Translate

miércoles, 18 de diciembre de 2013

El sistema del doctor brea y el profesor pluma

En el otoño de 18..., en el transcurso de una gira por las provincias del extremo sur de Francia, mi ruta me llevó hasta pocas millas de distancia de una cierta Maison de Santé, o manicomio privado, acerca del cual había oído hablar mucho en París a mis amigos médicos. Dado que nunca había visitado un lugar semejante, consideré que aquella oportunidad era demasiado preciosa como para dejarla escapar, y propuse, por lo tanto, a mi compañero de viaje (un caballero con el que había trabado amistad casualmente unos días antes) que nos desviáramos de nuestro camino, durante una hora o así, para echar un vistazo al establecimiento. El se opuso a esto, argumentando prisa, en primer lugar, y como segundo motivo, un horror muy normal a ver a un lunático. Me rogó, no obstante, que no dejara que la cortesía me impidiera satisfacer mi curiosidad, diciendo que él seguiría su camino tranquilamente para que yo pudiera alcanzarle aquel mismo día o, en el peor de los casos, el día siguiente. Mientras nos despedíamos se me ocurrió pensar que tal vez pudiera haber algunas dificultades para obtener acceso al lugar, y mencioné mi preocupación acerca de ello. Él replicó que, de hecho, a menos que conociera personalmente al superintendente, monsieur Maillard, o tuviera en mi poder alguna credencial, como por ejemplo una carta, podría, en efecto, encontrarme con algunas dificultades, ya que las reglas de aquellas casas de locos privadas eran mucho más estrictas que las de los hospitales públicos. Por su parte, añadió, conocía de pasada a Maillard desde hacía algunos años, y estaba dispuesto a ayudarme hasta el punto de acompañarme hasta la puerta y presentármelo, aunque su opinión acerca del asunto no le permitiera entrar dentro de la casa.
Le di las gracias, y saliendo de la carretera principal nos adentramos por un camino lateral cubierto de hierbajos que, al cabo de media hora de viaje, se perdía prácticamente en una densa floresta que cubría la base de una montaña. Habíamos cabalgado a través de aquel oscuro y húmedo bosque durante un par de millas cuando apareció ante nuestra vista la Maison de Santé. Era un chotean fantástico, muy deslavazado y, de hecho, escasamente habitable a causa de su antigüedad y de la falta de cuidados. Su aspecto me produjo verdadero horror, y deteniendo mi caballo estuve a punto de volverme atrás. No obstante, pronto me avergoncé de mi debilidad y seguí adelante.
Mientras cabalgábamos hacia la entrada me di cuenta que estaba medio abierta, y vi la cara de un hombre mirándonos desde la misma. Un instante después, el hombre se adelantó, se dirigió a mi compañero llamándole por su nombre, le estrechó cordialmente la mano y me rogó que descendiera del caballo. Era el mismísimo monsieur Maillard. Un caballero corpulento, de magnífico aspecto, de la vieja escuela, pulido comportamiento y un cierto aire de gravedad, dignidad y autoridad que resultaban muy imponentes.
Mi amigo, una vez que me hubo presentado, mencionó mi deseo de inspeccionar el lugar, y recibió toda clase de seguridades de que el mismo monsieur Maillard me atendería. Se despidió de nosotros y no volví a verle.
Cuando se hubo ido, el superintendente me hizo pasar a una pequeña salita, extraordinariamente pulcra, que contenía, entre otras pruebas de un gusto refinado, numerosos libros, dibujos, jarrones de flores e instrumentos musicales. Un alegre fuego ardía en la chimenea. Sentada al piano, cantando un aria de Bellini, había una joven y bellísima mujer que, al entrar yo, hizo una pausa en su canto, recibiéndome con graciosa cortesía. Hablaba en voz baja y toda su actitud era sumisa. Me pareció también detectar señales de dolor en su semblante, que era extraordinariamente pálido, aunque para mi gusto no desagradable. Iba de luto riguroso, y produjo en mi pecho sensaciones entremezcladas de respeto, interés y admiración.
Había oído decir en París que la institución de monsieur Maillard funcionaba con un sistema conocido vulgarmente como el “sistema de apaciguamiento”; que se rehuían todos los castigos; que incluso pocas veces se recurría a la reclusión; que los pacientes, aunque vigilados en secreto, disfrutaban aparentemente de amplia libertad, y que, en su mayor parte, tenían derecho a vagar por la casa y sus terrenos con la indumentaria de un individuo en su sano juicio.
Conservando estas impresiones en mi cerebro, tuve gran cuidado con lo que decía ante la joven dama, ya que no podía estar seguro de que estuviera cuerda, y, de hecho, existía una especie de brillo inquieto en sus ojos que estuvo a punto de hacerme pensar que no lo estaba. Limité, por lo tanto, mis comentarios a tópicos vulgares y, de entre éstos, a aquellos que, en mi opinión, no resultaran desagradables o excitantes para un lunático. Ella replicó de forma perfectamente racional a todo lo que yo dije, e incluso sus observaciones llevaban la impronta del mayor sentido común. Pero mi amplio contacto con la metafísica de la manía me había enseñado a no fiarme de tales muestras de cordura, y seguí aplicando, a todo lo largo de la entrevista, la misma prudencia con la que la había comenzado.
Al cabo de un rato, un elegante lacayo con librea nos trajo una bandeja en la que había frutas, vino y otros refrescos, a los cuales hice honor, mientras que la joven dama abandonaba poco después el cuarto. Mientras se iba le dirigí una mirada interrogante a mi anfitrión.
-No -dijo-, ¡oh, no!; es un miembro de mi familia, mi sobrina, y es una mujer de lo más preparada.
