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miércoles, 18 de diciembre de 2013

La caja oblonga

Hace unos años, saqué pasaje desde Charleston, en Carolina del Sur, hasta la ciudad de Nueva York a bordo del espléndido paquebote Inde­pendence, al mando del capitán Hardy. Lo previsto era que zarpáramos el quince de ese mes (junio) si el tiempo nos acompañaba. Sin embargo, el día catorce visité el barco para disponer algunas cosas en mi camarote.
Descubrí que habría muchos pasajeros, incluso un número poco común de señoras. Figuraban en la lista varios conocidos míos, entre los cuales me complació ver el nombre de Cornelius Wyatt, joven artista que me inspiraba un cálido afecto. Había sido compañero mío en la Univer­sidad de C..., donde pasábamos juntos buena parte de nuestro tiempo. Tenía el temperamento propio de los genios, mezcla de misantropía, sen­sibilidad y entusiasmo. A estas cualidades unía el corazón más fogoso y leal que jamás haya palpitado en pecho humano.
Observé que eran tres los camarotes que figuraban a su nombre y, al consultar la lista de pasajeros, descubrí que Wyatt había reservado pasa­je para dos hermanas suyas, para su esposa y para sí mismo. Los camaro­tes eran amplios y tenían dos literas, ubicadas una encima de la otra. Desde luego, las literas eran tan angostas que no cabía en ellas más de una persona, pero era incompresible por qué se habían reservado tres camarotes para cuatro personas. En esa época pasaba yo por uno de esos períodos de cavilación que nos vuelven excesivamente curiosos con res­pecto a nimiedades y debo confesar, no sin vergüenza, que me entretuve en una diversidad de conjeturas absurdas sobre este tema del camarote supernumerario. Desde luego, no era asunto mío, pero de todos modos me dediqué pertinazmente a tratar de resolver el enigma. Por fin llegué a una conclusión que me sorprendió mucho por no haber pensado antes en ella. "Tienen un sirviente, por supuesto -me dije-; ¡qué tonto he sido en no pensar antes en una cosa tan obvia!" Volví a leer la lista y comprobé sin posibilidad de error que ningún sirviente se había embar­cado con la familia, aunque en realidad ése había sido el propósito ori­ginal, puesto que las palabras "y sirviente" figuraban en el papel y luego se las había tachado. "Debe de tratarse de equipaje extra -razoné enton­ces-, algo que Wyatt no quiere confiar a la bodega, algo sobre lo cual quiere mantener una vigilancia personal, tal vez una pintura o una obra de arte, y eso es lo que ha estado negociando con Nicolino, el judío ita­liano." Esta idea me satisfizo y por el momento renuncié a mi curiosidad.
Conocía muy bien a las dos hermanas de Wyatt, jóvenes muy ama­bles y despiertas. Pero nunca había visto a la esposa, con quien se había casado hacía poco. Sin embargo, él la había mencionado a menudo en mi presencia, con ese estilo apasionado que tenía, describiéndola como una mujer fuera de lo común por su belleza, ingenio y cualidades. No es raro que me sintiera ansioso de conocerla.
Según me dijo el capitán el día en que visité el barco (el catorce), también se encontraban a bordo Wyatt y su familia, y por ese motivo me quedé más de lo que me había propuesto con la esperanza de que me presentaran a la flamante señora. Al cabo de una hora, recibí en cambio una disculpa: "La señora de Wyatt estaba algo indispuesta y no subiría a bordo hasta el día siguiente, a la hora de zarpar."
A la mañana siguiente, cuando me dirigía desde el hotel al muelle, me encontré con el capitán Hardy y éste me comunicó que "debido a las circunstancias" (frase estúpida pero cómoda), pensaba que el Indepen­dence no podría zarpar hasta uno o dos días después y que, cuando todo estuviera listo, enviaría una persona para avisarme. Me pareció extraño, porque había una fuerte brisa del sur, pero, como no hubo explicación alguna sobre "las circunstancias" en cuestión por mucho que indagué al respecto, no tuve más remedio que volverme a casa y dejarme consumir por la impaciencia.
