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miércoles, 18 de diciembre de 2013

La cita

¡Espérame allí! No dejaré de encontrarme contigo en ese profundo valle.

Henry King, obispo de Chichester,
Funerales en la muerte de su esposa.

¡Hombre desgraciado y misterioso, atormentado por tu propia imagina­ción y caído entre las llamas de tu juventud! Veo tu imagen. Otra vez se levanta tu figura ante mí, pero no tal cual eres, sino tal cual debías ser, malgastando una vida de magnífica meditación en esa ciudad de esfu­madas visiones, tu Venecia, Elíseo del mar, amada de las estrellas, cuyos majestuosos palacios miran por sus ventanas amplias, con expresión pro­funda y amarga, los secretos de sus aguas silenciosas. ¡Sí, repito que te imagino como debías de ser! Hay, sin duda, otros mundos que no son éste, otras opiniones además de las de la multitud, otras teorías diferen­tes a las que sostienen los sofistas. Entonces, ¿quién analizará tu con­ducta? ¿Quién condenará tus momentos visionarios, quién se atreverá a considerar esas ocupaciones como un derroche de la vida si no eran más que los desbordamientos de tus incesantes energías?
Fue en Venecia, bajo ese arco cubierto que llaman el Ponte di Sospiri, donde vi por tercera o cuarta vez a la persona de quien hablo. Vuelven a mi mente confusas las imágenes de las circunstancias que rodeaban aquel encuentro. Sin embargo, recuerdo. ¡Ay, era imposible que las olvidara! ¡La profunda medianoche, el Puente de los Suspiros, la belleza de la mujer, el genio del romance que recorría el estrecho canal!
Era una noche muy oscura. El gran reloj de la Piazza acababa de dar la quinta hora de la noche. La plaza del Campanile descansaba silencio­sa y abandonada, y las luces del viejo Palacio Ducal se extinguían rápi­damente. Yo volvía a mi casa desde la Piazzetta por el Gran Canal, pero al llegar mi góndola frente a la desembocadura del canal de San Marcos, se oyó en la noche profunda una voz femenina que gritó histéricamente y que procedía de alguna parte de dicho canal. Alarmado por el grito, me puse de pie, y el gondolero, dejando escapar su único remo, lo per­dió en la oscuridad sin esperanza de recuperarlo; por lo tanto, quedamos completamente a merced de la corriente, que en esta parte se dirige del Gran Canal hacia el más pequeño. Nos deslizábamos con lentitud hacia el Puente de los Suspiros, como un enorme cóndor de oscuro plumaje, cuando, de pronto, mil refulgentes candelabros de las ventanas y escale­ras del Palacio Ducal convirtieron aquellas densas tinieblas en prematu­ro y pálido día.
Un niño, deslizándose de los brazos de su propia madre, había caído desde una de las ventanas superiores del elevado edificio al oscuro canal. Las tranquilas aguas se habían cerrado plácidamente sobre su víctima y, a pesar de que mi góndola era la única a la vista, varios nadadores valientes ya recorrían el canal buscando en vano sobre la superficie el tesoro que, ¡ay!, sólo podría ser encontrado en las profundidades. Sobre las anchas losas de mármol negro que había a la entrada del palacio y a unos pocos escalones sobre el agua, se veía una figura que no podrá ser olvidada por nadie que la haya contemplado. Era la marquesa Afrodita, adorada por toda Venecia, la más alegre de las alegres, la más hermosa de las hermosas, pero, a pesar de todo esto, esposa del viejo e intrigante Mentoni y madre del hermoso niño, el único suyo, que bajo las lóbregas aguas pensaba con amargura en sus caricias suaves mientras agotaba su vida en sus esfuerzos por pronunciar el nombre amado.
Afrodita estaba sola. Sus pequeños pies desnudos brillaban como la plata sobre el espejo de negro mármol. Sus cabellos, que aún conserva­ban algo del peinado hecho para el baile, envolvían, entre una lluvia de diamantes, su cabeza clásica en rizos semejantes a los del jacinto. Un manto inmaculado y tenue parecía ser lo único que cubría sus delicadas formas, mas, como la noche era calurosa y tranquila y aquella figura estatuaria estaba inmóvil, los pliegues de su vaporoso vestido caían como si estuviesen esculpidos en mármol. Y, ¡cosa extraña!, sus grandes ojos brillantes no se dirigían hacia la tumba donde yacía su más hermo­sa esperanza, sino que estaban fijos en otro lugar opuesto. Creo que la prisión de la antigua República es el edificio más imponente de toda Venecia, pero ¿cómo podía aquella dama fijar en él su mirada cuando allí abajo se ahogaba su único hijo? Ese oscuro y tenebroso nicho se halla frente mismo a la ventana de su habitación; ¿qué había, pues, en las sombras, en la arquitectura, en las cornisas esculpidas con hojas de parra, que la Marquesa de Mentoni no hubiese podido admirar mil veces antes? Pero, en ocasiones como ésta, los ojos, al igual que espejos hechos añicos, multiplican las imágenes de tristeza y ven en remotos lugares el pesar que tienen ante sí.
Unos escalones más arriba de la Marquesa, bajo el arco de la entra­da, se veía al sátiro Marqués de Mentoni vestido con traje de gala. Esta­ba ocupado en rasguear las cuerdas de una guitarra y parecía sumamente fastidiado cuando, de tarde en tarde, daba instrucciones para recupe­rar a su hijo. Estupefacto y aterrorizado, no podía moverme de la posi­ción que había tomado cuando oí el grito por vez primera, y debí presentar a los ojos de la agitada concurrencia un aspecto espectral y siniestro al pasar con rostro pálido y miembros rígidos en aquella fúne­bre góndola.
Todos los esfuerzos fueron vanos. Muchos de los más entusiastas en la búsqueda la abandonaban y se entregaban a la fatalidad. Parecía que ya no quedaban esperanzas de rescatar al niño, cuando del interior de aquel oscuro nicho ya mencionado que formaba parte de la vieja cárcel republicana, frente a la ventana de la Marquesa, surgió a la luz una figu­ra envuelta en una capa y, luego de detenerse un momento, se arrojó de cabeza al canal. Instantes después estaba de pie sobre las losas de már­mol, junto a la Marquesa, con el niño, que aún vivía y respiraba, en sus brazos. Su capa, pesada a causa del agua que la empapaba, se despren­dió y cayó a sus pies, descubriendo así ante los asombrados espectadores la figura de un hombre muy joven, cuyo nombre era famoso en la mayor parte de Europa.
Ni una palabra pronunció el salvador, y la Marquesa recibiría a su hijo, lo oprimiría contra su corazón, lo consolaría con sus caricias. Pero, ¡ay!, otros brazos lo separan del extraño, otros brazos lo llevan hacia el interior del palacio. Los hermosos labios de la Marquesa tiemblan, y sus ojos se inundan de lágrimas, esos ojos que, como el acanto de Plinio, eran "suaves y casi líquidos". ¡Sí, las lágrimas se asoman a sus ojos, toda la mujer se trans-forma en alma y la estatua vuelve a la vida! Un carne­sí que no puede dominar cubre su rostro de mármol, su pecho palpitan­te, la pureza de sus níveos pies. Y un ligero estremecimiento pasa por su figura delicada, como el aire leve que acaricia los lirios en Nápoles.
¿Por qué había de sonrojarse? No hay respuesta a esta pregunta, a no ser que la satisfagamos diciendo que, al abandonar su habitación con la urgencia y el terror que la ocasión demandaba de una madre, olvidó ponerse las chinelas y cubrir sus hombros de alabastro con el acostum­brado manto. ¿Qué otra razón puede haber para sus sonrojos, para la mirada de sus extraños ojos suplicantes, para la inusitada agitación de su pecho, para la convulsiva presión de su mano, esa mano que, al volver Mentoni al palacio, cayó accidentalmente sobre la del extraño? ¿Cómo explicar el tono apagado con que pronunció esas incomprensibles pala­bras al despedirse de él apresu-radamente? "Has vencido", dijo, a menos que me engañasen los murmullos del agua. "Has vencido. Nos encon­traremos una hora después del amanecer. Así queda convenido."