-Le presento un millón de excusas por mis sospechas -repliqué yo-, pero por supuesto usted sabrá excusarme. La excelente administración con que lleva usted sus asuntos es bien conocida en París y pensé que era remotamente posible que..., usted me comprende...
-Claro, claro. No me diga usted más, o tal vez sea yo el que debiera agradecerle la encomiable prudencia que fea demostrado. Muy rara vez tenemos ocasión de disfrutar de una consideración como la suya entre los hombres jóvenes; y en más de una ocasión ha ocurrido algún lamentable contratiempo a causa de la falta de cuidado de nuestros visitantes. Mientras estaba aún en funciones mi anterior sistema, y los pacientes eran libres de vagar por donde quisieran, era frecuente que se vieran excitados hasta un peligroso estado de frenesí por personas carentes de juicio que venían a inspeccionar la casa. Por lo tanto me vi obligado a implantar un rígido sistema de exclusividad y así nadie puede obtener acceso a la casa sin que yo esté seguro de poder confiar en su discreción.
-¡Mientras estaba aún en funciones su anterior sistema! -dije, repitiendo sus palabras. ¿Debo entender entonces que el “sistema de apaciguamiento”, del que tanto he oído hablar, ha sido ya abandonado?
-Así es -replicó él. Hace ya varias semanas que llegamos a la decisión de abandonarlo para siempre.
-¿Ah, sí? ¡Me deja usted asombrado!
-Descubrimos, señor -dijo suspirando-, que era absolutamente necesario volver a las antiguas usanzas. El peligro que planteaba el sistema de apaciguamiento fue siempre aterrador, y sus ventajas han sido excesivamente sobrevaloradas. En mi opinión, señor, en esta casa ha sido sometido el sistema a una prueba justa, si es que alguna vez lo fue. Hicimos todo lo que un humanismo racional podía sugerir. Lamento que no haya podido usted hacernos una visita en la etapa anterior para que hubiera podido usted juzgar por sí mismo. Pero supongo que debe usted estar familiarizado con la práctica del apaciguamiento... con sus detalles.
-No del todo. Todo lo que he oído ha sido de tercera o cuarta mano.
-Podría entonces definir el sistema en términos generales como un sistema en el que los pacientes estaban ménagés, o sea, se les seguía la corriente. Nosotros no contradecíamos ninguna de las fantasías que se les pasaran por la imaginación a los locos. Por el contrario, no solamente las tolerábamos, sino que las favorecíamos, y muchas de nuestras curaciones más espectaculares las hemos logrado así. No hay ningún argumento que afecte tanto a la débil razón del loco como la del reductio ad absurdum. Hemos tenido hombres, por ejemplo, que creían ser gallinas. La cura consistía en considerar aquello como un hecho, en acusar al paciente de ser un estúpido por no considerarlo como un hecho lo suficientemente serio, y así, le negábamos durante una semana todo alimento que no fuera el propio de una gallina. Por este procedimiento se conseguía que un poco de grano y cascajo realizaran maravillas.
-¿Y eso era todo?
-En absoluto. Nosotros teníamos mucha fe en los entretenimientos de tipo sencillo, como la música, los ejercicios gimnásticos en general, las cartas, ciertas clases de libros y así sucesivamente. Fulgíamos tratar a cada individuo como si tuviera alguna enfermedad física normal, y la palabra “locura” no se empleaba jamás. Un factor de gran importancia fue el hacer que cada lunático vigilara los actos de todos los demás. El demostrar confianza en la comprensión o la discreción de un loco es ganársela en cuerpo y alma. Por este procedimiento pudimos prescindir de un oneroso cuerpo de guardianes.
-¿Y no practicaban ustedes ningún tipo de castigo?
-Ninguno.
-¿Y nunca confinaban ustedes a sus pacientes?
-Muy rara vez. De tarde en tarde, cuando la enfermedad de algún individuo se traducía en una crisis, o le producía algún acceso furioso, le colocábamos en una celda secreta, para evitar que su afección pudiera contagiar al resto, y le manteníamos allí hasta que podíamos despedirle de sus amigos, ya que nosotros no tenemos nada que hacer con un loco peligroso. Normalmente, se le trasladaba a un hospital público.
-Y ahora han prescindido de todo esto... ¿y cree usted que es para bien?
-Definitivamente. El sistema tiene sus ventajas e incluso sus peligros. Afortunadamente ha sido ya abandonado en todas las Maisons de Santé de Francia.
-Estoy muy sorprendido -dije- por lo que me cuenta; porque me habían asegurado que no existía en este momento ningún otro método para el tratamiento de la manía en todo el país.
-Es usted muy joven aún, amigo mío -replicó mi anfitrión-, pero llegará el día en que aprenderá a juzgar por sí mismo lo que ocurre en el mundo, sin tener que confiar en los chismorrees de los demás. No crea usted nada de lo que oiga, y sólo la mitad de lo que vea. Ahora bien, en cuanto a nuestras Maisons de Santé, es evidente que ha sido usted confundido por algún ignorante. No obstante, después de la cena, cuando esté usted suficientemente recuperado de la fatiga de su viaje, le acompañaré con mucho gusto a recorrer toda la casa, y le familiarizaré con un sistema que, en mi opinión, y en la de todos aquellos que han sido testigos de su forma de operación, es sin comparación el más eficaz de todos cuantos se han ensayado hasta hoy.
-¿Su propio sistema? -pregunté. ¿Uno de su propia invención?
-Me siento orgulloso de poder decir que así es -replicó-, al menos en cierta medida.
