dice cuando no se quiere decir talento, la abuela había
sacado de la Natura-leza
cuanto olía a tal o cual poeta, añadiéndole un poquitín de sustancia diabólica,
y de este modo tenía la poesía embotellada para toda la eternidad.
-Déjemelo
ver -pidió el hombre.
-Sí, pero
tienes que oír cosas aún más importantes -replicó la vieja.
-Mas ya que
estamos junto al armario -dijo él, mirando al interior, y veo botellas de
todos tamaños, dime: ¿qué hay en ésta? ¿Y en ésta?
-Ésta
contiene lo que llaman fragancias de mayo. No lo he probado, pero sé que con
verter un chorrito en el suelo, enseguida sale un hermoso lago de bosque con
nenúfares y mentas rizadas. Echas sólo dos gotas sobre un viejo cuaderno, y por
malo que sea se convertirá en una comedia olorosa, muy propia para ser
representada e incluso para hacer dormir: ¡tan intenso es su aroma! Seguramente
en mi honor pusieron en la etiqueta: «Brebaje de la reina del pantano».
Ahí tienes
la botella del escándalo. Parece llena de agua sucia, y, en efecto, así es,
pero está mezclada con polvos efervescentes de la chismografía ciudadana; tres
onzas de mentiras y dos granos de verdad, todo ello agitado con una rama de
abedul; nada de usar vergajos puestos en salmuera y rotos sobre el cuerpo
sangrante del pecador, o un pedazo de férula del maestro de escuela; tiene que
ser una rama sacada de la escoba que barrió el arroyo.
Ésta es la
botella que contiene la poesía piadosa en tono de salmodia. Cada gota suena
como el chirrido de la puerta del infierno, y está elaborada con sangre y sudor
de los castigados. Algunos afirman que no es sino hiel de paloma; pero las
palomas son los animales más piadosos, y no tienen hiel, según dice la gente
que no sabe Historia Natural.
Venía luego
la botella de las botellas, que ocupaba la mitad del armario, y contenía las
«historias cotidianas». Estaba metida en una funda de cuero y una vejiga de
cerdo, pues no podía soportar la pérdida de la más mínima parte de su fuerza.
Cada nación podía extraer de ella su propia sopa, según la manera de volver y
emplear las botellas. Había allí vieja sopa alemana de sangre, con albóndigas
de bandido, y también la clara sopa casera, con consejeros de Corte de verdad,
puestos allí como raíces, mientras en la superficie flotaban ojos de grasa
filosófica. Había sopa de institutriz inglesa y el potaje francés «a la Kock », preparado con huesos
de pollo y huevos de gorrión, llamado también «sopa cancán»; pero la mejor de
todas era la de
Copenhague. Por lo menos eso decían las familias.
Seguía la
tragedia en la botella de champaña, capaz de detonar, y esto es lo que debe
hacer. La comedia tenía forma de arena fina, para saltar a los ojos de la gente
-nos referimos a la comedia refinada-. La más burda estaba también en su
botella, pero sólo en forma de anuncios futuristas, y lo más substancioso de
ella era el título.
El hombre
estaba ensimismado en sus pensamientos, pero la mujer continuó, deseosa de
terminar de una vez.
-Ya has
mirado bastante lo que contiene el armario -le dijo. Ya sabes lo que hay aquí,
pero todavía no conoces lo principal, que deberías saber también. Los fuegos
fatuos están en la
ciudad. Esto es más importante que la Poesía y el Cuento. Tendría
que callarme la boca, pero debe haber una fatalidad, un destino, que cuando
llevo algo dentro, se me sube a la garganta y tengo que soltarlo. Los fuegos
fatuos están en la
ciudad. Andan sueltos. ¡Cuidado con ellos, hombres!
-No
entiendo una palabra -dijo el hombre.
-Haz el
favor de sentarte sobre el armario -replicó ella pero cuidado con caerte dentro
y romperme las botellas, ya sabes lo que contienen. Te contaré el gran
acontecimiento; es muy reciente, sólo de anteayer. Correrá aún durante
trescientos sesenta y cuatro días. ¿Sabes cuántos días tiene el año, no?
