Eranse
dos hermanos, el uno rico y el otro pobre. El pobre tenía esposa e hijos,
mientras que el rico vivía solo. Un día fue el pobre a ver al rico y le dijo:
-Hermano
mío, dales hoy de comer a mis pobres hijos porque no tenemos nada que llevarnos
a la boca.
-Hoy no
puedo ocuparme de ti -contestó el hermano rico. Vendrán invitados de alto
linaje, y la gente como vosotros no tiene nada que hacer entre ellos.
Llorando
amargamente, el hermano pobre se fue entonces al río.
-Si pesco
algo -pensaba, mis hijos tendrán por lo menos una sopa.
Nada más
echar la red, sacó una vasija de barro y oyó una voz que decía:
-Llévame
a la orilla y rómpeme allí.
El
hermano pobre así lo hizo. Al instante salió de la vasija un joven desconocido
que le habló de esta manera:
-Hay aquí
cerca un prado verde, en ese prado un abedul y entre las raíces de ese abedul
una oca. Córtale las raíces al abedul y llévate la oca a tu casa. Ella te dará
un huevo cada día, y uno será de oro y el otro de plata.
El
hermano fue donde estaba el abedul, sacó a la oca y se la llevó a su casa. En
efecto, la oca empezó a poner, un día un huevo de oro y al otro día un huevo de
plata. El los vendía a los mercaderes y a los boyardos, de manera que pronto se hizo rico.
-Hijos
míos -dijo: demos gracias a Dios, que se ha compadecido de nosotros.
El
hermano rico estaba furioso de envidia. «¿Cómo ha podido prosperar así mi
hermano? -se preguntaba. Ahora resulta que él es rico y yo más pobre que él.
Algún negocio sucio habrá hecho.»
Y fue a
denunciarle.
El asunto
llegó hasta el zar. El hermano pobre
que se había enriquecido fue convocado a palacio. ¿Qué hacer con la oca? Como
los hijos eran pequeños, hubo de dejarla al cuidado de su mujer. Desde entonces
ella se encargó de llevar los huevos al mercado, donde los vendía a muy buen
precio. Era una mujer bien parecida y se dejó seducir por un barin que la requirió de amores. Este le
preguntó un día:
-¿Y cómo
habéis hecho tanto dinero?
-Porque
así lo ha querido Dios.
Pero él
insistió:
-Dime la
verdad. Si no me la dices, no volveré a verte.
En
efecto, dejó de ir por su casa un par de días, hasta que la mujer le llamó y le
confesó:
-Tenemos
una oca que pone un día un huevo de oro y al otro un huevo de plata.
-Me
gustaría verla. Tráela y enséñame esa oca.
El barin
se puso a palpar la oca y descubrió que tenía escrito en letras doradas sobre
el vientre que quien se comiera su cabeza llegaría a zar y quien se comiera su corazón escupiría oro al hablar.
Encalabrinado
con semejante perspectiva, el barin
se empeñó en que la mujer matara a la oca. Ella se resistió cuanto pudo, pero
terminó degollando al animal y metiéndolo en el horno. Luego, como era día de
fiesta, se marchó a misa.
Entre tanto
regresaron sus dos hijos a casa y, como tenían hambre, abrieron el horno y
sacaron la oca asada. El mayor se comió la cabeza y el menor el corazón.
Volvió la
madre de misa y, cuando llegó el barin,
se sentaron a comer. Entonces descubrió él que faltaban el corazón y la cabeza
de la oca.
-¿Quién
se los ha comido? -inquirió, y finalmente se enteró de que habían sido los dos
niños.
-Tienes
que matarlos -exigió a la madre- y sacarle a uno los sesos y al otro el
corazón. Si no lo haces, se acabaron nuestras relaciones.
Después
de estas palabras, se marchó. La mujer aguantó una semana, hasta que no pudo
más y le mandó recado al barin:
-Vuelve.
Si no hay otro remedio, sacrificaré incluso a mis hijos por ti.
Se puso a
afilar un cuchillo. Al ver lo que hacía, el mayor de los hijos estalló en
amargo llanto y suplicó:
-Déjanos
salir un ratito al jardín, mátushka.
