¡Espérame allí! No dejaré de encontrarme contigo en ese profundo
valle.
Henry
King, obispo de Chichester,
Funerales en la muerte de su esposa.
¡Hombre desgraciado y
misterioso, atormentado por tu propia imaginación y caído entre las llamas de
tu juventud! Veo tu imagen. Otra vez se levanta tu figura ante mí, pero no tal
cual eres, sino tal cual debías ser, malgastando una vida de magnífica
meditación en esa ciudad de esfumadas visiones, tu Venecia, Elíseo del mar,
amada de las estrellas, cuyos majestuosos palacios miran por sus ventanas
amplias, con expresión profunda y amarga, los secretos de sus aguas
silenciosas. ¡Sí, repito que te imagino como debías de ser! Hay, sin duda,
otros mundos que no son éste, otras opiniones además de las de la multitud,
otras teorías diferentes a las que sostienen los sofistas. Entonces, ¿quién
analizará tu conducta? ¿Quién condenará tus momentos visionarios, quién se
atreverá a considerar esas ocupaciones como un derroche de la vida si no eran
más que los desbordamientos de tus incesantes energías?
Fue en Venecia, bajo ese
arco cubierto que llaman el Ponte di Sospiri, donde vi por tercera o cuarta vez
a la persona de quien hablo. Vuelven a mi mente confusas las imágenes de las
circunstancias que rodeaban aquel encuentro. Sin embargo, recuerdo. ¡Ay, era
imposible que las olvidara! ¡La profunda medianoche, el Puente de los Suspiros,
la belleza de la mujer, el genio del romance que recorría el estrecho canal!
Era una noche muy oscura.
El gran reloj de la Piazza
acababa de dar la quinta hora de la noche. La plaza del Campanile descansaba
silenciosa y abandonada, y las luces del viejo Palacio Ducal se extinguían
rápidamente. Yo volvía a mi casa desde la Piazzetta por el Gran Canal, pero al llegar mi
góndola frente a la desembocadura del canal de San Marcos, se oyó en la noche
profunda una voz femenina que gritó histéricamente y que procedía de alguna
parte de dicho canal. Alarmado por el grito, me puse de pie, y el gondolero,
dejando escapar su único remo, lo perdió en la oscuridad sin esperanza de
recuperarlo; por lo tanto, quedamos completamente a merced de la corriente, que
en esta parte se dirige del Gran Canal hacia el más pequeño. Nos deslizábamos
con lentitud hacia el Puente de los Suspiros, como un enorme cóndor de oscuro
plumaje, cuando, de pronto, mil refulgentes candelabros de las ventanas y
escaleras del Palacio Ducal convirtieron aquellas densas tinieblas en prematuro
y pálido día.
Un niño, deslizándose de
los brazos de su propia madre, había caído desde una de las ventanas superiores
del elevado edificio al oscuro canal. Las tranquilas aguas se habían cerrado
plácidamente sobre su víctima y, a pesar de que mi góndola era la única a la
vista, varios nadadores valientes ya recorrían el canal buscando en vano sobre
la superficie el tesoro que, ¡ay!, sólo podría ser encontrado en las
profundidades. Sobre las anchas losas de mármol negro que había a la entrada
del palacio y a unos pocos escalones sobre el agua, se veía una figura que no
podrá ser olvidada por nadie que la haya contemplado. Era la marquesa Afrodita,
adorada por toda Venecia, la más alegre de las alegres, la más hermosa de las
hermosas, pero, a pesar de todo esto, esposa del viejo e intrigante Mentoni y
madre del hermoso niño, el único suyo, que bajo las lóbregas aguas pensaba con
amargura en sus caricias suaves mientras agotaba su vida en sus esfuerzos por
pronunciar el nombre amado.
Afrodita estaba sola. Sus
pequeños pies desnudos brillaban como la plata sobre el espejo de negro mármol.