El mensaje del capitán se hizo esperar una semana más o menos. Pero al fin llegó y me embarqué de inmediato. El barco estaba repleto de pasajeros y había el habitual ajetreo previo a hacerse a la mar. La fami­lia Wyatt llegó cerca de diez minutos después que yo. Estaban las dos hermanas, la esposa y el propio artista, con uno de sus acostumbrados accesos de taciturna misantropía. Sin embargo, yo estaba tan habituado a verlo así que no le presté demasiada atención. Ni siquiera me presen­tó a su mujer, y este gesto de natural cortesía quedó obligada-mente a cargo de su hermana Marian, muchacha dulce e inteligente, que cum­plió su cometido con unas breves palabras apresuradas.
La señora de Wyatt llevaba un velo espeso, pero cuando lo levantó en respuesta a mi reverencia, confieso que quedé profundamente sor­prendido. No obstante, mi asombro habría sido aún mayor si una larga experiencia no me hubiera enseñado a no tener excesiva confianza en las fervientes descripciones de mi amigo Wyatt cuando se permitía comentarios sobre la belleza femenina. Si de belleza se trataba, bien sabía yo con qué facilidad se remontaba él a las regiones del ideal puro.
A decir verdad, no pude evitar que la señora de Wyatt me parecie­ra una mujer francamente vulgar. Si bien no era fea del todo, a mi juicio no estaba lejos de serlo. Sin embargo, iba vestida con un gusto exquisi­to y no tuve duda de que había cautivado el corazón de mi amigo por las más perdurables cualidades de su intelecto y su alma. Apenas si habló, y de inmediato entró en el camarote junto con el marido.
Mi vieja curiosidad se reavivó. No había ningún sirviente, eso esta­ba claro. Busqué el equipaje adicional. Después de cierta demora, llegó al muelle un carro con una caja oblonga de pino, al parecer lo único que se aguardaba. Inmediata-mente después levamos anclas y al poco tiempo cruzamos la barra felizmente y entramos en mar abierto.
Como dije, la caja de marras era oblonga. Tenía alrededor de un metro ochenta de largo por cuarenta y cinco centímetros de ancho: la observé con atención y quiero ser preciso. Ahora bien, era una forma peculiar y apenas la hube visto di crédito a mis especulaciones. Se recor­dará que yo había llegado a la conclusión de que el equipaje adicional de mi amigo debía de estar constituido por cuadros, o por lo menos un cua­dro, pues sabía que él había estado negociando varias semanas con Nico­lino. Y ahí había una caja que, por la forma, no podía contener más que una copia de La última cena, de Leonardo, copia realizada por el floren­tino Rubini el joven, la cual yo sabía en poder de Nicolino desde algún tiempo atrás. Por consiguiente, consideré que este punto estaba claro. Me reí entre dientes pensando en mi perspicacia. Wyatt nunca me había ocultado hasta ahora ninguno de sus secretos artísticos, pero esta vez intentaba evidentemente hacerme una jugarreta y contrabandear un cuadro hacia Nueva York bajo mis propias narices sin que yo me entera­ra de nada. Resolví interrogarlo a fondo en cuanto pudiera.
Pero había algo que me fastidiaba. La caja no fue a parar al camaro­te extra. Fue colocada en el propio camarote de Wyatt y allí quedó, ocu­pando casi todo el espacio libre y generando, sin duda, muchos inconvenientes para él y la mujer, máxime porque el alquitrán o la pin­tura con que se habían trazado grandes letras emitía un olor penetrante, nauseabundo para mi gusto. En la tapa figuraba la siguiente inscripción: "Señora Adelaide Curtis, Albany, Nueva York. De parte de Cornelius Wyatt. Colocar este lado hacia arriba. Tratar con cuidado."
No se me ocultaba que la señora Adelaide Curtis de Albany era la suegra de mi amigo, pero la dirección me pareció un engaño destinado especial-mente a mi persona. Estaba convencido de que la caja y su con­tenido no saldría, desde luego, del estudio de mi misántropo amigo, situado en la calle Chambers, de la ciudad de Nueva York.
Durante los tres o cuatro primeros días de travesía el tiempo se man­tuvo bueno pese al viento de proa, pues había virado al norte no bien perdimos de vista la costa. Los pasajeros, por ende, tenían muy buen ánimo y estaban bien dispuestos para las relaciones sociales. No obstan­te, debo aclarar que Wyatt y sus hermanas constituían la excepción pues se comportaban de manera muy fría y, para mí, muy descortés con el resto de los pasajeros. La conducta de Wyatt no me llamaba mucho la atención. Tenía un aspecto sombrío, incluso más de lo habitual; en rigor, casi taciturno, pero yo estaba preparado para cualquier excentricidad de su parte. Sin embargo, no había disculpa alguna para las dos hermanas. Se enclaustraron en su camarote durante la mayor parte de la travesía y pese a mi insistencia se negaron terminantemente a entablar relación alguna con nadie.
