En el otoño de 18..., en el transcurso de una gira por las
provincias del extremo sur de Francia, mi ruta me llevó hasta pocas millas de
distancia de una cierta Maison de
Santé, o manicomio privado, acerca del cual había oído hablar
mucho en París a mis amigos médicos. Dado que nunca había visitado un lugar
semejante, consideré que aquella oportunidad era demasiado preciosa como para
dejarla escapar, y propuse, por lo tanto, a mi compañero de viaje (un caballero
con el que había trabado amistad casualmente unos días antes) que nos
desviáramos de nuestro camino, durante una hora o así, para echar un vistazo al
establecimiento. El se opuso a esto, argumentando prisa ,
en primer lugar, y como segundo motivo, un horror muy normal a ver a un lunático.
Me rogó, no obstante, que no dejara que la cortesía me impidiera satisfacer mi
curiosidad, diciendo que él seguiría su camino tranquilamente para que yo
pudiera alcanzarle aquel mismo día o, en el peor de los casos, el día
siguiente. Mientras nos despedíamos se me ocurrió pensar que tal vez pudiera
haber algunas dificultades para obtener acceso al lugar, y mencioné mi
preocupación acerca de ello. Él replicó que, de hecho, a menos que conociera personalmente
al superintendente, monsieur
Maillard, o tuviera en mi poder alguna credencial, como por ejemplo una carta,
podría, en efecto, encontrarme con algunas dificultades, ya que las reglas de
aquellas casas de locos privadas eran mucho más estrictas que las de los
hospitales públicos. Por su parte, añadió, conocía de pasada a Maillard desde
hacía algunos años, y estaba dispuesto a ayudarme hasta el punto de acompañarme
hasta la puerta y presentármelo, aunque su opinión acerca del asunto no le permitiera
entrar dentro de la casa.
Le di las gracias, y saliendo de la carretera principal
nos adentramos por un camino lateral cubierto de hierbajos que, al cabo de
media hora de viaje, se perdía prácticamente en una densa floresta que cubría
la base de una montaña. Habíamos cabalgado a través de aquel oscuro y húmedo
bosque durante un par de millas cuando apareció ante nuestra vista la Maison de Santé. Era un chotean
fantástico, muy deslavazado y, de hecho, escasamente habitable a causa de su
antigüedad y de la falta de cuidados. Su aspecto me produjo verdadero horror, y
deteniendo mi caballo estuve a punto de volverme atrás. No obstante, pronto me
avergoncé de mi debilidad y seguí adelante.
Mientras cabalgábamos hacia la entrada me di cuenta que
estaba medio abierta, y vi la cara de un hombre mirándonos desde la misma. Un
instante después, el hombre se adelantó, se dirigió a mi compañero llamándole
por su nombre, le estrechó cordialmente la mano y me rogó que descendiera del
caballo. Era el mismísimo monsieur
Maillard. Un caballero corpulento, de mag nífico
aspecto, de la vieja escuela, pulido comportamiento y un cierto aire de
gravedad, dignidad y autoridad que resultaban muy imponentes.
Mi amigo, una vez que me hubo presentado, mencionó mi
deseo de inspeccionar el lugar, y recibió toda clase de seguridades de que el
mismo monsieur Maillard me atendería.
Se despidió de nosotros y no volví a verle.
Cuando se hubo ido, el superintendente me hizo pasar a una
pequeña salita, extraordinariamente pulcra, que contenía, entre otras pruebas
de un gusto refinado, numerosos libros, dibujos, jarrones de flores e
instrumentos musicales. Un alegre fuego ardía en la chimenea. Sentada al piano,
cantando un aria de Bellini, había una joven y bellísima mujer que, al entrar
yo, hizo una pausa en su canto, recibiéndome con graciosa cortesía. Hablaba en
voz baja y toda su actitud era sumisa .
Me pareció también detectar señales de dolor en su semblante, que era
extraordinariamente pálido, aunque para mi gusto no desagradable. Iba de luto riguroso,
y produjo en mi pecho sensaciones entremezcladas de respeto, interés y
admiración.
Había oído decir en París que la institución de monsieur Maillard funcionaba con un
sistema conocido vulgarmente como el “sistema de apaciguamiento”; que se
rehuían todos los castigos; que incluso pocas veces se recurría a la reclusión;
que los pacientes, aunque vigilados en secreto, disfrutaban aparentemente de
amplia libertad, y que, en su mayor parte, tenían derecho a vagar por la casa y
sus terrenos con la indumentaria de un individuo en su sano juicio.
Conservando estas impresiones en mi cerebro, tuve gran
cuidado con lo que decía ante la joven dama, ya que no podía estar seguro de
que estuviera cuerda, y, de hecho, existía una especie de brillo inquieto en
sus ojos que estuvo a punto de hacerme pensar que no lo estaba. Limité, por lo
tanto, mis comentarios a tópicos vulgares y, de entre éstos, a aquellos que, en
mi opinión, no resultaran desagradables o excitantes para un lunático. Ella
replicó de forma perfectamente racional a todo lo que yo dije, e incluso sus
observaciones llevaban la impronta del mayor sentido común. Pero mi amplio
contacto con la metafísica de la manía me había enseñado a no fiarme de tales
muestras de cordura, y seguí aplicando, a todo lo largo de la entrevista, la
misma prudencia con la que la había comenzado.
Al cabo de un rato, un elegante lacayo con librea nos
trajo una bandeja en la que había frutas, vino y otros refrescos, a los cuales
hice honor, mientras que la joven dama abandonaba poco después el cuarto.
Mientras se iba le dirigí una mirada interrogante a mi anfitrión.
-No -dijo-, ¡oh, no!; es un miembro de mi familia, mi
sobrina, y es una mujer de lo más preparada.
