(Considerado como una de las ciencias exactas)
Hey
diddle diddle.
The
cat and the fiddle.
Desde que el mundo empezó ha habido
dos Jeremías. Uno de ellos escribió una jeremiada sobre la usura, y se llamaba
Jeremías Bentham. Fue sumamente admirado por Mr. John Neal, y era un gran
hombre en pequeña escala. El otro dio nombre a la más importante de las
ciencias exactas y era un gran hombre en gran escala; bien puedo agregar que en
la mayor de las escalas.
El timo -o la idea abstracta
contenida en el verbo timar es cosa bien conocida. El hecho, sin
embargo, la cosa en sí, el timo, no se define fácilmente. Podemos llegar
a tener, sin embargo, una concepción aceptable del asunto, si definimos, no la
cosa en sí, el timo, sino al hombre como un animal que tima. Si Platón hubiera
dado con esto, se hubiera ahorrado la afrenta del pollo desplumado.
A Platón le preguntaron, muy
pertinentemente, por qué un pollo desplumado, que respondía perfectamente a la
condición de «bípedo implume», no entraba en su definición del hombre. Pero a
mí no vendrán a importunarme con preguntas parecidas. El hombre es un animal
que tima y, fuera de él, no existe ningún animal que lo haga. Para invalidar
esta afirmación haría falta todo un gallinero de pollos pelados.
Aquello que constituye la esencia,
el núcleo, el principio del timo, sólo se encuentra en esa clase de criaturas
que visten chaquetas y pantalones. Un cuervo roba, un zorro engaña, una
comadreja triunfa por el ingenio, un hombre tima. Su destino es el timo. «El
hombre fue hecho para lamentarse», afirma el poeta. Pero no es así: fue hecho
para timar. Tal es su ambición, su objeto, su fin. Y por eso cuando a un
hombre le han hecho un timo decimos que está «acabado».
Bien considerado, el timo es un
compuesto cuyos ingredientes consisten en la pequeñez, el interés, la
perseverancia, el ingenio, la audacia, la nonchalance, la originalidad,
la impertinencia y la risita socarrona.
Pequeñez.- Nuestro timador practica
sus operaciones en pequeña escala. Su negocio reside en la venta al por menor,
en efectivo o con pagaré a la vista. Si alguna vez se deja tentar por
especulaciones de gran vuelo, inmediatamente pierde sus rasgos distintivos y se
convierte en lo que denominamos «financiero». Este último término contiene la
noción del timo en todos sus aspectos mencionados, salvo la pequeñez. Por eso
un timador puede ser considerado como un banquero en potencia, y una «operación
financiera», como un timo en Brobdingnag[1]. El uno
es al otro como Homero a «Flaccus», como un mastodonte a un ratón, como la cola
de un cometa a la de un cerdo.
Interés.- Nuestro timador se guía
por el interés. No le atrae el timo por el timo mismo. Tiene una finalidad a la
vista: su bolsillo... y el tuyo. Busca siempre la oportunidad mayor. Sólo vela
por el Número Uno. Tú eres el Número Dos, y debes velar por ti mismo.
Perseverancia.- Nuestro timador persevera.
No se descorazona fácil-mente. Aunque quiebren los bancos, no se preocupa.
Continúa tranquila-mente con su negocio, y
Ut
canis a corio numquam absterrebitur uncto,
y así procede él con lo suyo.
Ingenio.- Nuestro timador es audaz.
Es hombre osado. Traslada la guerra al África. Todo lo conquista por asalto. No
temería los puñales de Frey Herren. Con un poco más de prudencia, Dick Turpin
hubiera sido un buen timador; Daniel O’Connell, con un poco menos de
adulaciones, y Carlos XII, con una pizca más de cerebro.
«Nonchalance».- Nuestro timador es
displicente. No se pone nunca nervioso. Nunca tuvo nervios. Imposible hacerle
perder la calma. Jamás se lo sacará de sus casillas; lo más que puede hacerse
es sacarlo de la casa. Es frío, frío como un pepino. Es tranquilo, «como una
sonrisa de Lady Bury». Es blando y accesible, como un guante viejo o las
damiselas de la antigua Baia.
