Hace unos años, saqué
pasaje desde Charleston, en Carolina del Sur, hasta la ciudad de Nueva York a
bordo del espléndido paquebote Independence, al mando del capitán Hardy. Lo
previsto era que zarpáramos el quince de ese mes (junio) si el tiempo nos
acompañaba. Sin embargo, el día catorce visité el barco para disponer algunas
cosas en mi camarote.
Descubrí que habría
muchos pasajeros, incluso un número poco común de señoras. Figuraban en la
lista varios conocidos míos, entre los cuales me complació ver el nombre de
Cornelius Wyatt, joven artista que me inspiraba un cálido afecto. Había sido
compañero mío en la Univer sidad
de C..., donde pasábamos juntos buena parte de nuestro tiempo. Tenía el
temperamento propio de los genios, mezcla de misantropía, sensibilidad y
entusiasmo. A estas cualidades unía el corazón más fogoso y leal que jamás haya
palpitado en pecho humano.
Observé que eran tres los
camarotes que figuraban a su nombre y, al consultar la lista de pasajeros,
descubrí que Wyatt había reservado pasaje para dos hermanas suyas, para su
esposa y para sí mismo. Los camarotes eran amplios y tenían dos literas,
ubicadas una encima de la otra. Desde luego, las literas eran tan angostas que
no cabía en ellas más de una persona, pero era incompresible por qué se habían
reservado tres camarotes para cuatro personas. En esa época pasaba yo por uno
de esos períodos de cavilación que nos vuelven excesivamente curiosos con respecto
a nimiedades y debo confesar, no sin vergüenza, que me entretuve en una
diversidad de conjeturas absurdas sobre este tema del camarote supernumerario.
Desde luego, no era asunto mío, pero de todos modos me dediqué pertinazmente a
tratar de resolver el enigma. Por fin llegué a una conclusión que me sorprendió
mucho por no haber pensado antes en ella. "Tienen un sirviente, por
supuesto -me dije-; ¡qué tonto he sido en no pensar antes en una cosa tan
obvia!" Volví a leer la lista y comprobé sin posibilidad de error que
ningún sirviente se había embarcado con la familia, aunque en realidad ése
había sido el propósito original, puesto que las palabras "y
sirviente" figuraban en el papel y luego se las había tachado. "Debe
de tratarse de equipaje extra -razoné entonces-, algo que Wyatt no quiere confiar
a la bodega, algo sobre lo cual quiere mantener una vigilancia personal, tal
vez una pintura o una obra de arte, y eso es lo que ha estado negociando con
Nicolino, el judío italiano." Esta idea me satisfizo y por el momento
renuncié a mi curiosidad.
Conocía muy bien a las
dos hermanas de Wyatt, jóvenes muy amables y despiertas. Pero nunca había
visto a la esposa, con quien se había casado hacía poco. Sin embargo, él la
había mencionado a menudo en mi presencia, con ese estilo apasionado que tenía,
describiéndola como una mujer fuera de lo común por su belleza, ingenio y
cualidades. No es raro que me sintiera ansioso de conocerla.
Según me dijo el capitán
el día en que visité el barco (el catorce), también se encontraban a bordo
Wyatt y su familia, y por ese motivo me quedé más de lo que me había propuesto
con la esperanza de que me presentaran a la flamante señora. Al cabo de una
hora, recibí en cambio una disculpa: "La señora de Wyatt estaba algo
indispuesta y no subiría a bordo hasta el día siguiente, a la hora de
zarpar."
A la mañana siguiente,
cuando me dirigía desde el hotel al muelle, me encontré con el capitán Hardy y
éste me comunicó que "debido a las circunstancias" (frase estúpida
pero cómoda), pensaba que el Independence no podría zarpar hasta uno o dos
días después y que, cuando todo estuviera listo, enviaría una persona para
avisarme. Me pareció extraño, porque había una fuerte brisa del sur, pero, como
no hubo explicación alguna sobre "las circunstancias" en cuestión por
mucho que indagué al respecto, no tuve más remedio que volverme a casa y
dejarme consumir por la impaciencia.