La señora de Wyatt era de lejos la más tratable. Es decir: era con­versadora, cualidad digna de aprecio en alta mar. Estableció relaciones excesivamente íntimas con la mayoría de las damas y, para mi asombro, manifestó una inequívoca predisposición a coquetear con los caballeros. Nos divertía mucho. Digo "divertía" y apenas si sé cómo explicarme. La verdad es que muy a menudo nos reíamos no con ella sino de ella. Los caballeros casi no hacían comentarios, pero las damas, a poco de andar, declararon que "era buena persona, sin atractivos físicos, muy ignorante y decididamente vulgar". Lo asombroso era que Wyatt se hubiera deja­do atrapar por semejante mujer. La hipótesis general era que había dine­ro de por medio, pero yo sabía que no era así, puesto que el propio Wyatt me había dicho que el casamiento no le aportó ni un dólar y que su espo­sa no tenía expectativa alguna de heredar. Según él, se había casado solamente por amor y su mujer era más que digna de ese amor.
Cuando pensaba en estas expresiones pronunciadas por mi amigo, confieso que me sentía perplejo. ¿Podía ser que no estuviera en su sano juicio? ¿Qué otra cosa se podía pensar? ¡Precisamente él, tan intelectual, tan detallista, con una percepción tan exquisita de lo defectuoso y una apreciación tan aguda de la belleza! Sin duda, la dama parecía querer mucho a su marido -particularmente en su ausencia- y a menudo se ponía en ridículo citando lo que había dicho su "amado esposo, el señor Wyatt". La palabra "esposo" la tenía siempre -para usar una de sus deli­cadas expresiones- "en la punta de la lengua". Entretanto, todos nota­ron que él la evitaba de manera ostensible y pasaba la mayor parte del tiempo encerrado en su camarote, donde se podría decir que vivía, dejándole a ella plena libertad para divertirse como mejor le pareciera en el salón.
De lo que veía y oía, llegué a la conclusión de que el artista, por alguna inexplicable burla del destino, o quizá por un acceso de pasión arrolladora y caprichosa, había terminado unido a una persona muy infe­rior a él, y que naturalmente se había producido luego un rechazo verti­ginoso y total. Lo compadecí desde el fondo del corazón, pero no pude por ello perdonarle su reserva sobre ha última cena, asunto sobre el cual seguí decidido a ven-garme.
Un día subió él a cubierta y, tomándolo del brazo como era mi cos­tumbre, nos pusimos a pasear de un lado a otro. Su melancolía, que me parecía muy natural dadas las circunstancias, no parecía haber dismi­nuido un ápice. Habló poco, con aire ensimismado y evidente esfuerzo. Aventuré una o dos bromas y él esbozó un lamentable simulacro de son­risa. ¡Pobre diablo! De sólo pensar en su mujer, me sorprendía que le quedara ánimo siquiera para aparentar alegría. Por último, intenté un ataque a fondo. Mepropuse hacer una serle de aluslones encublerras, o insinuaciones, con respecto a 1a caja oblonga, para que fuera dándose cuenta de que yo no había caído víctima de su inocente engaño. Mi pri­mera observación estuvo destinada a insinuar mis armas ocultas. Comenté algo sobre "la forma peculiar de esa caja" y al hablar lo miré con una sonrisa cómplice, le hice un guiño y le di un suave golpecito en las costillas con el índice.
El modo en que recibió esta broma sin consecuencias me convenció de inmediato de que se había vuelto loco. Al principio me miró como si no pudiera comprender la ingeniosidad de mis palabras, pero, a medida que la idea le penetraba en el cerebro, pareció como si los ojos quisieran salírsele de las órbitas. Primero se puso rojo, luego palideció horrible­mente y por fin, como si lo que yo había insinuado lo divirtiera enorme­mente, se echó a reír con carcajadas estruendosas e irritantes que, para mi sorpresa, fueron subiendo de tono durante diez minutos o algo más. Terminó cayendo cuan largo era sobre la cubierta. Cuando me incliné para levantarlo parecía muerto.