De esta manera estuve conversando con monsieur Maillard durante una hora o dos, en las cuales me mostró los jardines y los invernaderos del lugar.
-No puedo dejarle ver a mis pacientes -me dijo- en este momento. Para una mente sensible, siempre hay algo de desagradable en este tipo de espectáculos, y no quiero estropear su apetito antes de la cena. Cenaremos. Le puedo ofrecer ternera á la St Menehoult, con coliflor en salsa velouté, y después un vaso de Clos de Vougeôt. Después de eso, sus nervios estarán mucho más firmes que ahora.
A las seis nos anunciaron que la cena estaba servida, y mi anfitrión me condujo a una gran Salle á manger, donde estaba reunida una numerosa concurrencia, unas veinticinco o treinta personas en total. Eran aparentemente personas de alto rango, desde luego de elevada cuna, aunque sus atuendos, pensé, eran extravagantemente ostentosos, participando quizá en demasía del ville cour. Me fijé en que al menos dos tercios de los invitados eran damas, y algunas de éstas iban ataviadas de una forma que ningún parisiense consideraría de buen gusto hoy en día. Muchas mujeres, por ejemplo, cuya edad no podía ser inferior a los setenta años, iban cubiertas con gran profusión de joyas, como anillos, brazaletes y pendientes, y exhibían pechos y brazos vergonzosamente desnudos. Observé también que muy pocos trajes estaban bien hechos, o al menos que muy pocos de ellos sentaban bien a los que los llevaban puestos. Mirando alrededor descubrí a aquella interesante muchacha que monsieur Maillard me había presentado en la salita, y cuál no sería mi sorpresa al ver que llevaba un miriñaque y un guardainfante, junto con unos zapatos de tacón alto y una capa sucia de bordado de Bruselas, que le estaba tan grande, que hacía a su cara ridículamente diminuta. Cuando la vi por vez primera iba vestida muy atractivamente de luto riguroso. En pocas palabras, había algo de extraño en los atuendos de todos los reunidos, que al principio me hizo volver a mi idea original del “sistema de apaciguamiento” y a imaginarme que monsieur Maillard había decidido mantenerme engañado hasta después de la cena para que no experimentara sensaciones desagradables durante ésta, al encontrarme cenando con lunáticos, pero yo recordaba haber sido informado en París que los provincianos del sur eran gente particularmente excéntrica, con gran cantidad de ideas anticuadas, y también, al conversar con algunos de los reunidos, mi aprensión desapareció por completo y al instante.
El mismo comedor, aunque tal vez fuera lo suficientemente confortable y tuviera las dimensiones adecuadas, no tenía gran cosa de elegante. Por ejemplo, el suelo carecía de alfombra. No obstante, en Francia es muy frecuente prescindir de ellas. También las ventanas carecían de cortinas; las contraventanas, que estaban cerradas, estaban aseguradas por medio de barras de hierro, dispuestas diagonalmente, a la manera de los cierres de nuestras tiendas. El salón, como pude observar, formaba por sí mismo un ala del château, de modo que las ventanas cubrían tres lados del paralelogramo, estando situada la puerta en el cuarto lado. No había menos de un total de diez ventanas.
La mesa estaba soberbiamente servida: repleta de platos de plata labrada, y más que repleta de exquisitas viandas. La profusión de éstas era absolutamente bárbara. Había carnes suficientes como para haber agasajado al Anakim. Jamás en mi vida había tenido yo ocasión de presenciar un despilfarro tan profuso de las cosas buenas de la vida. No obstante, la disposición de éstas parecía revelar una carencia de buen gusto, y mis ojos, habituados a las luces discretas, se vieron tristemente ofendidos por la prodigiosa luminosidad de una multitud de velas de ceras, que dispuestas en candelabros de plata, estaban colocadas sobre la mesa, y alrededor de toda la habitación, en todo sitio donde era posible encontrar un lugar para las mismas. Había varios sirvientes activos encargados del servicio, y sobre otra gran mesa, situada al extremo opuesto de la habitación,, estaban sentadas siete u ocho personas provistas de violines, pífanos, trombones y un tambor. Estos individuos consiguieron molestarme mucho en determinados instantes durante la comida, haciendo una infinita variedad de ruidos, que se suponía que eran música, y que parecían suministrar gran entretenimiento a todos los presentes, con la sola excepción de mi persona.
En términos generales, no pude evitar el pensar que había mucho de bizarro en todo lo que veía, pero después de todo, en el mundo tiene que haber de todo, todo tipo de personas, con todo tipo de formas de pensar, y todo tipo de convenciones sociales. Por otra parte, yo había viajado ya tanto, que era todo un adepto al nil admirari; de modo que tomé asiento con gran ecuanimidad al lado de mi anfitrión, y teniendo como tenía un gran apetito, hice justicia a las delicias que colocaron ante mí.
La conversación entre tanto era animada y general. Las damas, como de costumbre, hablaban mucho. Pronto descubrí que prácticamente todos los presentes eran gente de educación, y mi anfitrión era por sí mismo todo un mundo de humorísticas anécdotas. Parecía estar perfectamente dispuesto a hablar de su posición como superintendente de una Maisón de Santé, y, de hecho, el tema de la locura era, muy para mi sorpresa, uno de los favoritos de todos los presentes. Se contó un gran número de divertidas historias, que hacían referencia a los caprichos de los pacientes.
-Tuvimos aquí una vez a un individuo -dijo un grueso caballero que estaba sentado a mi derecha-, un individuo que creía ser una tetera y, dicho sea de paso, ¿no les resulta singular el ver la frecuencia con la que esta idea se apodera de la mente de los lunáticos? No existe prácticamente en toda Francia un manicomio que no albergue alguna tetera humana. Nuestro caballero era una tetera de porcelana de Bretaña, y ponía grandes cuidados en pulirse cada mañana con una gamuza y pulimentador.