Sus cabellos, que aún conservaban algo del peinado hecho para el baile,
envolvían, entre una lluvia de diamantes, su cabeza clásica en rizos semejantes
a los del jacinto. Un manto inmaculado y tenue parecía ser lo único que cubría
sus delicadas formas, mas, como la noche era calurosa y tranquila y aquella
figura estatuaria estaba inmóvil, los pliegues de su vaporoso vestido caían
como si estuviesen esculpidos en mármol. Y, ¡cosa extraña!, sus grandes ojos
brillantes no se dirigían hacia la tumba donde yacía su más hermosa esperanza,
sino que estaban fijos en otro lugar opuesto. Creo que la prisión de la antigua
República es el edificio más imponente de toda Venecia, pero ¿cómo podía
aquella dama fijar en él su mirada cuando allí abajo se ahogaba su único hijo?
Ese oscuro y tenebroso nicho se halla frente mismo a la ventana de su
habitación; ¿qué había, pues, en las sombras, en la arquitectura, en las
cornisas esculpidas con hojas de parra, que la Marquesa de Mentoni no
hubiese podido admirar mil veces antes? Pero, en ocasiones como ésta, los ojos,
al igual que espejos hechos añicos, multiplican las imágenes de tristeza y ven
en remotos lugares el pesar que tienen ante sí.
Unos escalones más arriba
de la Marquesa ,
bajo el arco de la entrada, se veía al sátiro Marqués de Mentoni vestido con
traje de gala. Estaba ocupado en rasguear las cuerdas de una guitarra y
parecía sumamente fastidiado cuando, de tarde en tarde, daba instrucciones para
recuperar a su hijo. Estupefacto y aterrorizado, no podía moverme de la posición
que había tomado cuando oí el grito por vez primera, y debí presentar a los
ojos de la agitada concurrencia un aspecto espectral y siniestro al pasar con
rostro pálido y miembros rígidos en aquella fúnebre góndola.
Todos los esfuerzos
fueron vanos. Muchos de los más entusiastas en la búsqueda la abandonaban y se
entregaban a la fatalidad. Parecía que ya no quedaban esperanzas de rescatar al
niño, cuando del interior de aquel oscuro nicho ya mencionado que formaba parte
de la vieja cárcel republicana, frente a la ventana de la Marquesa , surgió a la luz
una figura envuelta en una capa y, luego de detenerse un momento, se arrojó de
cabeza al canal. Instantes después estaba de pie sobre las losas de mármol,
junto a la Marquesa ,
con el niño, que aún vivía y respiraba, en sus brazos. Su capa, pesada a causa
del agua que la empapaba, se desprendió y cayó a sus pies, descubriendo así
ante los asombrados espectadores la figura de un hombre muy joven, cuyo nombre
era famoso en la mayor parte de Europa.
Ni una palabra pronunció
el salvador, y la Marquesa
recibiría a su hijo, lo oprimiría contra su corazón, lo consolaría con sus
caricias. Pero, ¡ay!, otros brazos lo separan del extraño, otros brazos lo
llevan hacia el interior del palacio. Los hermosos labios de la Marquesa tiemblan, y sus
ojos se inundan de lágrimas, esos ojos que, como el acanto de Plinio, eran
"suaves y casi líquidos". ¡Sí, las lágrimas se asoman a sus ojos,
toda la mujer se trans-forma en alma y la estatua vuelve a la vida! Un carnesí
que no puede dominar cubre su rostro de mármol, su pecho palpitante, la pureza
de sus níveos pies. Y un ligero estremecimiento pasa por su figura delicada,
como el aire leve que acaricia los lirios en Nápoles.
¿Por qué había de sonrojarse?
No hay respuesta a esta pregunta, a no ser que la satisfagamos diciendo que, al
abandonar su habitación con la urgencia y el terror que la ocasión demandaba de
una madre, olvidó ponerse las chinelas y cubrir sus hombros de alabastro con el
acostumbrado manto. ¿Qué otra razón puede haber para sus sonrojos, para la
mirada de sus extraños ojos suplicantes, para la inusitada agitación de su
pecho, para la convulsiva presión de su mano, esa mano que, al volver Mentoni
al palacio, cayó accidentalmente sobre la del extraño? ¿Cómo explicar el tono
apagado con que pronunció esas incomprensibles palabras al despedirse de él
apresu-radamente? "Has vencido", dijo, a menos que me engañasen los
murmullos del agua. "Has vencido. Nos encontraremos una hora después del
amanecer. Así queda convenido."
