-Bátiushka,
quiero casarme. Quiero casarme, mátushka -decía un buen mozo a sus padres.
-Pues
cásate, hijito.
Y se
casó. ¡Pero qué mujer fue a elegir! Larguirucha, renegrida de color, bizca...
Sin embargo, como le gustó más que ninguna cuando la vio, la culpa era suya y
no podía echársela a nadie más. El caso es que la vida era un verdadero
infierno con ella.
Una vez
fue a una de esas asambleas donde los aldeanos discuten sus asuntos. Estuvo
allí un rato y volvió a su casa.
-¿Dónde
has estado, holgazán? -preguntó la mujer bizca. ¿Qué dicen por ahí?
-Pues
dicen que hay un zar nuevo y ha dictado un nuevo ukaz: ahora son las mujeres
las que deben mandar en los maridos.
El marido
lo decía en broma, pero ella se lo tomó muy en serio. Y empezó:
-Ve al
río a lavar las camisas... Coge la escoba y barre la casa... Y mece al niño,
que está en la cuna... Y amasa la pasta para los pastelillos.
A punto
estuvo el marido de protestar: «¿Qué dices? Esos no son quehaceres de hombre.»
Pero no hizo más que mirarla y se quedó frío, con la lengua pegada al paladar.
Fue a lavar la ropa, amasó la pasta, barrió la casa... Pero nada le pareció
bien a la mujer.
Pasó un
año, luego otro, y el buen mozo estaba harto de verse tan mal tratado. ¿Pero
qué podía hacer? El que se casa se compromete para toda la vida, aunque la vida
puede durar mucho. Tan desesperado estaba, que se le ocurrió una idea. Había en
el bosque un hoyo muy profundo: tanto, que no se veía dónde terminaba. Fue el
hombre, lo recubrió con unas ramitas y echó un poco de paja por encima. Luego
volvió donde su mujer y le dijo:
-¿Sabes,
mujer, que hay un tesoro en el bosque? Se oye cómo ruedan las monedas de oro,
pero no hay manera de echarles mano. Yo estuve al ladito, viéndolo como te veo
a ti, pero no pude agarrarlo. «Que venga tu mujer», me dijo.
-¡Ah!
Pues, vamos... Vamos corriendo. Te advierto que lo cogeré para mí y no te daré
a ti ni esto...
Fueron
los dos al bosque.
-Cuidado,
mujer. Aquí, cerca del tesoro, el terreno no está muy firme.
-¡Qué
estúpido eres! De todo tienes miedo. Mira cómo salto yo.
Pegó un
brinco sobre la paja y se cayó en el hoyo.
-¡Buen
viaje! -murmuró el hombre. Ahora podré descansar.
Y sí que
descansó un mes, y dos, pero luego empezó a añorar a la bizca. Fuera donde
fuera -al bosque, al campo o al río-, siempre pensaba en ella.
-A lo
mejor se ha vuelto más tranquila y bondadosa -se dijo. Iré a sacarla.
Ató una
cuerda a un cesto, lo echó por el agujero y cuando notó un peso empezó a tirar.
Ya estaba el cesto casi a ras de tierra cuando al fijarse vio que dentro subía
un diablejo. Tanto se asustó que estuvo a punto de soltar la cuerda. Pero el
diablejo le suplicó a gritos:
-¡Sácame
de aquí, buen hombre! Mira que tu mujer nos tiene a todos locos a fuerza de dar
órdenes... Si haces lo que te pido, yo te serviré toda la vida. Mira: yo voy a
ir colándome en las casas de los boyardos, armo allí el gran zafarrancho,
metiendo mucho ruido, sin dejarles vivir una hora tranquilos. Ellos empezarán a
buscar a algún curandero. Te presentas tú, me pegas unos gritos y yo me marcho.
A ti no te quedará más trabajo que embolsarte el dinero.
El hombre
sacó el cesto. El diablejo salió de un brinco, se sacudió y ¡pies, para qué os
quiero...! Aquel mismo día empezaron a ocurrir cosas raras en la mansión de un
boyardo. Se pusieron a buscar a un curandero. El buen mozo se presentó como
tal, echó al diablo de allí y recibió una buena recompensa.
Pronto
corrió el rumor de que en el palacio del príncipe, en los lujosos aposentos,
habían aparecido duendes que no les dejaban un momento de tranquilidad. De
punta a punta de la tierra habían enviado emisarios en busca de curanderos. Y
de todos los reinos habían acudido, pero como si nada... Los duendes seguían
metiendo ruido y alboroto.
También
se presentó nuestro amigo y, al reconocer a su viejo conocido, empezó a pegarle
gritos y a escupir para que se marchara. Pero el diablejo no pensaba irse de
allí ni por lo más remoto: le había tomado gusto a vivir en un palacio
principesco.
-¿Ah, sí?
Pues espera -gritó el curandero. ¡Eh, bizca, ven aquí!
Eso fue
demasiado para el diablejo. Abandonó de un salto el rincón de la estufa donde
se había escondido y salió de estampía.
Desde
entonces, todo fueron honores, fama y dinero para el curandero. Pero bien dicen
que incluso en el paraíso es mala la soledad. A nuestro buen mozo le entró la
murria y fue otra vez en busca de la mujer bizca. Ató una cuerda a un cesto, lo
echó en el agujero y tiró cuando notó que se había metido dentro la mujer.
Tira que
tira, el cesto llegaba ya casi a la boca del agujero. La mujer subía rechinando
los dientes y amenazando con los puños. Al hombre le temblaron las manos del
susto. Se le escapó la cuerda, ¡y allá fue a parar de nuevo al infierno la
mujer bizca...!
Cuento popular ruso
1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)
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