-Y después -dijo un hombre alto, que estaba justo enfrente-, tuvimos aquí, no hace mucho, a una persona que se le había metido en la cabeza que era un borrico, lo que, hablando alegóricamente dirán ustedes, era bastante cierto. Era un paciente molesto, y nos dio mucho trabajo mantenerle controlado. Durante un buen tiempo se negó a comer nada que no fueran cardos, pero de esta idea conseguimos curarle pronto, insistiendo en que no comiera ninguna otra cosa. Después se dedicaba continuamente a dar coces, así..., así...
-¡Señor De Kock! ¡Le agradecería que se comportara usted como es debido! -le interrumpió una vieja dama, que estaba sentada junto al que hablaba-. ¡Haga el favor de dejar los pies quietos! ¡Ha estropeado usted mi brocado! ¿Es que acaso le parece necesario ilustrar sus comentarios de una forma tan práctica? Nuestro amigo aquí presente puede, sin duda, comprenderle sin necesidad de que haga usted todo eso. Palabra de honor que es usted casi igual de borrico que lo que aquel pobre desgraciado creía ser. Lo hace usted con mucha naturalidad, por mi vida!
-¡Mille pardons, Ma’m’selle! -respondió monsieur De Kock, a quien iba dirigido todo esto. ¡Mil perdones! No tenía ninguna intención de ofenderla, ma’m’selle Laplace. Monsieur De Kock se permitirá el honor de tomar vino con usted.
Dicho esto, monsieur De Kock hizo una profunda reverencia, besó su mano muy ceremoniosamente y tomó vino con ma’m’selle Laplace.
-Permítame, mon ami -dijo entonces monsieur Maillard, dirigiéndose a mí-, permítame que le ofrezca una porción de esta ternera à la St Menehoult, la encontrará particularmente exquisita.
En ese instante, tres robustos camareros habían conseguido depositar sin contratiempos una enorme fuente o trinchador, conteniendo lo que supuse que sería el “monstrum, horrendum, informe, ingens, cui lumen adeptum”. Un escrutinio más detallado me reveló, no obstante, que no era más que una pequeña ternera asada entera, colocada de rodillas, con una manzana en la boca, del mismo modo en que los ingleses adornan la liebre.
-No, muchas gracias -repliqué-; si he de serle sincero, no soy particularmente aficionado a la ternera á la St... ¿cómo era?... Ya que me temo que no me sienta del todo bien. No obstante, sí que aceptaría probar un poco de conejo.
Había diversos platos complementarios dispuestos sobre la mesa, que contenían lo que parecía ser conejo común francés, un muy delicioso morceau, que puedo recomendarles.
-Pierre -gritó mi anfitrión, cambia el plato a este caballero y dale una pieza de costado de este conejo au-chat.
-¿De este qué? -dije yo.
-De este conejo au-chat.
-Oh, muchas gracias, pero, pensándolo bien, déjelo. Me serviré yo mismo un poco de jamón.
-No hay forma de saber lo que uno come, me dije a mí mismo, en las mesas de esta gente de provincias. No pienso probar su conejo au-chat, y ya que estamos en ello, tampoco su gato-au-conejo.
-Y después -dijo un personaje de aspecto cadavérico, que estaba casi al final de la mesa, recogiendo el hilo de la conversación donde ésta había sido interrumpida, y después, entre otras rarezas, tuvimos un paciente una vez, que con gran tozudez insistía e que era un queso de Córdoba, y se dedicaba a pasearse con un cuchillo en la mano, pidiendo a sus amigos que probaran un trozo de su muslo.
-Era un gran tonto, sin duda alguna -le interrumpió alguien, pero no se le puede comparar con cierto individuo, al que todos conocemos, excepto este caballero de fuera. Me refiero a aquel hombre que creía ser una botella de champagne, y que siempre estaba haciendo estampidos e imitando el ruido de las burbujas de la siguiente manera.
Al llegar aquí, el que hablaba, haciendo, en mi opinión, una exhibición de mal gusto, se metió el pulgar derecho en la mejilla izquierda, sacándolo con un ruido semejante al del tapón de una botella, y después, con un hábil movimiento de la lengua sobre los dientes produjo un agudo silbido y un borboteo que duraron varios minutos, imitando el ruido producido por la espuma del champagne. Este comportamiento, según pude apreciar claramente, no fue del agrado de monsieur Maillard, pero este caballero no dijo nada, y la conversación se vio reanudada por un hombre pequeño y muy delgado, que lucía una gran peluca.
-Y después tuvimos a un ignorante -dijo, que se confundía a sí mismo con una rana, lo que, dicho sea de paso, parecía, y no poco. Me gustaría que hubiera podido usted verle, señor -dijo dirigiéndose a mí el que estaba hablando; le hubiera hecho a usted mucho bien el ver el aire de naturalidad que tenía. Señor, si aquel hombre no era una rana, no puedo por menos que observar que es una pena que no lo fuera. Su manera de croar así “¡o-o-o-gh!, ¡o-o-o-gh!” era el sonido más magnífico del mundo natural, y cuando ponía los codos sobre la mesa de esta forma, después de haber tomado uno o dos vasos de vino, y distendía su boca, así, y ponía los ojos en blanco, de esta manera, y los hacía parpadear con asombrosa rapidez, así, entonces, señor, me atrevo a asegurar que hubiera usted enloquecido de admiración ante el genio de aquel hombre.
-No me cabe la menor duda -dije.