Ya se había calmado la
agitación; se extinguieron las luces del palacio, y el extraño, a quien yo
ahora reconocía, quedó de pie sobre las losas. Lo dominaba una viva inquietud y
miró alrededor en busca de una góndola. Yo no pude hacer menos que ofrecerle la
mía y él aceptó mis servicios. Una vez que conseguimos un remo en la entrada
del palacio, nos dirigimos hacia su residencia; pronto recobró el dominio de sí
mismo y habló de la escasa relación que nos unía en términos aparentemente muy
cordiales.
Hay temas en cuya
consideración me deleita ser minucioso. La personalidad del extraño -lo
llamaré así, pues para todos lo era- es uno de esos temas. Parecía de menor
altura que la normal, aunque había momentos en que la pasión intensa aumentaba
su físico, y en tales casos mi afirmación sería errónea. Su figura liviana y
esbelta daba más idea de la pronta actividad que evidenció en el Puente de los
Suspiros que de la fuerza hercúlea manifestada sin mayor esfuerzo en otras ocasiones
de peligrosa emergencia. Tenía la boca y el mentón de un dios, unos extraños
ojos cuyo color variaba del más puro castaño al azabache intenso y brillante, y
una profusión de cabello negro y rizado que contrastaba con su frente espaciosa
y marfilina; no he visto facciones más clásicamente perfectas que las suyas, a
excepción, quizá, de las de la efigie del emperador Cómodo. Sin embargo, su
rostro era de esos que todas las personas ven en algún momento de su vida y
que luego nunca vuelven a ver. Carecía de una expresión peculiar predominante
para que quedara fijo en la memoria; era de esos semblantes que se olvidan
inmediatamente después de ser vistos, pero que al olvidarse dejan tras sí un
incesante y vago deseo de recordarlos. No se debía esto a que el espíritu de la
pasión dejase de reflejar su imagen en el espejo de aquel rostro, sino que el
espejo no conservaba ni vestigio de esa pasión una vez que ésta moría.
Al dejarlo después de la
aventura, me pidió, en una forma que supuse apremiante, que lo visitase a la
mañana siguiente muy temprano. Poco después del amanecer me encontraba yo en su
palacio, edificio imponente, similar a esas construcciones ostentosas aunque
tétricas que se yerguen sobre las aguas del Gran Canal en las cercanías del
Rialto. Subí por una amplia escalera de mosaicos hasta su departamento, cuyo
inigualable esplendor surgía a través de la puerta abierta y me enceguecía con
su brillo y lujo.
Sabía que mi conocido era
rico. Había oído hablar de sus posesiones en términos que consideré
ridículamente exagerados. Pero al mirar a mi alrededor me costaba creer que la
riqueza de un súbdito europeo bastase para proporcionar esa magnificencia
principesca.
A pesar de que, como he
dicho, el sol ya se había levantado, la habitación estaba brillante-mente
iluminada. Juzgué por esta circunstancia, así como por la expresión cansada del
rostro de mi amigo, que éste no se había acostado durante la noche. La
arquitectura y la decoración de aquel cuarto demostra-ban que el propósito
evidente era el de deslumbrar y confundir. No se había prestado mayor atención
a la concordancia de los adornos; la vista pasaba de objeto a objeto y no
descansaba en ninguno, ni en los grotesques de los pintores griegos ni en las
esculturas de la época de oro italiana ni en las enormes tallas del arte
egipcio. Ricos cortinados se movían en todos los rincones a la vibración de una
música suave, melancólica, cuyo origen era imposible descubrir. Los sentidos
eran oprimidos por mil perfumes encontra-dos que se desprendían de extraños
incensarios junto con violentas llamas de color verde. Los rayos del sol
naciente penetraban por las ventanas, formadas de un solo vidrio rojo.
Reflejándose hacia una y otra parte, desde las cortinas que caían de las
cornisas como cataratas de plata derretida, los rayos de luz natural se
mezclaban al fin, caprichosamente, con la luz artificial, en tonos más suaves,
sobre una rica alfombra dorada.
-¡Ja, ja, ja! -exclamó
riendo el propietario, indicándome un asiento al entrar yo en la habitación y
acostándose por completo en una otomana.
-Bien veo que está usted
sorprendido por mi departamento -dijo más tarde, notando que no podía avenirme
inmediatamente a bienvenida tan singular-. Veo que se asombra ante mis
estatuas, mis cuadros, ante la originalidad de mi concepción arquitectónica.