El mensaje del capitán se
hizo esperar una semana más o menos. Pero al fin llegó y me embarqué de
inmediato. El barco estaba repleto de pasajeros y había el habitual ajetreo
previo a hacerse a la mar. La familia Wyatt llegó cerca de diez minutos
después que yo. Estaban las dos hermanas, la esposa y el propio artista, con
uno de sus acostumbrados accesos de taciturna misantropía. Sin embargo, yo
estaba tan habituado a verlo así que no le presté demasiada atención. Ni
siquiera me presentó a su mujer, y este gesto de natural cortesía quedó
obligada-mente a cargo de su hermana Marian, muchacha dulce e inteligente, que
cumplió su cometido con unas breves palabras apresuradas.
La señora de Wyatt
llevaba un velo espeso, pero cuando lo levantó en respuesta a mi reverencia,
confieso que quedé profundamente sorprendido. No obstante, mi asombro habría
sido aún mayor si una larga experiencia no me hubiera enseñado a no tener excesiva
confianza en las fervientes descripciones de mi amigo Wyatt cuando se permitía
comentarios sobre la belleza femenina. Si de belleza se trataba, bien sabía yo
con qué facilidad se remontaba él a las regiones del ideal puro.
A decir verdad, no pude evitar
que la señora de Wyatt me pareciera una mujer francamente vulgar. Si bien no
era fea del todo, a mi juicio no estaba lejos de serlo. Sin embargo, iba
vestida con un gusto exquisito y no tuve duda de que había cautivado el
corazón de mi amigo por las más perdurables cualidades de su intelecto y su
alma. Apenas si habló, y de inmediato entró en el camarote junto con el marido.
Mi vieja curiosidad se
reavivó. No había ningún sirviente, eso estaba claro. Busqué el equipaje
adicional. Después de cierta demora, llegó al muelle un carro con una caja
oblonga de pino, al parecer lo único que se aguardaba. Inmediata-mente después
levamos anclas y al poco tiempo cruzamos la barra felizmente y entramos en mar
abierto.
Como dije, la caja de
marras era oblonga. Tenía alrededor de un metro ochenta de largo por cuarenta y
cinco centímetros de ancho: la observé con atención y quiero ser preciso. Ahora
bien, era una forma peculiar y apenas la hube visto di crédito a mis
especulaciones. Se recordará que yo había llegado a la conclusión de que el
equipaje adicional de mi amigo debía de estar constituido por cuadros, o por lo
menos un cuadro, pues sabía que él había estado negociando varias semanas con
Nicolino. Y ahí había una caja que, por la forma, no podía contener más que
una copia de La última cena, de
Leonardo, copia realizada por el florentino Rubini el joven, la cual yo sabía
en poder de Nicolino desde algún tiempo atrás. Por consiguiente, consideré que
este punto estaba claro. Me reí entre dientes pensando en mi perspicacia. Wyatt
nunca me había ocultado hasta ahora ninguno de sus secretos artísticos, pero
esta vez intentaba evidentemente hacerme una jugarreta y contrabandear un
cuadro hacia Nueva York bajo mis propias narices sin que yo me enterara de
nada. Resolví interrogarlo a fondo en cuanto pudiera.
Pero había algo que me
fastidiaba. La caja no fue a parar al camarote extra. Fue colocada en el
propio camarote de Wyatt y allí quedó, ocupando casi todo el espacio libre y
generando, sin duda, muchos inconvenientes para él y la mujer, máxime porque el
alquitrán o la pintura con que se habían trazado grandes letras emitía un olor
penetrante, nauseabundo para mi gusto. En la tapa figuraba la siguiente
inscripción: "Señora Adelaide Curtis, Albany, Nueva York. De parte de
Cornelius Wyatt. Colocar este lado hacia arriba. Tratar con cuidado."
No se me ocultaba que la
señora Adelaide Curtis de Albany era la suegra de mi amigo, pero la dirección
me pareció un engaño destinado especial-mente a mi persona. Estaba convencido
de que la caja y su contenido no saldría, desde luego, del estudio de mi
misántropo amigo, situado en la calle Chambers, de la ciudad de Nueva York.
Durante los tres o cuatro
primeros días de travesía el tiempo se mantuvo bueno pese al viento de proa,
pues había virado al norte no bien perdimos de vista la costa. Los pasajeros,
por ende, tenían muy buen ánimo y estaban bien dispuestos para las relaciones
sociales. No obstante, debo aclarar que Wyatt y sus hermanas constituían la
excepción pues se comportaban de manera muy fría y, para mí, muy descortés con
el resto de los pasajeros. La conducta de Wyatt no me llamaba mucho la
atención. Tenía un aspecto sombrío, incluso más de lo habitual; en rigor, casi
taciturno, pero yo estaba preparado para cualquier excentricidad de su parte.
