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viernes, 22 de febrero de 2013

Cuento de la mujer marimandona (2)

-Bátiushka, quiero casarme. Quiero casarme, mátushka -decía un buen mozo a sus padres.
-Pues cásate, hijito.
Y se casó. ¡Pero qué mujer fue a elegir! Larguirucha, renegrida de color, bizca... Sin embargo, como le gustó más que ninguna cuando la vio, la culpa era suya y no podía echársela a nadie más. El caso es que la vida era un verdadero infierno con ella.
Una vez fue a una de esas asambleas donde los aldeanos discuten sus asuntos. Estuvo allí un rato y volvió a su casa.
-¿Dónde has estado, holgazán? -preguntó la mujer bizca. ¿Qué dicen por ahí?
-Pues dicen que hay un zar nuevo y ha dictado un nuevo ukaz: ahora son las mujeres las que deben mandar en los maridos.
El marido lo decía en broma, pero ella se lo tomó muy en serio. Y empezó:
-Ve al río a lavar las camisas... Coge la escoba y barre la casa... Y mece al niño, que está en la cuna... Y amasa la pasta para los pastelillos.
A punto estuvo el marido de protestar: «¿Qué dices? Esos no son quehaceres de hombre.» Pero no hizo más que mirarla y se quedó frío, con la lengua pegada al paladar. Fue a lavar la ropa, amasó la pasta, barrió la casa... Pero nada le pareció bien a la mujer.
Pasó un año, luego otro, y el buen mozo estaba harto de verse tan mal tratado. ¿Pero qué podía hacer? El que se casa se compromete para toda la vida, aunque la vida puede durar mucho. Tan desesperado estaba, que se le ocurrió una idea. Había en el bosque un hoyo muy profundo: tanto, que no se veía dónde terminaba. Fue el hombre, lo recubrió con unas ramitas y echó un poco de paja por encima. Luego volvió donde su mujer y le dijo:
-¿Sabes, mujer, que hay un tesoro en el bosque? Se oye cómo ruedan las monedas de oro, pero no hay manera de echarles mano. Yo estuve al ladito, viéndolo como te veo a ti, pero no pude agarrarlo. «Que venga tu mujer», me dijo.
-¡Ah! Pues, vamos... Vamos corriendo. Te advierto que lo cogeré para mí y no te daré a ti ni esto...
Fueron los dos al bosque.
-Cuidado, mujer. Aquí, cerca del tesoro, el terreno no está muy firme.
-¡Qué estúpido eres! De todo tienes miedo. Mira cómo salto yo.
Pegó un brinco sobre la paja y se cayó en el hoyo.
-¡Buen viaje! -murmuró el hombre. Ahora podré descansar.
Y sí que descansó un mes, y dos, pero luego empezó a añorar a la bizca. Fuera donde fuera -al bosque, al campo o al río-, siempre pensaba en ella.
-A lo mejor se ha vuelto más tranquila y bondadosa -se dijo. Iré a sacarla.
Ató una cuerda a un cesto, lo echó por el agujero y cuando notó un peso empezó a tirar. Ya estaba el cesto casi a ras de tierra cuando al fijarse vio que dentro subía un diablejo. Tanto se asustó que estuvo a punto de soltar la cuerda. Pero el diablejo le suplicó a gritos:
-¡Sácame de aquí, buen hombre! Mira que tu mujer nos tiene a todos locos a fuerza de dar órdenes... Si haces lo que te pido, yo te serviré toda la vida. Mira: yo voy a ir colándome en las casas de los boyardos, armo allí el gran zafarrancho, metiendo mucho ruido, sin dejarles vivir una hora tranquilos. Ellos empezarán a buscar a algún curandero. Te presentas tú, me pegas unos gritos y yo me marcho. A ti no te quedará más trabajo que embolsarte el dinero.
El hombre sacó el cesto. El diablejo salió de un brinco, se sacudió y ¡pies, para qué os quiero...! Aquel mismo día empezaron a ocurrir cosas raras en la mansión de un boyardo. Se pusieron a buscar a un curandero. El buen mozo se presentó como tal, echó al diablo de allí y recibió una buena recompensa.
Pronto corrió el rumor de que en el palacio del príncipe, en los lujosos aposentos, habían aparecido duendes que no les dejaban un momento de tranquilidad. De punta a punta de la tierra habían enviado emisarios en busca de curanderos. Y de todos los reinos habían acudido, pero como si nada... Los duendes seguían metiendo ruido y alboroto.
También se presentó nuestro amigo y, al reconocer a su viejo conocido, empezó a pegarle gritos y a escupir para que se marchara. Pero el diablejo no pensaba irse de allí ni por lo más remoto: le había tomado gusto a vivir en un palacio principesco.
-¿Ah, sí? Pues espera -gritó el curandero. ¡Eh, bizca, ven aquí!
Eso fue demasiado para el diablejo. Abandonó de un salto el rincón de la estufa donde se había escondido y salió de estampía.
Desde entonces, todo fueron honores, fama y dinero para el curandero. Pero bien dicen que incluso en el paraíso es mala la soledad. A nuestro buen mozo le entró la murria y fue otra vez en busca de la mujer bizca. Ató una cuerda a un cesto, lo echó en el agujero y tiró cuando notó que se había metido dentro la mujer.
Tira que tira, el cesto llegaba ya casi a la boca del agujero. La mujer subía rechinando los dientes y amenazando con los puños. Al hombre le temblaron las manos del susto. Se le escapó la cuerda, ¡y allá fue a parar de nuevo al infierno la mujer bizca...!

Cuento popular ruso

1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)

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