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miércoles, 18 de diciembre de 2013

La carta robada

Nil sapientix odiosius acumine nimio.
Séneca.

Al anochecer de un día del otoño de 18... me hallaba en París gozando del doble placer de la meditación y del tabaco contenido en una pipa de espuma de mar, en compañía de mi amigo C. Augusto Dupin, en un pequeño cuarto detrás de su biblioteca, calle Dunót, arrabal St. Germain, en el tercer piso, número 33. Durante una hora por lo menos habíamos guardado un profundo silencio; a cualquier casual observador le habría­mos parecido intencional y exclusivamente ocupados con los remolinos de humo que viciaban la atmósfera del cuarto. Yo, sin embargo, estaba discutiendo mentalmente ciertos tópicos que habían dado asunto para conversación entre nosotros hacía algunas horas solamente; quiero hablar del asunto de la calle Morgue y el misterio respecto al asesino de Marie Rogêt. Los consideraba como siendo, en algún modo, coinciden­tes, cuando la puerta de nuestra habitación se abrió para dar paso a nues­tro antiguo conocido, monsieur G., el prefecto de la policía parisiense.
Le dimos una sincera bienvenida porque había en aquel hombre casi tanto de entretenido como de despreciable y hacía varios años que no lo veíamos. Estábamos a oscuras cuando llegó y Dupin se levantó con el propósito de encender una lámpara, pero volvió a sentarse sin haberlo hecho, porque G. dijo que había ido a consultarnos o más bien a pedir el parecer de un amigo acerca de un asunto oficial que había ocasionado una extraordinaria agitación.
-Si se trata de algo que requiere reflexión -observó Dupin, abste­niéndose de dar fuego a la mecha, lo examinaremos mejor en la oscu­ridad.
-Esa es otra de sus singulares nociones -dijo el Prefecto, que tenía la costumbre de llamar singular todo lo que estaba fuera de su compren­sión, y vivía, por consiguiente, entre una absoluta legión de singularidades.
-Es muy cierto -respondió Dupin, alcanzando a su visitante una pipa de fumar y haciendo rodar hacia él un confortable sillón.
-iY cuál es la dificultad ahora? -pregunté. Espero que no se relacione ya con asesinatos.
-¡Oh, no, nada de esa naturaleza! El asunto es muy simple, en ver­dad, y no tengo duda de que podremos manejarlo suficientemente bien nosotros mismos, pero he pensado que a Dupin le gustaría oír los deta­lles del hecho, porque es ¡tan excesivamente singular.
-Simple y singular -dijo Dupin.
-Y bien, sí, y no exactamente una, sino ambas cosas a la vez. Suce­de que hemos sido desconcertados porque el asunto es tan simple y, sin embargo, nos confunde a todos.
-Quizás sea precisamente la simplicidad lo que desconcierta a usted -dijo mi amigo.
-¿Qué desatino dice usted? -replicó el Prefecto, riendo de todo corazón.
-Quizás el misterio es demasiado sencillo -dijo Dupin.
-¡Oh! ¡Por el ánima de...! ¿Quién ha oído jamás una idea seme­jante?
-Demasiado evidente por sí mismo.
-¡Ja ja ja!... ¡Ja ja ja! -exclamó nuestro visitante, profundamente divertido-. ¡Oh, Dupin, usted me va a hacer reventar de risa!
-iY cuál es, por fin, el asunto de que se trata? -pregunté.
-Se lo diré -replicó el Prefecto, profiriendo un largo, fuerte y reposado resoplido, y acomodándose en su sillón. Se lo diré en pocas palabras, pero antes de comenzar le advertiré que éste es un asunto que demanda la mayor reserva y que perdería sin remedio mi puesto si se supiera que lo he confiado a alguien.
-Continúe usted -dije.
-O no continúe -dijo Dupin.
-De acuerdo; he recibido personal informe, de un altísimo perso­naje, de que un documento de la mayor importancia ha sido robado de las habitaciones reales. El individuo que lo robó es conocido; sobre este punto no hay la mínima duda: fue visto en el acto de llevárselo. Se sabe también que permanece todavía en su poder.
-¿Cómo se sabe esto? -preguntó Dupin.
-Se ha deducido perfectamente -replicó el Prefecto -de la natu­raleza del documento y de la no aparición de ciertos resultados que nacerían de repente, por el solo hecho de no hallarse ya en poder del ladrón; es decir, a causa del empleo que debe intentar hacer de él, en el caso de emplearlo.
-Sea usted un poco más explícito -dije.
-Bien, puedo aventurar hasta decir que el papel en cuestión da a su poseedor un cierto poder en una cierta parte donde tal poder es inmensa-mente valioso.
El Prefecto era amigo de la mojigatería de la diplomacia.
-Todavía no comprendo bien -dijo Dupin.
-¿No? Bueno, el descubrimiento del papel a una tercera persona, que es imposible nombrar, pondrá en tela de juicio el honor de un per­sonaje de la más elevada posición, y este hecho da al poseedor del docu­mento un ascendiente sobre el ilustre personaje cuyo honor y tranquilidad son así comprometidos.
-Pero este ascendiente -repuse- dependería del conocimiento que tiene el ladrón de que es conocido del dueño del papel. ¿Quién se ha atrevido...?