Sin embargo, no había disculpa alguna para las dos hermanas. Se enclaustraron
en su camarote durante la mayor parte de la travesía y pese a mi insistencia se
negaron terminantemente a entablar relación alguna con nadie.
La señora de Wyatt era de
lejos la más tratable. Es decir: era conversadora,
cualidad digna de aprecio en alta mar. Estableció relaciones excesivamente íntimas con la mayoría de
las damas y, para mi asombro, manifestó una inequívoca predisposición a coquetear
con los caballeros. Nos divertía mucho. Digo "divertía" y apenas si
sé cómo explicarme. La verdad es que muy a menudo nos reíamos no con ella sino
de ella. Los caballeros casi no hacían comentarios, pero las damas, a poco de
andar, declararon que "era buena persona, sin atractivos físicos, muy
ignorante y decididamente vulgar". Lo asombroso era que Wyatt se hubiera
dejado atrapar por semejante mujer. La hipótesis general era que había dinero
de por medio, pero yo sabía que no era así, puesto que el propio Wyatt me había
dicho que el casamiento no le aportó ni un dólar y que su esposa no tenía
expectativa alguna de heredar. Según él, se había casado solamente por amor y
su mujer era más que digna de ese amor.
Cuando pensaba en estas
expresiones pronunciadas por mi amigo, confieso que me sentía perplejo. ¿Podía
ser que no estuviera en su sano juicio? ¿Qué otra cosa se podía pensar?
¡Precisamente él, tan intelectual, tan detallista, con una percepción tan
exquisita de lo defectuoso y una apreciación tan aguda de la belleza! Sin duda,
la dama parecía querer mucho a su marido -particularmente en su ausencia- y a
menudo se ponía en ridículo citando lo que había dicho su "amado esposo,
el señor Wyatt". La palabra "esposo" la tenía siempre -para usar
una de sus delicadas expresiones- "en la punta de la lengua".
Entretanto, todos notaron que él la evitaba de manera ostensible y pasaba la
mayor parte del tiempo encerrado en su camarote, donde se podría decir que
vivía, dejándole a ella plena libertad para divertirse como mejor le pareciera
en el salón.
De lo que veía y oía,
llegué a la conclusión de que el artista, por alguna inexplicable burla del
destino, o quizá por un acceso de pasión arrolladora y caprichosa, había
terminado unido a una persona muy inferior a él, y que naturalmente se había
producido luego un rechazo vertiginoso y total. Lo compadecí desde el fondo
del corazón, pero no pude por ello perdonarle su reserva sobre ha última cena,
asunto sobre el cual seguí decidido a ven-garme.
Un día subió él a
cubierta y, tomándolo del brazo como era mi costumbre, nos pusimos a pasear de
un lado a otro. Su melancolía, que me parecía muy natural dadas las
circunstancias, no parecía haber disminuido un ápice. Habló poco, con aire
ensimismado y evidente esfuerzo. Aventuré una o dos bromas y él esbozó un
lamentable simulacro de sonrisa. ¡Pobre diablo! De sólo pensar en su mujer, me
sorprendía que le quedara ánimo siquiera para aparentar alegría. Por último,
intenté un ataque a fondo. Mepropuse hacer una serle de aluslones encublerras,
o insinuaciones, con respecto a 1a caja oblonga, para que fuera dándose cuenta
de que yo no había caído víctima de su inocente engaño. Mi primera observación
estuvo destinada a insinuar mis armas ocultas. Comenté algo sobre "la forma
peculiar de esa caja" y al hablar lo miré con una sonrisa cómplice, le
hice un guiño y le di un suave golpecito en las costillas con el índice.
El modo en que recibió
esta broma sin consecuencias me convenció de inmediato de que se había vuelto
loco. Al principio me miró como si no pudiera comprender la ingeniosidad de mis
palabras, pero, a medida que la idea le penetraba en el cerebro, pareció como
si los ojos quisieran salírsele de las órbitas. Primero se puso rojo, luego
palideció horriblemente y por fin, como si lo que yo había insinuado lo
divirtiera enormemente, se echó a reír con carcajadas estruendosas e
irritantes que, para mi sorpresa, fueron subiendo de tono durante diez minutos
o algo más. Terminó cayendo cuan largo era sobre la cubierta. Cuando me incliné
para levantarlo parecía muerto.
