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miércoles, 18 de diciembre de 2013

Hop-frog

No he conocido nunca a nadie que tuviera más animación y que fuese más inclinado a la chanza que aquel buen monarca. No vivía más que para las bromas. Contar una ingeniosa historia del género cómico, y con­tarla bien, era camino más seguro para conseguir su favor. Por eso sus siete ministros eran todas personas que se distinguían por su talento de bromistas. Estaban todos cortados por el patrón real: vasta corpulencia, obesidad, inimitable aptitud para la chanza. El saber si las gentes engor­dan con la broma o si existe algo en la grasa que predispone a ella son cuestiones que no he podido nunca resolver, pero lo cierto es que un bro­mista flaco puede denominarse rara avis in terris.
En cuanto a los refinamientos, o sombras del espíritu, como él mismo los llamaba, el Rey no se preocupaba mucho de ellos. Sentía una admi­ración especial por la amplitud en el chiste, y lo atesoraba hasta con esa amplitud a veces pesada por amor hacia él. Las delicadezas lo molestaban. Hubiese preferido el Gargantúa de Rabelais al Zadig de Voltaire, y sobre todo eran mucho más de su gusto las bufonerías de obra que las de palabra.
En la época en que sucede esta historia, los bufones de profesión no habían pasado de moda por completo en la corte. Algunas de las gran­des potencias continentales conservaban sus locos. Eran unos infelices dis­frazados, ataviados con gorros de campanillas y que tenían que estar siempre preparados para decir ingeniosas y sutiles palabras, a cambio de las migajas que caían de la mesa real.
Nuestro Rey, como es natural, tenía su bufón. El hecho es que sentía la necesidad de algo en el sentido de la locura, aunque no fuese más que para equilibrar la pesada sabiduría de los siete hombres sabios que le ser­vían de ministros, por no incluirlo a él.
Sin embargo, su loco, su bufón de profesión, no era solamente un loco. Su valor estaba triplicado ante los ojos del Rey por el hecho de ser además enano y jorobado. En aquel tiempo los enanos eran tan comu­nes en la corte como los locos, y varios monarcas hubiesen encontrado difícil pasar sus horas, las horas más largas en la corte que en ningún lado, sin un bufón que los hiciese reír y sin un enano de quien pudieran reírse. Pero como ya he advertido, de cien casos de aquellos locos, noventa y nueve eran gordos, redondos y macizos, de modo que era para nuestro Rey mayor motivo de orgullo poseer con Hop-Frog, así se lla­maba el loco, un triple tesoro en una sola persona.
Supongo que el nombre de Hop-Frog no era el que le habían impuesto sus padrinos, sino que le había sido conferido con el asenti­miento unánime de los siete ministros, teniendo en cuenta su incapaci­dad para andar como los demás hombres.[i]
Realmente, Hop-Frog no podía moverse sino con una especie de andar intermitente, algo entre salto y torcedura, una especie de movi­miento que era para el Rey una diversión perpetua y, por consiguiente, un placer, pues, a pesar de la prominencia de su panza y de una hincha­zón congénita de la cabeza, el Rey pasaba, ante los ojos de toda su corte, por un hombre muy guapo.
Pero aunque Hop-Frog, debido al torcimiento de sus piernas, no pudiera moverse sino con gran trabajo por un camino o sobre un piso, la prodigiosa fuerza muscular de que había dotado a sus brazos la naturale­za, como para compensar la imperfección de sus miem-bros inferiores, le permitía efectuar muchos juegos de una destreza sorprendente, cuando se trataba de árboles, de cuerdas o de cualquier otra cosa adonde se pudiese trepar. En estos ejercicios parecía una ardilla o un mono peque­ño más bien que una rana.
Yo no sabría decir con precisión de qué país era oriundo Hop-Frog. Venía indudablemente de alguna región bárbara, de la cual nadie había oído hablar a una gran distancia de la corte de nuestro Rey. Hop-Frog y una muchachita un poco menos enana que él, pero admirablemente proporcionada y bailarina excelente, habían sido arrebatados de sus res­pectivos hogares, en unas provincias limítro-fes, y enviados como regalo al Rey por uno de sus generales más favorecidos por la victoria.
En semejantes circunstancias no había nada de extraño que una estrecha amistad se hubiese establecido entre los pequeños cautivos. En realidad, llegaron a ser bien pronto dos amigos juramentados. Hop-Frog, que, a pesar de su forzosa algazara continua, no era nada popular, no podía prestar grandes servicios a Trippetta, pero ella, merced a su gracia y a su exquisita belleza de enana, era admirada y festejada en todas par­tes; tenía, pues, mucha influencia y no dejaba nunca de hacer uso de ella, siempre que había ocasión, en provecho de su querido Hop-Frog.