-Le presento un millón de excusas por mis sospechas -repliqué
yo-, pero por supuesto usted sabrá excusarme. La excelente administración con
que lleva usted sus asuntos es bien conocida en París y pensé que era
remotamente posible que..., usted me comprende...
-Claro, claro. No me diga usted más, o tal vez sea yo el
que debiera agradecerle la encomiable prudencia que fea demostrado. Muy rara
vez tenemos ocasión de disfrutar de una consideración como la suya entre los
hombres jóvenes; y en más de una ocasión ha ocurrido algún lamentable contratiempo
a causa de la falta de cuidado de nuestros visitantes. Mientras estaba aún en
funciones mi anterior sistema, y los pacientes eran libres de vagar por donde
quisieran, era frecuente que se vieran excitados hasta un peligroso estado de
frenesí por personas carentes de juicio que venían a inspeccionar la casa. Por
lo tanto me vi obligado a implantar un rígido sistema de exclusividad y así
nadie puede obtener acceso a la casa sin que yo esté seguro de poder confiar en
su discreción.
-¡Mientras estaba aún en funciones su anterior sistema! -dije,
repitiendo sus palabras. ¿Debo entender entonces que el “sistema de apaciguamiento”,
del que tanto he oído hablar, ha sido ya abandonado?
-Así es -replicó él. Hace ya varias semanas que llegamos
a la decisión de abandonarlo para siempre.
-¿Ah, sí? ¡Me deja usted asombrado!
-Descubrimos, señor -dijo suspirando-, que era absolutamente
necesario volver a las antiguas usanzas. El peligro que planteaba el sistema de
apaciguamiento fue siempre aterrador, y sus ventajas han sido excesivamente
sobrevaloradas. En mi opinión, señor, en esta casa ha sido sometido el sistema
a una prueba justa, si es que alguna vez lo fue. Hicimos todo lo que un
humanismo racional podía sugerir. Lamento que no haya podido usted hacernos una
visita en la etapa anterior para que hubiera podido usted juzgar por sí mismo.
Pero supongo que debe usted estar familiarizado con la práctica del apaciguamiento...
con sus detalles.
-No del todo. Todo lo que he oído ha sido de tercera o
cuarta mano.
-Podría entonces definir el sistema en términos generales
como un sistema en el que los pacientes estaban ménagés, o sea, se les seguía la corriente.
Nosotros no contradecíamos ninguna de las fantasías que se les pasaran por la imag inación a los locos. Por el contrario, no
solamente las tolerábamos, sino que las favorecíamos, y muchas de nuestras curaciones
más espectaculares las hemos logrado así. No hay ningún argumento que afecte
tanto a la débil razón del loco como la del reductio ad absurdum. Hemos
tenido hombres, por ejemplo, que creían ser gallinas. La cura consistía en
considerar aquello como un hecho, en acusar al paciente de ser un estúpido por
no considerarlo como un hecho lo suficientemente serio, y así, le negábamos
durante una semana todo alimento que no fuera el propio de una gallina. Por
este procedimiento se conseguía que un poco de grano y cascajo realizaran
maravillas.
-¿Y eso era todo?
-En absoluto. Nosotros teníamos mucha fe en los entretenimientos
de tipo sencillo, como la música, los ejercicios gimnásticos en general, las cartas,
ciertas clases de libros y así sucesivamente. Fulgíamos tratar a cada individuo
como si tuviera alguna enfermedad física normal, y la palabra “locura” no se
empleaba jamás. Un factor de gran importancia fue el hacer que cada lunático
vigilara los actos de todos los demás. El demostrar confianza en la comprensión
o la discreción de un loco es ganársela en cuerpo y alma. Por este
procedimiento pudimos prescindir de un oneroso cuerpo de guardianes.
-¿Y no practicaban ustedes ningún tipo de castigo?
-Ninguno.
-¿Y nunca confinaban ustedes a sus pacientes?
-Muy rara vez. De tarde en tarde, cuando la enfermedad de
algún individuo se traducía en una crisis, o le producía algún acceso furioso,
le colocábamos en una celda secreta, para evitar que su afección pudiera
contagiar al resto, y le manteníamos allí hasta que podíamos despedirle de sus
amigos, ya que nosotros no tenemos nada que hacer con un loco peligroso.
Normalmente, se le trasladaba a un hospital público.
-Y ahora han prescindido de todo esto... ¿y cree usted que
es para bien?
-Definitivamente. El sistema tiene sus ventajas e incluso
sus peligros. Afortunadamente ha sido ya abandonado en todas las Maisons de Santé de Francia.
-Estoy muy sorprendido -dije- por lo que me cuenta; porque
me habían asegu rado que no existía
en este momento ningún otro método para el tratamiento de la manía en todo el
país.
-Es usted muy joven aún, amigo mío -replicó mi anfitrión-,
pero llegará el día en que aprenderá a juzgar por sí mismo lo que ocurre en el
mundo, sin tener que confiar en los chismorrees de los demás. No crea usted
nada de lo que oiga, y sólo la mitad de lo que vea. Ahora bien, en cuanto a
nuestras Maisons de Santé,
es evidente que ha sido usted confundido por algún ignorante. No obstante,
después de la cena, cuando esté usted suficientemente recuperado de la fatiga
de su viaje, le acompañaré con mucho gusto a recorrer toda la casa, y le
familiarizaré con un sistema que, en mi opinión, y en la de todos aquellos que
han sido testigos de su forma de operación, es sin comparación el más eficaz de
todos cuantos se han ensayado hasta hoy.
-¿Su propio sistema? -pregunté. ¿Uno de su propia
invención?
-Me siento orgulloso de poder decir que así es -replicó-,
al menos en cierta medida.
De esta manera estuve conversando con monsieur Maillard durante una hora o dos, en las cuales me mostró
los jardines y los invernaderos del lugar.