-El ladrón -dijo G.- es el ministro D., quien se atreve a todo, uno de esos hombres tan inconvenientes como convenientes. El méto­do del robo no fue menos ingenioso que arriesgado. El documento en cuestión, una carta, para ser franco, había sido recibida por el personaje robado, en circunstancias en que estaba solo en el tocador real. Mien­tras que la leía, fue repentinamente interrumpido por la entrada de otro elevado personaje a quien deseaba especialmente ocultarla. Después de una apresurada y vana tentativa de esconderla en una gaveta, se vio for­zado a colocarla, abierta como estaba, sobre una mesa. La dirección, sin embargo, era lo que quedaba a la vista, y el contenido, así cubierto, hizo que la atención no se fijara en la carta. En este momento entra el minis­tro D. Sus ojos de lince perciben inmediata-mente el papel, reconocen la letra de la dirección, observan la confusión del personaje a quien ha sido dirigida y penetran su secreto. Después de algunas gestiones sobre nego­cios, de prisa, como es su costumbre, saca una carta algo parecida a la otra, la abre, pretende leerla y después la coloca en estrecha yuxtaposi­ción con la que codiciaba. Se pone a conversar de nuevo, durante un cuarto de hora casi, sobre asuntos públicos. Por último, levantándose para marcharse, tomó de la mesa la carta que no le pertenecía. Su legí­timo dueño lo vio pero, como se comprende, no se atrevió a llamar la atención sobre el acto en presencia del tercer personaje que estaba a su lado. El Ministro se marchó dejando la carta suya, que no era de impor­tancia, sobre la mesa.
-Aquí está, pues -me dijo Dupin-, lo que usted pedía para que el dominio del ladrón fuera completo: el conocimiento del ladrón de que es conocido del dueño del papel.
-Sí -replicó el Prefecto-, y el poder así alcanzado en los últimos meses ha sido empleado, con objetos políticos, hasta un punto muy peli­groso. El personaje robado se convence cada día más de la necesidad de reclamar su carta. Pero esto, como se comprende, no puede ser hecho en forma abierta. En fin, reducido a la desesperación, me ha encomendado el asunto.
-iY quién puede desear -dijo Dupin, arrojando una espesa boca­nada de humo -o siquiera imaginar un oyente más sagaz que usted?
-Usted me adula -replicó el Prefecto; pero es posible que algu­nas opiniones como ésas puedan haber sido sostenidas respecto a mí.
-Es claro -dije-, como lo observó usted, que la carta está todavía en posesión del Ministro, desde que es esta posesión, y no ningún empleo de la carta, la que confiere el poder. Empleándola, el poder se acaba.
-Cierto -dijo G.-, y con esa convicción he procedido. Mi primer cuidado fue hacer una completa investigación en el alojamiento del Ministro y mi principal embarazo estriba en la necesidad de buscar sin que él lo sepa. Además he sido prevenido del peligro que resultaría de darle motivos de sospechar de nuestro propósito.
-Pero usted está completamente acostumbrado a esas investigacio­nes -dije-. La policía parisiense ha hecho estas cosas muy a menudo antes.
-Ya lo creo, y por esa razón no desespero. Las costumbres del Ministro me dan, además, una gran ventaja. Está frecuentemente ausen­te de su casa toda la noche. Sus sirvientes no son numerosos. Duermen a una distancia larga de la habitación de su amo y, siendo principalmen­te napolitanos, se embriagan con facilidad. Tengo llaves, como usted sabe, con las que puedo abrir cualquier cuarto o gabinete en París. Durante tres meses no ha pasado una noche sin que haya estado empe­ñado personalmente en escudriñar el hotel de D. Mi honor está intere­sado y, para mencionar un gran secreto, el premio es enorme. Así, no abandoné la partida hasta que he llegado a convencerme plenamente de que el ladrón es un hombre más astuto que yo mismo. Me figuro que he investigado todos los rincones y todos los escondrijos de los sitios en que es posible que el papel pueda ser ocultado.
-Pero ¿no es posible -pregunté, aunque la carta pueda estar en posesión del Ministro, como es incuestionable, que la haya escondido en alguna parte fuera de su propia casa?
-Es apenas posible -dijo Dupin. La presente y peculiar condi­ción de los negocios en la corte, y especialmente de esas intrigas en las cuales se sabe que D. está envuelto, hacen la instantánea validez del documento y su posibilidad de ser encontrado en un momento dado, un punto de casi tanta importancia como su posesión.
-¿Su posibilidad de ser encontrado? -dije.
-Es decir, de ser destruido -dijo Dupin.
-Cierto -observé; el papel está, entonces, claramente al alcan­ce de la mano. Que lo lleva el propio Ministro es un hecho que podemos considerar como fuera de la cuestión...
-Enteramente -dijo el Prefecto. Ha sido dos veces asaltado como por criminales, y su persona, rigurosamente registrada bajo mi pro­pia inspección.
-Se podía usted haber ahorrado ese trabajo -dijo Dupin. Pre­sumo que D. no es del todo un loco, y, si no lo es, debe de haber previs­to esas asechanzas; eso es claro.
-No del todo un loco -dijo G., pero es un poeta, lo que para mí viene a ser casi lo mismo.
-Cierto -dijo Dupin después de una larga y reposada aspiración de humo en su pipa-, aunque yo mismo sea culpable de ciertas estrofas.
-Supongamos -dije- que usted detalla las particularidades de su investigación.
