Cuando el
viento pasa veloz por las praderas, la hierba ondea como una cinta; si corre
entre las mieses, las agita como un mar. Es la danza del viento. Pero escúchale
contar sus historias: ¡cómo alza y modula su voz! Es muy distinto su modo de
sonar cuando pasa entre los árboles del bosque o cuando se introduce por los
orificios, huecos y grietas de un viejo muro. ¿Ves cómo allá arriba el viento
impulsa a las nubes cual si fuesen un rebaño de ovejas? ¿Lo oyes aullar aquí
abajo a través de la puerta abierta, como un centinela que toca su cuerno? ¡Qué
misterioso es su silbido cuando baja por la chimenea! En su presencia, el fuego
se aviva y despide chispas, e ilumina la habitación, donde uno se encuentra a
gusto, calentito y el oído atento. Dejadlo contar. Sabe muchas leyendas e
historias, más que todos nosotros juntos. Atiende a su relato: «¡Huuui! ¡Huye,
huye!». Tal es el estribillo de su canción.
-A orillas
del Gran Belt se alza un antiguo castillo de gruesos muros rojos -dice el
viento. Lo conozco piedra por piedra. Las vi mucho antes, cuando constituían
el castillo de Mark Stig, en Nesset. Pero lo derribaron, y con sus materiales
levantaron otro, una nueva fortaleza situada en otro lugar: el castillo de
Borreby, que todavía sigue en pie.
Yo vi y
conocí a los nobles caballeros y damas, a las varias generaciones que allí
vivieron. Voy a hablaros ahora de Valdemar Daae y de sus hijas.
Iba siempre
con la frente muy erguida, pues era de sangre real. Sabía hacer algo más que
cazar el ciervo y apurar una jarra de vino; y si no, al tiempo, solía decir.
Su esposa
andaba con aire desdeñoso y rígida, vestida de brocado de oro, por los
pavimentos de madera encerada. Los tapices eran preciosos; los muebles, de alto
precio y tallados con arte. La vajilla era de oro y plata; en la bodega se
guardaba cerveza alemana, además de otras cosas. Fogosos corceles negros
relinchaban en la cuadra.
Todo era espléndido en el castillo de Borreby cuando reinaba
en él la opulencia.
No faltaban
tampoco hijos: tres lindas muchachas: Ida, Juana y Ana Dorotea; todavía
recuerdo sus nombres.
Eran gente
rica, gente distinguida, nacida y criada en la opulencia. «¡Huuui! ¡Huye!»,
cantó el viento, y luego reanudó su historia.
Nunca vi
allí, como en otros antiguos palacios, a la noble señora de la casa manejando
el huso sentada con sus doncellas en el salón. Cantaba, acompañándose con el
armonioso laúd, no sólo las viejas canciones danesas, sino también otras en
lengua extranjera. Todo eran fiestas y banquetes; acudían invitados de cerca y
de lejos; resonaba la música, chocaban los vasos con tanta fuerza, que apagaban
mi voz -decía el viento-. Había allí orgullo, fastuosidad y lujo, mucha
arrogancia; pero faltaba Dios.
-Era un
atardecer del mes de mayo -continuó el viento. Venía yo de Poniente; en la
costa occidental de Jutlandia había presenciado el naufragio de varios barcos,
y, cruzando por los eriales y la costa cubierta de verdes bosques, atravesé la Fionia y llegué, soplando
furiosamente, al Gran Belt.
Amainé para
tomarme un descanso, en la costa de Zelanda, cerca del castillo de Borreby,
rodeado aún de magníficos robledales.
Los mozos
habían salido a recoger ramas tronchadas, llevándole las mayores y más secas
que encontraban. Con ellas volvían al pueblo, las apilaban y encendían
hogueras, y la juventud bailaba a su alrededor, cantando alegremente.
-Yo seguía
encalmado -prosiguió el viento, pero muy quedamente soplé a una rama
depositada por el más apuesto de los mozos; prendió el fuego, y levantase una
altísima llama; fue el elegido, el rey de la fiesta, y se apresuró a nombrar a
su pequeña reina entre las muchachas. ¡Qué bullicio, qué alegría! Se estaba
mucho mejor allí que en el rico palacio de Borreby.