Ya se había calmado la agitación; se extinguieron las luces del pala­cio, y el extraño, a quien yo ahora reconocía, quedó de pie sobre las losas. Lo dominaba una viva inquietud y miró alrededor en busca de una góndola. Yo no pude hacer menos que ofrecerle la mía y él aceptó mis servicios. Una vez que conseguimos un remo en la entrada del palacio, nos dirigimos hacia su residencia; pronto recobró el dominio de sí mismo y habló de la escasa relación que nos unía en términos aparentemente muy cordiales.
Hay temas en cuya consideración me deleita ser minucioso. La per­sonalidad del extraño -lo llamaré así, pues para todos lo era- es uno de esos temas. Parecía de menor altura que la normal, aunque había momentos en que la pasión intensa aumentaba su físico, y en tales casos mi afirmación sería errónea. Su figura liviana y esbelta daba más idea de la pronta actividad que evidenció en el Puente de los Suspiros que de la fuerza hercúlea manifestada sin mayor esfuerzo en otras ocasiones de peligrosa emergencia. Tenía la boca y el mentón de un dios, unos extra­ños ojos cuyo color variaba del más puro castaño al azabache intenso y brillante, y una profusión de cabello negro y rizado que contrastaba con su frente espaciosa y marfilina; no he visto facciones más clásicamente perfectas que las suyas, a excepción, quizá, de las de la efigie del empe­rador Cómodo. Sin embargo, su rostro era de esos que todas las perso­nas ven en algún momento de su vida y que luego nunca vuelven a ver. Carecía de una expresión peculiar predominante para que quedara fijo en la memoria; era de esos semblantes que se olvidan inmediatamente después de ser vistos, pero que al olvidarse dejan tras sí un incesante y vago deseo de recordarlos. No se debía esto a que el espíritu de la pasión dejase de reflejar su imagen en el espejo de aquel rostro, sino que el espe­jo no conservaba ni vestigio de esa pasión una vez que ésta moría.
Al dejarlo después de la aventura, me pidió, en una forma que supu­se apremiante, que lo visitase a la mañana siguiente muy temprano. Poco después del amanecer me encontraba yo en su palacio, edificio impo­nente, similar a esas construcciones ostentosas aunque tétricas que se yerguen sobre las aguas del Gran Canal en las cercanías del Rialto. Subí por una amplia escalera de mosaicos hasta su departamento, cuyo inigualable esplendor surgía a través de la puerta abierta y me encegue­cía con su brillo y lujo.
Sabía que mi conocido era rico. Había oído hablar de sus posesiones en términos que consideré ridículamente exagerados. Pero al mirar a mi alrededor me costaba creer que la riqueza de un súbdito europeo basta­se para proporcionar esa magnificencia principesca.
A pesar de que, como he dicho, el sol ya se había levantado, la habi­tación estaba brillante-mente iluminada. Juzgué por esta circunstancia, así como por la expresión cansada del rostro de mi amigo, que éste no se había acostado durante la noche. La arquitectura y la decoración de aquel cuarto demostra-ban que el propósito evidente era el de deslum­brar y confundir. No se había prestado mayor atención a la concordan­cia de los adornos; la vista pasaba de objeto a objeto y no descansaba en ninguno, ni en los grotesques de los pintores griegos ni en las esculturas de la época de oro italiana ni en las enormes tallas del arte egipcio. Ricos cortinados se movían en todos los rincones a la vibración de una músi­ca suave, melancólica, cuyo origen era imposible descubrir. Los sentidos eran oprimidos por mil perfumes encontra-dos que se desprendían de extraños incensarios junto con violentas llamas de color verde. Los rayos del sol naciente penetraban por las ventanas, formadas de un solo vidrio rojo. Reflejándose hacia una y otra parte, desde las cortinas que caían de las cornisas como cataratas de plata derretida, los rayos de luz natural se mezclaban al fin, caprichosamente, con la luz artificial, en tonos más suaves, sobre una rica alfombra dorada.