Pedí auxilio y logramos hacerlo volver en sí con gran dificultad. Al recuperar el sentido, estuvo hablando algún tiempo en forma incohe­rente. Por fin le hicimos una sangría y lo dejamos en cama. Al día siguiente estaba totalmente recuperado, al menos en lo que atañe a la salud física. De su mente prefiero no hablar. Lo evité durante el resto de la travesía por consejo del capitán, quien parecía compartir conmigo la hipótesis de su demencia, aunque me advirtió que no comentara el tema con los demás pasajeros.
Inmediatamente después de este ataque que tuvo Wyatt se produje­ron varios sucesos que contribuyeron a aguijonear mi curiosidad. Entre otros mencionaré el siguiente: yo estaba nervioso pues bebía mucho té cargado y dormía mal de noche, a tal punto que durante dos noches seguidas no pude pegar los ojos. Ahora bien, mi camarote daba al salón principal, como todos los ocupados por hombres solos. Los tres camaro­tes de Wyatt, en cambio, daban al salón posterior, separado del principal por una puerta corrediza que no se cerraba nunca, ni siquiera de noche. Como teníamos viento en contra casi permanente, el barco escoraba acentuadamente a sotavento y, cada vez que el lado de estribor se inclinaba en esa dirección, la puerta corrediza que separaba los salones se abría de par en par y así quedaba sin que nadie se tomara el trabajo de levantarse y cerrarla. Ahora bien, mi litera estaba ubicada en posición tal que, cuando la puerta de mi camarote estaba abierta (o sea siempre, por el calor), podía ver sin dificultad el salón posterior y el rincón que daba a los camarotes de Wyatt. Pues bien, desvelado durante dos noches (no consecutivas), pude ver que alrededor de las once la señora de Wyatt salía cautelosamente del camarote de su marido e ingresaba en el tercer camarote, donde se quedaba hasta el amanecer. Luego el marido iba a buscarla y la hacía regresar. Era evidente que estaban separados. Pre­viendo sin duda un divorcio definitivo, ocupaban cuartos aparte y esto explicaba, al fin, el misterio del tercer camarote.
Pero hubo otra circunstancia que me interesó mucho. Durante esas dos noches en vela, e inmediatamente después de haber entrado la seño­ra de Wyatt en el otro camarote, me llamaron la atención ciertos ruidos singulares, cautelosos y apagados, que provenían del camarote del mari­do. Después de escucharlos atentamente durante algún tiempo, pude por fin comprender el significado. El artista abría la caja oblonga con un escoplo y un martillo, cuyos golpes amortiguaba envolviéndolo en algu­na tela de lana o de algodón.
Escuchando de este modo me pareció que podía distinguir el momen­to preciso en que Wyatt levantaba la tapa y también cuando la retiraba para dejarla sobre la litera inferior del camarote. Me di cuenta de esto último por los golpecitos apenas audibles de la tapa contra los bordes de madera de la litera cuando Wyatt la depositaba allí con el mayor sigilo, puesto que no había lugar para ella en el piso. Después reinaba un pro­fundo silencio y en ninguna de las dos ocasiones oí nada más hasta el amanecer, salvo un sollozo ahogado o un susurro casi inaudible, que bien podía ser producto de mi propia imaginación. Era algo que hacía pensar en sollozos o susurros, pero pudo haberse tratado de cualquier otra cosa, desde luego. Más bien se podía pensar que era producto de una ilusión auditiva. Seguramente Wyatt daba rienda suelta a alguna extravagancia suya, alguno de sus arrebatos de entusiasmo artístico. Sin duda, había abierto la caja oblonga para deleitar sus ojos con el tesoro que encerra­ba. Sin embargo, no había nada en este regodeo artístico que pudiera hacerlo sollozar. Debía tratarse, por lo tanto, de un engaño de mi fanta­sía exacerbada por el té verde del buen capitán Hardy. Cada una de esas noches, faltando poco para el amanecer, oí claramente cómo Wyatt vol­vía a colocar la tapa y encajaba los clavos en su lugar con el martillo envuelto en un trapo. Hecho esto, salía al salón completamente vestido e iba en busca de su mujer, que se hallaba en el otro camarote.