Originalidad.- Nuestro timador es
original, y lo es deliberadamente. Sus pensamientos le pertenecen. Le parecería
despreciable hacer uso de los ajenos. Rechaza todo timo gastado. Estoy seguro
de que devolvería una cartera si se diese cuenta de que la había obtenido
mediante un timo sin originalidad.
Impertinencia.- Nuestro timador es
impertinente. Fanfarronea. Pone los brazos en jarras. Mete las manos en los
bolsillos del pantalón. Se ríe irónicamente en nuestra cara. Nos pisa los
callos. Nos come la cena, se bebe nuestro vino, nos pide dinero prestado, nos
tira de la nariz, da de puntapiés a nuestro perro y besa a nuestra mujer.
Risita socarrona.- Nuestro verdadero timador
hace el balance final con una risita socarrona. Pero sólo él es testigo de
ella. Sonríe cuando el trabajo cotidiano ha terminado, cuando las labores han
llegado a su fin; de noche, en su despacho, y para su entretenimiento privado.
Va a su casa. Cierra la puerta. Se desnuda. Sopla la vela. Se acuesta. Apoya la
cabeza en la almohada. Y hecho esto, nuestro timador sonríe. No se trata
de una hipótesis. Es así, es elemental. Razono a priori, y un timador no
lo sería sin la risita socarrona.
El origen del timo se remonta a la
infancia de la raza humana. Quizá el primer timador fue Adán. De todos modos,
podemos seguir las huellas hasta una antigüedad muy remota. Los modernos,
empero, han llevado el timo a una imperfección que jamás soñaron los
cabezaduras de nuestros progenitores. Por eso, sin detenerme a hablar de los
viejos timadores, me contentaré con un compendio de «ejemplos» modernos.
He aquí un excelente timo: En busca
de un sofá, una señora recorre sucesivamente varias mueblerías. Llega
finalmente a una que ofrece un variado surtido. La detiene en la puerta un
locuaz caballero, quien la invita a entrar. No tarda la dama en descubrir un
sofá que se adapta perfectamente a sus deseos, y al preguntar su precio se
entera con gran placer de que cuesta un veinte por ciento menos de lo que
esperaba. Como es natural, se apresura a finiquitar la compra, recibe una
factura con recibo y deja su dirección con encargo de que el mueble le sea
remitido lo antes posible, retirándose entre una profusión de inclinaciones y
cortesías del vendedor. Llega la noche, pero no el sofá. Pasa el día siguiente,
y nada. La dama envía a su criada para que averigüe lo que ocurre. En la
mueblería niegan que se haya hecho tal compra. No se ha vendido ningún sofá ni
se ha recibido ningún dinero; quien lo recibió es el timador, que ha sustituido
diestramente al verdadero vendedor.
Nuestras mueblerías están siempre
desatendidas y proporcionan en esta forma todas las facilidades para una
triquiñuela semejante. Los visitantes entran, miran los muebles y vuelven a
salir sin que nadie los vea ni los atienda. Si alguien desea comprar un
artículo, hay una campanilla al alcance de la mano, la cual se considera harto
suficiente.
He aquí otro respetable timo: Un
señor bien vestido entra en un negocio, compra por valor de un dólar y descubre
con gran mortificación que se ha dejado la cartera en otra chaqueta. Dice
entonces al tendero:
-¡No se preocupe, señor mío! Le
pido simplemente que tenga la gentileza de mandar el paquete a casa. ¡Un
momento! Ahora que recuerdo, tampoco hay en casa billetes por debajo de cinco
dólares. De todas maneras, junto con el paquete puede usted mandar cuatro
dólares de vuelto.
-Muy bien, señor -replica el
tendero, que se ha formado de inmediato una alta idea de su cliente. «Conozco
individuos -piensa- que se habrían echado el paquete al brazo, prometiendo
volver a pagar cuando pasaran otra vez por aquí.»