Pedí auxilio y logramos
hacerlo volver en sí con gran dificultad. Al recuperar el sentido, estuvo
hablando algún tiempo en forma incoherente. Por fin le hicimos una sangría y
lo dejamos en cama. Al día siguiente estaba totalmente recuperado, al menos en
lo que atañe a la salud física. De su mente prefiero no hablar. Lo evité
durante el resto de la travesía por consejo del capitán, quien parecía
compartir conmigo la hipótesis de su demencia, aunque me advirtió que no
comentara el tema con los demás pasajeros.
Inmediatamente después de
este ataque que tuvo Wyatt se produjeron varios sucesos que contribuyeron a
aguijonear mi curiosidad. Entre otros mencionaré el siguiente: yo estaba
nervioso pues bebía mucho té cargado y dormía mal de noche, a tal punto que
durante dos noches seguidas no pude pegar los ojos. Ahora bien, mi camarote
daba al salón principal, como todos los ocupados por hombres solos. Los tres
camarotes de Wyatt, en cambio, daban al salón posterior, separado del
principal por una puerta corrediza que no se cerraba nunca, ni siquiera de
noche. Como teníamos viento en contra casi permanente, el barco escoraba
acentuadamente a sotavento y, cada vez que el lado de estribor se inclinaba en
esa dirección, la puerta corrediza que separaba los salones se abría de par en
par y así quedaba sin que nadie se tomara el trabajo de levantarse y cerrarla.
Ahora bien, mi litera estaba ubicada en posición tal que, cuando la puerta de
mi camarote estaba abierta (o sea siempre, por el calor), podía ver sin
dificultad el salón posterior y el rincón que daba a los camarotes de Wyatt.
Pues bien, desvelado durante dos noches (no consecutivas), pude ver que
alrededor de las once la señora de Wyatt salía cautelosamente del camarote de
su marido e ingresaba en el tercer camarote, donde se quedaba hasta el
amanecer. Luego el marido iba a buscarla y la hacía regresar. Era evidente que
estaban separados. Previendo sin duda un divorcio definitivo, ocupaban cuartos
aparte y esto explicaba, al fin, el misterio del tercer camarote.
Pero hubo otra
circunstancia que me interesó mucho. Durante esas dos noches en vela, e
inmediatamente después de haber entrado la señora de Wyatt en el otro
camarote, me llamaron la atención ciertos ruidos singulares, cautelosos y
apagados, que provenían del camarote del marido. Después de escucharlos
atentamente durante algún tiempo, pude por fin comprender el significado. El
artista abría la caja oblonga con un escoplo y un martillo, cuyos golpes
amortiguaba envolviéndolo en alguna tela de lana o de algodón.
Escuchando de este modo
me pareció que podía distinguir el momento preciso en que Wyatt levantaba la
tapa y también cuando la retiraba para dejarla sobre la litera inferior del
camarote. Me di cuenta de esto último por los golpecitos apenas audibles de la
tapa contra los bordes de madera de la litera cuando Wyatt la depositaba allí
con el mayor sigilo, puesto que no había lugar para ella en el piso. Después
reinaba un profundo silencio y en ninguna de las dos ocasiones oí nada más
hasta el amanecer, salvo un sollozo ahogado o un susurro casi inaudible, que
bien podía ser producto de mi propia imaginación. Era algo que hacía pensar en
sollozos o susurros, pero pudo haberse tratado de cualquier otra cosa, desde
luego. Más bien se podía pensar que era producto de una ilusión auditiva.
Seguramente Wyatt daba rienda suelta a alguna extravagancia suya, alguno de sus
arrebatos de entusiasmo artístico. Sin duda, había abierto la caja oblonga para
deleitar sus ojos con el tesoro que encerraba. Sin embargo, no había nada en
este regodeo artístico que pudiera hacerlo sollozar.
Debía tratarse, por lo tanto, de un engaño de mi fantasía exacerbada por el té
verde del buen capitán Hardy. Cada una de esas noches, faltando poco para el
amanecer, oí claramente cómo Wyatt volvía a colocar la tapa y encajaba los
clavos en su lugar con el martillo envuelto en un trapo. Hecho esto, salía al
salón completamente vestido e iba en busca de su mujer, que se hallaba en el
otro camarote.
