Ante una
rica quinta señorial se extendía un hermoso y bien cuidado jardín, plantado de
árboles y flores raras. Todos los que visitaban la finca expresaban su
admiración por él. La gente de la comarca, tanto del campo como de las
ciudades, acudían los días de fiesta y pedían permiso para visitar el parque;
incluso escuelas enteras se presentaban para verlo.
Delante de
la valla, por la parte de fuera junto al camino, crecía un enorme cardo; su
raíz era vigorosa y vivaz, y se ramificaba de tal modo, que él sólo formaba un
matorral. Nadie se paraba a mirarlo, excepto el viejo asno que tiraba del carro
de la lechera. El
animal estiraba el cuello hacia la planta y le decía: «¡Qué hermoso eres! Te
comería». Pero el ronzal no era bastante largo para que el pollino pudiese
alcanzarlo.
Habían
llegado numerosos invitados al palacio: nobles parientes de la capital, jóvenes
y lindas muchachas, y entre ellas una señorita llegada de muy lejos, de
Escocia. Era de alta cuna, rica en dinero y en propiedades, lo que se dice un
buen partido. Así lo pensaba más de un joven soltero, y las madres estaban de
acuerdo.
Los jóvenes
salieron a correr por el césped y a jugar al «crocket»; pasearon luego entre
las flores, y cada una de las muchachas cogió una y la puso en el ojal de un
joven. La señorita escocesa estuvo buscando largo rato sin encontrar ninguna a
su gusto, hasta que, al mirar por encima de la valla, se dio cuenta del gran
cardo del exterior, con sus grandes flores azules y rojas. Sonrió al verlo y
pidió al hijo de la casa que le cortase una de ellas.
-Es la flor
de Escocia -dijo-. Figura en el escudo de mi país. Dámela.
El joven
eligió la más bonita y se pinchó los dedos, como si la flor hubiese crecido en
un espinoso rosal.
La damita
puso el cardo en el ojal del joven, quien se sintió muy halagado por ello.
Todos los demás habrían cedido muy a gusto la flor respectiva a cambio de
aquélla, obsequio de las lindas manos de la señorita escocesa. Y si el hijo de
la casa se sentía honrado, ¡qué no se sentiría la planta! Le pareció como si
por todos sus tejidos corrieran rocío y rayos de sol.
«Resulta,
pues, que soy mucho más de lo que pensaba -dijo el cardo para sus adentros-. Mi
puesto era dentro del vallado, y no fuera. Es que a veces lo sitúan a uno de
modo bien raro en el mundo. Pero ahora al menos tengo uno de los míos del otro
lado de la valla, y en un ojal por añadidura».
La planta
contaba aquel hecho a cada nueva yema que se abría y desplegaba, y no
transcurrirían muchos días sin que el cardo se enterase, no por los hombres ni
por el parloteo de los pájaros, sino por el propio aire -que recoge y propaga
todos los rumores, tanto de las avenidas más apartadas del jardín como de los
salones del palacio, cuyas ventanas y puertas están abiertas-, que el joven que
recibiera de la linda escocesa la flor de cardo, se había ganado también su
corazón y su mano. Formaban una magnífica pareja, y ella era un buen partido.
«Soy yo
quien lo ha hecho» -pensó el cardo, refiriéndose a la flor que había dado para
el ojal-. Y cada nueva yema que se abría hubo de escuchar el acontecimiento”.
«No hay
duda de que me trasplantarán al jardín -se decía el cardo-. Tal vez me pongan
en una maceta, bien apretadita. Eso sí que sería un gran honor».
Y la planta
lo deseaba con tanto afán, que exclamó, persuadida:
-¡Iré a una
maceta!
Prometió a
cada florecita que nacía de su pie, que iría también a la maceta y quizás al
ojal, que es lo más alto a que se puede aspirar. Pero ninguna fue a parar al
tiesto, y no digamos ya al ojal. Bebieron aire y luz, lamieron los rayos del
sol durante el día y el rocío durante la noche, florecieron, recibieron la
visita de abejas y tábanos que buscaban la miel contenida en la flor y se
alejaban después de tomarla.