De inmediato despacha a un
mandadero con el paquete y el vuelto. En el camino, casualmente, se encuentra
éste con el cliente, quien exclama:
-¡Ah, mi paquete! Creí que lo
habrían mandado a casa hace rato. Bueno, vete. Mi esposa, Mrs. Trotter, te dará
los cinco dólares, pues ya está enterada. Mejor es que me des el vuelto a
mí, pues necesito algo de cambio para el correo. ¡Perfecto! Uno, dos... ¿es
buena esta moneda? Tres, cuatro... ¡muy bien! Di a Mrs. Trotter que te
encontraste conmigo, y no pierdas tiempo por la calle.
El chico no pierde tiempo... pero
tarda muchísimo en regresar a la tienda, pues le resulta imposible encontrar a
ninguna señora que responda al nombre de Mrs. Trotter. Se consuela, empero,
pensando que no ha sido tan tonto como para dejar la mercadería sin recibir
dinero en cambio, y cuando aparece en el negocio con aire satisfecho se queda
muy perplejo e indignado al preguntarle su amo qué ha hecho con el vuelto...
He aquí un timo muy sencillo: Una
persona con aire de funcionario presenta al capitán de un buque que se dispone
a zarpar una factura sumamente módica de gastos portuarios. Contento de tener
que pagar tan poco, y atareado con las mil obligaciones que lo asedian en ese
momento, el capitán paga la nota sin tardar. Quince minutos después le llega
otra factura, mucho más razonable, y la persona que se la entrega no tarda en
convencerlo de que el primer funcionario era un timador.
El siguiente timo es parecido: Un
vapor suelta amarras y está a punto de separarse del muelle. Un viajero, con el
abrigo al brazo, corre presuroso para no perder el barco. De pronto se detiene,
se agacha y recoge algo del suelo con evidentes muestras de agitación.
-¿Alguno de los presentes ha perdido
una cartera? -grita.
Nadie puede contestarle, pero al
subir a bordo se produce un gran revuelo, pues no tarda en verse que la cartera
contiene una gruesa suma. Empero, el barco no puede demorar su salida.
-El tiempo y la marea no esperan a
nadie -dice el capitán.
-¡Por favor, esperemos un momento! -exclama
el que ha encontrado la cartera. ¡Sin duda, no tardará en presentarse el
dueño!
-¡Imposible! -responde
autoritariamente el capitán. ¡Fuera la planchada!
-¿Qué voy a hacer? -pregunta el
viajero, lleno de tribulación. Me alejo del país por muchos años y mi
conciencia me impide partir llevándome esta suma que no me pertenece. ¡Perdone
usted, señor -agrega, dirigiéndose a un caballero que ha quedado en el muelle,
pero su aspecto me parece el de una persona honesta! ¿Tendría usted la
gentileza de hacerse cargo de esta cartera? Estoy seguro de que puedo confiar
en usted y que no dejará de publicar un anuncio del hallazgo. La suma que hay
en la cartera es muy considerable. No hay duda de que el dueño insistirá en
ofrecerle una recompensa por su honradez...
-¿A mí? ¡No, por cierto! ¡A usted!
¡Usted encontró la cartera!
-En fin, si lo toma usted así...
Aceptaría una pequeña recompensa... simplemente para calmar sus escrúpulos.
Veamos... ¡Imposible, estos billetes son todos de a cien! No puedo tomar
tanto...; bastaría con cincuenta...
-¡Fuera la planchada! -repite el
capitán.
-Pero no tengo cambio de cien, y me
parece que lo mejor...
-¡Suelta ese cabo! -grita el
capitán.
-¡No se preocupe usted! -exclama el
caballero del muelle, que ha estado revisando su propia cartera. ¡Aquí tengo
un billete de cincuenta del Banco Norteamericano! ¡Páseme usted la cartera!