Completamente borracho, ¿eh? ¡Sí, a causa de la magnificencia! Pero,
perdóneme, muy señor mío -al decir esto su voz se hizo más cordial-; perdone mi
inhospitalaria carcajada. ¡Usted parecía tan extremadamente sorprendido! Además
existen cosas tan ridículas que uno debe reír o morir. Morir riendo debe de ser
la más gloriosa de las muertes. Sir Thomas More -¡gran hombre sir Thomas More!-
murió riendo, como usted sabrá[i]. También
Ravisius Textor[ii]
en sus Absurdos crea varios
personajes que tienen el mismo magnífico fin. ¿Sabía usted que en Esparta,
ahora llamada Palaeochori, al oeste de la ciudadela, entre el caos de ruinas
apenas visibles, hay una especie de zócalo sobre el cual aún se leen las letras
A A Σ M. Son, sin duda, parte de la palabra ‘’EAAΣMA. Pues bien, en Esparta se
erigían mil templos y altares a otras tantas deidades. ¡Cuán extraño es que el
altar de la Risa
haya sobrevivido a todos los demás! Pero en el presente caso -continuó,
cambiando de tono, de voz y de actitud- no tenía ningún derecho a reírme a
expensas suyas. Tenía usted razón al asombrarse. No hay nadie en Europa que
pueda realizar nada como esto, mi pequeño gabinete real. Los demás
departamentos no llegan a igualarse a éste, pues no son más que una
exageración de la insípida moda. Esto es mucho mejor que lo que está en boga,
¿no es cierto? Aunque estoy seguro de que si se viera esta habitación bastaría
para que se impusiera como moda; es decir, sólo entre aquellos que pueden
gastar su patrimonio entero. Con una excepción, es usted el único ser humano
que, además de mí y mi valet, ha sido admitido dentro de este misterioso
recinto, desde que fue decorado tal cual usted lo ve.
Yo asentí con la cabeza,
pues el efecto abrumador de aquel esplendor, de la música y del perfume,
sumados a la inesperada excentricidad en la actitud del dueño, me impidieron
expresar con palabras lo que a mi juicio hubiera sido un cumplido.
Mi amigo se levantó y,
tomándome del brazo, me llevó a recorrer el departamento.
-Aquí hay pinturas desde
los griegos hasta Cimabue -continuó diciendo- y de Cimabue hasta nuestros días.
Como usted ve, muchas han sido elegidas sin preocuparse de las opiniones de los
entendidos. Son todas, sin embargo, tapiz apropiado para una habitación de esta
clase. Asimismo hay aquí algunas obras maestras de los grandes desconocidos,
así como también esbozos sin terminar de hombres que, famosos en vida, fueron
luego olvidados por la perspicacia de los académicos, quienes dejaron sus nombres
en el silencio; sólo yo los conozco. ¿Qué piensa usted -dijo, volviéndose de
pronto- de esta Madonna della Pietà?
-¡Es la de Guido!
-exclamé con todo entusiasmo, pues había estado contemplando su maravillosa
hermosura. ¡Es la de Guido, la verdadera! ¿Cómo pudo conseguirla? Es en la
pintura, sin duda, lo que Venus es en la escultura.
-¡Ja, ja, ja! -dijo él
meditabundo. ¿La Venus ,
la hermosa Venus de los Medici? ¿La de la cabeza diminuta y los cabellos
dorados? Parte de su brazo izquierdo -y al pronunciar estas palabras bajó la
voz de tal modo que sólo se le podía oír con dificultad-, parte del izquierdo y
todo el derecho han sido restaurados, y en la coquetería de ese brazo derecho
se encuentra, en mi opinión, la quinta esencia de la afectación. A mí denme a
Cánova. También el Apolo es una copia, no hay duda al respecto. ¡Ciego y tonto
de mí, que no soy capaz ni de mirar la tan elogiada inspiración del Apolo!
¡Compadecedme, no puedo sino preferir el Antínoo! ¿No fue Sócrates quien dijo
que el escultor había encontrado a la estatua en el bloque de mármol? Entonces
Miguel Angel no fue nada original al declarar en un dístico que:
Non
ha l'ottimo artista alcun concetto
che
un marmo solo in se non circonscriva.