Entonces
llegaron, en una soberbia carroza dorada, tirada por seis caballos, la noble
señora y sus tres hijas, finas y delicadas como tres preciosas flores: la rosa,
el lirio y el pálido jacinto. La madre era un ostentoso tulipán; no saludó a
nadie de la alegre multitud, que interrumpió la fiesta para saludarla con
reverencias y acatamientos. Se habría dicho que la señora tenía un palo en el
pescuezo.
Siguió el
coche su camino, con las ilustres damas, y los campesinos reanudaron sus
danzas. Y por el verano hubo paseos a caballo y excursiones a Borreby, a
Tjereby, a todos los pueblos circundantes.
Mas por la
noche, cuando me levanté -continuó el viento, la noble señora se acostó para
no volver a levantarse. Le ocurrió lo que a todos los humanos, no es cosa
nueva. Valdemar Daae permaneció un rato a su vera grave y pensativo. El árbol
más altivo puede doblarse, pero nunca quebrarse, decía una voz en su interior.
Las hijas lloraban, y en el palacio todos se secaban los ojos. Dama Daae había
huido, ¡y yo también huí! ¡Huuui! -dijo el viento.
Volví,
volví con frecuencia, a través de Fionia y del Gran Belt, descansé en la orilla
de Borreby, junto al magnífico robledal, donde construían sus nidos el
quebrantahuesos, las palomas torcaces, los cuervos azules y hasta la cigüeña
negra. Era a la entrada la primavera, y unas aves tenían en sus nidos huevos, y
otras, ya pollos. ¡Dios mío, cómo volaban y cómo gritaban! Se oían hachazos,
golpe tras golpe; iban a talar el bosque. Valdemar Daae quería construir un
barco soberbio, un navío de guerra de tres puentes, para vendérselo al Rey. Por
eso talaba el bosque, que servía a los marinos de señal, y a las aves, de
asilo.
El alcaudón
se echó a volar asustado, pues habían destruido su nido; el quebrantahuesos y
las demás aves del bosque perdieron sus moradas y levantaron el vuelo, sin
rumbo, chillando de angustia y de ira. Yo los comprendía muy bien. Las cornejas
y los grajos gritaban, en son de burla: ¡Fuera del nido, fuera del nido, fuera,
fuera!
En el
bosque, entre el grupo de leñadores, estaban Valdemar Daae y sus tres hijas,
riéndose de aquel griterío de las aves. Sólo la menor, Ana Dorotea, sentía
compasión en el fondo de su alma; y cuando los hombres se dispusieron a cortar
un árbol medio podrido, en cuyas desnudas hojas anidaba una cigüeña negra,
intercedió en favor del animal y pidió con lágrimas en los ojos que respetasen
aquel árbol con su nido. ¡Era tan poca cosa!
Cortaron,
aserraron, construyeron un barco de tres puentes. El maestro que dirigía la
obra era de descendencia humilde, pero de noble porte y aspecto. En sus ojos y
en su frente se reflejaba la inteligencia, y Valdemar Daae gustaba de escuchar
sus explicaciones, lo mismo que Ida, su hija mayor, que ya contaba quince años.
Y mientras el hombre construía un barco para el padre, edificaba para sí mismo
un castillo de ensueño, donde residirían él y la pequeña Ida ,
convertidos en marido y mujer. Y esto hubiera podido realizarse, si aquel
castillo hubiese sido de sillería, con murallas y fosos, con bosque y mar. Pero
con todo su talento, el maestro era un pobre diablo. ¿Qué buscaba el gorrión en
la sociedad de las grullas? ¡Huuui! Yo emprendí el vuelo, y él también, pues no
le permitieron continuar allí, y la pobre Ida hubo de consolarse. ¿Qué remedio le
quedaba?
En el
establo relinchaban los negros corceles; eran dignos de ver, y muy renombrados.