-Los hechos son éstos: tomábamos nuestro tiempo y buscábamos por todas partes. He tenido larga experiencia en estos negocios. Tomé todo el edificio, cuarto por cuarto, consagrando las noches de toda una semana para cada uno. Examinábamos primero el mobiliario de cada habitación. Abríamos todos los cajones posibles, y supongo que usted sabe que, para un ejercitado agente de policía, son imposibles los cajones secretos. Cualquiera que en investigaciones de esta clase permite que se le escape un cajón secreto es un bobo. La cosa así es sencilla. Hay una cierta cantidad de capacidad, de espacio, que contar en una pieza. En este caso, tenemos minuciosas reglas. No puede escapársenos la quin­cuagésima parte de una línea. Después del gabinete, tomamos las sillas. Los cojines son examinados con esas delgadas y largas agujas que uste­des me han visto emplear. De las mesas, removemos las tablas superiores.
-¿Por qué?
-Algunas veces la tabla de una mesa, u otra pieza de mobiliario así dispuesta, es levantada por la persona que desea ocultar un objeto; entonces la pata es horadada, el objeto se deposita dentro de la cavidad y la tabla se vuelve a colocar. Los extremos de los pilares de las camas son utilizados con el mismo fin.
-¿Pero la cavidad no podría ser denunciada por el sonido? -pre­gunté.
-De ninguna manera, si cuando se deposita el objeto se coloca alrededor una cantidad suficiente de algodón en rama. Además en nues­tro caso estábamos obligados a proceder sin ruido.
-Pero no pueden ustedes haber removido, no pueden ustedes haber hecho pedazos todos los artículos del mobiliario en que hubiera sido posible hacer un depósito de la manera que menciona. Una carta puede ser comprimida hasta hacer un delgado cilindro en espiral, lo que no defiere mucho en forma o volumen de un dibujo para hacer calceta, y en esta forma podía ser introducida en el travesaño de una silla, por ejem­plo. No rompieron ustedes todas las sillas, ¿no es así?
-Ciertamente que no, pero hicimos algo mejor: examinamos los travesaños de cada silla de la mansión y, la verdad, todos los puntos de unión, todas las clases de mobiliario, con la ayuda de un poderoso micros­copio. Si hubiera habido alguna huella de reciente remoción, no habrí­amos dejado de notarla instantáneamente. Un solo grano del aserrín producido por una barrena en la madera habría sido tan visible como una manzana. Cualquier cosita en las encoladuras, cualquier desusado agujerito en las uniones, habría bastado para un seguro descubrimiento.
-Presumo que observarían ustedes los espejos entre los bordes y las láminas, y examinarían los lechos y las ropas de los lechos, así como las cortinas y las alfombras.
-Eso, por sabido, y cuando hubimos registrado absolutamente todas las partículas del mobiliario de esa manera, examinamos la casa misma. Dividimos su superficie entera en compartimentos que numera­mos para que ninguno pudiera equivocarse; después registramos pulga­da por pulgada el terreno de la pesquisa, incluso las dos casas que siguen inmediatamente, con el microscopio, como antes.
-¡Las dos casas de al lado! -exclamé. Deben de haber causado una gran agitación.
-La causamos, pero el premio ofrecido es prodigioso.
-¿Incluyeron ustedes las tierras de las casas?
-Todas las tierras están enladrilladas; comparativamente nos die­ron poco trabajo. Examinamos el musgo de las junturas de los ladrillos y no encontramos que lo hubieran tocado.
-¿Buscaron ustedes entre los papeles de D., por consiguiente, y entre los libros de la biblioteca?
-Ciertamente, abrimos todos los paquetes y legajos, y no sólo abri­mos todos los libros, sino que dimos vuelta todas las hojas de todos los volúmenes, no contentándonos con una simple sacudida de ellos, como acostumbran a hacer ciertos de nuestros agentes de policía. Medimos también el espesor de cada tapa de libro, con la más cuidadosa exacti­tud, y aplicamos a cada uno el más celoso examen con el microscopio. Si cualquiera de las encuadernaciones hubiera sido tocada para ocultar la carta, habría sido completamente imposible que el hecho escapara a nuestra observación. Unos seis volúmenes recién traídos por el encua­dernador los examinamos con todo cuidado, metiéndoles las agujas en las tapas.
-¿Registraron el suelo, bajo las alfombras?
-Sin duda. Levantamos todas las alfombras y examinamos las tablas con microscopio.
-¿Buscaron en los sótanos?
-Sí.
-Entonces -dije- han hecho ustedes un mal cálculo y la carta no está en las posesiones del Ministro, como suponen.
-Temo que usted tenga razón -repuso el Prefecto. Y ahora, Dupin, ¿qué me aconseja que haga?
-Hacer una completa reinvestigación de la casa del Ministro.
-Eso es absolutamente innecesario -replicó G.; no estoy tan seguro de que respiro como de que la carta no está en la mansión.
-Pues no tengo mejor consejo que darle -dijo Dupin. ¿Tendrá usted, como es natural, una prolija descripción de la carta?
-¡Ya lo creo!
Y el Prefecto, sacando un memorándum, nos leyó en voz alta un minucioso informe de la interna y especialmente de la externa aparien­cia del documento perdido. Poco después de la lectura de esta descrip­ción, tomó su sombrero y se fue, mucho más desalentado de lo que lo había visto nunca antes.