-¡Ja, ja, ja! -exclamó riendo el propietario, indicándome un asiento al entrar yo en la habitación y acostándose por completo en una otomana.
-Bien veo que está usted sorprendido por mi departamento -dijo más tarde, notando que no podía avenirme inmediatamente a bienvenida tan singular-. Veo que se asombra ante mis estatuas, mis cuadros, ante la originalidad de mi concepción arquitectónica. Completamente borra­cho, ¿eh? ¡Sí, a causa de la magnificencia! Pero, perdóneme, muy señor mío -al decir esto su voz se hizo más cordial-; perdone mi inhospita­laria carcajada. ¡Usted parecía tan extremadamente sorprendido! Ade­más existen cosas tan ridículas que uno debe reír o morir. Morir riendo debe de ser la más gloriosa de las muertes. Sir Thomas More -¡gran hombre sir Thomas More!- murió riendo, como usted sabrá[i]. También Ravisius Textor[ii] en sus Absurdos crea varios personajes que tienen el mismo magnífico fin. ¿Sabía usted que en Esparta, ahora llamada Palaeo­chori, al oeste de la ciudadela, entre el caos de ruinas apenas visibles, hay una especie de zócalo sobre el cual aún se leen las letras A A Σ M. Son, sin duda, parte de la palabra ‘’EAAΣMA. Pues bien, en Esparta se erigían mil templos y altares a otras tantas deidades. ¡Cuán extraño es que el altar de la Risa haya sobrevivido a todos los demás! Pero en el pre­sente caso -continuó, cambiando de tono, de voz y de actitud- no tenía ningún derecho a reírme a expensas suyas. Tenía usted razón al asombrarse. No hay nadie en Europa que pueda realizar nada como esto, mi pequeño gabinete real. Los demás departamentos no llegan a igua­larse a éste, pues no son más que una exageración de la insípida moda. Esto es mucho mejor que lo que está en boga, ¿no es cierto? Aunque estoy seguro de que si se viera esta habitación bastaría para que se impu­siera como moda; es decir, sólo entre aquellos que pueden gastar su patri­monio entero. Con una excepción, es usted el único ser humano que, además de mí y mi valet, ha sido admitido dentro de este misterioso recinto, desde que fue decorado tal cual usted lo ve.
Yo asentí con la cabeza, pues el efecto abrumador de aquel esplen­dor, de la música y del perfume, sumados a la inesperada excentricidad en la actitud del dueño, me impidieron expresar con palabras lo que a mi juicio hubiera sido un cumplido.
Mi amigo se levantó y, tomándome del brazo, me llevó a recorrer el departamento.
-Aquí hay pinturas desde los griegos hasta Cimabue -continuó diciendo- y de Cimabue hasta nuestros días. Como usted ve, muchas han sido elegidas sin preocuparse de las opiniones de los entendidos. Son todas, sin embargo, tapiz apropiado para una habitación de esta clase. Asimismo hay aquí algunas obras maestras de los grandes desconocidos, así como también esbozos sin terminar de hombres que, famosos en vida, fueron luego olvidados por la perspicacia de los académicos, quienes dejaron sus nombres en el silencio; sólo yo los conozco. ¿Qué piensa usted -dijo, volviéndose de pronto- de esta Madonna della Pietà?
-¡Es la de Guido! -exclamé con todo entusiasmo, pues había estado contemplando su maravillosa hermosura. ¡Es la de Guido, la verdadera! ¿Cómo pudo conseguirla? Es en la pintura, sin duda, lo que Venus es en la escultura.
-¡Ja, ja, ja! -dijo él meditabundo. ¿La Venus, la hermosa Venus de los Medici? ¿La de la cabeza diminuta y los cabellos dorados? Parte de su brazo izquierdo -y al pronunciar estas palabras bajó la voz de tal modo que sólo se le podía oír con dificultad-, parte del izquierdo y todo el derecho han sido restaurados, y en la coquetería de ese brazo derecho se encuentra, en mi opinión, la quinta esencia de la afectación. A mí denme a Cánova. También el Apolo es una copia, no hay duda al res­pecto. ¡Ciego y tonto de mí, que no soy capaz ni de mirar la tan elogia­da inspiración del Apolo! ¡Compadecedme, no puedo sino preferir el Antínoo! ¿No fue Sócrates quien dijo que el escultor había encontrado a la estatua en el bloque de mármol? Entonces Miguel Angel no fue nada original al declarar en un dístico que:

Non ha l'ottimo artista alcun concetto
che un marmo solo in se non circonscriva.

Se ha dicho que notamos siempre la diferencia que existe entre el comportamiento del verdadero caballero y el de la persona ordinaria, sin que podamos determinar con precisión en qué estriba dicha diferencia. Yo había considerado que esto era aplicable al aspecto exterior de mi conocido, pero ahora comprendía que se aplicaba con más certeza aun a su naturaleza moral y a su carácter. No puedo definir la particularidad de su espíritu, que parecía apartarlo esencialmente del resto de los seres humanos, sino denominándola una "costumbre" de intensa y continua meditación que llenaba sus actos más triviales, sus momentos más ale­gres, como víboras que se enroscan en los ojos de las máscaras sonrien­tes de los templos de Persépolis.
No dejé de observar, en medio del tono mezcla de ligereza y solem­nidad con que trataba asuntos de poca importancia, un cierto temblor, una pizca de nervioso fervor en su actitud y en su lenguaje, una inquie­ta excitabilidad que me pareció infundada y que a ratos llegó a alarmar­me. Con frecuencia, haciendo una pausa en medio de una frase, cuyo principio parecía haber olvidado, quedaba escuchando con la más pro­funda atención, como si esperase alguna visita, o como si oyese sonidos que sólo debían existir en su imaginación.
Fue durante una de estas pausas de aparente abstracción cuando, al volver una página de la hermosa tragedia Orfeo -la primera tragedia italiana, escrita por el sabio poeta Policiano, cuyo texto estaba cerca de mí, sobre una otomana, descubrí un pasaje subrayado con lápiz. Era un trozo del final del tercer acto, lleno de emoción, trozo que, a pesar de su marcada impureza, no puede leer un hombre sin sentir una nueva excitación ni una mujer sin exhalar un suspiro. La página estaba com­pletamente manchada por lágrimas recientes, y sobre una hoja interca­lada había escritas las siguientes líneas en inglés, en caracteres tan distintos de los de mi conocido que tuve gran dificultad en reconocerlos como suyos:

Eras todo para mí, amor.
Por ti clamaba mi alma.
Eras una isla en el mar, una fuente,
un altar decorado con los frutos
y las flores que yo había ofrecido.

¡Sueño demasiado hermoso para ser duradero!
¡Esperanza luminosa que surgió sólo para apagarse en seguida!
Una voz desde el Futuro grita: ¡adelante, adelante!
Pero mi espíritu permanece mudo, inmóvil,
estupefacto, en el océano del Pasado.

¡Ay! ¡La luz de la vida ya se ha apagado para mí!
"¡Nunca más, nunca más!"-tal dice el mar solemne
cuando arroja sus olas sobre la playa­-
florecerá el árbol herido por el rayo
ni ha de volar el águila abatida.

Ahora paso los días y las noches meditando,
pensando dónde te encuentras, en qué lugar de Italia
brillan tus ojos y danzan tus pies.

¡Maldita sea la hora en que te llevaron de mi lado
y te alejaron de nuestros ensueños,
para llevarte más allá, donde llora el sauce plateado,
y entregarte a la vejez con título de nobleza y al crimen!

No me extrañó que estas líneas estuvieran escritas en inglés, idioma que no supuse que dominara mi amigo. Conocía muy bien el vasto alcance de sus conocimientos y el singular placer que tenía en ocultar­los a los demás, para que me sorprendiese ese descubrimiento, pero el lugar donde estaba fechada la poesía me produjo gran asombro. Había sido escrita en Londres, palabra esta que luego habían borrado, aunque no lo bastante bien como para ocultarla a una vista aguda. Como he dicho, esto me causó no poca sorpresa, pues recordaba que, en una con­versación sostenida anteriormente con mi amigo, le pregunté con espe­cial interés si había encontrado a la Marquesa de Mentoni alguna vez en Londres -ciudad en donde ésta residió durante algunos años anteriores a su casamiento- y él respondió, si no me equivoco, que nunca había visitado la capital de Gran Bretaña. Quizá deba mencionar además el hecho de que varias veces había oído decir, aunque sin dar yo mayor cré­dito a dicha noticia, que la persona de quien hablo era inglesa no solo por su nacimiento, sino también por su educación.