El Rey había enviado al almirante a inspeccionar el nuevo buque de guerra y
negociar su compra. El almirante se hizo lenguas de los fogosos caballos; yo lo
oí perfectamente -dijo el viento. Seguí a los personajes a través de la puerta
abierta, esparciendo paja ante sus pies como si fuesen varillas de oro. Este
metal era lo que quería Valdemar Daae, mientras el almirante ambicionaba los
negros corceles; por eso los alababa tanto. Mas no lo comprendieron, y el barco
no fue adquirido, y se quedó anclado y reluciente en la orilla, cubierto de
tablas; una segunda arca de Noé destinada a no navegar nunca. ¡Huuui! ¡Huye,
huye! ¡Qué lástima!
En
invierno, cuando los campos estaban cubiertos de nieve, los hielos flotantes
invadían el Gran Belt y yo permanecía inmóvil en la costa -prosiguió el
viento; llegaron grandes bandadas de cuervos y cornejas, si uno negro, el otro
más. Se posaron sobre el barco desierto, solitario, muerto, y se lamentaron a
voz en grito por el bosque desaparecido, por los muchos nidos de pájaros
destruidos, por los viejos y jóvenes que habían quedado sin hogar. Y todo ello
por causa de aquel enorme artefacto, de aquel altivo navío que jamás se haría a
la mar.
Yo me puse
a arremolinar los copos de nieve que, en forma de grandes ondas, fueran
depositándose en torno al barco y encima del mismo. Hice que se oyera mi voz,
¡cuántas cosas tiene por decir la tempestad! Hice lo posible para que supiera
lo que ha de saber un barco. ¡Huuui! ¡Adelante!
Y pasó el
invierno, inviernos y veranos llegaron y se fueron como yo, como pasa
rápidamente la nieve, como se marchitan las flores del manzano y como caen las
hojas de los árboles. ¡Anda, anda, pasa! ¡Huuui! Los hombres pasan también.
Pero las
hijas eran aún jóvenes. Ida, una verdadera rosa, finísima como cuando la viera
el constructor del barco. Muchas veces me metía yo en su largo cabello castaño,
cuando ella estaba pensativa en el jardín junto al manzano, sin darse cuenta de
que yo esparcía las flores sobre su cabeza. Al notar que se le deshacía el cabello,
levantaba la mirada al sol ardiente y al fondo dorado del cielo, por entre los
oscuros arbustos y árboles.
Su hermana
Juana era como un lirio, lozana y erguida, orgullosa y arrogante y, como su
madre, con el cuello envarado. Le gustaba entrar en el gran salón, de cuyas
paredes colgaban los retratos de sus antepasados. Las señoras aparecían
pintadas en vestidos de terciopelo y seda, tocadas con pequeñas cofias bordadas
de perlas. ¡Eran realmente bellas damas! Los hombres llevaban armaduras o preciosos
mantos de piel de ardilla y valonas azules. Llevaban la espada sujeta al muslo,
no a la cintura. ¿Dónde colocarían algún día el retrato de Juana, y qué tal
parecería su noble esposo? Sí, en esto pensaba y de esto hablaba en voz baja;
yo la oía cuando pasaba por el largo corredor y me daba la vuelta.
Ana
Dorotea, el pálido jacinto, una niña de catorce años, era reposada y soñadora.
Sus grandes ojos, azules como el mar, miraban con expresión pensativa, pero en
torno a la boca se dibujaba una sonrisa infantil. Yo no podía borrársela de un
soplo, ni tampoco lo quería.
Me la
encontraba en el jardín, en el valle y en los campos, recogiendo hierbas y
flores que, como yo sabía, utilizaba su padre para elaborar bebidas y gotas,
pues conocía el arte de destilar. Valdemar Daae era altivo y orgulloso, pero
muy instruido; sabia muchas cosas. Bien se veía, y se comentaba; incluso en
verano el fuego ardía en su chimenea, y la puerta de su habitación permanecía
cerrada. Se pasaba día y noche encerrado en ella, mas casi nunca hablaba de lo
que allí hacía: las fuerzas de la
Naturaleza deben ser dominadas en silencio; pronto
descubriría lo más valioso: el rojo oro.
Por eso
ardía la chimenea, por eso chisporrotea-ba la leña y levantaba llamas. Sí, allí
estaba yo también -seguía contando el viento. ¡Huye, huye!, cantaba yo por la chimenea. Y todo era
humo, carbones y cenizas. ¡Te quemarás! ¡Huuui! ¡Huye, huye!