En una gran ocasión solemne, ya no recuerdo cuál, el Rey decidió dar un baile de disfraces, y cada vez que se celebraba en la corte una mas­carada o cualquier otra fiesta de este género, el ingenio de Hop-Frog y de Trippetta se ponían a prueba. Hop-Frog, sobre todo, tenía un talento de invención tal en materia de decorados, de tipos nuevos y de disfraces para mascaradas, que parecía no poder hacerse nada sin su cooperación.
Llegó la noche señalada para el festejo. Un espléndido salón había sido dispuesto bajo la vigilancia de Trippetta, con todo el ingenio posi­ble para dar magnificencia a una mascarada. Toda la corte asistía con la ansiedad de la espera. En cuanto a los vestidos y personajes, cada cual, como puede suponerse, había elegido libremente. Muchas personas habían escogido los personajes que iban a representar con una semana y hasta con un mes de anticipación, y, en suma, no había incertidumbre ni indecisión en nadie, excepto en el Rey y en sus siete ministros. ¿Por qué dudaban? No sabría decirlo, a no ser que se tratase de alguna nueva broma. ¡Acaso es más verosímil pensar que les era difícil idear algo dada su gordura! Sea lo que fuere, corría el tiempo, y, como último recurso, mandaron a buscar a Trippetta y a Hop-Frog.
Cuando los dos amiguitos obedecieron la orden del Rey, lo encon­traron bebiendo regiamente vino con los siete ministros de su consejo privado, pero el monarca parecía estar de malísimo humor. Sabía que Hop-Frog temía el vino, pues esta bebida excitaba al pobre cojo hasta la locura, y la locura no es una situación de ánimo muy regocijante. Pero al Rey le agradaba imponerle molestias y se complacía en obligar a Hop­Frog a beber y a estar alegre, según la frase real.
-Ven aquí, Hop-Frog -dijo cuando entraron en la estancia el bufón y su amiga-, apura esta copa a la salud de nuestros amigos ausentes (al oír esto, Hop-Frog suspiró) y sírvenos con tu imaginación. ¡Nece­sitamos modelos, historia, mi buen amigo! Algo nuevo, extra-ordinario. Estamos cansados de esta eterna monotonía. ¡Vamos, bebe el vino, esti­mulará tu genio!
Hop-Frog intentó, como de costumbre, responder con una frase feliz a las palabras del Rey, pero el esfuerzo fue demasiado grande. Era preci­samente aquel día cumpleaños del pobre enano y, ante la orden de que bebiese por sus amigos ausentes, se le saltaron las lágrimas. Gruesas gotas amargas cayeron en la copa, mientras la recibía humildemente de manos de su tirano.
-¡Ja, ja, ja! -rugió este último, viendo cómo el enano apuraba la copa con repugnancia. ¡Mira lo que puede hacer un vaso de buen vino! ¡Eh! ¡Ya te brillan los ojos!
¡Pobre muchacho! Sus grandes ojos refulgían más que brillaban, pues el efecto del vino en su excitable cerebro era tan fuerte como repentino. Depositó nuevamente el vaso sobre la mesa y paseó una mira­da fija y extraña por la concurrencia. Todos parecían divertirse prodi­giosamente del éxito de la broma regia.
-iY ahora, manos a la obra! -dijo el primer ministro, un hombre grueso.
-¡Sí! -dijo el Rey-. ¡Vamos, Hop-Frog, préstanos tu concurso! ¡Danos modelos, hermoso! ¡Dinos historias! ¡Tenemos necesidad de his­torias, todos las necesitamos! ¡Ja, ja, ja!
Y como aquello se inclinaba seriamente hacia el chiste, los siete hicieron coro a la risa regia. Hop-Frog se rió también, pero sin fuerza, con una risa distraída.
-¡Vamos, vamos! -dijo el rey impaciente. ¿Es que no se te ocu­rre nada?
-Estoy intentando encontrar algo nuevo -replicó el enano con un aire vago, pues estaba completamente trastornado con el vino.
-¡Intentando! -gritó el tirano con ferocidad. ¿Qué entiendes tú por intentar? ¡Ah, ya comprendo! Pones hocico porque necesitas más vino. ¡Toma, trágate eso!
Y llenando de nuevo otra copa se la ofreció rebosante al cojito, quien la miró y respiró como sofocado.
-¡Bebe te digo! -gritó el monstruo. iO por los demonios...!