-Y también -dijo alguien, estaba el Petit Gaillard, que creía ser un pellizco de rapé, y que estaba realmente preocupado porque no podía cogerse entre el índice y el pulgar.
-También estaba Jules Desoulieres, que era un genio muy singular, y que se volvió loco pensando que era una calabaza. Se dedicaba a perseguir al cocinero pidiéndole que hiciera una tarta con él, a lo que el cocinero se negaba indignado. Por lo que a mí respecta, no me atrevería a decir que una tarta de calabaza á la Desoulieres no hubiera resultado un plato realmente capital.
-¡Me asombra usted! -dije, y miré inquisitivamente hacia monsieur Maillard.
-¡Ha! ¡Ha! ¡Ha! -dijo aquel caballero. ¡He! ¡He! ¡He!... ¡Hi! ¡Hi! ¡Hi!... ¡Ho! ¡Ho! ¡Ho!... ¡Hu! ¡Hu! ¡Hu!... ¡Muy bueno, sí señor! No debe usted asombrarse, mon ami; aquí nuestro amigo es un chistoso -a drôle, no debe usted tomarle al pie de la letra.
-Y también -dijo alguna otra persona de las reunidas, también estaba Bouffon Le Grand, otro personaje extraordinario a su manera. Perdió la cabeza a causa del amor, y creía que estaba en posesión de dos cabezas. Una de éstas, él mantenía que era la cabeza de Cicerón; la otra, la consideraba una cabeza compuesta, siendo de Demóstenes desde la frente hasta la boca, y de lord Brougham desde la boca hasta la barbilla. No es del todo imposible que estuviera equivocado, pero hubiera sido capaz de convencer a cualquiera de que estaba en lo cierto, y que era un hombre de gran elocuencia. Era un verdadero apasionado por la retórica, y era incapaz de no exhibirse. Por ejemplo, solía saltar sobre la mesa del comedor de esta forma, y... y...
En ese momento, un amigo, sentado junto al que estaba hablando, le puso la mano sobre el hombro y le susurró unas cuantas palabras al oído; después de lo cual el orador dejó de hablar de repente, hundiéndose de nuevo en su silla.
-Y después -dijo el hombre que le había hablado al oído, estaba Boullard, la pirindola. Le llamo la pirindola porque tenía la extraña, aunque no del todo irracional, idea de que se había convertido en una pirindola. Se hubiera usted muerto de risa si le hubiera visto dar vueltas. Se dedicaba a dar vueltas durante horas sobre un talón, de esta forma... así...
En aquel momento, el amigo al que acababa de interrumpir hizo exactamente lo mismo con él.
-Pues entonces -aulló una anciana dama con todas sus fuerzas, su monsieur Boullard era un loco, y, en el mejor de los casos, un loco muy tonto, porque, ¿quién, si me permiten la pregunta, ha oído hablar alguna vez de un pirindola humana? Es algo absurdo. Madame Joyeuse era una persona más sensata, como ya saben. Tenía una manía, pero estaba repleta de sentido común, y era un placer conocerla para todos los que habían tenido aquel honor. Descubrió, como producto de maduras deliberaciones, que, por algún extraño accidente, se había convertido en un gallo de cocina, pero como tal, se comportaba con la mayor propiedad. Agitaba sus alas, produciendo un efecto prodigioso, así... así... así..., y en cuanto a su canto, ¡era algo delicioso! “¡Cock-a-doodle-doo... cock-a-doodle-doo... cock-a-doodle-de-doo-doo-dooo-do-o-o-o-o-o-o!”.
-¡Madame Joyeuse, le agradeceré que se comporte como es debido! -la interrumpió nuestro anfitrión, muy enfadado. O se comporta usted como debe hacerlo una dama, o puede usted abandonar la mesa en este mismo instante, ¡elija usted misma!
La dama (a la que me sorprendió mucho oír llamar madame Joyeuse, después de la descripción que de ésta acababa de hacer) enrojeció hasta las cejas y pareció extraordinariamente avergonzada por la regañina. Agachó la cabeza y no articuló ni una sílaba en respuesta. Pero otra dama más joven recogió el tema. Era mi preciosa muchacha de la salita.
-¡Oh, Madame Joyeuse era tonta! -exclamó-. Pero, en cambio, la idea de Eugenia Salsafette tenía una buena dosis de sentido común. Ella era una bellísima y dolorosamente modesta joven dama, que consideraba las vestimentas normales indecentes, y siempre deseó vestirse poniéndose ella al exterior de sus ropas, en lugar de meterse dentro de ellas. Esto es algo muy fácil de hacer, después de todo. No hay más que hacer esto... y luego, esto otro... y esto... esto... esto... y luego, esto... esto... esto... y luego...
-¡Mon Dieu! ¡Ma’m’selle Salsafette! -gritaron a la vez una docena de personas. ¿Qué pretende usted hacer?... ¡Deténgase!... ¡Ya es suficiente!... ¡Ya nos hemos dado cuenta con toda claridad de cómo se hace!... ¡Quieta! ¡Quieta! -y varias personas se abalanzaban ya sobre ella para evitar que Madame Salsafette emulara a la Venus de Medicea, cuando aquel resultado fue súbita y eficientemente logrado por una serie de fuertes alaridos o gritos, procedentes de algún lugar del cuerpo principal del chateâu.