-No puedo dejarle ver a mis pacientes -me dijo- en este
momento. Para una mente sensible, siempre hay algo de desagradable en este tipo
de espectáculos, y no quiero estropear su apetito antes de la cena. Cenaremos.
Le puedo ofrecer ternera á la St Menehoult ,
con coliflor en salsa velouté,
y después un vaso de Clos de
Vougeôt. Después de eso, sus nervios estarán mucho más firmes que
ahora.
A las seis nos anunciaron que la cena estaba servida, y mi
anfitrión me condujo a una gran Salle á manger, donde estaba reunida una numerosa
concurrencia, unas veinticinco o treinta personas en total. Eran aparentemente
personas de alto rango, desde luego de elevada cuna, aunque sus atuendos,
pensé, eran extravagantemente ostentosos, participando quizá en demasía del ville cour. Me fijé en que al menos
dos tercios de los invitados eran damas, y algunas de éstas iban ataviadas de
una forma que ningún parisiense consideraría de buen gusto hoy en día. Muchas
mujeres, por ejemplo, cuya edad no podía ser inferior a los setenta años, iban
cubiertas con gran profusión de joyas, como anillos, brazaletes y pendientes, y
exhibían pechos y brazos vergonzosamente desnudos. Observé también que muy
pocos trajes estaban bien hechos, o al menos que muy pocos de ellos sentaban
bien a los que los llevaban puestos. Mirando alrededor descubrí a aquella
interesante muchacha que monsieur
Maillard me había presentado en la salita, y cuál no sería mi sorpresa al ver
que llevaba un miriñaque y un guardainfante, junto con unos zapatos de tacón
alto y una capa sucia de bordado de Bruselas, que le estaba tan grande, que
hacía a su cara ridículamente diminuta. Cuando la vi por vez primera iba vestida
muy atractivamente de luto riguroso. En pocas palabras, había algo de extraño
en los atuendos de todos los reunidos, que al principio me hizo volver a mi
idea original del “sistema de apaciguamiento” y a imag inarme
que monsieur Maillard había decidido
mantenerme engañado hasta después de la cena para que no experimentara
sensaciones desagradables durante ésta, al encontrarme cenando con lunáticos,
pero yo recordaba haber sido informado en París que los provincianos del sur
eran gente particularmente excéntrica, con gran cantidad de ideas anticuadas, y
también, al conversar con algunos de los reunidos, mi aprensión desapareció por
completo y al instante.
El mismo comedor, aunque tal vez fuera lo suficientemente
confortable y tuviera las dimensiones adecuadas, no tenía gran cosa de
elegante. Por ejemplo, el suelo carecía de alfombra. No obstante, en Francia es
muy frecuente prescindir de ellas. También las ventanas carecían de cortinas;
las contraventanas, que estaban cerradas, estaban asegu radas
por medio de barras de hierro, dispuestas diagonalmente, a la manera de los
cierres de nuestras tiendas. El salón, como pude observar, formaba por sí mismo
un ala del château, de
modo que las ventanas cubrían tres lados del paralelogramo, estando situada la
puerta en el cuarto lado. No había menos de un total de diez ventanas.
La mesa estaba soberbiamente servida: repleta de platos de
plata labrada, y más que repleta de exquisitas viandas. La profusión de éstas
era absolutamente bárbara. Había carnes suficientes como para haber agasajado
al Ana kim. Jamás en mi vida había
tenido yo ocasión de presenciar un despilfarro tan profuso de las cosas buenas
de la vida. No obstante, la disposición de éstas parecía revelar una carencia
de buen gusto, y mis ojos, habituados a las luces discretas, se vieron
tristemente ofendidos por la prodigiosa luminosidad de una multitud de velas de
ceras, que dispuestas en candelabros de plata, estaban colocadas sobre la mesa,
y alrededor de toda la habitación, en todo sitio donde era posible encontrar un
lugar para las mismas. Había varios sirvientes activos encargados del servicio,
y sobre otra gran mesa, situada al extremo opuesto de la habitación,, estaban
sentadas siete u ocho personas provistas de violines, pífanos, trombones y un
tambor. Estos individuos consiguieron molestarme mucho en determinados
instantes durante la comida, haciendo una infinita variedad de ruidos, que se
suponía que eran música, y que parecían suministrar gran entretenimiento a
todos los presentes, con la sola excepción de mi persona.
En términos generales, no pude evitar el pensar que había
mucho de bizarro en todo lo que veía, pero después de todo, en el mundo
tiene que haber de todo, todo tipo de personas, con todo tipo de formas de
pensar, y todo tipo de convenciones sociales. Por otra parte, yo había viajado
ya tanto, que era todo un adepto al nil admirari; de modo que tomé asiento con gran ecuanimidad
al lado de mi anfitrión, y teniendo como tenía un gran apetito, hice justicia a
las delicias que colocaron ante mí.
La conversación entre tanto era animada y general. Las
damas, como de costumbre, hablaban mucho. Pronto descubrí que prácticamente
todos los presentes eran gente de educación, y mi anfitrión era por sí mismo
todo un mundo de humorísticas anécdotas. Parecía estar perfectamente dispuesto
a hablar de su posición como superintendente de una Maisón de Santé, y, de hecho,
el tema de la locura era, muy para mi sorpresa, uno de los favoritos de todos
los presentes. Se contó un gran número de divertidas historias, que hacían
referencia a los caprichos de los pacientes.
-Tuvimos aquí una vez a un individuo -dijo un grueso
caballero que estaba sentado a mi derecha-, un individuo que creía ser una
tetera y, dicho sea de paso, ¿no les resulta singular el ver la frecuencia con
la que esta idea se apodera de la mente de los lunáticos? No existe
prácticamente en toda Francia un manicomio que no albergue alguna tetera
humana. Nuestro caballero era una tetera de porcelana de Bretaña, y ponía
grandes cuidados en pulirse cada mañana con una gamuza y pulimentador.