Y la reina
del pantano inició su narración.
-Aquí
ocurrió ayer un gran suceso. Fue bautizado un niño. Nació un duendecillo; mejor
dicho, nacieron doce duendes, que tienen la facultad de adoptar la figura
humana cuando quieren, y obrar y mandar como si fuesen hombres de carne y
hueso. En el pantano esto constituye un gran acontecimiento; por eso acudieron
a bailar los fuegos fatuos, varones y hembras, por la superficie del agua y por
el prado. Hay también mujercitas, pero no se habla de ellas. Yo me senté sobre
el armario, con los doce recién nacidos en el regazo. Brillaban como
luciérnagas; empezaban ya a dar saltitos y crecían a ojos vistas, tanto que, al
cabo de un cuarto de hora, todos eran tan talluditos como sus padres o sus
tíos. Ahora bien, existe un derecho tradicional, un privilegio, según el cual
cuando la luna ocupa la posición que ocupaba ayer en el cielo y el viento sopla
como ayer soplaba, se permite a los fuegos fatuos que han nacido en aquella
hora y minuto, transformarse en seres humanos y obrar como tales. El fuego
fatuo puede vagar por el campo o introducirse en el gran mundo, con tal que no
tema caerse al lago o ser arrastrado por el huracán. Puede incluso introducirse
en una persona y hablar por ella, y efectuar todos sus movimientos. El duende
puede tomar cualquier figura de hombre o de mujer, actuar en su espíritu según
se le antoje. Tiene empero la obligación de desencaminar en un año a
trescientos sesenta y cinco seres humanos, extraviarles de la senda de la
verdad y la justicia, y ello en gran estilo. Entonces alcanza el honor máximo a
que puede llegar un duende: el de convertirse en postillón de la carroza del
diablo, vestir fulgurante librea amarilla y despedir llamas por la boca. A un duende sencillo
la boca se le hace agua ante esta perspectiva. Pero ese trabajo comporta
también sus peligros y no pocas fatigas. Si el hombre sabe abrir los ojos y, al
darse cuenta de lo que tiene delante, se lo sacude, el otro está perdido y ha
de volver al pantano. Y si al duende lo acomete la nostalgia de su familia
antes de que haya transcurrido el año y se rinde, está perdido también, ya no
seguirá ardiendo con claridad, se apagará y no podrá ser encendido de nuevo. Y
si al término del año no ha desencaminado a trescientos sesenta y cinco
personas y no se ha llevado todo lo que es bueno y grande, queda condenado a
yacer en la madera podrida y brillar sin moverse, lo cual es el castigo más
terrible para un duende, tan dinámico por naturaleza. Todo esto lo sabía yo, y
se lo dije a los doce duendecillos que tuve en mi regazo, y que estaban como
fuera de sí de alegría. Les dije que lo más seguro y cómodo era renunciar al
honor y no hacer nada; pero los pequeños no quisieron escucharme; se veían ya
en sus fulgurantes ropajes amarillos, despidiendo fuego por la boca. «Quédense
con nosotros», les acon-sejaron algunos viejos, mientras otros les decían:
«Prueben suerte con los hombres. Los hombres secan nuestros prados, los
desaguan. ¡Qué será de nuestros descen-dientes!».
«¡Queremos
brillar, brillar!», exclamaban los fuegos fatuos recién nacidos; y así fue
convenido.
Enseguida
empezó el baile del minuto; más breve no podía ser. Las doncellas elfas dieron
unas vueltas con todos los demás, para no pasar por orgullosas, aunque
preferían bailar solas. Luego vino el reparto de los regalos de los padrinos.
Los obsequios volaron como guijarros por encima de las aguas pantanosas. Cada
ella dio una punta de su velo. «¡Cógelo! -decían- y sabrás bailar maravillosamente,
con los pasos y movimientos más difíciles. Podrás adoptar la actitud correcta y
exhibirte en la sociedad más distinguida».
El hombre
nocturno enseñó a cada uno de los nuevos fuegos fatuos a decir «¡bra, bra,
bravo!», y a decirlo en el lugar apropiado, lo cual es una gran ciencia, y de
gran rendimiento.
