En el despacho de un
escritor, alguien dijo un día, al considerar su tintero sobre la mesa:
-Es sorprendente lo que
puede salir de un tintero. ¿Qué va a darnos la próxima vez? Es bien extraño.
-Lo es, ciertamente
-respondió el tintero. Incomprensible. Es lo que yo digo -añadió, dirigiéndose
a la pluma y demás objetos situados sobre la mesa y capaces de oírlo. ¡Es
sorprendente lo que puede salir de mí! Es sencillamente increíble. Yo mismo no
podría decir lo que saldrá la próxima vez, en cuanto el hombre empiece a sacar
tinta de mí. Una gota de mi contenido basta para llenar media hoja de papel, y,
¡cuántas cosas no se pueden decir en ella! Soy verdaderamente notable. De mí
salen todas las obras del poeta, estas personas vivientes que las gentes creen
conocer, estos sentimientos íntimos, este buen humor, estas amenísimas
descripciones de la
Naturaleza. Yo no lo comprendo, pues no conozco la Naturaleza , pero lo
llevo en mi interior. De mí salieron todas esas huestes de vaporosas y
encantadoras doncellas, de audaces caballeros en sus fogosos corceles, de
ciegos y paralíticos, ¡qué sé yo! Les aseguro que no tengo ni idea de cómo
ocurre todo esto.
-Lleva usted razón -dijo la pluma. Usted no
piensa en absoluto, pues si lo hiciera, se daría cuenta de que no hace más que
suministrar el líquido. Usted da el fluido con el que yo puedo expresar y hacer
visible en el papel lo que llevo en mi interior, lo que escribo. ¡Es la pluma
la que escribe! Nadie lo duda, y la mayoría de hombres entienden tanto de
Poesía como un viejo tintero.
-¡Qué poca experiencia
tiene usted! -replicó el tintero-. Apenas lleva una semana de servicio y está
ya medio gastada. ¿Se imagina acaso que es un poeta? Pues no es sino un criado,
y, antes de llegar usted, he tenido aquí a muchos de su especie, tanto de la
familia de los gansos como de una fábrica inglesa. Conozco la pluma de ganso y
la de acero. He tenido muchas a mi servicio y tendré aún muchas más, si el
hombre de quien me sirvo para hacer el movimiento sigue viniendo a anotar lo
que saque de mi interior. Me gustaría saber qué voy a dar la próxima vez.
-¡Botijo de tinta!
-rezongó la pluma.
Ya anochecido, llegó el
escritor. Venía de un concierto, donde había oído a un excelente violinista y
había quedado impresionado por su arte inigualable. El artista había arrancado
un verdadero diluvio de notas de su instrumento: ora sonaban como argentinas
gotas de agua, perla tras perla, ora como un coro de trinos de pájaros o como
el bramido de la tempestad en un bosque de abetos. Había creído oír el llanto
de su propio corazón, pero con una melodía sólo comparable a una magnífica voz
de mujer. Se diría que no eran sólo las cuerdas del violín las que vibraban,
sino también el puente, las clavijas y la caja de resonancia. Fue extra-ordinario.
Y difícil; pero el artista lo había hecho todo como jugando, como si el arco
corriera solo sobre las cuerdas, con tal sencillez, que cualquiera se hubiera
creído capaz de imitarlo. El violín tocaba solo, y el arco, también; lo dos se
lo hacían todo; el espectador se olvidaba del maestro que los guiaba, que les
infundía vida y alma. Pero el escritor no lo había olvidado; escribió su nombre
y anotó los pensamientos que le inspirara:
«¡Qué locos serían el
arco y el violín si se jactasen de sus hazañas! Y, sin embargo, cuántas veces
lo hacemos los hombres: el poeta, el artista, el inventor, el general. Nos
jactamos, sin pensar que no somos sino instru-mentos en manos de Dios. Suyo, y
sólo suyo es el honor. ¿De qué podemos vanagloriarnos nosotros?».
Todo esto lo escribió el
poeta en forma de parábola, a la que puso por título: «El maestro y los
instrumentos».
-Le han dado su merecido,
caballero -dijo la pluma al tintero, una vez volvieron a estar solos-. Supongo
que oiría leer lo que ha escrito, ¿verdad?
-Claro que sí, lo que le
di a escribir a usted -replicó el tintero. ¡Le estuvo bien empleado por su
arrogancia! ¡Cómo es posible que no comprenda que la toman por necia! Mi
invectiva me ha salido desde lo más hondo de mi entraña. ¡Si sabré yo lo que me
llevo entre manos!
-¡Vaya con el tinterote!
-rezongó la pluma.
-¡Barretintas! -replicó
el tintero.
Y los dos se quedaron
convencidos de que habían contestado bien; es una convicción que deja a uno con
la conciencia sosegada. Así se puede dormir en paz, y los dos durmieron muy
tranquilos. Sólo el poeta no durmió; le fluían los pensamientos como las notas
del violín, rodando como perlas, bramando como la tempestad a través del
bosque. Sentía palpitar en ellos su propio corazón, un vivísimo rayo de luz del
eterno Maestro.
Sea para Él todo el
honor.
1.003. Andersen (Hans Christian)
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