-Bueno,
pero no os alejéis.
En cuanto
salieron, lo que hicieron los chicos fue escapar corri-endo.
Cuando
estaban ya rendidos y famélicos de tanto correr, vieron a un pastor que andaba
por el campo con un rebaño de vacas.
-Oye,
pastor: danos un poco de pan.
-Aquí
tenéis este cantero. Es todo lo que me queda -contestó el pastor-. Que os
aproveche.
El
hermano mayor se lo cedió al pequeño:
-Cómetelo
tú, hermanito. Yo soy más fuerte y puedo aguantar todavía.
-No, no.
Tú me has llevado todo el tiempo de la mano tirando de mí y estarás más
cansado. Nos lo comeremos a medias.
Conque
partieron el cantero por la mitad, se lo comieron y los dos saciaron el hambre.
Siguieron
adelante y adelante por un ancho camino hasta llegar a un sitio donde se
dividía en dos. En la encrucijada había un poste con una inscripción diciendo
que quien fuera hacia la derecha llegaría a zar
y quien fuera hacia la izquierda se haría rico.
El
hermano pequeño le dijo al mayor:
-Ve tú
hacia la derecha: tú sabes más que yo y eres capaz de soportar más.
Conque el
hermano mayor tiró hacia la derecha y el menor hacia la izquierda.
El mayor
fue anda que te anda y llegó a un reino distinto. Llamó en casa de una
viejecita pidiendo albergue, y allí pasó la noche. A la mañana siguiente se
levantó, se lavó y después de vestirse hizo sus oraciones.
Precisamente
acababa de morir el zar que reinaba
allí, y todos los habitantes se dirigían hacia la iglesia llevando cirios.
Según la ley que se practicaba allí, se coronaría zar a aquel cuyo cirio fuera el primero en encenderse él solo.
-Ve tú
también, hijito -le dijo la vieja a nuestro muchacho-. ¿Quién sabe si no será
tu cirio el primero que se encienda?
La viejecita
le dio un cirio, y también él fue a la iglesia. No hizo más que entrar en el
templo, y precisamente su cirio se encendió solo. Llenos de envidia, los nobles
y los boyardos presentes se lanzaron
a apagar la llama y a echar fuera al muchacho. Pero la zarevna, que lo veía todo desde lo alto de su trono, ordenó:
-No le
hagáis nada. Para bien o para mal, está visto que es mi destino.
Unos
servidores agarraron al chico por debajo de los brazos y le condujeron hasta la
zarevna, que le marcó en la frente
con el sello de su sortija de oro. Luego lo llevó con ella a palacio, lo educó,
lo proclamó zar y se casó con él.
Llevaban
algún tiempo casados, no sé si mucho o poco, cuando el nuevo zar le dijo a su esposa:
-Quisiera
tu venia para ir en busca de mi hermano.
-Ve, y
que Dios te acompañe.
El
hermano mayor anduvo mucho tiempo por tierras distintas, hasta que se encontró
al menor viviendo en la opulencia. Tenía montones de oro en los graneros
porque, cada vez que escupía, la saliva se convertía en oro y no sabía dónde
guardar tanto.
-Hermano
mío -le dijo el pequeño al mayor-, ¿por qué no hace-mos una visita a nuestro
padre para ver cómo vive?
-Por mí,
¡ahora mismo!
Llegaron,
pues, a casa de su padre y pidieron entrar a descansar un rato, pero sin decir
quiénes eran.
Se
sentaron a comer y el hermano mayor se puso a hablar de la oca de los huevos de
oro y del mal comportamiento de la madre. Esta, claro, se empeñaba en cortarle
la palabra y cambiar de conversación. Hasta que el padre cayó en la cuenta de
lo que ocurría y preguntó:
-¿Pero
sois vosotros, hijos míos?
-Sí, bátiushka.
Se
abrazaron, se besaron y se contaron todo lo que les había ocurrido. Luego el
hermano mayor se llevó al padre a vivir a su reino y el menor se marchó a
buscar novia para casarse.
En cuanto
a la madre, allí la dejaron sola.
Cuento popular ruso
1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)
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