También la
lechuza y la cigüeña soltaron algo, pero no valía la pena hablar de ello,
dijeron, y así lo dejaremos. La partida de caza del rey Waldemar pasó corriendo
por encima del pantano, y cuando sus señorías se enteraron de la fiesta,
enviaron como obsequio un par de excelentes perros, capaces de correr como el
viento y de llevar a lomos uno o incluso tres fuegos fatuos. Dos viejas
pesadillas, que se alimentan cabalgando, participaron también en el banquete.
De ellas aprendieron el arte de introducirse por el ojo de las cerraduras, y
esto equivale a tener todas las puertas abiertas. Se ofrecieron además a guiar
a los jóvenes fuegos fatuos a la ciudad; la conocían muy bien. Generalmente
cabalgan sobre el pelo que les crece en el cogote, que es muy largo y se lo
atan en un moño, para sentarse sobre una silla dura, y así cruzan los aires;
pero en aquella ocasión montaron los salvajes perros de caza, llevando en el
regazo a los jóvenes fuegos fatuos, dispuestos a descarriar y perder a los
hombres. ¡Arre, a todo galope! Todo esto sucedió anoche. Ahora los fuegos
fatuos están en la ciudad; manos a la obra, pero dónde y cómo, ¡cualquiera lo
sabe! Me corre un cosquilleo por el dedo gordo del pie.
-Esto es
todo un cuento -dijo el hombre.
-Sí, pero
sólo el principio -respondió la mujer. ¿Podrías explicarme ahora cómo se las
arreglan los fuegos fatuos, cómo se comportan, qué figuras adoptan para
descarriar a los hombres?
-Creo -dijo
el hombre- que podría componerse toda una novela sobre ellos, una novela en
doce partes, una para cada uno; o, mejor aún, toda una comedia popular.
-Deberías
escribirla -dijo la
mujer. Aunque más vale quizá que lo dejes correr.
-Sí, eso es
lo más cómodo -respondió el hombre. Así no te calumnian luego en los
periódicos, lo cual es tan fastidioso como para un fuego fatuo tener que
alojarse en la madera podrida y brillar sin poder decir esta boca es mía.
-A mí me da
lo mismo -dijo la mujer.
Pero mejor será que dejes que la escriban otros, tanto si
saben como si no. Te daré una vieja espita de mi barril. Con ella podrás abrir
el armario de la poesía embotellada y sacar lo que te haga falta. Pero en
cuanto a ti, amigo mío, me parece que te has manchado ya bastante los dedos de
tinta y que has llegado a una edad en que no está bien correr en busca de
cuentos, sobre todo habiendo cosas mucho más importantes que hacer. ¿Sabes a
qué me refiero?
-Los fuegos
fatuos están en la ciudad -dijo el hombre-. Lo he oído y comprendido. Pero,
¿qué debo hacer? Me molerían a palos si lo viera y dijera a las gentes:
«¡Cuidado, ahí va un duende vestido de levita!».
-También
van en camisa -dijo la
mujer. El duende puede adoptar todas las formas y
presentarse en todos los lugares. Va a la iglesia, aunque no por amor a Dios; a
lo mejor se introduce dentro del párroco. Pronuncia discursos los días de
elecciones, no con miras al bien del país y del imperio, sino pensando en su
propio beneficio. Es artista, lo mismo con la paleta que en el teatro, pero
cuando se ha hecho el amo, la olla está vacía. Y yo charla que te charla, pero
he de sacar lo que tengo en el buche, en perjuicio de mi propia familia. Por lo
visto, debo constituirme ahora en salvadora de los hombres. En realidad no lo
hago por buena voluntad o para que me den una medalla. Estoy haciendo la mayor
locura que puedo hacer: decirlo a un poeta, con lo cual muy pronto lo sabrá la
ciudad entera.
-La ciudad
no se lo tomará en serio -dijo el hombre. Nadie me hará caso, pues todos
creerán que les estoy contando un cuento, cuando les diga, con toda la seriedad
de que soy capaz: «Los fuegos fatuos están en la ciudad, según me dijo la reina
del pantano. ¡Mucho ojo, pues!»
1.003. Andersen (Hans Christian)
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