El enano vacilaba. El Rey se puso rojo de cólera. Los cortesanos son­reían cruelmente. Trippetta, pálida como un cadáver, se adelantó hasta el asiento del monarca y, arrodillándose delante de él, le rogó que per­donase a su amigo.
El tirano la contempló durante unos instantes, evidentemente asombrado de tal audacia. Parecía no saber qué decir ni qué hacer ni cómo expresar su indignación de modo suficiente. Por último, sin pro­nunciar ni una sílaba, la rechazó con violencia lejos de él y le tiró a la cara el contenido de la copa, llena hasta el borde.
La pobre pequeña se levantó como pudo y, sin atreverse ni a respi­rar, ocupó de nuevo su sitio al pie de la mesa.
Hubo durante medio minuto un silencio de muerte, en el que hubie­ra podido oírse caer una hoja o una pluma. Este silencio fue interrumpi­do por una especie de gruñido sordo, pero ronco y prolongado, que pareció salir repentinamente de todos los rincones de la estancia.
-¿Por qué, por qué, por qué haces ese ruido? -preguntó el Rey, volviéndose enfurecido hacia el enano.
Este último parecía casi despejado de su embriaguez y, mirando fija­mente, pero con tranquilidad, cara a cara al tirano, exclamó simplemente:
-¿Yo?, ¿yo? ¿Que he sido yo?
-El sonido me ha parecido venir de afuera -observó uno de los cortesanos-; supongo que sea el loro en la ventana, que se afila el pico en los barrotes de su jaula.
-Es verdad -replicó el monarca, como si aquella idea lo tranqui­lizara. Pero por mi honor de caballero hubiese jurado que era el rechi­nar de los dientes de este miserable.
Al oír esto, el enano se echó a reír (el Rey era un bromista demasia­do clásico para encontrar mal una risa, fuera de quien fuese) y enseñó una ancha, fuerte y espantosa hilera de dientes. Es más, declaró que estaba completamente dispuesto a beber el vino que quisieran. El monarca seapaciguó y Hop-Frog, después de apurar sin el menor inconveniente una nueva copa, entró de lleno, y con entusiasmo, en el plan de la mascarada.
-No puedo explicar -observó muy tranquilo y como si no hubie­ra probado nunca vino en su vida- cómo se ha efectuado esta asociación de ideas, pero precisamente después de que Vuestra Majestad pegó a la pequeña y le tiró el vino a la cara, precisamente después de hacer esto Vuestra Majestad y mientras el loro hacía ese extraño ruido detrás de la ventana, me ha venido a la memoria una diversión maravillosa: es uno de los juegos de mi país y lo incluimos a menudo en nuestras diver­siones, pero aquí resultará completa-mente nuevo. Desgraciadamente requiere un grupo de ocho personas, y...
-¡Claro, y ocho somos! -exclamó el Rey, riéndose del feliz hallaz­go. ¡Ocho justos! ¡Yo y mis siete ministros! Vamos a ver, ¿cuál es esa diversión?
-Llamamos a eso -dijo el cojito- los ocho orangutanes encadena­dos y realmente es un juego encantador cuando se ejecuta bien.
-Lo realizaremos -dijo el Rey irguiéndose y bajando los párpados.
-Lo bonito del juego -prosiguió Hop-Frog- consiste en el terror que causa a las mujeres.
-¡Excelente! -rugieron a coro el monarca y su ministerio.
-Yo seré quien os vista de orangutanes -continuó el enano-; entregaos a mí para todo eso. El parecido será tan sorprendente que todas las máscaras os tomarán por verdaderos animales y, como es natu­ral, se quedarán tan asombradas como llenas de espanto.
-¡Oh, es divertidísimo! -exclamó el Rey. iHop-Frog! ¡Haremos de ti un hombre!
-Las cadenas tienen por objeto aumentar el desorden con su albo­roto. Figurará que os habéis escapado en masa de vuestros guardianes. Vuestra Majestad no puede imaginarse el efecto que producen en un baile de disfraz ocho orangutanes encadenados, que la mayoría de los concurrentes toman por verdaderos animales, al arrojarse con gritos sal­vajes por entre una multitud de hombres y de mujeres esmerada y sun­tuosamente ataviados. El contraste no tiene igual.
-¡Así será! -dijo el Rey.
Y el consejo se levantó apresuradamente, pues se hacía tarde para poner en ejecución el plan de Hop-Frog.