Mis nervios se vieron muy afectados por estos alaridos, pero el resto de la concurrencia me dio verdadera pena. Jamás había visto un grupo de personas razonables tan asustadas en toda mi vida. Todos se pusieron pálidos como cadáveres, y encogiéndose sobre sus asientos se quedaron temblando y diciendo incoherencias de puro terror, y esperando oír una repetición de aquel sonido. Volvió a producirse, más fuerte y aparentemente más cerca, y después, por tercera vez, esta vez ya muy fuertemente, y la cuarta vez, ya con un vigor evidentemente disminuido. Ante esta clara disminución del ruido, la congregación recuperó inmediatamente su buen humor, y todo volvió a ser vitalidad y anécdotas como anteriormente. Me atreví entonces a preguntar cuál había sido la causa de aquel alboroto.
-Una mera bagatelle -me dijo monsieur Maillard. Estamos acostumbrados ya a estas cosas, y no nos afectan gran cosa. De cuando en cuando, los lunáticos se ponen a aullar a coro; uno arrastra a otro, como a veces ocurre con las jaurías de perros por las noches. A veces, no obstante, el concerto viene seguido de un intento de escapar. En esos casos, hay que admitir la existencia de un cierto peligro.
-¿Cuántos tiene usted a su cargo?
-De momento no tenemos más que diez, todos incluidos.
-En su mayor parte, hembras, supongo.
-Oh, no; todos ellos son hombres, y hombres robustos, se lo puedo asegurar.
-¿De veras? Tenía entendido que la mayor parte de los lunáticos pertenecían al sexo débil.
-En general, así es, pero no siempre. Hace algún tiempo había aquí alrededor de veintisiete pacientes, y de ellos, no menos de dieciocho eran mujeres, pero últimamente las cosas han cambiado, como puede usted ver.
-Sí, han cambiado mucho, como puede usted ver -le interrumpió aquí el caballero que había roto las espinillas a ma’m’selle Laplace.
-¡Sí, han cambiado mucho, como puede usted ver! -coreó toda la congregación como un solo hombre.
-¡Las lenguas quietas, todos ustedes! -dijo mi anfitrión, iracundo. Como consecuencia, todos se mantuvieron en silencio durante casi un minuto. En cuanto a una dama, que obedeció a monsieur Maillard al pie de la letra, sacó la lengua, que era extraordinariamente larga, y se la sujetó resignadamente con ambas manos hasta que acabaron las amenidades.
-Y esta buena señora -le dije a monsieur Maillard, inclinándome hacia él y hablando en un susurro-, esta buena señora que acaba de hablar, que hizo lo de “cock-a-doodle-doo”... supongo que será inofensiva... totalmente inofensiva, ¿no?
-¡Inofensiva! -exclamó mi anfitrión, con no fingida sorpresa. Pero... pero, ¿a qué puede estarse usted refiriendo?
-Sólo un poco tocada, ¿no es eso? -le dije, tocándome la cabeza. Doy por supuesto que no está particularmente... peligrosamente afectada, ¿no?
-¡Mon Dieu! ¿Qué es lo que usted se imagina? Esa dama, que precisamente es una vieja amiga mía, madame Joyeuse, está tan absolutamente en su sano juicio como pueda estarlo yo. Tiene sus pequeñas excentricidades, sin duda, pero, como usted ya sabe, ¿qué anciana dama no las tiene?... ¡Todas las mujeres muy ancianas son más o menos excéntricas!
-Qué duda cabe -dije yo. Qué duda cabe... Entonces, el resto de estas damas y caballeros...
-Son mis amigos y mis encargados -me interrumpió monsieur Maillard, irguiéndose con gran hauteur-. Mis muy buenos amigos y encargados.
-¡Cómo! ¿Todos ellos? -le pregunté. ¿Las mujeres también?
-Desde luego -dijo él. No podríamos pasarnos sin ellas; son las mejores enfermeras para lunáticos del mundo; tienen un no sé qué que les es peculiar, ¿sabe? Sus brillantes ojos ejercen un efecto maravilloso, algo así como la fascinación de una serpiente, ¿comprende?
-Desde luego -dije yo, ¡desde luego! Pero se comportan de una manera algo rara, ¿no?... Son un poco extraños, ¿no?... ¿No le parece a usted así?
-¡Raras!... ¡Extrañas!... Válgame, ¿lo cree usted así de veras? Desde luego, es cierto que aquí en el sur no somos excesivamente mojigatos, que hacemos prácticamente lo que nos apetece, disfrutando de la vida y todas esas cosas, sabe usted...
-Desde luego -dije yo, desde luego.
-Y por otra parte, tal vez este Clos de Vougeôt se suba un poco, usted ya sabe... un poco fuerte usted me comprende, ¿no?
-Desde luego -dije yo, desde luego. Por cierto, monsieur, si no le entendí mal, creo que usted me dijo que habían adoptado, en lugar del tan celebrado sistema de apaciguamiento, un sistema de rigurosa severidad.
-En absoluto. El confinamiento es necesariamente rígido, pero el tratamiento, el tratamiento médico, quiero decir, les resulta más agradable que otra cosa.
-¿Y este nuevo sistema es de su invención?
-No del todo. Partes de él pueden se atribuidos al doctor Brea, del que debe usted haber oído hablar si duda, y, por otro lado, existen modificaciones a mi sistema, que me alegro de poder atribuir a mi colega el tan celebrado Pluma, por derecho propio, con el cual, si no me equivoco, tiene usted el honor de mantener una íntima amistad.
-Me siento bastante avergonzado de confesar -repliqué- que Jamás he oído ni siquiera el nombre de esos dos caballeros.
-¡Cielo santo! -exclamó mi anfitrión, retirando abruptamente su silla y alzando las manos al cielo. ¡Sin duda no debo haberle oído bien! ¿No querría usted decir, por casualidad, que jamás había oído hablar siquiera del erudito doctor Brea ni del tan celebrado profesor Pluma?