Casi cerca de un mes había pasado, cuando nos hizo otra visita, y nos encontró ocupados exactamente de la misma manera que la otra vez. Tomó una pipa y una silla y principió una conversación sobre cosas ordinarias. Por último, le dije:
-Y bien, señor G., ¿qué hay sobre la carta robada? Presumo que se habrá convencido, al fin, de que no hay cosa más difícil que sorprender al Ministro.
-¡Que el diablo lo cargue! Ésa es la verdad. Hice el nuevo examen, sin embargo, como Dupin me lo aconsejó, pero ha sido tiempo perdido, como yo decía.
-¿Cuánto es el premio ofrecido, dijo usted? -preguntó Dupin.
-¿Cuánto? Una gran cantidad, un premio verdaderamente liberal; no quiero decir cuánto precisamente, pero diré una cosa y es que no me resultaría nada dar un cheque con mi firma por cincuenta mil francos a cualquiera que me entregara la carta. El hecho es que de día en día se está haciendo más y más importante y el premio ha sido últimamente doblado. Pero, aunque fuera triplicado, no podría hacer más de lo que he hecho.    
-Veamos -dijo Dupin lentamente, entre una y otra bocanada de humo-; realmente pienso, G., que usted no ha hecho todo lo que podía en este asunto. Usted podría hacer un poco más, creo, ¿eh?
-¿Cómo? ¿De qué manera?
-Pues creo -dijo Dupin entre bocanadas de humo- que usted podría -más bocanadas- tomar consejo sobre este asunto -otras bocanadas. ¿Se acuerda de lo que se cuenta de Abernethy?
-¡No! ¡Al diablo con su Abernethy!
-¡Está bueno! Al diablo con él y buena suerte. Pero he aquí un hecho. Una vez cierto ricacho muy avaro concibió el propósito de obte­ner gratis de ese Abernethy una opinión médica. Habiendo procurado con ese objeto estar solo con él en conversación ordinaria, le insinuó su propio caso como el de un individuo imaginario.
-Supongamos -dijo el tacaño- que sus síntomas son tales y tales; ahora, doctor, ¿qué le hubiera dicho que tomara?
-¿Que tomara? -dijo Abernethy. ¡Bah!, que tomara consejo, seguramente.
-Pero -dijo el Prefecto, algo desconcertado- yo deseo también tomar consejo y pagarlo. Daría realmente cincuenta mil francos a cual­quiera que me ayudara en este asunto.
-En ese caso -replicó Dupin abriendo un cajón y sacando un libro de cheques, puede usted perfectamente llenarme un cheque por la canti­dad mencionada. Cuando lo haya firmado le entregaré la carta.
Quedé sorprendido. El Prefecto se sintió como herido por un rayo. Durante algunos minutos permaneció sin habla y sin movimiento, mirando incrédulamente a mi amigo con la boca abierta y con ojos que parecían saltar de las cuencas; después, recobrando aparentemente la conciencia de su ser, tomó una pluma, y, después de algunas pausas y miradas sin objeto, llenó por último y firmó un cheque por 50.000 fran­cos, y lo alcanzó por sobre la mesa a Dupin. Éste lo examinó cuidadosa­mente y lo depositó en su cartera; después, abriendo un escritorio, tomó de él una carta y se la dio al Prefecto. El funcionario se abalanzó sobre ella con una convulsión de gozo, la abrió con mano temblorosa, arrojó una rápida ojeada a su contenido y entonces, agitado y fuera de sí, abrió la puerta y sin ceremonia de ninguna especie salió del cuarto y de la casa, sin haber pronunciado una sílaba desde que Dupin lo había reque­rido para que llenara el cheque.
Cuando nos quedamos solos, mi amigo entró en explicaciones.
-La policía parisiense -dijo- es sumamente buena en su espe­cialidad. Es perseverante, ingeniosa, astuta y perfectamente versada en los conoci-mientos que sus deberes parecen necesitar con más urgencia. Así, cuando G. nos detalló su modo de registrar los sitios en la mansión de D., sentí entera confianza en que hubiese practicado una satisfacto­ria investigación, hasta donde podía llegar.
-¿Hasta donde podía llegar? -pregunté.
-Sí -dijo Dupin. Las medidas adoptadas eran no solamente las mejores de su clase, sino que se acercaban a la perfección absoluta. Si la carta hubiera estado oculta en la línea de esa pesquisa, los agentes de policía, indiscutiblemente, la hubieran encontrado.
Me sonreía, por toda respuesta, pero mi amigo parecía perfectamen­te serio en todo lo que decía.