-Y después -dijo un hombre alto, que estaba justo enfrente-,
tuvimos aquí, no hace mucho, a una persona que se le había metido en la cabeza
que era un borrico, lo que, hablando alegóricamente dirán ustedes, era bastante
cierto. Era un paciente molesto, y nos dio mucho trabajo mantenerle controlado.
Durante un buen tiempo se negó a comer nada que no fueran cardos, pero de esta
idea conseguimos curarle pronto, insistiendo en que no comiera ninguna otra
cosa. Después se dedicaba continuamente a dar coces, así..., así...
-¡Señor De Kock! ¡Le agradecería que se comportara usted
como es debido! -le interrumpió una vieja dama, que estaba sentada junto al que
hablaba-. ¡Haga el favor de dejar los pies quietos! ¡Ha estropeado usted mi
brocado! ¿Es que acaso le parece necesario ilustrar sus comentarios de una
forma tan práctica? Nuestro amigo aquí presente puede, sin duda, comprenderle
sin necesidad de que haga usted todo eso. Palabra de honor que es usted casi
igual de borrico que lo que aquel pobre desgraciado creía ser. Lo hace usted
con mucha naturalidad, por mi vida!
-¡Mille pardons, Ma’m’selle! -respondió monsieur
De Kock, a quien iba dirigido todo esto. ¡Mil perdones! No tenía ninguna
intención de ofenderla, ma’m’selle Laplace. Monsieur De Kock se permitirá el honor de tomar vino con usted.
Dicho esto, monsieur
De Kock hizo una profunda reverencia, besó su mano muy ceremoniosamente y tomó
vino con ma’m’selle Laplace.
-Permítame, mon ami -dijo entonces monsieur
Maillard, dirigiéndose a mí-, permítame que le ofrezca una porción de esta
ternera à la St Menehoult ,
la encontrará particularmente exquisita.
En ese instante, tres robustos camareros habían conseguido
depositar sin contratiempos una enorme fuente o trinchador, conteniendo lo que
supuse que sería el “monstrum, horrendum, informe, ingens, cui lumen
adeptum”. Un escrutinio más
detallado me reveló, no obstante, que no era más que una pequeña ternera asada
entera, colocada de rodillas, con una manzana en la boca, del mismo modo en que
los ingleses adornan la liebre.
-No, muchas gracias -repliqué-; si he de serle sincero, no
soy particularmente aficionado a la ternera á la St...
¿cómo era?... Ya que me temo que no me sienta del todo bien. No obstante, sí
que aceptaría probar un poco de conejo.
Había diversos platos complementarios dispuestos sobre la
mesa, que contenían lo que parecía ser conejo común francés, un muy delicioso morceau, que puedo recomendarles.
-Pierre -gritó mi anfitrión, cambia el plato a este caballero
y dale una pieza de costado de este conejo au-chat.
-¿De este qué? -dije yo.
-De este conejo au-chat.
-Oh, muchas gracias, pero, pensándolo bien, déjelo. Me
serviré yo mismo un poco de jamón.
-No hay forma de saber lo que uno come, me dije a mí
mismo, en las mesas de esta gente de provincias. No pienso probar su conejo au-chat, y ya que estamos en ello,
tampoco su gato-au-conejo.
-Y después -dijo un personaje de aspecto cadavérico, que
estaba casi al final de la mesa, recogiendo el hilo de la conversación donde
ésta había sido interrumpida, y después, entre otras rarezas, tuvimos un
paciente una vez, que con gran tozudez insistía e que era un queso de Córdoba,
y se dedicaba a pasearse con un cuchillo en la mano, pidiendo a sus amigos que
probaran un trozo de su muslo.
-Era un gran tonto, sin duda alguna -le interrumpió alguien,
pero no se le puede comparar con cierto individuo, al que todos conocemos,
excepto este caballero de fuera. Me refiero a aquel hombre que creía ser una
botella de champagne, y que siempre estaba haciendo estampidos e imitando el
ruido de las burbujas de la siguiente manera.
Al llegar aquí, el que hablaba, haciendo, en mi opinión,
una exhibición de mal gusto, se metió el pulgar derecho en la mejilla
izquierda, sacándolo con un ruido semejante al del tapón de una botella, y
después, con un hábil movimiento de la lengua sobre los dientes produjo un
agudo silbido y un borboteo que duraron varios minutos, imitando el ruido
producido por la espuma del champagne. Este comportamiento, según pude apreciar
claramente, no fue del agrado de monsieur
Maillard, pero este caballero no dijo nada, y la conversación se vio reanudada
por un hombre pequeño y muy delgado, que lucía una gran peluca.
-Y después tuvimos a un ignorante -dijo, que se confundía
a sí mismo con una rana, lo que, dicho sea de paso, parecía, y no poco. Me
gustaría que hubiera podido usted verle, señor -dijo dirigiéndose a mí el que
estaba hablando; le hubiera hecho a usted mucho bien el ver el aire de
naturalidad que tenía. Señor, si aquel hombre no era una rana, no puedo por
menos que observar que es una pena que no lo fuera. Su manera de croar así
“¡o-o-o-gh!, ¡o-o-o-gh!” era el sonido más mag nífico
del mundo natural, y cuando ponía los codos sobre la mesa de esta forma,
después de haber tomado uno o dos vasos de vino, y distendía su boca, así, y
ponía los ojos en blanco, de esta manera, y los hacía parpadear con asombrosa
rapidez, así, entonces, señor, me atrevo a asegu rar
que hubiera usted enloquecido de admiración ante el genio de aquel hombre.
-No me cabe la menor duda -dije.