Hacía siete días que estábamos en el mar y habíamos doblado ya el cabo Hatteras cuando nos acometió un viento muy fuerte del sudoeste. Sin embargo, no nos tomó del todo por sorpresa porque el tiempo se había mostrado amenazante. Todo estaba aparejado a bordo y, cuando el viento arreció, nos recostamos sobre él con dos rizos de la mesana can­greja y el trinquete.
Con este velamen navegamos sin mayores peripecias durante cua­renta y ocho horas porque el barco era excelente en muchos sentidos y no hacía agua. Al cabo de dos días, no obstante, el temporal se trans­formó en huracán y desgarró en jirones la botavara, lo que nos afectó de tal manera que de inmediato nos barrieron olas portentosas en rápida sucesión. Este accidente nos costó tres hombres y nos arruinó la cocina y casi todas las amuradas de babor. Apenas nos habíamos recobrado, cuando el viento hizo jirones el trinquete, lo que nos obligó a izar una vela de estay que nos permitió capear el temporal durante unas horas con mayor estabilidad que antes.
Pero la tempestad continuaba y no daba señales de amainar. Se vio que los aparejos no eran los que correspondían y que soportaban una tensión excesiva, de modo que al tercer día de temporal, cerca de las cinco de la tarde, un violento bandazo a barlovento arrancó el mástil de mesana y lo cruzó sobre la borda. Por espacio de una hora o más inten­tamos desprenderlo del barco para aliviar el colosal balanceo que causa­ba, pero antes de que lo lográramos, el carpintero subió a anunciarnos que había un metro veinte de agua en la bodega. Para colmo de males, las bombas de achique estaban atascadas y casi no servían.
Todo era confusión y angustia, pero se hizo un esfuerzo por aligerar el barco arrojando por la borda toda la carga que teníamos a mano y cor­tando los dos mástiles que quedaban. Pero las bombas seguían inutiliza­bles y el agua seguía entrando a toda velocidad.
Al atardecer el élemporal había amainado sensiblemente y, como el mar bajó, todavía abrigábamos la esperanza de salvarnos en los botes. A las ocho se abrieron las nubes a barlovento y tuvimos la ventaja de con­tar con luna llena, lo cual levantó nuestros alicaídos ánimos.
Con un increíble esfuerzo conseguimos por fin bajar el bote salvavi­das por el lado que menos había sufrido y embarcamos allí toda la tripu­lación y la mayor parte de los pasajeros. El grupo partió de inmediato y, tras muchas penurias, arribó sano y salvo a la caleta de Ocracoke tres días después del naufragio.
Quedamos a bordo catorce pasajeros y el capitán, dispuestos a ten­tar fortuna con el pequeño bote de popa. Lo bajamos al mar sin dificultad, aunque sólo por milagro no se anegó al tocar el agua. Una vez endere­zado, lo ocupamos el capitán y su mujer, Wyatt y su familia, un oficial mejicano con su mujer y cuatro hijos, y yo con mi sirviente de color.
Desde luego, no había lugar para nada como no fueran los instru­mentos indispensables, algunas provisiones y la ropa que llevábamos puesta. Nadie pensó siquiera en hacer el intento de salvar nada más. ¡Cuál no sería nuestro asombro entonces cuando, habiéndonos alejado algunas brazas del barco, Wyatt se puso de pie en la popa del bote y, con la mayor frescura, solicitaba al capitán que volviéramos para recuperar su caja oblonga!
-Siéntese, señor Wyatt -contestó el capitán con gesto algo hosco. Si no se queda quieto, nos hará zozobrar. La borda está casi hundida en el agua.
-¡La caja! -vociferó Wyatt, todavía de pie-. ¡La caja, le digo! Capitán Hardy, usted no puede negarse. Le aseguro que pesa muy poco, casi nada. ¡Por la madre que le dio la luz, capitán, por el amor del cielo, por lo que más quiera en este mundo, le ruego que volvamos a buscar la caja!
Durante un breve instante el capitán pareció vacilar conmovido por la súplica, pero enseguida recobró su severa compostura y dijo lacónica­mente:
-Señor Wyatt, usted está loco. No escucharé su pedido: Siéntese, le digo, o hará zozobrar el bote. ¡Quieto! ¡Deténganlo, que está por tirar­se al agua! Lo sabía... se tiró.