Pero
Valdemar Daae no huyó.
Los
magníficos corceles del establo, ¿qué se hicieron? ¿La antigua vajilla de oro y
plata del armario y la vitrina, las vacas del prado, los bienes del castillo?
¡Pueden fundirse! Fundirse en el crisol, y, sin embargo, no dan oro.
Fueron
vaciándose las eras y los graneros, las bodegas y los desvanes. Cuanto menos
gente, más ratones. Se hundió un cristal, otro se rompió; ya no necesitaba yo
entrar por la puerta -prosiguió el viento-. Dicen que donde humea la chimenea
es que se cuece la
comida. Allí , empero, la chimenea echaba humo, pero se
tragaba toda la comida por el maldito oro.
Soplaba yo
en la puerta del castillo como un guardián que toca el cuerno, mas allí no
había ningún guardián. Hacía girar la veleta de la punta de la torre, y ella
rechinaba como si el vigilante estuviese roncando allá arriba; pero no había
ningún vigilante, sino sólo ratas y ratones. Pobreza en la mesa, pobreza en el
vestir, pobreza en la
despensa. Las puertas se salían de sus goznes, en los muros
se abrían grietas y rajas. Yo entraba y salía -continuó el viento- por eso
entro en detalles.
Entre el
humo y la ceniza, las preocupaciones y las noches de insomnio, iba
blanqueándose el pelo de la barba y de las sienes; la piel se volvía rugosa y
amarilla, y en los ojos brillaba la llama de la codicia, en espera del oro.
Yo le
soplaba el humo y la ceniza de la cara y de las barbas; en vez de oro llegaban
deudas. Yo cantaba a través de los rotos cristales y de las abiertas grietas,
entraba soplando en los dormitorios de las hijas, donde los vestidos parecían
descoloridos y deshilachados, pues no podían renovarse. ¡No era aquella la
canción que oyeran las niñas en sus cunas! Tanta riqueza se había trocado en
miseria. Sólo yo seguía cantando en el castillo. Arremolinaba la nieve
alrededor; dicen que eso calienta. Leña no había, pues el bosque estaba talado;
¿de dónde sacarla? El frío era terrible. Yo me metía por los portillos y
corredores, por encima de la fachada y de los muros, para no perder el buen
humor. En la casa, el frío obligaba a las nobles hijas a quedarse acostadas, y
también el padre se refugiaba bajo la manta de pieles. Nada en que hincar el
diente, nada para quemar. ¡Qué vida para unos grandes señores! ¡Huuui! ¡déjalo!
Pero el señor Daae yo no podía dejarlo.
Después del
invierno viene la primavera -decía; tras los malos tiempos vendrán los
buenos... Pero, ¡cómo se hacen esperar! Toda la hacienda está hipotecada. Es el
último respiro... Luego vendrá el oro. ¡Para Pascua! Lo oí murmurar
dirigiéndose a un nido de arañas: «¡Oh, hábil tejedora! Tú me enseñas a
resistir. Cuando te desgarran el nido, vuelves a empezar hasta que lo terminas.
Una y otra vez pones manos a la obra, sin cansarte nunca. Así es como hay que
hacer. Y luego viene el premio».
Era la
mañana de Pascua. Doblaban las campanas, y el sol brillaba en el cielo. Él,
consumido por la fiebre, había estado velando, cociendo y enfriando, mezclando
y destilando. Lo oía suspirar como alma en pena, lo oía rogar y retener el
aliento. La lámpara se había apagado, pero él no se daba cuenta. Yo soplé en el
rescoldo; se reflejó en su cara macilenta, que cobró un vivo tinte, con los
ojos hundidos en las órbitas, pero agrandándose por momentos, como si fuesen a
saltarle de ellas.
-¡Mirad el
cristal alquímico! -exclamó. ¡Qué destellos lanza! ¡Es ígneo, puro y pesado!
Lo levantó
con mano temblorosa, gritando con lengua insegura:
-¡Oro, oro!