-Me veo obligado a confesar mí ignorancia -repliqué, pero siempre se debe poner la verdad por encima de todas las demás cosas. No obstante, me siento profundamente avergonzado de no conocer los trabajos de estos dos hombres, sin duda extraordinarios. Tengo la intención, de ahora en adelante, de buscar sus escritos y de estudiarlos con la debida atención. ¡Monsieur Maillard, me ha hecho usted, debo confesarlo, verdaderamente me ha hecho usted sentirme avergonzado de mí mismo!
Y así era, en efecto.
-No diga usted más, mi buen amigo -me dijo compasivamente, oprimién-dome la mano; acompáñeme a tomar un vaso de Sauterne.
Bebimos. La congregación siguió nuestro ejemplo sin perder comba. Charlaban, hacían bromas, reían, perpetraban un millar de actos absurdos, los violines maullaron, el tambor rugió, los trombones barritaron como si fueran otros tantos toros de bronce de Phalaris, y todo aquel cuadro, que se iba haciendo cada vez más caótico, al ir los vinos ganando ascendencia, se acabó convirtiendo en un pandemónium in petto. Mientras tanto, el señor Maillard y yo, con algunas botellas de Sauterne y Vougeôt colocadas entre nosotros, continuábamos nuestra conversación a pleno pulmón. Una palabra emitida en un tono normal tenía las mismas posibilidades de ser oída que la voz de un pez desde el fondo de las cataratas del Niágara.
-Y, señor -dije yo, aullándole en el oído-, mencionó usted algo antes de la cena acerca de los peligros del antiguo sistema de apaciguamiento. ¿Cómo es eso?
-Sí -replicó él-, ocasionalmente surgían grandes peligros. No hay forma de prever los caprichos de los locos, y, en mi opinión, así como en la del doctor Brea y la del profesor Pluma, nunca es prudente dejarles sueltos sin la debida vigilancia. Un lunático puede estar “apaciguado”, como se dice habitualmente, durante un cierto tiempo, pero al final es muy dado a volverse estrepitoso. Su astucia es, a su vez, grande y proverbial. SÍ tiene algún objetivo a la vista, lo oculta con maravillosa sabiduría, y la destreza con que finge cordura presenta a los metafísicos uno de los más singulares problemas que pueda haber en el estudio de la mente humana. Cuando un loco parece estar totalmente cuerdo, es de hecho el momento para ponerle una camisa de fuerza.
-Pero el peligro, querido señor, del que estaba usted hablando, con arreglo a su propia experiencia durante el tiempo que lleva a la cabeza de esta casa... ¿acaso ha tenido usted motivos materiales para pensar que la libertad es peligrosa en el caso de un lunático?
-¿Aquí? ¿En mi propia experiencia?... Bueno, pues podría decir que sí. Por ejemplo, no hace mucho se dio una extraña circunstancia en esta misma casa. El “sistema de apaciguamiento” debe usted saber, estaba aún en marcha, y los pacientes andaban sueltos. Se comportaban notablemente bien, tan bien, que cualquier persona con algo de sentido común se hubiera dado cuenta de que algún diabólico proyecto se estaba cociendo tan sólo a partir de ese único dato, a partir de que aquellos individuos se comportaran tan notablemente bien. Y efectivamente, una bella mañana, los encargados se encontraron atados de pies y manos, y fueron arrojados al interior de las celdas, donde fueron atendidos, como si ellos fueran los lunáticos, por los propios lunáticos, que habían usurpado las funciones de sus guardianes.
-¡No me diga! ¡Jamás había oído nada tan absurdo en toda mi vida!
-Es un hecho. Todo ocurrió por culpa de un individuo estúpido, un lunático, al que se le había metido en la cabeza que había inventado un sistema de gobierno mejor que cualquiera de los conocidos, de gobierno de lunáticos, quiero decir. Deseaba poner a prueba su invento, supongo, de modo que persuadió al resto de los pacientes para que se unieran a él en una conspiración para derrocar a los poderes reinantes.
-¿Y tuvo realmente éxito?
-Sin duda alguna. Los vigilantes y los vigilados fueron rápidamente forzados a intercambiar sus puestos. Tampoco fue así en realidad, ya que los locos habían gozado de libertad, mientras que los guardianes fueron encerrados a partir de entonces en las celdas y tratados, lamento decirlo, de manera muy caballerosa.
-Pero supongo que pronto se produciría una contrarrevolución. Ese estado de cosas no podría haber existido durante demasiado tiempo. Los campesinos de la vecindad... los visitantes que vinieran a ver el lugar... habrían dado la alarma.
-Ahí es donde usted se equivoca. El cabecilla rebelde era demasiado astuto para eso. No permitía absolutamente ninguna visita, con la excepción, un día de la de un joven caballero de aspecto extremadamente estúpido, del cual no tenía ninguna razón para temer nada. Le dejó entrar a ver el lugar sólo por aquello de la variedad, para divertirse un rato con él. En cuanto le hubo tomado el pelo lo suficiente, le dejó salir para que siguiera con sus asuntos.
-¿Y durante cuánto tiempo reinaron entonces los locos?
-Oh, durante mucho tiempo, un mes, por lo menos; cuánto tiempo más no sabría decirle con seguridad. En ese tiempo, los lunáticos se corrieron la gran Juerga, eso puede usted jurarlo. Prescindieron de sus ropas raídas y tomaron al asalto el guardarropa familiar y las joyas. Los sótanos del château estaban bien surtidos de vino, y estos locos son precisamente gente que sabe beberlo. Vivieron bien, eso se lo puedo asegurar.
-¿Y el tratamiento? ¿Cuál fue el tipo particular de tratamiento que el jefe de los rebeldes puso en práctica?