-Las medidas, pues -continuó él, eran buenas en su clase y bien ejecutadas; su defecto está en ser inaplicables al caso y al hombre. Un cierto conjunto de recursos altamente ingeniosos son para el Prefec­to una especie de lecho de Procusto y a ellos adapta forzadamente sus deducciones. Así es como perpetuamente yerra por ser demasiado pro­fundo, o demasiado superficial en los asuntos que se le confían, y muchos niños de escuela son mejores razonadores que él. He conocido uno, de cerca de ocho años de edad, cuyos éxitos, adivinando sobre el juego de pares o nones, atraían la admiración de todo el mundo. Este juego es simple y se juega con bolitas. Uno de los jugadores tiene en su mano un número de esas bolitas y pregunta a otro si ese número es par o non. Si el preguntado adivina, gana; si no, pierde. El niño de que hablo ganaba todas las bolitas de la escuela. Por consiguiente tenía algún prin­cipio para acertar y éste se basa en la simple observación y medida de la astucia de los jugadores contrarios. Por ejemplo, su contrario es un con­sumado bobalicón y, levantando la mano cerrada, pregunta: "¿Es par o non?" Nuestro niño replica: "Non", y pierde, pero a la segunda prueba gana, porque entonces se dice a sí mismo: "El bobalicón se puso par la primera vez y su grado de astucia es justamente bastante para llevarlo a poner non en la segunda; por consiguiente, apostaré a que es non"; apuesta a non y gana. Ahora, con un babieca un grado más alto que el primero hubiera razonado así: "Este tal encuentra que en el primer caso aposté a non, y en el segundo se propondrá a sí mismo, en el primer impulso, una simple variación de par o non, como hizo mi otro contra­rio, pero entonces un segundo pensamiento le sugerirá que ésta es una variación demasiado simple y, finalmente, se decidirá a poner par como antes. Por consiguiente, apostaré a par"; apuesta a par y gana. Ahora este modo de razonar en el niño de escuela, a quien sus compañeros lla­maban afortunado, ¿qué es, en último análisis?
-Es simplemente -dije- una identificación del intelecto del razonador con el de su contrario.
-Eso es -dijo Dupin, y después de preguntar al niño por qué medios efectuaba la completa identificación en que consistían sus éxitos, recibí la siguiente respuesta: "Cuando deseo saber cuán sabio o cuán estú­pido, o cuán bueno o cuán malo es alguno, o cuáles son sus pensamien­tos en un instante dado, acomodo la expresión de mi rostro, tan cuidadosamente como me es posible, de acuerdo con la expresión del ros­tro de él, y entonces trato de ver qué pensamientos o sentimientos nacen en mi alma que igualen o correspondan a la expresión." Esta respuesta del niño de escuela reside en el fondo de toda la espuria profundidad que ha sido atribuida a La Rochefoucauld, La Bruyére, Maquiavelo y Cam­panella.
-Y la identificación -dije- del intelecto del razonador con el de su contrario depende, si le entiendo bien a usted, de la exactitud con que es medido el cerebro del contrario.
-Para su valor práctico depende de eso -replicó Dupin, y el Prefecto y su cohorte se ven frustrados tan frecuentemente, primero, por falla en la identificación y, segundo por mala medición, o más bien por no medir la inteligencia con que se encuentran empeñados en lucha. Consideran únicamente sus propias ideas de ingeniosidad y, buscando cualquier cosa oculta, tienen en cuenta solamente los medios con que ellos la habrían escondido. Tienen mucha razón en esto: que su propia ingeniosidad es una fiel representación de la de las masas, pero cuando la astucia del reo es diversa en carácter de la de ellos, el reo se escapa; es lógico. Eso sucede siempre que esa astucia está por arriba de la de ellos y, muy habitualmente, cuando está por abajo. No tienen variación de principio en sus investiga-ciones; lo más que hacen, cuando son excita­dos por alguna inhabitual urgencia, por algún extraordinario premio, es extender o exagerar sus viejos modos de práctica, sin tocar sus principios. Por ejemplo, en este caso de D., ¿qué se ha hecho para variar el princi­pio de acción? ¿Qué es todo este taladrar, probar, hacer sonar y registrar con el microscopio, y dividir la superficie del edificio en cuidadosas pul­gadas cuadradas? ¿Qué es todo eso sino una exageración de la aplicación de un principio o conjunto de principios de pesquisa que está basado sobre el conjunto de nociones respecto a la ingeniosidad humana, al que el Prefecto, en la larga rutina de su deber, se ha acostumbrado? ¿No ve usted que ha dado por sentado que todos los hombres recurren a ocultar una carta, no precisamente en un agujero hecho con una barrena en la pata de una silla, sino, cuando menos, en algún oculto agujero o rincón sugerido por el mismo tenor del pensamiento que excitaría a un hombre a esconder una carta en un agujero hecho con una barrena en la pata de una silla? ¿Y no ve usted también que tales rincones buscados para ocul­tar son adaptados únicamente a las ocasiones ordinarias y serían adop­tados solamente por inteligencias también ordinarias? Porque en todos los casos de ocultación, una disposición del objeto ocultado, una dispo­sición de él así buscada, es casi siempre presumible y presumida, y así, el descubrimiento depende, no de la penetración en absoluto, sino del sim­ple cuidado, paciencia y determinación de los buscadores, todo en con­junto, y cuando el caso es de importancia o, lo que quiere decir lo mismo a los ojos policiales, cuando el premio es de magnitud, las cualidades en cuestión no se ha visto que hayan fallado jamás. Ahora entenderá usted indudablemente lo que quise decir sugiriendo que, si la carta hubiera sido ocultada en cualquier parte dentro de los límites del examen del Prefecto, o, en otras palabras, si el principio de su ocultación hubiera estado comprendido dentro de los principios del Prefecto, su descubri­miento habría sido un asunto absolutamente fuera de duda. Este funcionario, sin embargo, ha sido completamente engañado y la remota fuente de su fracaso reposa en la suposición de que el Ministro es un loco porque ha adquirido fama como poeta. Todos los locos son poetas: esto es lo que cree el Prefecto, y es simplemente culpable de una non distri­butio medii por inferir de ahí que todos los poetas son locos.