Se ha dicho que notamos
siempre la diferencia que existe entre el comportamiento del verdadero
caballero y el de la persona ordinaria, sin que podamos determinar con
precisión en qué estriba dicha diferencia. Yo había considerado que esto era
aplicable al aspecto exterior de mi conocido, pero ahora comprendía que se
aplicaba con más certeza aun a su naturaleza moral y a su carácter. No puedo
definir la particularidad de su espíritu, que parecía apartarlo esencialmente
del resto de los seres humanos, sino denominándola una "costumbre" de
intensa y continua meditación que llenaba sus actos más triviales, sus momentos
más alegres, como víboras que se enroscan en los ojos de las máscaras sonrientes
de los templos de Persépolis.
No dejé de observar, en
medio del tono mezcla de ligereza y solemnidad con que trataba asuntos de poca
importancia, un cierto temblor, una pizca de nervioso fervor en su actitud y en
su lenguaje, una inquieta excitabilidad que me pareció infundada y que a ratos
llegó a alarmarme. Con frecuencia, haciendo una pausa en medio de una frase,
cuyo principio parecía haber olvidado, quedaba escuchando con la más profunda
atención, como si esperase alguna visita, o como si oyese sonidos que sólo
debían existir en su imaginación.
Fue durante una de estas
pausas de aparente abstracción cuando, al volver una página de la hermosa
tragedia Orfeo -la primera tragedia italiana, escrita por el sabio poeta
Policiano, cuyo texto estaba cerca de mí, sobre una otomana, descubrí un
pasaje subrayado con lápiz. Era un trozo del final del tercer acto, lleno de
emoción, trozo que, a pesar de su marcada impureza, no puede leer un hombre sin
sentir una nueva excitación ni una mujer sin exhalar un suspiro. La página
estaba completamente manchada por lágrimas recientes, y sobre una hoja intercalada
había escritas las siguientes líneas en inglés, en caracteres tan distintos de
los de mi conocido que tuve gran dificultad en reconocerlos como suyos:
Eras todo para mí, amor.
Por ti clamaba mi alma.
Eras una isla en el mar, una fuente,
un altar decorado con los frutos
y las flores que yo había ofrecido.
¡Sueño demasiado hermoso para ser duradero!
¡Esperanza luminosa que surgió sólo para apagarse en seguida!
Una voz desde el Futuro grita: ¡adelante, adelante!
Pero mi espíritu permanece mudo, inmóvil,
estupefacto, en el océano del Pasado.
¡Ay! ¡La luz de la vida ya se ha apagado
para mí!
"¡Nunca más, nunca más!"-tal dice el mar solemne
cuando arroja sus olas sobre la playa-
florecerá el árbol herido por el rayo
ni ha de volar el águila abatida.
Ahora paso los días y las noches meditando,
pensando dónde te encuentras, en qué lugar de Italia
brillan tus ojos y danzan tus pies.
¡Maldita sea la hora en que te llevaron de
mi lado
y te alejaron de nuestros ensueños,
para llevarte más allá, donde llora el sauce plateado,
y entregarte a la vejez con título de nobleza y al crimen!
No me extrañó que estas
líneas estuvieran escritas en inglés, idioma que no supuse que dominara mi
amigo. Conocía muy bien el vasto alcance de sus conocimientos y el singular
placer que tenía en ocultarlos a los demás, para que me sorprendiese ese
descubrimiento, pero el lugar donde estaba fechada la poesía me produjo gran
asombro. Había sido escrita en Londres, palabra esta que luego habían borrado,
aunque no lo bastante bien como para ocultarla a una vista aguda. Como he
dicho, esto me causó no poca sorpresa, pues recordaba que, en una conversación
sostenida anteriormente con mi amigo, le pregunté con especial interés si
había encontrado a la
Marquesa de Mentoni alguna vez en Londres -ciudad en donde
ésta residió durante algunos años anteriores a su casamiento- y él respondió,
si no me equivoco, que nunca había visitado la capital de Gran Bretaña. Quizá
deba mencionar además el hecho de que varias veces había oído decir, aunque sin
dar yo mayor crédito a dicha noticia, que la persona de quien hablo era
inglesa no solo por su nacimiento, sino también por su educación.
-Hay un cuadro -dijo, sin
darse cuenta de que yo había descubierto su tragedia- que usted aún no ha
visto.