-Bueno, en cuanto a eso, un loco no tiene por qué ser necesariamente un tonto, como ya he comentado anteriormente, y es mí sincera opinión que su tratamiento era mucho mejor que el que vino a reemplazar. Era un sistema realmente capital, simple, pulcro, sin ningún problema en absoluto, de hecho era delicioso... era...
Aquí, las observaciones de mi anfitrión se vieron interrumpidas por otra serie de alaridos, como los que nos había sorprendido previamente. Esta vez, no obstante, parecían proceder de personas que se aproximaban con gran rapidez.
-¡Válgame el cielo! -exclamé. Sin duda, los lunáticos han conseguido escaparse.
-Mucho me temo que así sea -replicó monsieur Maillard, poniéndose extraordinariamente pálido. No había hecho más que acabar la frase cuando oímos grandes gritos e imprecaciones bajo las ventanas; e inmediatamente después se hizo evidente que algunas personas estaban intentando entrar desde el exterior. La puerta estaba siendo golpeada con lo que parecía ser un martillo pilón, y las contraventanas estaban siendo sacudidas con prodigiosa violencia.
A raíz de esto sobrevino una escena de la más terrible confusión. Monsieur Maillard, muy para mi asombro, se lanzó bajo el aparador. Había esperado de él algo más de decisión. Los miembros de la orquesta, que, a lo largo de los últimos quince minutos, habían parecido estar excesivamente embriagados como para tocar, se pusieron en pie al instante, y, agarrando sus instrumentos, saltaron sobre la mesa y empezaron a tocar, todos a la vez, “Yankee Doodle”, que interpretaron, si bien no exactamente a tono, al menos sí con sobrehumana energía, durante toda la duración de aquel pandemónium.
Mientras tanto, el caballero al que tan trabajosamente se le había impedido hacerlo anteriormente, saltó sobre la mesa, entre los vasos y las botellas. En cuando se hubo aposentado allí, comenzó un discurso que hubiera sido sin duda magnífico si tan sólo se le hubiera podido oír. En aquel mismo instante, el hombre que sentía predilección por las pirindolas se dedicó 8 dar vueltas por toda la habitación, con inmensa energía y con los brazos extendidos, formando un ángulo recto con el cuerpo; de modo que efectivamente parecía una pirindola, e iba derribando a todo aquel que se interponía en su camino. Y al oír también en aquel momento el estampido y el burbujeo de una botella de champagne, descubrí finalmente que era el personaje que había imitado a una botella de aquella bebida tan delicada durante la cena. Por su parte, el hombre-rana croaba como si la salvación de su alma dependiera de cada nota que emitía. Y en medio de todo este maremagnum surgió el rebuznar de un burro, destacándose de todo lo demás. En cuanto a mi vieja amiga, madame Joyeuse, me entraron verdaderas ganas de llorar, ya que la pobre dama parecía estar absolutamente perpleja. Todo lo que fue capaz de hacer fue ponerse en un rincón, junto a la chimenea, y cantar incesantemente y con todas sus fuerzas: “¡Cock-a-doodle-de-dooooh!”.
Y entonces llegó el climax, la catástrofe de aquel drama. Al no ser ofrecida ninguna resistencia, aparte de los aullidos, los alaridos y los kikiriquíes a la aproximación del grupo del exterior, las diez ventanas cedieron con gran rapidez y casi simultáneamente. Pero jamás podré olvidar mi asombro y mi horror cuado vi que lo que entraba por las ventanas, cayendo entre nosotros pêle-mêre, peleando, pisoteando, arañando y aullando era lo que a mí me pareció en aquel momento un perfecto ejército de chimpancés, orangutanes y enormes babuinos negros del cabo de Buena Esperanza.
Recibí una terrible paliza, después de la cual rodé bajo un sofá, quedándome inmóvil. No obstante, después de llevar allí unos quince minutos, tiempo durante el cual estuve escuchando con toda atención lo que ocurría en la habitación, llegué a un dénouement satisfactorio de aquella tragedia. Monsieur Maillard, al parecer, no había hecho más que narrarme sus propios logros al hablarme del lunático que había incitado a sus compañeros a la rebelión. Este caballero había sido efectivamente, hacía ya dos o tres años, el superintendente de la institución, pero se volvió loco a su vez, ingresando así como paciente. Este hecho no era conocido por mi compañero de viaje, que fue el que hizo las presentaciones. Los guardianes, en número de diez, habiendo sido capturados por sorpresa, fueron cubiertos en primer lugar de brea, siendo después cuidadosamente emplumados, y finalmente encerrados en celdas subterráneas. Habían permanecido en esta situación durante más de un mes, y durante todo ese período, monsieur Maillard les permitió generosamente disponer no sólo de brea y plumas (que en ellas consistía su sistema), sino también de algo de pan y agua en abundancia. Esta era bombeada sobre ellos todos los días. Finalmente, uno que consiguió escapar a través de una alcantarilla puso en libertad a todos los demás.
El “sistema de apaciguamiento” con importantes modificaciones, ha sido implantado de nuevo en el château; sin embargo, no puedo dejar de estar de acuerdo con monsieur Maillard en que su propio “tratamiento” era magnífico a su manera. Como observó él con justeza, era “simple, pulcro y no suponía ningún problema, absolutamente ninguno”.
Sólo tengo que añadir que aunque he buscado por todas las librerías de Europa los trabajos del doctor Brea y del profesor Pluma, he fracasado estrepitosamente hasta hoy en mis intentos de encontrar un ejemplar.

1.011. Poe (Edgar Allan)

No hay comentarios:

Publicar un comentario