Y el superescrupuloso viajero toma
el dinero con marcada resistencia y alcanza la cartera al caballero del muelle,
mientras el vapor humea y silba al abandonar el amarradero. Media hora más
tarde se descubre que la «gruesa suma» consiste en billetes falsificados y que
todo el episodio no era más que un formidable timo.
Un timo audaz es el siguiente: Va a
celebrarse una reunión rural o algo parecido en un lugar sólo accesible por
medio de un puente. El timador se instala en la cabecera del puente e informa
respetuosamente a todos los que llegan que la nueva ley del condado establece
un peaje de un centavo por peatón, dos por caballos y burros, etc. Algunos
protestan, pero todos se someten y el timador se vuelve a casa con cincuenta o
sesenta dólares bien ganados, pues cobrar un peaje a una gran multitud es
trabajo muy fatigoso.
He aquí un timo muy hábil: Un amigo
del timador acepta un pagaré de éste, debidamente llenado y firmado en uno de
los formularios usuales impresos en tinta roja. El timador compra una o dos
docenas de dichos formularios y diariamente moja uno de ellos en su sopa, hace
que su perro salte para atraparlo y finalmente se lo cede como un buen bocado.
Cuando el pagaré llega a su vencimiento, el timador y su perro se presentan en
casa del amigo y se habla del documento en cuestión. El amigo lo saca de su
escritorio y va a alcanzarlo al timador cuando el perro reconoce el formulario
y de un salto lo atrapa y lo devora. El timador se muestra no sólo sor-prendido
sino vejado y furioso por la absurda conducta de su perro, y se manifiesta
dispuesto a cancelar la obligación... en el momento en que le presenten una
prueba de que existe.
Un pequeño timo tiene lugar en esta
forma: Una señora es insultada en la calle por el cómplice del timador. Éste
acude en defensa de la dama y, luego de dar una soberana paliza a su amigo,
insiste en acompañar a la señora hasta su domicilio. Una vez allí, se inclina
con la mano sobre el corazón y se despide respetuosamente. Pero la dama ruega a
su salvador que entre, a fin de presentarle a su papá y a su hermano mayor. Con
un suspiro, el salvador declina la invitación.
-¿No hay, pues, un medio, señor, de
testimoniarle mi gratitud? -murmura la dama.
-Por supuesto que sí, señora.
¿Podría usted prestarme dos chelines?
Bajo la impresión que le causan
estas palabras la dama decide primeramente desmayarse. Pero lo piensa mejor y,
luego de soltar los lazos de su bolso, hace entrega del dinero pedido. Como he
dicho, este timo es muy modesto, pues hay que entregar la mitad de la suma
obtenida al caballero que se tomó el trabajo de insultar a la señora y debió
luego aguantar sin resistencia una buena paliza.
El que sigue es también un timo
menudo, pero científico. El timador se acerca al mostrador de una taberna y
pide dos rollos de tabaco. Una vez que se los entregan, los examina y declara:
-No me gusta este tabaco. Tómelo y
déme en cambio un vaso de coñac.
Bebe el coñac y se encamina a la
puerta. Pero la voz del tabernero lo detiene:
-Me temo, señor, que se ha olvidado
de pagar la bebida.
-¿Pagar la bebida? ¿No le di el
tabaco a cambio del coñac? ¿Qué más quiere usted?
-Pero, señor... no recuerdo que me
haya pagado el tabaco.
-¿Qué quiere decir con eso, bribón?
¿No le devolví su tabaco? ¿No es ése su tabaco, encima del mostrador?
¿Pretende entonces que pague por algo que no me llevo?
-Pero, señor... -dice el tabernero,
completamente confundido-. Pero, señor...
-Nada de peros conmigo -interrumpe
el timador, aparentemente muy disgustado y golpeando la puerta al alejarse.
¡Nada de peros conmigo, y mucho menos esas triquiñuelas con los viajeros!