Hacía siete días que
estábamos en el mar y habíamos doblado ya el cabo Hatteras cuando nos acometió
un viento muy fuerte del sudoeste. Sin embargo, no nos tomó del todo por
sorpresa porque el tiempo se había mostrado amenazante. Todo estaba aparejado a
bordo y, cuando el viento arreció, nos recostamos sobre él con dos rizos de la
mesana cangreja y el trinquete.
Con este velamen
navegamos sin mayores peripecias durante cuarenta y ocho horas porque el barco
era excelente en muchos sentidos y no hacía agua. Al cabo de dos días, no
obstante, el temporal se transformó en huracán y desgarró en jirones la
botavara, lo que nos afectó de tal manera que de inmediato nos barrieron olas
portentosas en rápida sucesión. Este accidente nos costó tres hombres y nos
arruinó la cocina y casi todas las amuradas de babor. Apenas nos habíamos
recobrado, cuando el viento hizo jirones el trinquete, lo que nos obligó a izar
una vela de estay que nos permitió capear el temporal durante unas horas con
mayor estabilidad que antes.
Pero la tempestad
continuaba y no daba señales de amainar. Se vio que los aparejos no eran los
que correspondían y que soportaban una tensión excesiva, de modo que al tercer
día de temporal, cerca de las cinco de la tarde, un violento bandazo a barlovento
arrancó el mástil de mesana y lo cruzó sobre la borda. Por espacio de una hora
o más intentamos desprenderlo del barco para aliviar el colosal balanceo que
causaba, pero antes de que lo lográramos, el carpintero subió a anunciarnos
que había un metro veinte de agua en la bodega. Para colmo de males, las bombas
de achique estaban atascadas y casi no servían.
Todo era confusión y
angustia, pero se hizo un esfuerzo por aligerar el barco arrojando por la borda
toda la carga que teníamos a mano y cortando los dos mástiles que quedaban.
Pero las bombas seguían inutilizables y el agua seguía entrando a toda
velocidad.
Al atardecer el élemporal
había amainado sensiblemente y, como el mar bajó, todavía abrigábamos la
esperanza de salvarnos en los botes. A las ocho se abrieron las nubes a
barlovento y tuvimos la ventaja de contar con luna llena, lo cual levantó
nuestros alicaídos ánimos.
Con un increíble esfuerzo
conseguimos por fin bajar el bote salvavidas por el lado que menos había
sufrido y embarcamos allí toda la tripulación y la mayor parte de los
pasajeros. El grupo partió de inmediato y, tras muchas penurias, arribó sano y
salvo a la caleta de Ocracoke tres días después del naufragio.
Quedamos a bordo catorce
pasajeros y el capitán, dispuestos a tentar fortuna con el pequeño bote de
popa. Lo bajamos al mar sin dificultad, aunque sólo por milagro no se anegó al
tocar el agua. Una vez enderezado, lo ocupamos el capitán y su mujer, Wyatt y
su familia, un oficial mejicano con su mujer y cuatro hijos, y yo con mi
sirviente de color.
Desde luego, no había
lugar para nada como no fueran los instrumentos indispensables, algunas
provisiones y la ropa que llevábamos puesta. Nadie pensó siquiera en hacer el
intento de salvar nada más. ¡Cuál no sería nuestro asombro entonces cuando,
habiéndonos alejado algunas brazas del barco, Wyatt se puso de pie en la popa
del bote y, con la mayor frescura, solicitaba al capitán que volviéramos para
recuperar su caja oblonga!
-Siéntese, señor Wyatt
-contestó el capitán con gesto algo hosco. Si no se queda quieto, nos hará
zozobrar. La borda está casi hundida en el agua.
-¡La caja! -vociferó
Wyatt, todavía de pie-. ¡La caja, le digo! Capitán Hardy, usted no puede
negarse. Le aseguro que pesa muy poco, casi nada. ¡Por la madre que le dio la
luz, capitán, por el amor del cielo, por lo que más quiera en este mundo, le
ruego que volvamos a buscar la caja!
Durante un breve instante
el capitán pareció vacilar conmovido por la súplica, pero enseguida recobró su
severa compostura y dijo lacónicamente:
-Señor Wyatt, usted está
loco. No escucharé su pedido: Siéntese, le digo, o hará zozobrar el bote.
¡Quieto! ¡Deténganlo, que está por tirarse al agua! Lo sabía... se tiró.