Le entró
vértigo; yo habría podido derribarlo -dijo el viento, pero me limité a soplar
sobre las brasas y lo seguí, por la puerta, al aposento donde sus hijas estaban
helándose. Se irguió con toda su estatura y, levantando el rico tesoro
contenido en el crisol:
-¡Lo tengo,
lo tengo! ¡Oro! -gritó, alzando al mismo tiempo el recipiente que brillaba al
sol; pero la mano le temblaba, y el crisol se le cayó al suelo, rompiéndose en
mil pedazos. Se había esfumado la última burbuja de su felicidad. ¡Huuui!
¡Vete, vete! Me marché del palacio del buscador de oro.
Ya muy
avanzado el año, cuando aquí los días son cortos, y la niebla húmeda exprime
sus gotas sobre las bayas rojas y las ramas desnudas, volví a estas tierras con
nuevos ánimos, aireándolo todo, barriendo con mis soplos las nubes del cielo y
quebrando las ramas secas. Es un trabajo vulgar, pero alguien tiene que
hacerlo. También limpiaban en el castillo de Borreby, de Valdemar Daae, pero de
un modo muy distinto. Su enemigo Ove Ramel, de Basnäs, había comprado en
pública subasta, el palacio con todo su ajuar. Yo tamborileaba contra los rotos
cristales, golpeaba con las carcomidas puertas, silbaba por entre las grietas y
hendeduras: ¡Huuui! Al señor Ove no le entrarían ganas de quedarse. Ida y Ana
Dorotea lloraban amargas lágrimas. Juana permanecía enhiesta y pálida,
mordiéndose al pulgar hasta hacerlo sangrar. ¡De poco le serviría! Ove Ramel
permitió al señor Daae seguir viviendo en el palacio hasta el fin de sus días,
sin que el otro le diera las gracias. Yo escuchaba. Vi al noble arruinado
erguir la cabeza con orgullo y enderezar el cuello, y entonces arremetí contra
el edificio y los viejos tilos, con tanta fuerza que rompí la más gruesa de las
ramas, aunque no estaba podrida; ante la puerta cayó, como una escoba, por si
alguien quería barrer. Y ¡vaya si barrieron! ¡Bien lo decía yo!
Fue un
momento muy duro. El tiempo parecía haberse detenido. Pero el hombre se
mantenía terco, el cuello tieso. Nada poseían ya, aparte los vestidos que
llevaban puestos. ¡Ah, sí! una retorta nueva que acababan de comprar y que
habían llenado con los restos barridos del suelo, el tesoro que tanto prometía
y que no era nada. Valdemar Daae se la escondió en el pecho, y, empuñando el
bastón, el un día opulento señor se marchó del castillo con sus tres hijas. Yo
soplaba frío en sus mejillas ardientes, le acariciaba la barba gris y el largo
cabello blanco, cantando con todas mis fuerzas: ¡Huuui! ¡Huye, huye, huye! Era
el fin de toda aquella opulencia y grandeza.
Ida y Ana
Dorotea iban una a cada lado de su padre. Juana se volvió al pasar bajo la
puerta principal. ¿Para qué? La fortuna no iba a volver. Miró los rojos
sillares de los muros del castillo de Mark Stig y se acordó de sus hijas:
La
mayor tomó de la mano a la más joven
y se fueron las dos por el mundo.
y se fueron las dos por el mundo.
¿Pensaba en
aquella canción? Ellas eran tres y su padre. Siguieron a pie el camino que
otrora recorrían en coche. Se hubiera dicho una familia de mendigos. Iban a
Smidstrup Mark, una casa de barro alquilada por tres marcos al año, la nueva
mansión señorial de paredes vacías y vacíos platos. Las cornejas y los grajos
volaban sobre ellos, gritando en son de burla: «¡Fuera del nido, fuera del
nido, fuera, fuera!», como habían gritado las aves del bosque de Borreby cuando
derribaron sus árboles.
El
caballero Daae y sus hijas tal vez los oyeron. Yo les soplé a los oídos. ¡De
qué les serviría oírlo!
Se fueron a
la casa de barro de Smidstrup Mark, y yo proseguí mi camino, por pantanos y
campos, por setos pelados y bosques desnudos, hacia el mar abierto, hacia otras
tierras. ¡Huuui! ¡Huye, huye! Y así año tras año.