-Pero el poeta ¿es realmente éste? -pregunté. Hay dos herma­nos, me consta, y ambos han alcanzado reputación en las letras. El Ministro, según creo, ha escrito doctamente sobre cálculo diferencial. Es un matemático, no un poeta.
-Está usted equivocado; lo conozco bien: es ambas cosas. Como poeta y matemático ha razonado bien; como simple matemático no habría razonado absolutamente y así hubiera estado a merced del Pre­fecto.
-Usted me sorprende -dije- por esas opiniones, que han sido contradichas por la voz del mundo. Usted no querrá derribar la bien digerida idea de los siglos. La razón matemática ha sido largo tiempo mirada como la razón por excelencia.
-"Se puede apostar -replicó Dupin, citando a Chamfort- que toda idea pública, toda convención recibida es una tontería, pues ha convenido al más grande número de personas." Los matemáticos, reco­nozco, han hecho cuanto les ha sido posible para promulgar el error popular a que usted alude y que no es menos un error porque haya sido promulgado como verdad. Con un arte, digno de mejor empleo, por ejemplo, han insinuado el término "análisis" en aplicación al álgebra. Los franceses son los originadores de esta superchería popular, pero si un tér­mino es de alguna importancia, si las palabras derivan algún valor de su aplicabilidad, "análisis" expresa 'álgebra', poco más o menos, como en latín ambitus implica 'ambición', religio 'religión', homines honesti 'un con­junto de hombres honorables'.
-Usted tiene alguna querella -dije- con algunos de los algebris­tas de París, seguro; pero prosiga.
-Disputo la validez y, por consiguiente, el valor de esa razón que es cultivada en una forma especial, distinta de la abstractamente lógica. Disputo, en particular, la razón aducida por el estudio matemático. Las matemáticas son la ciencia de la forma y cantidad; el razonamiento matemático es simplemente la lógica aplicada a la observación sobre forma y cantidad. El gran error reposa en suponer que hasta las verda­des de lo que es llamado álgebra pura son verdades abstractas o genera­les. Y este error es tan extraordinario que me confundo ante la universalidad con que ha sido recibido. Los axiomas matemáticos no son axiomas de verdad general. Lo que es verdad de relación, de forma y de cantidad, es a menudo grandemente falso respecto a moral, por ejemplo. En esta última ciencia es muy usualmente incierto que las partes agre­gadas son iguales al todo. En química el axioma falla también. En la con­sideración de las causas falla porque dos motivos, cada uno de un valor dado, no tienen necesariamente, cuando se los une, un valor igual a la suma de sus valores. Hay muchas otras numerosas verdades matemáti­cas que son verdades únicamente dentro de los límites de relación. Pero el matemático arguye, apoyándose en sus verdades infinitas, según es cos­tumbre, como si ellas fueran de una aplicabilidad absolutamente gene­ral, como si el mundo imaginara, en realidad, que lo son. Boyant, en su recomendable Mitología, menciona una análoga fuente de error, cuando dice que "aunque las fábulas paganas no son creídas, sin embargo lo olvi­damos continuamente, y hacemos inferencias de ellas, como si fueran realidades". Entre los algebristas, no obstante que son paganos ellos mis­mos, las "fábulas paganas" son creídas, y las inferencias se hacen, no tanto por culpa de la memoria, sino por una incomprensible infecundi­dad de los cerebros. En una palabra, no he encontrado nunca un simple matemático en quien se pudiera confiar, fuera de las raíces y ecuaciones, o uno que no tomara como un punto de fe que x2 +px era absoluta e incondicionalmente igual a q. Diga a uno de esos caballeros, por vía de experimento, si desea, que usted cree que pueden presentarse casos en que x2 + px no es completamente igual a q, y después de haberle hecho entender lo que quiere decir, eche a correr, tan pronto como le sea posi­ble, porque, sin duda, tratará de darle una paliza.
-Quiero decir -continuó Dupin mientras me reía yo de su última observación- que si el Ministro hubiera sido nada más que un mate­mático, el Prefecto no habría tenido necesidad de darme este cheque. Lo conocía yo, sin embargo, como matemático y como poeta, y mis medi­das fueron adaptadas a su capacidad, con referencia a las circunstancias de que estaba rodeado. Lo conocía como un cortesano y además como un intrigante. Un hombre tal, pensé, no dejaría de conocer los medios ordinarios de acción de la policía. No podía haber dejado de prever, y los sucesos han probado que no dejó de prever, los registros a que fue some­tido. Debe de haber esperado las investigaciones secretas de su casa. Sus frecuentes ausencias de ella, en la noche en que eran celebradas por el Prefecto como ayuda cierta a sus éxitos, las miré únicamente como astu­cias para procurar oportunidad a la policía de hacer un completo regis­tro, e imprimirle así lo más pronto posible la convicción, a que G. llegó al último, de que la carta no estaba en la casa. Comprendí también que todo el conjunto de pensamientos que valdría alguna pena en detallar a usted ahora, relativo a los invariables principios de la policía en pesqui­sas de objetos ocultados, comprendí que todo ese conjunto de pensa­mientos pasaría necesariamente por la mente del Ministro. Eso lo llevaría, de una manera inevitable, a despreciar todos los ordinarios escondrijos. No podía, reflexioné, ser tan débil que no viera que los más intrincados y más remotos secretos de su mansión serían de tan fácil acceso, como los rincones más comunes, a los ojos, a los exámenes, a las barrenas y a los microscopios del Prefecto. Vi, por fin, que sería impeli­do, como un asunto de lógica, a la simplicidad, si no era deliberadamen­te inducido a aceptarla como un asunto de elección. Recordará usted quizá con cuánta gana se rió el Prefecto cuando sugerí, en nuestra pri­mera entrevista, que era muy posible que este misterio lo embarazara tanto, a causa de ser su descubrimiento demasiado evidente por sí mismo.