-Y también -dijo alguien, estaba el Petit Gaillard, que
creía ser un pellizco de rapé, y que estaba realmente preocupado porque no
podía cogerse entre el índice y el pulgar.
-También estaba Jules Desoulieres, que era un genio muy
singular, y que se volvió loco pensando que era una calabaza. Se dedicaba a
perseguir al cocinero pidiéndole que hiciera una tarta con él, a lo que el
cocinero se negaba indignado. Por lo que a mí respecta, no me atrevería a decir
que una tarta de calabaza á la Desoulieres
no hubiera resultado un plato realmente capital.
-¡Me asombra usted! -dije, y miré inquisitivamente hacia monsieur Maillard.
-¡Ha! ¡Ha! ¡Ha! -dijo aquel caballero. ¡He! ¡He! ¡He!...
¡Hi! ¡Hi! ¡Hi!... ¡Ho! ¡Ho! ¡Ho!... ¡Hu! ¡Hu! ¡Hu!... ¡Muy bueno, sí señor! No
debe usted asombrarse, mon ami;
aquí nuestro amigo es un chistoso -a drôle, no debe usted tomarle al pie de la letra.
-Y también -dijo alguna otra persona de las reunidas,
también estaba Bouffon Le Grand, otro personaje extraordinario a su manera.
Perdió la cabeza a causa del amor, y creía que estaba en posesión de dos
cabezas. Una de éstas, él mantenía que era la cabeza de Cicerón; la otra, la
consideraba una cabeza compuesta, siendo de Demóstenes desde la frente hasta la
boca, y de lord Brougham desde la boca hasta la barbilla. No es del todo
imposible que estuviera equivocado, pero hubiera sido capaz de convencer a
cualquiera de que estaba en lo cierto, y que era un hombre de gran elocuencia.
Era un verdadero apasionado por la retórica, y era incapaz de no exhibirse. Por
ejemplo, solía saltar sobre la mesa del comedor de esta forma, y... y...
En ese momento, un amigo, sentado junto al que estaba
hablando, le puso la mano sobre el hombro y le susurró unas cuantas palabras al
oído; después de lo cual el orador dejó de hablar de repente, hundiéndose de
nuevo en su silla.
-Y después -dijo el hombre que le había hablado al oído,
estaba Boullard, la pirindola. Le llamo la pirindola porque tenía la extraña,
aunque no del todo irracional, idea de que se había convertido en una
pirindola. Se hubiera usted muerto de risa
si le hubiera visto dar vueltas. Se dedicaba a dar vueltas durante horas sobre
un talón, de esta forma... así...
En aquel momento, el amigo al que acababa de interrumpir
hizo exactamente lo mismo con él.
-Pues entonces -aulló una anciana dama con todas sus
fuerzas, su monsieur Boullard era un
loco, y, en el mejor de los casos, un loco muy tonto, porque, ¿quién, si me permiten
la pregunta, ha oído hablar alguna vez de un pirindola humana? Es algo absurdo.
Madame Joyeuse era una persona más sensata, como ya saben. Tenía una manía,
pero estaba repleta de sentido común, y era un placer conocerla para todos los
que habían tenido aquel honor. Descubrió, como producto de maduras
deliberaciones, que, por algún extraño accidente, se había convertido en un
gallo de cocina, pero como tal, se comportaba con la mayor propiedad. Agitaba
sus alas, produciendo un efecto prodigioso, así... así... así..., y en cuanto a
su canto, ¡era algo delicioso! “¡Cock-a-doodle-doo...
cock-a-doodle-doo... cock-a-doodle-de-doo-doo-dooo-do-o-o-o-o-o-o!”.
-¡Madame Joyeuse, le agradeceré que se comporte como es
debido! -la interrumpió nuestro anfitrión, muy enfadado. O se comporta usted
como debe hacerlo una dama, o puede usted abandonar la mesa en este mismo
instante, ¡elija usted misma!
La dama (a la que me sorprendió mucho oír llamar madame
Joyeuse, después de la descripción que de ésta acababa de hacer) enrojeció
hasta las cejas y pareció extraordinariamente avergonzada por la regañina.
Agachó la cabeza y no articuló ni una sílaba en respuesta. Pero otra dama más joven
recogió el tema. Era mi preciosa muchacha de la salita.
-¡Oh, Madame Joyeuse era tonta! -exclamó-. Pero, en cambio, la idea
de Eugenia Salsafette tenía una buena dosis de sentido común. Ella era una
bellísima y dolorosamente modesta joven dama, que consideraba las vestimentas
normales indecentes, y siempre deseó vestirse poniéndose ella al exterior de
sus ropas, en lugar de meterse dentro de ellas. Esto es algo muy fácil de
hacer, después de todo. No hay más que hacer esto... y luego, esto otro... y
esto... esto... esto... y luego, esto... esto... esto... y luego...
-¡Mon Dieu!
¡Ma’m’selle Salsafette! -gritaron a la vez una docena de personas. ¿Qué
pretende usted hacer?... ¡Deténgase!... ¡Ya es suficiente!... ¡Ya nos hemos
dado cuenta con toda claridad de cómo se hace!... ¡Quieta! ¡Quieta! -y varias
personas se abalanzaban ya sobre ella para evitar que Madame Salsafette emulara
a la Venus de
Medicea, cuando aquel resultado fue súbita y eficientemente logrado por una
serie de fuertes alaridos o gritos, procedentes de algún lugar del cuerpo
principal del chateâu.