En efecto, mientras el
capitán hablaba, Wyatt se había arrojado al agua y, como nos hallábamos todavía
al socaire del barco destrozado, logró con un esfuerzo casi sobrehumano
aferrarse a una cuerda que pendía a proa. Trepó a la cubierta en un santiamén
y se lanzó frenéticamente hacia su camarote.
Entretanto el mar nos
había arrastrado a popa, donde el barco apenas nos protegía, y quedamos a
merced del terrible oleaje. Hicimos un esfuerzo desesperado por regresar, pero
nuestro bote era apenas una pluma en medio de la tempestad. Comprendimos
entonces que la suerte del infortunado artista estaba sellada.
A medida que nos
alejábamos del barco, vimos que el loco (ya que sólo así cabía considerarlo)
salía de nuevo a cubierta trayendo consigo la caja oblonga con un esfuerzo que
parecía hercúleo. Lo miramos estupefactos mientras él ataba la caja con varias
vueltas de una gruesa cuerda que luego pasó alrededor de su propio cuerpo. Al
minuto siguiente el cuerpo y la caja cayeron al mar y desaparecieron para
siempre.
Dejamos de remar, con los
ojos fijos en el punto donde se había hundido Wyatt. Al cabo de un rato
retomamos los remos. Por espacio de una hora, nadie habló. Yo fui el primero en
romper el silencio:
-¿Vio usted, capitán, con
qué rapidez se hundieron? ¿No es extraño? Confieso que tuve una débil
esperanza de que Wyatt se salvara cuando lo vi atarse a la caja y lanzarse al
mar.
-Desde luego, se
hundieron, y con la velocidad de una bala de plomo -contestó el capitán-. Pero
ya volverán a la superficie, aunque no
antes de que se disuelva la sal.
¡La sal! -exclamé.
-iSh...! -dijo el capitán señalando a la mujer y las hermanas de
Wyatt. Ya hablaremos de todo esto en un momento más oportuno.
Fueron muchos nuestros
sufrimientos y nos salvamos por milagro, pero la suerte nos fue propicia al
igual que a nuestros compañeros del bote salvavidas. Tras cuatro días de
penurias, arribamos más muertos que vivos a una playa que hay frente a la isla
Roanoke. Nos quedamos allí una semana; en el buque de salvamento no nos
trataron tan mal y conseguimos por fin llegar a Nueva York.
Un mes después del
naufragio del Independence me encontré por casualidad en Broadway con el
capitán Hardy. Naturalmente, nuestra conversación se refirió a la catástrofe y
en especial a la triste suerte del pobre Wyatt. Fue así como me enteré de los
detalles de la historia.
El artista había sacado
pasaje para él, su mujer, sus hermanas y una criada. La esposa, tal como él la
había descrito, era un dechado de belleza y de virtudes. A la mañana del
catorce de junio (día en que visité el barco por primera vez), la señora
enfermó sorpresivamente y se murió. El joven marido estaba enloquecido de
dolor, pero las circunstancias le impedían postergar el viaje a Nueva York. Por
un lado, le era necesario entregar el cuerpo de la adorada esposa a su madre;
por el otro, no ignoraba que un prejuicio universal le impediría llevar el
cuerpo abiertamente a bordo. El noventa por ciento de los pasajeros habría
abandonado la nave antes que embarcarse con un cadáver.
Frente a este dilema, el
capitán Hardy dispuso que se embalsamara rápidamente el cuerpo y se lo embalara
con una gran cantidad de sal en una caja de las dimensiones adecuadas, y que
luego se lo subiera al barco como carga. Nadie tenía que mencionar el
fallecimiento de la dama y, como todos sabían que Wyatt viajaba con su mujer,
alguien tenía que ocupar el lugar de ella durante el viaje. No fue difícil
convencer a la criada de la difunta de que representara este papel. La familia
conservó el camarote extra, original-mente destinado a esta joven. Desde luego,
allí dormía ella todas las noches. Durante el día, representaba como podía el
papel de su señora, a quien ninguno de los pasajeros del barco conocía
personalmente, como el capitán se encargó de verificar.
Mi error provino de un
temperamento demasiado curioso, negligente e impulsivo. Pero últimamente no
logro dormir bien de noche. Me ponga del lado que me ponga, siempre hay una
cara que me acosa. Una risa histérica resonará eternamente en mis oídos.
1.011. Poe (Edgar Allan)
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