El timo siguiente es muy hábil, y
la simplicidad no es una de sus menores cualidades. En ocasión de haberse
perdido realmente una cartera o un bolso, el perdedor inserta en uno de
los periódicos de una gran ciudad un aviso lleno de detalles. Nuestro timador
copia los detalles, cambiando el encabeza-miento, la fraseología general, y
el domicilio. Si, por ejemplo, el aviso original es largo, verboso y
comienza: ¡CARTERA EXTRAVIADA!, solicitando que la misma sea entregada en el
número 1 de la calle Tom, la copia fabricada por el timador será breve, sólo
encabezada por la palabra EXTRAVÍO, y dará como domicilio el 2 de la calle Dick
o el 3 de la calle Harry. Inserta su aviso en cinco o seis periódicos de la
localidad que aparecen unas pocas horas después que el original. Si el que ha
perdido la cartera lee uno de estos avisos, no es muy probable que advierta la
relación que existe con el suyo. Y, en cambio, hay cinco o seis probabilidades
contra una de que la persona que encontró la cartera se presente a la dirección
dada por el timador en vez de acudir a la del verdadero dueño. Nuestro timador
paga la recompensa, embolsa el tesoro y desaparece.
Un timo análogo es el siguiente:
Una dama acaudalada ha perdido en la calle un anillo de brillantes de
grandísimo valor. Ofrece una recompensa de cuarenta o cincuenta dólares,
agregando en su aviso una minuciosa descripción de la joya, sus engastes, y
afirmando que la recompensa será pagada en determinado domicilio contra entrega
del anillo y sin que se hagan preguntas.
Un día o dos más tarde, cuando la
dama se halla ausente de su casa, se oye sonar la campanilla; acude una criada,
informando al visitante que la señora ha salido, noticia que produce en éste el
más lamentable de los efectos. Afirma que lo trae una cuestión de suma importancia
y que concierne solamente a la señora. Agrega, por fin, que ha tenido la buena
suerte de hallar el anillo. De todas maneras, quizá sea mejor que vuelva otro
día... «¡De ninguna manera!», exclama la criada. «¡De ninguna manera!», corean
la hermana de la señora y su cuñada, que acuden al punto. Todas ellas
identifican clamorosamente el anillo, pagan la recompensa y hacen salir al
visitante poco menos que a empujones. La dueña de la casa regresa y no tarda en
manifestar cierto disgusto hacia su hermana y su cuñada por la sencilla razón
de que acaban de pagar cuarenta o cincuenta dólares por un facsímile de su
anillo de brillantes, muy bien hecho con similor y piedras falsas.
Pero como el timo es cosa infinita,
también lo sería este artículo, aunque me limitara a sugerir apenas la mitad de
las variantes y los matices de que dicha ciencia es susceptible. Como he de
concluir estas páginas, nada mejor que hacerlo con una noticia resumida de un
timo muy decente, pero más bien complicado, del que fue teatro no hace mucho
nuestra ciudad, y que se repitió más tarde con buen éxito en otras ciudades
todavía más inocentes de nuestro país.
Un caballero de edad mediana llega
a la ciudad, sin que se sepa de dónde procede. Se conduce de manera
notablemente precisa, cauta y reflexiva. Viste con toda corrección, sin que
haya en él nada de ostentoso. Lleva corbata blanca, amplio chaleco, sólo
destinado a la comodidad; confortables zapatos de gruesa suela y pantalones sin
trabilla. En suma, tiene el aire de nuestro acomodado, sobrio y respetable
hombre de negocios par excellence; uno de esos caballeros exteriormente
severos y duros, pero tiernos por dentro, como suelen pintarse en las comedias;
hombres cuyas palabras son otras tantas garantías, y que mientras distribuyen
guineas con una mano para fines caritativos extraen hasta el último centavo con
la otra en el terreno de sus propios negocios.