Mis nervios se vieron muy afectados por estos alaridos,
pero el resto de la concurrencia me dio verdadera pena. Jamás había visto un
grupo de personas razonables tan asustadas en toda mi vida. Todos se pusieron
pálidos como cadáveres, y encogiéndose sobre sus asientos se quedaron temblando
y diciendo incoherencias de puro terror, y esperando oír una repetición de
aquel sonido. Volvió a producirse, más fuerte y aparentemente más cerca, y
después, por tercera vez, esta vez ya muy fuertemente, y la cuarta vez, ya con
un vigor evidentemente disminuido. Ante esta clara disminución del ruido, la congregación
recuperó inmediatamente su buen humor, y todo volvió a ser vitalidad y
anécdotas como anteriormente. Me atreví entonces a preguntar cuál había sido la
causa de aquel alboroto.
-Una mera bagatelle -me dijo monsieur
Maillard. Estamos acostumbrados ya a estas cosas, y no nos afectan gran cosa.
De cuando en cuando, los lunáticos se ponen a aullar a coro; uno arrastra a
otro, como a veces ocurre con las jaurías de perros por las noches. A veces, no
obstante, el concerto viene seguido de un intento de escapar. En esos
casos, hay que admitir la existencia de un cierto peligro.
-¿Cuántos tiene usted a su cargo?
-De momento no tenemos más que diez, todos incluidos.
-En su mayor parte, hembras, supongo.
-Oh, no; todos ellos son hombres, y hombres robustos, se
lo puedo asegu rar.
-¿De veras? Tenía entendido que la mayor parte de los
lunáticos pertenecían al sexo débil.
-En general, así es, pero no siempre. Hace algún tiempo
había aquí alrededor de veintisiete pacientes, y de ellos, no menos de
dieciocho eran mujeres, pero últimamente las cosas han cambiado, como puede
usted ver.
-Sí, han cambiado mucho, como puede usted ver -le interrumpió
aquí el caballero que había roto las espinillas a ma’m’selle Laplace.
-¡Sí, han cambiado mucho, como puede usted ver! -coreó
toda la congregación como un solo hombre.
-¡Las lenguas quietas, todos ustedes! -dijo mi anfitrión,
iracundo. Como consecuencia, todos se mantuvieron en silencio durante casi un
minuto. En cuanto a una dama, que obedeció a monsieur Maillard al pie de la letra, sacó la lengua, que era
extraordinariamente larga, y se la sujetó resignadamente con ambas manos hasta
que acabaron las amenidades.
-Y esta buena señora -le dije a monsieur Maillard, inclinándome hacia él y hablando en un susurro-,
esta buena señora que acaba de hablar, que hizo lo de “cock-a-doodle-doo”...
supongo que será inofensiva... totalmente inofensiva, ¿no?
-¡Inofensiva! -exclamó mi anfitrión, con no fingida
sorpresa. Pero... pero, ¿a qué puede estarse usted refiriendo?
-Sólo un poco tocada, ¿no es eso? -le dije, tocándome la
cabeza. Doy por supuesto que no está particularmente... peligrosamente
afectada, ¿no?
-¡Mon Dieu!
¿Qué es lo que usted se imag ina? Esa
dama, que precisa mente es una vieja
amiga mía, madame Joyeuse, está tan absolutamente en su sano juicio como pueda
estarlo yo. Tiene sus pequeñas excentricidades, sin duda, pero, como usted ya
sabe, ¿qué anciana dama no las tiene?... ¡Todas las mujeres muy ancianas son
más o menos excéntricas!
-Qué duda cabe -dije yo. Qué duda cabe... Entonces, el
resto de estas damas y caballeros...
-Son mis amigos y mis encargados -me interrumpió monsieur Maillard, irguiéndose con gran hauteur-.
Mis muy buenos amigos y encargados.
-¡Cómo! ¿Todos ellos? -le pregunté. ¿Las mujeres también?
-Desde luego -dijo él. No podríamos pasarnos sin ellas;
son las mejores enfermeras para lunáticos del mundo; tienen un no sé qué que
les es peculiar, ¿sabe? Sus brillantes ojos ejercen un efecto maravilloso, algo
así como la fascinación de una serpiente, ¿comprende?
-Desde luego -dije yo, ¡desde luego! Pero se comportan de
una manera algo rara, ¿no?... Son un poco extraños, ¿no?... ¿No le parece a
usted así?
-¡Raras!... ¡Extrañas!... Válgame, ¿lo cree usted así de
veras? Desde luego, es cierto que aquí en el sur no somos excesivamente
mojigatos, que hacemos prácticamente lo que nos apetece, disfrutando de la vida
y todas esas cosas, sabe usted...
-Desde luego -dije yo, desde luego.
-Y por otra parte, tal vez este Clos de Vougeôt se suba un
poco, usted ya sabe... un poco fuerte usted
me comprende, ¿no?
-Desde luego -dije yo, desde luego. Por cierto, monsieur,
si no le entendí mal, creo que usted me dijo que habían adoptado, en lugar del
tan celebrado sistema de apaciguamiento, un sistema de rigurosa severidad.
-En absoluto. El confinamiento es necesariamente rígido,
pero el tratamiento, el tratamiento médico, quiero decir, les resulta más
agradable que otra cosa.
-¿Y este nuevo sistema es de su invención?
-No del todo. Partes de él pueden se atribuidos al doctor
Brea, del que debe usted haber oído hablar si duda, y, por otro lado, existen
modificaciones a mi sistema, que me alegro de poder atribuir a mi colega el tan
celebrado Pluma, por derecho propio, con el cual, si no me equivoco, tiene
usted el honor de mantener una íntima amistad.
-Me siento bastante avergonzado de confesar -repliqué- que
Jamás he oído ni siquiera el nombre de esos dos caballeros.
-¡Cielo santo! -exclamó mi anfitrión, retirando abruptamente
su silla y alzando las manos al cielo. ¡Sin duda no debo haberle oído bien!
¿No querría usted decir, por casualidad, que jamás había oído hablar siquiera
del erudito doctor Brea ni del tan celebrado profesor Pluma?