-¡Banda de
ladrones! -exclamó el cardo-. Si pudiese ensartaros... Pero no puedo.
Las flores
agacharon la cabeza y se marchitaron, pero brotaron otras nuevas.
-Llegáis a
punto -dijo el cardo-. Estoy esperando de un momento a otro que nos pasen al
otro lado de la valla.
Unas
margaritas inocentes y un llantén escuchaban atónitos y admirados, creyendo
todo lo que decía.
El viejo
asno de la lechera miraba furtivamente el cardo desde el borde del camino, pero
la cuerda era demasiado corta para llegar hasta él.
El cardo
estuvo tanto tiempo pensando en el de Escocia, a cuya familia pertenecía, que
acabó creyendo que también él había venido de aquel país y que sus padres
figuraban en el escudo del reino. Eran pensamientos elevados, como un gran
cardo como aquél bien puede tener de cuando en cuando.
-A veces
ocurre que uno es de buena familia sin saberlo -dijo la ortiga que crecía a su
lado; también ella tenía cierto presentimiento de que, debidamente tratada,
podía llegar a dar una fina muselina, de la que usan las reinas.
Pasó el
verano y luego el otoño. Las hojas de los árboles cayeron, las flores
adquirieron colores más brillantes, pero exhalaban menos aroma. El mozo
jardinero cantaba en el jardín, por encima del vallado:
Cuesta abajo y cuesta
arriba,
así es toda la vida.
así es toda la vida.
Los tiernos
abetos del bosque recibían las primeras visitas navideñas, a pesar de que
faltaba aún mucho para Navidad. Aquello era desesperante.
-Y yo sin
moverme de aquí - decía el cardo-. Se diría que nadie se acuerda de mí, y, sin embargo,
¿quién, sino yo, hizo el noviazgo? Se prometieron, y hoy hace ocho días se
celebró la boda. Pero
no voy a ser yo quien dé el primer paso; por lo demás, tampoco podría.
Transcurrieron
varias semanas. El cardo seguía en el lugar con su última y única flor; era
grande y llena, y había brotado muy cerca de la raíz. El viento soplaba
ya muy fresco, los colores se esfumaron, la belleza se desvaneció. El cáliz de
la flor, grande como una alcachofa, parecía un girasol marchito.
Se presentó
en el jardín la joven pareja, convertidos ya en marido y mujer, y fueron
paseando a lo largo de la
valla. La esposa se asomó por encima.
-Ahí sigue
aún el gran cardo -dijo-. Ya no tiene flores.
-Mira, le
queda el espectro de la última -observó él señalando el plateado resto de la
flor.
-También
así es bonita -exclamó ella-. Hay que cortarla, la colocaremos en el marco de
nuestro retrato.
Y el joven
tuvo que saltar nuevamente la valla y cortar el cáliz de la flor del cardo.
Éste le pinchó el dedo, enfadado porque lo había llamado «espectro». Y la flor
entró en el jardín, y luego en el salón del palacio, donde había un cuadro
representando a la joven pareja. En el ojal del novio aparecía pintada una flor
de cardo. Se habló mucho de esta flor, y también de la otra, la flor postrera
de color de plata, cuya imagen sería tallada en el marco.
El aire
difundió la conversación por toda la comarca.
-¡Lo que es
la vida! -exclamó el cardo-. Mi primogénita fue a parar al ojal, y la última,
al marco. ¿Adónde iré yo?
Mientras
tanto, el borriquillo, desde el borde del camino, seguía mirándolo de reojo.
-Acércate,
golosina mía. No puedo ir hasta ti, el ronzal no alcanza.
Pero el
cardo no respondió, sumido como se hallaba en sus pensamientos. Estuvo
cavilando así hasta Navidad, y de su concentración mental nació una flor.
-Mientras
los hijos lo pasaban bien allá dentro, su madre se resigna a permanecer en el
exterior, frente al vallado.
-Es un
noble pensamiento -dijo el rayo de sol-. También tú tendrás un buen sitio.
-¿En la
maceta o en el marco? -preguntó el cardo.
-¡En un
cuento! -respondió el rayo de sol.
Aquí lo
tienes.
1.003. Andersen (Hans Christian)
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