-Sí -dije- recuerdo bien su hilaridad. Creí realmente que caería en convulsiones.
-El mundo material -continuó Dupin- abunda en muy estrictas analogías con el inmaterial y así se ha dado algún color de verdad al dogma retórico de que la metáfora o símil puede ser empleada para dar más fuerza a un pensamiento o embellecer una descripción. El principio de vis inertiae, por ejemplo, parece ser idéntico en física y metafísica. No es más cierto, en la primera, que un gran cuerpo es puesto en movi­miento con más dificultad que uno pequeño y que su subsecuente momentum es proporcionado a esa dificultad, que lo es, en la segunda, que intelectos de la más vasta capacidad, aunque más potentes, más constantes y más fecundos en sus movimientos que los de inferior grado, son sin embargo los menos prontamente movidos, y más embarazados y llenos de hesitación en los primeros pasos de sus progresos. Otra cosa: ¿ha notado alguna vez cuáles son las muestras de casas de comercio que más llaman la atención?
-Nunca he acordado la más mínima observación a ese punto -dije.
-Hay un juego de acertijos -replicó él- que se juega sobre un mapa. Uno de los jugadores pide al otro que encuentre una palabra dada, el nombre de una ciudad, río, Estado o imperio; una palabra, en fin, sobre la abigarrada y confusa superficie de la carta. Un novicio en el juego trata generalmente de embarazar a sus contrarios dándoles a bus­car los nombres escritos con letras más pequeñas, pero el experto esco­ge, de entre esas palabras que se extienden en grandes caracteres de un extremo a otro de la carta. Éstas, lo mismo que los anuncios y tablillas expuestos en las calles con letras grandísimas, escapan a la atención, por la que el intelecto permite que pasen inadvertidas esas considera-ciones, que son demasiado importunas y palpablemente evidentes por sí mis­mas. Pero parece que éste es un punto que está algo arriba o abajo de la comprensión del Prefecto. Nunca creyó probable o posible que el Ministro hubiera depositado la carta inmediata-mente debajo de la nariz de todo el mundo, a fin de impedir a cualquier porción de ese mundo que la descubriera.
Pues cuanto más reflexionaba sobre la osada, fogosa y discernidora ingeniosidad de D., sobre el hecho de que el documento debía de haber estado siempre a mano, si intentaba usarlo con fin ventajoso, y sobre la decisiva evidencia, obtenida por el Prefecto, de que no estaba oculto dentro de los límites de sus ordinarias pesquisas, más convencido que­daba de que para ocultar aquella carta, el Ministro había recurrido al corto y sagaz procedimiento de no tratar de ocultarla absolutamente.
Lleno de estas ideas, me acomodé unas gafas verdes, y una hermosa mañana, como por casualidad, entré en la mansión ministerial. Encon­tré a D. bostezando, extendido cuan largo era, charlando insustancial­mente, como de costumbre, y pretendiendo estar en el colmo del fastidio. Sin embargo, resulta uno de los hombres más realmente activos que existen, pero esto es cuando nadie lo ve.
Para pagarle con la misma moneda, me quejé de mis débiles ojos y lamenté la necesidad en que estaba de usar gafas, bajo el amparo de las cuales examinaba cuidadosa y completamente toda la pieza, mientras en apariencia sólo me ocupaba de la conversación que con él sostenía.
Puse especial atención en una gran mesa-escritorio, cerca de la cual se sentó, y sobre la que había desparramados confusamente diversas car­tas y otros papeles, uno o dos instrumentos de música y algunos libros. En ella, no obstante, después de un largo y deliberado escrutinio, no vi nada capaz de excitar particulares sospechas.
Por último, mis ojos, examinando el contorno del cuarto, cayeron sobre un miserable tarjetero de cartón afiligranado que pendía de una sucia cinta azul, sujeta a una perillita de cobre amarillo, colocada justa­mente bajo el medio de la repisa de la chimenea. En aquel tarjetero, que tenía tres o cuatro compartimientos, había seis o siete tarjetas de visita y una sola carta. Esta última estaba muy manchada y arrugada. Se halla­ba rota casi en dos, por el medio, como si un designio de hacerla peda­zos por su carencia de valor, hubiera sido cambiado y detenido después de haberla partido de aquella manera. Tenía un gran sello negro, con la cifra D., muy visible, y había sido dirigida con letra menuda y femenina a D., el ministro mismo. Había sido arrojada sin cuidado alguno y hasta despreciativamente, parecía, en una de las divisiones superiores del tar­jetero.