* * *
¿Qué fue de
Valdemar Daae? ¿Qué fue de sus hijas? Oigamos al viento:
La última
que vi de las tres, por última vez, fue a Ana Dorotea, el pálido jacinto, vieja
ya y encorvada; había transcurrido medio siglo. Vivió más que las otras, y
conocía toda la historia.
Allá en el
erial, cerca de la ciudad de Viborg, se alzaba la nueva y espléndida casa del
preboste, de roja piedra y recortado frontón; un humo espeso salía de la chimenea. La señora y
sus hermosas hijas, sentadas en el mirador, miraban, por encima del espino
colgante del jardín, hacia el pardo erial del fondo. ¿Qué miraban? Un nido de
cigüeñas en el techo de una casa ruinosa. El techo, si así puede llamarse, era
de musgo y paja, aunque la mayor parte lo cubría el nido. Era lo único que aún
quedaba firme; la cigüeña lo mantenía en pie.
Era una
casa para ser vista, no para ser tocada; yo tenía que pasar con cuidado -dijo
el viento. No la habían derribado en consideración a la cigüeña, y, por otra
parte, servía de espantapájaros. El preboste no quería echar a la cigüeña; por
eso la choza fue respetada, y por eso la infeliz que la ocupaba pudo seguir
habitándola. Debía agradecérselo al ave de Egipto -¿o quizás a aquella vez que,
en el bosque de Borreby, intercedió por su silvestre hermano negro-. Entonces
era una niña, un delicado y pálido jacinto del noble jardín. Bien se acordaba
de aquellos días Ana Dorotea.
¡Oh, oh!
-los hombres pueden suspirar, como suspira el viento entre los juncos y cañas.
¡Ay, no doblaron las campanas sobre tu sepultura, Valdemar Daae! No cantaron
los pobres escolares cuando fue depositado en la tierra el ex-señor de Borreby.
A todo le llega su fin, hasta a la miseria. La hermana Ida casó con un labriego, y
aquélla fue para el padre la prueba más dura de todas. ¡Marido de su hija, un
mísero siervo al que su señor habría podido condenar al potro! Y ahora,
pudriéndose bajo tierra. ¿Y tú también, Ida? ¡Oh, sí, oh, sí! ¡Soy yo, pobre
vieja, la que estoy aún aquí! ¡Mísera de mí, mísera de mí! ¡Socórreme, Jesús
mío!
Ésta era la
plegaria de Ana Dorotea en la ruinosa choza donde la dejaban vivir por
consideración a la cigüeña.
A la más
animosa de las hermanas la adopté yo -dijo el viento. Se puso el vestido
apropiado y se contrató como remero con un patrón de barco. Era parca de
palabras, dura de gesto, pero presta al trabajo. Sin embargo, no sabía trepar;
por eso la arrojé por la borda antes de que descubriesen que era mujer; y obré
muy sensatamente -añadió el viento.
Una mañana
de Pascua, como aquella en que Valdemar Daae había creído encontrar el oro, oí
debajo del nido de cigüeñas, entre las ruinosas paredes, un canto religioso: el
último que salía de los labios de Ana Dorotea.
No había ni
un cristal, y sí sólo un agujero en la pared; el sol entraba por él, como un
ascua de oro. ¡Aquello sí era brillo! ¡Se quebraron sus ojos y se quebró su
corazón! Pero también lo habrían hecho, aunque no hubiese brillado el sol.
La cigüeña
le proporcionó un techo hasta la hora de su muerte. Yo canté junto a su tumba
-dijo el viento. Canté también junto a la de su padre, sé dónde están las dos,
no lo sabe nadie sino yo.
¡Nuevos
tiempos, otros tiempos! Antiguos caminos se convierten en campos abiertos,
fosos cercados pasan a ser carreteras, y pronto llega la locomotora, con su
hilera de vagones rodando estruendosamente sobre aquellos fosos colmados, de
los que no quedan ni los hombres. ¡Huuui! ¡Huye, huye!
Ésta es la
historia de Valdemar Daae y de sus hijas. Cuéntenla mejor ustedes, si pueden-
dijo el viento, volviendo la espalda.
Ya está
fuera.
1.003. Andersen (Hans Christian)
No hay comentarios:
Publicar un comentario