-Hay un cuadro -dijo, sin darse cuenta de que yo había descu­bierto su tragedia- que usted aún no ha visto.
Y descorriendo una cortina, expuso ante mi vista un retrato de cuer­po entero de la marquesa Afrodita.
El arte humano no podría haberse superado en el delineamiento de su sobrehumana belleza. La misma figura etérea que había estado de pie ante mí la noche anterior, en las losas del Palacio Ducal, se hallaba una vez más a mi vista. Pero en la expresión de su rostro, radiante de sonri­sas, acechaba esa incierta melancolía que nunca se separa de la hermo­sura perfecta. Tenía el brazo derecho doblado sobre el pecho, y con la mano izquierda señalaba hacia abajo, a un jarrón de extraño diseño. Sólo se veía un pie pequeño y ligero que apenas rozaba la tierra y, casi invisibles, un par de delicadísimas alas hacían marco a su belleza. Mis ojos viajaron del cuadro a mi amigo, al mismo tiempo que murmuraba instintivamente las palabras de Bussy D'Ambois, de Chapman[iii]:

¡Allí está,
semejante a una estatua romana!
¡Así estará hasta que la muerte lo transforme en mármol!

-¡Acérquese! -me dijo por fin, dirigiéndose a una mesa de plata maciza esmaltada sobre la cual había algunas copas de fantástico diseño y dos grandes jarrones etruscos del mismo modelo que el del cuadro, lle­nos de lo que supuse era vino de Johannisberger.
-¡Venga a beber! -agregó de pronto. Aunque es temprano, bebamos. Es en realidad muy temprano -continuó diciendo medita­bundo, al mismo tiempo que la imagen de un ángel hacía sonar con un pesado martillo de oro la primera hora después del amanecer en todo el recinto. En verdad, es muy temprano, pero, ¿qué importa? Hagamos una ofrenda a ese sol solemne que con tanto empeño tratan de extinguir estas lámparas e incensarios.
Y una vez que me hizo brindar, bebió en rápida sucesión varios vasos de vino.
-Soñar ha sido la ocupación de mi vida -continuó diciendo en tono variable, al mismo tiempo que elevaba uno de los magníficos jarros a la luz de un incensario-. Por eso hice construir una morada para mis sueños. ¿Pude haberlo hecho mejor que en el corazón de Venecia? Es cierto que usted ve a su alrededor una mezcla de ornatos arquitectóni­cos. La castidad de Jonia se ofende ante la presencia de adornos antedi­luvianos y las esfinges de Egipto se extienden sobre alfombras de oro. Pero el efecto es incongruente sólo para el tímido. La convención de lugar y especialmente la de tiempo son los espantajos que alejan a la humanidad de la contemplación de lo magnífico. Una vez fui decorador, pero esa quinta esencia de la tontería ha saciado mi alma. Todo esto está más de acuerdo con mi propósito. Como esos incensa-rios arabescos, mi espíritu se consume por el fuego, y el delirio de esta escena me prepara para las visiones más fantásticas que hallaré en la tierra de los sueños reales hacia la cual me dirijo velozmente.
Al decir esto hizo una pausa repentina, inclinó la cabeza sobre el pecho y pareció escuchar atentamente un ruido que yo no oía. Por fin, irguiéndose, miró hacia arriba y pronunció las líneas del obispo de Chi­chester:

¡Espérame allí!
No dejaré de encontrarme contigo
en ese profundo valle.

Y en seguida, confesando que ya sentía la influencia del vino, se extendió cuan largo era sobre la otomana.
En ese momento se oyeron pasos en la escalera e inmediatamente un golpe sobre la puerta. Me apresuré para evitar un segundo llamado, cuando un paje de la casa de Mentoni entró de golpe en la pieza y excla­mó con voz entrecortada por la emoción:
-¡Mi ama, mi ama, envenenada! ¡Oh, hermosa Afrodita!
Confuso, me dirigí a la otomana y traté de despertar a mi amigo. Pero sus miembros se hallaban rígidos, sus labios pálidos y los ojos, que momentos antes habían brillado llenos de vida, estaban poseídos por la muerte. Yo retrocedí tambaleante hacia la mesa, mi mano tocó un vaso negro y roto, y mi alma se iluminó de pronto con la terrible verdad.

1.011. Poe (Edgar Allan)


[i] Sir Thomas More, célebre político y escritor inglés (1478-1535). (N. del T)
[ii] Sabio orientalista francés (1822-1902) (N. del T)
[iii] Poeta inglés (1559-1634). (N. del T.)

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