No bien concluí de mirar la carta en cuestión, comprendí que era la que andaba buscando. En verdad era, en apariencia, radicalmente dis­tinta de aquella acerca de la cual nos había leído el Prefecto una des­cripción tan minuciosa. Allí el sello era grande y negro, con la cifra de D.; en la otra era pequeño y rojo, con las armas ducales de la familia de S. Allí la dirección al Ministro era diminuta y femenina; en la otra la letra del sobre, dirigido a un personaje real, era marcadamente enérgica y decidida; sólo la medida mostraba similitud. Pero entonces la naturaleza radical de esas diferencias, que era excesiva, las manchas, la sucia y rota condición del papel, tan en desacuerdo con los verdaderos hábitos metó­dicos de D., y un designio tan sugestivo de la idea de la insignificancia del documento; estas cosas, junto con la visible situación en que se hallaba, a la vista de todos los visitantes, y así, exactamente de acuerdo con las conclusiones a que había llegado yo previamente; estas cosas, digo, eran muy sospechosas para quien había ido con la intención de sospechar.
Demoré mi visita tanto como fue posible y, mientras mantenía una de las más animadas discusiones con el Ministro, sobre un tópico que sabía que jamás había dejado de interesarlo y excitarlo, puse mi aten­ción, en realidad, en la carta. En aquel examen confié a la memoria su apariencia externa y su colocación en el tarjetero, y al último alcancé un descubrimiento que borraba cualquier trivial duda que pudiera haber concebido. Registrando con la vista los filos del papel, noté que estaban más chafados de lo que parecía necesario. Presentaban la apariencia de rotura que resulta cuando un papel liso, habiendo sido una vez doblado y apretado con una prensa, es vuelto a doblar en una dirección contra­ria, en los mismos pliegues o filos que ha formado el primitivo doblez. Este descubrimiento fue suficiente. Resultó claro para mí que la carta había sido dada vuelta, como un guante, lo de adentro para afuera; una nueva dirección y un nuevo sello le habían sido agregados. Di los bue­nos días al Ministro, y lo dejé de pronto, abandonando sobre la mesa una caja de oro para rapé.
A la mañana siguiente fui por la caja de rapé y renovamos vehe­mentemente la conversación del día anterior. Mientras estábamos empe­ñados en ella, se oyó un fuerte disparo, como de una pistola, debajo de las ventanas del edificio, y fue seguido por una serie de gritos y excla­maciones de gentes asustadas. D. se lanzó a una de las ventanas, la abrió y miró hacia la calle. Mientras, me acerqué al tarjetero, tomé la carta, la metí en un bolsillo de mi traje y la reemplacé por un facsímile (de sus caracteres externos) que había preparado cuidadosamente en casa imi­tando la cifra D., con mucha facilidad, por medio de un sello hecho con miga de pan.
El tumulto en la calle había sido ocasionado por la absurda conduc­ta de un hombre con un mosquete. Había hecho fuego con él entre mul­titud de mujeres y niños. Probó, sin embargo, que el arma estaba descargada, y se le permitió que continuara su camino, como un lunáti­co o un ebrio. Cuando se hubo retirado, D. se separó de la ventana, adonde lo había seguido yo inmediatamente después de conseguir mi objeto. Al poco rato me despedí de él. El supuesto lunático era un hom­bre a quien yo había pagado para que produjera el tumulto.
-Pero ¿qué propósito tenía -pregunté- para reemplazar la carta por un facsímile? ¿No hubiera sido mejor, en la primera visita, arreba­tarla abierta-mente y salir con ella?
-D. -replicó Dupin- es un hombre arrojado y corajudo. Su casa, además, no carece de servidores consagrados a los intereses del amo. Si hubiera yo hecho la atrevida tentativa que usted sugiere, podría haber sucedido que no saliera vivo de la presencia del Ministro. El buen pue­blo de París podía no haber oído hablar nunca más de mí. Pero tenía un segundo objeto. En este asunto obro como partidario de la dama com­prometida. Durante dieciocho meses, el Ministro la ha tenido en su poder. Ella es la que lo tiene en su poder ahora, puesto que, no sabien­do que la carta no está ya en su posesión, proseguirá con sus exacciones como si la tuviera. Así será encargado, él mismo, de su destrucción polí­tica. Su caída, además, no será más precipitada que torpe. Es igualmen­te exacto hablar, a propósito de su caso, del facilis descensus Averni, pues en toda clase de trepa, como la Catalán¡ dice del canto, es mucho más fácil subir que bajar. En el presente caso no tengo simpatía, ni siquiera piedad, por el que desciende. Es ese monstrum horrendum del hombre de genio sin principios. Confieso, sin embargo, que me gustaría mucho conocer el carácter preciso de sus pensamientos cuando, siendo desafia­do por aquella a quien el Prefecto llama "un cierto personaje", se vea reducido a abrir la carta que he dejado para él en el tarjetero.
-¿Cómo? ¿Puso usted algo particular en ella?
-¡Vaya! No parecía del todo bien dejarle el interior en blanco; eso hubiera sido insultarlo. D. me jugó en Viena una mala partida, acerca de la que le dije, con entero buen humor, que la recordaría en tiempo opor­tuno. Así, como comprendí que sentiría alguna curiosidad respecto a la identidad de la persona que había sobrepujado su inteligencia, pensé que era una lástima no dejarle una huella para que la conociera. Conoce per­fectamente mi letra y copié en medio mismo de la página en blanco las palabras:

Un designio tan funesto,
si no es digno de Atreo, es digno de Tiestes,

que se pueden encontrar en el Atreo de Crébillon.

1.011. Poe (Edgar Allan)

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