Y descorriendo una
cortina, expuso ante mi vista un retrato de cuerpo entero de la marquesa
Afrodita.
El arte humano no podría
haberse superado en el delineamiento de su sobrehumana belleza. La misma figura
etérea que había estado de pie ante mí la noche anterior, en las losas del
Palacio Ducal, se hallaba una vez más a mi vista. Pero en la expresión de su
rostro, radiante de sonrisas, acechaba esa incierta melancolía que nunca se
separa de la hermosura perfecta. Tenía el brazo derecho doblado sobre el
pecho, y con la mano izquierda señalaba hacia abajo, a un jarrón de extraño
diseño. Sólo se veía un pie pequeño y ligero que apenas rozaba la tierra y,
casi invisibles, un par de delicadísimas alas hacían marco a su belleza. Mis
ojos viajaron del cuadro a mi amigo, al mismo tiempo que murmuraba
instintivamente las palabras de Bussy
D'Ambois, de Chapman[iii]:
¡Allí está,
semejante a una estatua romana!
¡Así estará hasta que la muerte lo
transforme en mármol!
-¡Acérquese! -me dijo por
fin, dirigiéndose a una mesa de plata maciza esmaltada sobre la cual había
algunas copas de fantástico diseño y dos grandes jarrones etruscos del mismo
modelo que el del cuadro, llenos de lo que supuse era vino de Johannisberger.
-¡Venga a beber! -agregó
de pronto. Aunque es temprano, bebamos. Es en realidad muy temprano -continuó
diciendo meditabundo, al mismo tiempo que la imagen de un ángel hacía sonar
con un pesado martillo de oro la primera hora después del amanecer en todo el
recinto. En verdad, es muy temprano, pero, ¿qué importa? Hagamos una ofrenda a
ese sol solemne que con tanto empeño tratan de extinguir estas lámparas e
incensarios.
Y una vez que me hizo
brindar, bebió en rápida sucesión varios vasos de vino.
-Soñar ha sido la
ocupación de mi vida -continuó diciendo en tono variable, al mismo tiempo que
elevaba uno de los magníficos jarros a la luz de un incensario-. Por eso hice
construir una morada para mis sueños. ¿Pude haberlo hecho mejor que en el
corazón de Venecia? Es cierto que usted ve a su alrededor una mezcla de ornatos
arquitectónicos. La castidad de Jonia se ofende ante la presencia de adornos
antediluvianos y las esfinges de Egipto se extienden sobre alfombras de oro.
Pero el efecto es incongruente sólo para el tímido. La convención de lugar y
especialmente la de tiempo son los espantajos que alejan a la humanidad de la
contemplación de lo magnífico. Una vez fui decorador, pero esa quinta esencia
de la tontería ha saciado mi alma. Todo esto está más de acuerdo con mi
propósito. Como esos incensa-rios arabescos, mi espíritu se consume por el
fuego, y el delirio de esta escena me prepara para las visiones más fantásticas
que hallaré en la tierra de los sueños reales hacia la cual me dirijo
velozmente.
Al decir esto hizo una
pausa repentina, inclinó la cabeza sobre el pecho y pareció escuchar
atentamente un ruido que yo no oía. Por fin, irguiéndose, miró hacia arriba y
pronunció las líneas del obispo de Chichester:
¡Espérame allí!
No dejaré de encontrarme contigo
en ese profundo valle.
Y en seguida, confesando
que ya sentía la influencia del vino, se extendió cuan largo era sobre la
otomana.
En ese momento se oyeron
pasos en la escalera e inmediatamente un golpe sobre la puerta. Me apresuré
para evitar un segundo llamado, cuando un paje de la casa de Mentoni entró de
golpe en la pieza y exclamó con voz entrecortada por la emoción:
-¡Mi ama, mi ama,
envenenada! ¡Oh, hermosa Afrodita!
Confuso, me dirigí a la
otomana y traté de despertar a mi amigo. Pero sus miembros se hallaban rígidos,
sus labios pálidos y los ojos, que momentos antes habían brillado llenos de
vida, estaban poseídos por la muerte. Yo retrocedí tambaleante hacia la mesa,
mi mano tocó un vaso negro y roto, y mi alma se iluminó de pronto con la
terrible verdad.
1.011. Poe (Edgar Allan)
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