-Me veo obligado a confesar mí ignorancia -repliqué, pero
siempre se debe poner la verdad por encima de todas las demás cosas. No
obstante, me siento profundamente avergonzado de no conocer los trabajos de
estos dos hombres, sin duda extraordinarios. Tengo la intención, de ahora en
adelante, de buscar sus escritos y de estudiarlos con la debida atención. ¡Monsieur Maillard, me ha hecho usted,
debo confesarlo, verdaderamente me ha hecho usted sentirme avergonzado de mí
mismo!
Y así era, en efecto.
-No diga usted más, mi buen amigo -me dijo compasivamente,
oprimién-dome la mano; acompáñeme a tomar un vaso de Sauterne.
Bebimos. La congregación siguió nuestro ejemplo sin perder
comba. Charlaban, hacían bromas, reían, perpetraban un millar de actos
absurdos, los violines maullaron, el tambor rugió, los trombones barritaron
como si fueran otros tantos toros de bronce de Phalaris, y todo aquel cuadro,
que se iba haciendo cada vez más caótico, al ir los vinos ganando ascendencia,
se acabó convirtiendo en un pandemónium in petto. Mientras tanto, el señor Maillard y yo, con
algunas botellas de Sauterne y Vougeôt colocadas entre nosotros, continuábamos
nuestra conversación a pleno pulmón. Una palabra emitida en un tono normal
tenía las mismas posibilidades de ser oída que la voz de un pez desde el fondo
de las cataratas del Niágara.
-Y, señor -dije yo, aullándole en el oído-, mencionó usted
algo antes de la cena acerca de los peligros del antiguo sistema de
apaciguamiento. ¿Cómo es eso?
-Sí -replicó
él-, ocasionalmente surgían grandes peligros. No hay forma de prever los
caprichos de los locos, y, en mi opinión, así como en la del doctor Brea y la
del profesor Pluma, nunca es
prudente dejarles sueltos sin la debida vigilancia. Un lunático puede estar
“apaciguado”, como se dice habitualmente, durante un cierto tiempo, pero al
final es muy dado a volverse estrepitoso. Su astucia es, a su vez, grande y
proverbial. SÍ tiene algún objetivo a la vista, lo oculta con maravillosa
sabiduría, y la destreza con que finge cordura presenta a los metafísicos uno
de los más singulares problemas que pueda haber en el estudio de la mente humana.
Cuando un loco parece estar totalmente cuerdo, es de hecho el momento para ponerle
una camisa de fuerza.
-Pero el peligro, querido señor, del que estaba usted
hablando, con arreglo a su propia experiencia durante el tiempo que lleva a la
cabeza de esta casa... ¿acaso ha tenido usted motivos materiales para pensar
que la libertad es peligrosa en el caso de un lunático?
-¿Aquí? ¿En mi propia experiencia?... Bueno, pues podría
decir que sí. Por ejemplo, no hace mucho
se dio una extraña circunstancia en esta misma casa. El “sistema de
apaciguamiento” debe usted saber, estaba aún en marcha, y los pacientes andaban
sueltos. Se comportaban notablemente bien, tan bien, que cualquier persona con
algo de sentido común se hubiera dado cuenta de que algún diabólico proyecto se
estaba cociendo tan sólo a partir de ese único dato, a partir de que aquellos
individuos se comportaran tan notablemente bien. Y efectivamente, una bella
mañana, los encargados se encontraron atados de pies y manos, y fueron
arrojados al interior de las celdas, donde fueron atendidos, como si ellos
fueran los lunáticos, por los propios lunáticos, que habían usurpado las
funciones de sus guardianes.
-¡No me diga! ¡Jamás había oído nada tan absurdo en toda
mi vida!
-Es un hecho. Todo ocurrió por culpa de un individuo
estúpido, un lunático, al que se le había metido en la cabeza que había
inventado un sistema de gobierno mejor que cualquiera de los conocidos, de
gobierno de lunáticos, quiero decir. Deseaba poner a prueba su invento,
supongo, de modo que persuadió al resto de los pacientes para que se unieran a
él en una conspiración para derrocar a los poderes reinantes.
-¿Y tuvo realmente éxito?
-Sin duda alguna. Los vigilantes y los vigilados fueron
rápidamente forzados a intercambiar sus puestos. Tampoco fue así en realidad,
ya que los locos habían gozado de libertad, mientras que los guardianes fueron
encerrados a partir de entonces en las celdas y tratados, lamento decirlo, de
manera muy caballerosa.
-Pero supongo que pronto se produciría una contrarrevolución.
Ese estado de cosas no podría haber existido durante demasiado tiempo. Los
campesinos de la vecindad... los visitantes que vinieran a ver el lugar...
habrían dado la alarma.
-Ahí es donde usted se equivoca. El cabecilla rebelde era
demasiado astuto para eso. No permitía absolutamente ninguna visita, con la
excepción, un día de la de un joven caballero de aspecto extremadamente
estúpido, del cual no tenía ninguna razón para temer nada. Le dejó entrar a ver
el lugar sólo por aquello de la variedad, para divertirse un rato con él. En
cuanto le hubo tomado el pelo lo suficiente, le dejó salir para que siguiera
con sus asuntos.
-¿Y durante cuánto tiempo reinaron entonces los locos?
-Oh, durante mucho tiempo, un mes, por lo menos; cuánto
tiempo más no sabría decirle con seguridad. En ese tiempo, los lunáticos se
corrieron la gran Juerga, eso puede usted jurarlo. Prescindieron de sus ropas
raídas y tomaron al asalto el guardarropa familiar y las joyas. Los sótanos del
château estaban bien surtidos de vino, y estos locos son precisa mente gente que sabe beberlo. Vivieron bien, eso
se lo puedo asegu rar.
-¿Y el tratamiento? ¿Cuál fue el tipo particular de tratamiento
que el jefe de los rebeldes puso en práctica?