Su manera de vestir de orangutanes a aquellos hombres era sencillí­sima, pero llenaba sus deseos. En la época en que sucede este relato se veían muy rara vez animales de esa especie en las diversas partes del mundo civilizado, y, como las imitaciones hechas por el enano eran lo suficientemente bestiales y más que suficientemente espantosas, creye­ron poder fiarse del parecido.
El Rey y sus ministros se vistieron primeramente con camisas y unos calzones de punto ajustadísimos. Después los untaron de brea. Estando en aquella fase de la operación, uno del grupo sugirió la idea de unas plumas, pero fue rechazado en principio por el enano, quien convenció bien pronto a los ocho personajes, con una demostración ocular, de que el pelo de un animal como el orangután se imitaba con más fidelidad por medio de la estopa. Por consiguiente se extendió una espesa capa de estopa sobre la brea. Entonces se agenciaron una larga cadena. Primero la pasaron alrededor de la cintura del Rey y la soldaron allí, después alre­dedor de otro individuo de la cuadrilla y la soldaron igualmente allí; luego, sucesivamente, alrededor de todos los demás, y la cerraron de igual manera. Cuando aquel arreglo de la cadena estuvo terminado, separándose unos de otros tan lejos como podían, formaron un círculo y, para concluir de parecerse, Hop-Frog hizo pasar el resto de la cadena por entre el círculo, en dos diámetros en ángulo recto, según el sistema adoptado en la actualidad por los cazadores de Borneo que cazan chim­pancés u otras especies grandes.
El gran salón en el cual debía efectuarse el baile era una pieza cir­cular, altísima, que recibía la luz del sol por una sola ventana en el techo. Durante la noche (la fiesta iba a ser nocturna) estaba iluminada princi­palmente por una gran araña colgada por una cadena del centro del marco y que se subía o se bajaba por medio de un contrapeso ordinario, pero para no perjudicar su elegancia, este último pasaba por fuera de la cúpula y sobre el techo.
El decorado del salón había sido confiado a la vigilancia de Trippetta, pero en algunos detalles la había guiado probablemente el sereno juicio de su amigo el enano. Por eso, siguiendo sus consejos, se había retirado la araña en aquella ocasión. El derretimiento de la cera, que hubiera sido imposible evitar en una atmósfera tan caldeada, habría ocasionado serios daños en los ricos vestidos de los invitados, que, dado lo repleto del salón, no hubieran podido apartarse del centro; es decir, del sitio de la araña. Se ajustaron unos nuevos candelabros en diferentes partes del salón, fuera del espacio ocupado por la gente, y se colocó una antorcha, de la que brotaba un perfume agradable, en la mano derecha de cada una de las cariátides que se levantaban contra el muro en número de cincuenta o sesenta.
Los ocho orangutanes, siguiendo los consejos de Hop-Frog, espera­ron pacientemente para hacer su entrada a que el salón estuviese com­pletamente lleno de máscaras; es decir, hasta medianoche. Pero apenas había acabado de sonar el reloj, cuando se precipitaron o, mejor dicho, cuando rodaron todos en masa, pues, embarazados con sus cadenas, algunos cayeron al suelo y todos tropezaron al entrar.
La sensación producida entre las máscaras fue prodigiosa y llenó de alegría el corazón del Rey. Como se esperaba, fueron numerosos los invi­tados que creyeron que aquellos seres de feroz aspecto eran animales verdaderos de una especie ignorada, quizás orangutanes simplemente. Varias mujeres se desmayaron de miedo, y si el Rey no hubiera tomado la precaución de prohibir todas las armas, él y su cuadrilla hubiesen podido pagar aquella farsa con su sangre. En resumen, fue una desban­dada general hacia las puertas, pero el Rey había dado orden de que se cerrasen inmediatamente después de su entrada y, por consejo del enano, las llaves le habían sido entregadas a él.
Mientras el tumulto estaba en su apogeo y cada máscara no pensa­ba sino en su propia salvación, pues, en suma, con aquel pánico y aque­lla confusión existía verdadero peligro, pudo verse la cadena que servía para sostener la araña, y que había sido retirada igualmente, bajar y bajar hasta que su extremo, doblado en forma de gancho, estuvo a tres pies del suelo.
Pocos momentos después, el Rey y sus siete amigos, luego de haber rodado por el salón en todas direcciones, se encontraron finalmente en el centro y en inmediato contacto con la cadena. Mientras estaban en esta posición, el enano, que había ido todo el tiempo siguiéndoles los pasos, advirtiéndoles que tuviesen cuidado con el tumulto, se agarró a la cadena en la intersección de las dos partes diametrales. Entonces, con la rapidez del pensamiento, la colgó del gancho que servía de ordinario para sostener la araña, y en un instante, realizado como por un agente invisible, la cadena se remontó lo bastante como para poner el gancho fuera de todo alcance y, por consecuencia, levantó por el aire a los oran­gutanes, todos ellos juntos, unos contra otros y cara a cara.