En efecto, mientras el capitán hablaba, Wyatt se había arrojado al agua y, como nos hallábamos todavía al socaire del barco destrozado, logró con un esfuerzo casi sobrehumano aferrarse a una cuerda que pen­día a proa. Trepó a la cubierta en un santiamén y se lanzó frenética­mente hacia su camarote.
Entretanto el mar nos había arrastrado a popa, donde el barco ape­nas nos protegía, y quedamos a merced del terrible oleaje. Hicimos un esfuerzo desesperado por regresar, pero nuestro bote era apenas una pluma en medio de la tempestad. Comprendimos entonces que la suer­te del infortunado artista estaba sellada.
A medida que nos alejábamos del barco, vimos que el loco (ya que sólo así cabía considerarlo) salía de nuevo a cubierta trayendo consigo la caja oblonga con un esfuerzo que parecía hercúleo. Lo miramos estupe­factos mientras él ataba la caja con varias vueltas de una gruesa cuerda que luego pasó alrededor de su propio cuerpo. Al minuto siguiente el cuerpo y la caja cayeron al mar y desaparecieron para siempre.
Dejamos de remar, con los ojos fijos en el punto donde se había hun­dido Wyatt. Al cabo de un rato retomamos los remos. Por espacio de una hora, nadie habló. Yo fui el primero en romper el silencio:
-¿Vio usted, capitán, con qué rapidez se hundieron? ¿No es extra­ño? Confieso que tuve una débil esperanza de que Wyatt se salvara cuando lo vi atarse a la caja y lanzarse al mar.
-Desde luego, se hundieron, y con la velocidad de una bala de plomo -contestó el capitán-. Pero ya volverán a la superficie, aunque no antes de que se disuelva la sal.
¡La sal! -exclamé.
-iSh...! -dijo el capitán señalando a la mujer y las hermanas de Wyatt. Ya hablaremos de todo esto en un momento más oportuno.
Fueron muchos nuestros sufrimientos y nos salvamos por milagro, pero la suerte nos fue propicia al igual que a nuestros compañeros del bote salvavidas. Tras cuatro días de penurias, arribamos más muertos que vivos a una playa que hay frente a la isla Roanoke. Nos quedamos allí una semana; en el buque de salvamento no nos trataron tan mal y conseguimos por fin llegar a Nueva York.
Un mes después del naufragio del Independence me encontré por casualidad en Broadway con el capitán Hardy. Naturalmente, nuestra conversación se refirió a la catástrofe y en especial a la triste suerte del pobre Wyatt. Fue así como me enteré de los detalles de la historia.
El artista había sacado pasaje para él, su mujer, sus hermanas y una criada. La esposa, tal como él la había descrito, era un dechado de belle­za y de virtudes. A la mañana del catorce de junio (día en que visité el barco por primera vez), la señora enfermó sorpresivamente y se murió. El joven marido estaba enloquecido de dolor, pero las circunstancias le impedían postergar el viaje a Nueva York. Por un lado, le era necesario entregar el cuerpo de la adorada esposa a su madre; por el otro, no igno­raba que un prejuicio universal le impediría llevar el cuerpo abierta­mente a bordo. El noventa por ciento de los pasajeros habría abandonado la nave antes que embarcarse con un cadáver.
Frente a este dilema, el capitán Hardy dispuso que se embalsamara rápidamente el cuerpo y se lo embalara con una gran cantidad de sal en una caja de las dimensiones adecuadas, y que luego se lo subiera al barco como carga. Nadie tenía que mencionar el fallecimiento de la dama y, como todos sabían que Wyatt viajaba con su mujer, alguien tenía que ocupar el lugar de ella durante el viaje. No fue difícil convencer a la cria­da de la difunta de que representara este papel. La familia conservó el camarote extra, original-mente destinado a esta joven. Desde luego, allí dormía ella todas las noches. Durante el día, representaba como podía el papel de su señora, a quien ninguno de los pasajeros del barco conocía personalmente, como el capitán se encargó de verificar.
Mi error provino de un temperamento demasiado curioso, negligen­te e impulsivo. Pero últimamente no logro dormir bien de noche. Me ponga del lado que me ponga, siempre hay una cara que me acosa. Una risa histérica resonará eternamente en mis oídos.

1.011. Poe (Edgar Allan)

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