-Bueno, en cuanto a eso, un loco no tiene por qué ser necesariamente
un tonto, como ya he comentado anteriormente, y es mí sincera opinión que su
tratamiento era mucho mejor que el que vino a reemplazar. Era un sistema realmente
capital, simple, pulcro, sin ningún problema en absoluto, de hecho era
delicioso... era...
Aquí, las observaciones de mi anfitrión se vieron interrumpidas
por otra serie de alaridos, como los que nos había sorprendido previamente.
Esta vez, no obstante, parecían proceder de personas que se aproximaban con
gran rapidez.
-¡Válgame el cielo! -exclamé. Sin duda, los lunáticos han
conseguido escaparse.
-Mucho me temo que así sea -replicó monsieur Maillard, poniéndose extraordinariamente pálido. No había
hecho más que acabar la frase cuando oímos grandes gritos e imprecaciones bajo
las ventanas; e inmediatamente después se hizo evidente que algunas personas
estaban intentando entrar desde el exterior. La puerta estaba siendo golpeada
con lo que parecía ser un martillo pilón, y las contraventanas estaban siendo
sacudidas con prodigiosa violencia.
A raíz de esto sobrevino una escena de la más terrible confusión.
Monsieur Maillard, muy para mi
asombro, se lanzó bajo el aparador. Había esperado de él algo más de decisión.
Los miembros de la orquesta, que, a lo largo de los últimos quince minutos,
habían parecido estar excesivamente embriagados como para tocar, se pusieron en
pie al instante, y, agarrando sus instrumentos, saltaron sobre la mesa y empezaron
a tocar, todos a la vez, “Yankee Doodle”, que interpretaron, si bien no
exactamente a tono, al menos sí con sobrehumana energía, durante toda la
duración de aquel pandemónium.
Mientras tanto, el caballero al que tan trabajosamente se
le había impedido hacerlo anteriormente, saltó sobre la mesa, entre los vasos y
las botellas. En cuando se hubo aposentado allí, comenzó un discurso que
hubiera sido sin duda mag nífico si
tan sólo se le hubiera podido oír. En aquel mismo instante, el hombre que
sentía predilección por las pirindolas se dedicó 8 dar vueltas por toda la
habitación, con inmensa energía y con los brazos extendidos, formando un ángulo
recto con el cuerpo; de modo que efectivamente parecía una pirindola, e iba
derribando a todo aquel que se interponía en su camino. Y al oír también en
aquel momento el estampido y el burbujeo de una botella de champagne, descubrí
finalmente que era el personaje que había imitado a una botella de aquella
bebida tan delicada durante la cena. Por su parte, el hombre-rana croaba como
si la salvación de su alma dependiera de cada nota que emitía. Y en medio de
todo este maremag num surgió el
rebuznar de un burro, destacándose de todo lo demás. En cuanto a mi vieja
amiga, madame Joyeuse, me entraron verdaderas ganas de llorar, ya que la pobre
dama parecía estar absolutamente perpleja. Todo lo que fue capaz de hacer fue
ponerse en un rincón, junto a la chimenea, y cantar incesantemente y con todas
sus fuerzas: “¡Cock-a-doodle-de-dooooh!”.
Y entonces llegó el climax, la catástrofe de aquel drama.
Al no ser ofrecida ninguna resistencia, aparte de los aullidos, los alaridos y
los kikiriquíes a la aproximación del grupo del exterior, las diez ventanas
cedieron con gran rapidez y casi simultáneamente. Pero jamás podré olvidar mi
asombro y mi horror cuado vi que lo que entraba por las ventanas, cayendo entre
nosotros pêle-mêre,
peleando, pisoteando, arañando y aullando era lo que a mí me pareció en aquel
momento un perfecto ejército de chimpancés, orangutanes y enormes babuinos
negros del cabo de Buena Esperanza.
Recibí una terrible paliza, después de la cual rodé bajo
un sofá, quedándome inmóvil. No obstante, después de llevar allí unos quince
minutos, tiempo durante el cual estuve escuchando con toda atención lo que
ocurría en la habitación, llegué a un dénouement satisfactorio de aquella tragedia. Monsieur Maillard, al parecer, no había hecho más que narrarme sus
propios logros al hablarme del lunático que había incitado a sus compañeros a
la rebelión. Este caballero había sido efectivamente, hacía ya dos o tres años,
el superintendente de la institución, pero se volvió loco a su vez, ingresando
así como paciente. Este hecho no era conocido por mi compañero de viaje, que
fue el que hizo las presentaciones. Los guardianes, en número de diez, habiendo
sido capturados por sorpresa, fueron cubiertos en primer lugar de brea, siendo
después cuidadosamente emplumados, y finalmente encerrados en celdas
subterráneas. Habían permanecido en esta situación durante más de un mes, y
durante todo ese período, monsieur
Maillard les permitió generosamente disponer no sólo de brea y plumas (que en
ellas consistía su sistema), sino también de algo de pan y agua en abundancia.
Esta era bombeada sobre ellos todos los días. Finalmente, uno que consiguió
escapar a través de una alcantarilla puso en libertad a todos los demás.
El “sistema de apaciguamiento” con importantes modificaciones,
ha sido implantado de nuevo en el château; sin embargo, no puedo dejar
de estar de acuerdo con monsieur
Maillard en que su propio “tratamiento” era mag nífico
a su manera. Como observó él con justeza, era “simple, pulcro y no suponía
ningún problema, absolutamente ninguno”.
Sólo tengo que añadir que aunque he buscado por todas las
librerías de Europa los trabajos del doctor Brea y del profesor Pluma, he fracasado estrepitosamente hasta hoy en mis intentos de
encontrar un ejemplar.
1.011. Poe (Edgar Allan)
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