Las máscaras, durante este tiempo, se habían repuesto casi de su alarma, y, como empezaban a tomar todo aquello por una broma hábil­mente preparada, lanzaron una inmensa carcajada al ver la postura de los monos.
-¡No me los perdáis de vista! -gritó entonces Hop-Frog, y su voz pene-trante se oía dominando el tumulto. No me los perdáis de vista, porque creo que yo los conozco. Si consigo solamente verlos bien, yo os diré en seguida quiénes son.
Entonces, encaramándose con los pies y las manos sobre las cabezas de la multitud, maniobró de manera de llegar hasta el muro; luego, arrancando una antorcha a una de las cariátides, volvió, como había ido, al centro del salón, saltó con la agilidad de un mono sobre la cabeza del Rey, gateó unos cuantos pies por encima de la cadena e inclinó la antor­cha para examinar el grupo de los orangutanes y repitiendo a gritos:
-¡Muy pronto descubriré quiénes son!
Y entonces, mientras la concurrencia, así como los monos, se retor­cía de risa, el bufón lanzó repentinamente un agudo silbido; la cadena ascendió rápidamente unos treinta pies, arrastrando con ella a los oran­gutanes aterrorizados, que se debatían, y los dejó suspendidos en el aire entre la claraboya y el suelo. Hop-Frog, agarrado a la cadena, había subi­do con ella y seguía conservando su misma posición respecto a las ocho máscaras, inclinando siempre su antorcha hacia ellos, como si se esfor­zase en descubrir quiénes podían ser. Toda la concurrencia se qued&tan atónita con aquella ascensión que se hizo un profundo silencio de un minuto aproximada-mente. Pero fue interrumpido por un ruido sordo, una especie de rechinamiento ronco, como aquel que había llamado la atención del Rey y de sus consejeros cuando el monarca había arrojado el vino a la cara de Trippetta. Pero en el presente caso no había que bus­car de dónde salía el ruido. Salía de los dientes del enano, que hacía rechinar sus colmillos como si los triturase en la espuma de su boca y cla­vaba unos ojos que relucían con una rabia loca en el Rey y sus siete com­pañeros, cuyas caras estaban vueltas hacia él.
-¡Ja, ja, ja! -dijo por fin el enano furibundo. ¡Ja, ja, ja! Empie­zo a ver quiénes son. ¡Ahora empiezo a ver quiénes son estos individuos!
Entonces, con el pretexto de examinar al Rey desde más cerca, acer­có la antorcha al disfraz de estopa que la revestía y que se consumió ins­tantáneamente en una capa de fuego deslum-brante. En menos de medio minuto, los ocho orangutanes ardían fieramente en medio de los gritos de la multitud que los contemplaba desde abajo, crispada de horror e impotente para prestarles ni el más ligero auxilio.
A la larga, las llamas, elevándose repentinamente con mayor vio­lencia, obligaron al bufón a trepar más arriba por la cadena, fuera de su alcance. Y mientras efectuaba esta maniobra, la multitud enmudeció de nuevo por un instante. El enano aprovechó aquella ocasión y tomó otra vez la palabra:
-Ahora -dijo- veo claramente de qué especie son estas máscaras. Veo a un gran Rey y a sus siete consejeros privados, a un Rey que no siente escrúpulo en pegar a una muchacha indefensa, y a sus siete con­sejeros, que lo animan en tal atrocidad. En cuanto a mí, yo soy simple, mente Hop-Frog, el bufón, y ¡ésta es mi última bufonada!
Gracias a la grandísima combustibilidad del cáñamo y la brea, a la cual estaba pegado, apenas acababa de pronunciar el enano su breve arenga, cuando ya la obra de venganza se había cumplido. Los ocho cadáveres se balanceaban sobre sus cadenas, masa confusa, fétida, fuli­ginosa, atroz. El cojo arrojó su antorcha sobre ellos, trepó con entera tranquilidad hacia la claraboya y desapareció por el marco.
Se cree que Trippetta, de centinela sobre el tejado del salón, sirvió de cómplice al amigo en aquella venganza incendiaria y que huyeron juntos hacia su país, porque no se los volvió a ver jamás.

1.011. Poe (Edgar Allan)


[i] Hop, 'brincar'. Frog, 'rana'.

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