Nuestro caballero se muestra muy
difícil de complacer en lo que respecta a una casa de pensión. No le gustan los
niños. Está habituado a una gran quietud. Tiene costumbres metódicas y además
le gustaría habitar en casa de una familia pequeña y respetable, de tendencias
piadosas. Las condiciones de pago lo tienen sin cuidado; insiste solamente en
que liquidará la cuenta el primero de cada mes (estamos ahora a dos), y una vez
que ha hallado una casa a su gusto, pide encarecidamente a la dueña que no
olvide de ninguna manera sus instrucciones al respecto: la cuenta, así como el
recibo, deberán ser presentados a las diez de la mañana del día primero de
cada mes, y bajo ninguna circunstancia dejados para el día siguiente.
Hechos estos arreglos, nuestro
hombre de negocios alquila una oficina en un barrio más respetable que a la
moda. No hay cosa que desprecie tanto como la ostentación. «Donde mucho se
muestra -suele decir-, poco hay de sólido», observación que impresiona tan
profundamente a su casera que se apresura a copiarla a lápiz en la gran biblia
de la familia, aprovechando el amplio margen que hay en los Proverbios de
Salomón.
El paso siguiente consiste en
publicar un aviso en los principales periódicos mercantiles de a seis peniques,
pues los de a uno no son considerados por él como «respetables», aparte de que
reclaman el pago adelantado de todo aviso, práctica que nuestros hombres de negocios
detestan, pues, según él, jamás debe pagarse un trabajo hasta que no esté
concluido. El aviso dice aproximadamente así:
SE NECESITAN EMPLEADOS.- En ocasión
de iniciar importantes operaciones comerciales en esta ciudad, requerimos los
servicios de tres o cuatro inteligentes y competentes empleados. Sueldo
importante. Exigimos las mejores recomendaciones sobre la integridad del
postulante, que nos interesa aún más que su capacidad. Dado que las
obligaciones a cumplir suponen una alta responsabilidad, pues grandes sumas de
dinero deberán pasar por las manos de nuestros empleados, consideramos
necesario solicitar una caución de cincuenta dólares, que será depositada por
el empleado respectivo. Inútil presentarse, por tanto, si no se está en
condiciones de hacer dicho depósito, así como de exhibir los mejores
testimonios sobre moralidad. Se preferirá a los jóvenes con inclinaciones
piadosas. Presentarse de diez a once y de dieciséis a diecisiete en las
oficinas de los señores
Bogs,
Hogs, Logs, Frogs & Co.
Calle de los Perros, 110
Al cumplirse el 31 del mes, este
aviso ha llevado a la oficina de los señores Bogs, Hogs, Logs, Frogs y Compañía
a unos quince o veinte jóvenes de inclinaciones piadosas.
Pero nuestro hombre de negocios no
tiene prisa en cerrar trato con ninguno de ellos; ningún hombre de negocios
tiene prisa; y, sólo después de haber pasado un severo examen concerniente a
sus inclinaciones piadosas, los jóvenes son finalmente aceptados y, al mismo
tiempo, por vía de simple precaución, se los invita a hacer efectiva la fianza
de cincuenta dólares, por la cual la respetable firma de Bogs, Hogs, Logs,
Frogs y Compañía libra el correspondiente recibo. En la mañana del primero de
cada mes la casera no presenta su cuenta, como había prometido hacerlo;
negligencia por la cual el director de la casa con tantos ogs no habría
dejado de reprenderla severamente, suponiendo que se hubiera quedado un día o
dos más en la ciudad para tal propósito.
Como es de suponer, la policía se
ve abrumada de trabajo, corriendo inútilmente de un lado a otro, y todo lo que
puede hacer es declarar enfáticamente que aquel hombre de negocios es n. e. i.,
letras que parecen corresponder a la muy clásica frase non es inventus. Y
entretanto los jóvenes postulantes ven mermar sensiblemente sus inclinaciones
piadosas, mientras la casera compra una excelente goma de borrar de un chelín,
y con todo cuidado suprime la nota a lápiz que algún tonto había escrito en la
gran biblia familiar, aprovechando los anchos márgenes de los Proverbios de
Salomón.
1.011. Poe (Edgar Allan)
[1] País imaginario de los Viajes de
Gulliver, de Jonathan Swift, donde las cosas existen en una escala colosal.
(N. del T.)
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