Cuando
Yuri Mijailovich y su mujer llegaron en un coche de punto al aeródromo, el
azul desierto del cielo animóse con su vida peculiar; cual si una mano
invisible estuviera izando nuevos y siempre más nuevos velos, así levantábanse
y desplegábanse en el horizonte, flotando lentamente por el cenit, las
redondeadas y solemnes nubes, resplandecientes de nívea blancura. Como si el
sol se hubiese puesto más radiante, y el eterno azul se hubiese profundizado,
cual si se tratasen de hechizar los espacios, así atraían, con el encanto de su
inalcanzabilidad, sus azules abismos, insondablemente más profun-dos que
todas las oscuras simas marinas. Y a veces se figuraba uno que estaba
asistiendo a una maravillosa revista, cual si toda una escuadra de navíos
hubiese salido del puerto, y, desplegando su resplandeciente vuelo,
ensoberbeciéndose, pavoneándose, mas como reprimiendo su entusiasmo, pasase
lentamente ante las miradas supremas.
Tatiana
Alexéievna fué presa de una zozobra.
-¡Ay, que
no descargue una tormenta como anochel ¡Qué ocurriría entonces!
-¡No!
-aseguró Yuri Mijailovich, convencidísimo. Mira, se diría que los bordes de
las nubes están torneados. Esto es una revista y pronto romperán filas.
-Tú las
desdeñas; tú quieres levantarte más alto que ellas.
Yuri
Mijailovich fijó en ella sus ojos atenta y -como ella recordó después- un poco
extrañamente, mirándola a los ojos, y contestó con su sonrisa plácida:
-!Te amo
horriblemente!
En el
aeródromo ya había gente, y los aviadores se preparaban animada-mente para sus
vuelos sacando los aparatos de los hangares, examinándolos y apretando los
fuselages metálicos. En uno de los hangares alguien reñía desaforadaniente
porque le habían traído tina nueva marca de bencina; el motor del capitán
Kostretsof no quería funcionar por una causa inexplicable, y él mismo, echando
pestes y apresurándose y desdeñando el auxilio del confundido mecánico,
destornillaba las matrices y se había ya ensuciado hasta las cejas con el
óxido y con las grasas. Pero, en general, todo estaba satisfactoria, hasta
excepcionalmente bien, y si se emocionaban y expresaban su descontento, era
sólo para resguardarse del destino y no aparecer ante él demasiado
satisfechos, para enternecerlo con sus pequeños contratienipos, para hacerle
desistir de su designio, tal vez predeterminado, de una grande y terrible
desgracia, Y por la misma causa nadie quiso confesar, ni siquiera a sí mismo,
la altura que se proponía alcanzar en este día de vuelo, asegurándose a sí
mismo y a todos que no sería sino muy poquito. Sólo de Puchkarlof sabían todos
que, habiendo ya logrado algunos premios en recompensa de la seguridad de sus
aterrizajes, se proponía a presente vencer el "record" de altura. Ni
uno de sus conipañeros dudaba un instante de que lo lograría, y hasta el mismo
pre-sentimiento del hado, de la amenazadora casualidad que se ocultaba
cejijunta en el transparente aire, quedaba para ellos como reducida, en
presencia de este hombre sereno y firme, que no hacía secreto alguno de sus
intenciones, sino que hablaba tranquilantente de ellas.
La
conversación se enardeció, las voces sonaron más altas, y todos rodeaban en
desordenado tropel a Puchkariof; algunos, al saludarle, le besaban varonilmente
con franco y fuerte beso en los labios. También saludaban afables y
amistosamente a su mujer, Tatiana Aleséievna, besándole la mano; pero se notaba
que, para todos, ella no era más que una figura de segundo orden, y poco a
poco, insensiblemente, se vió apartada del lado de su marido. En otras
ocasiones se quedaba, generalmente, alguien a su lado, fuese por cortesía o
por afición a la sociedad femenina y a la conversación; pero ahora se hallaba
sola sobre la verde y chafada hierba, sonriendo para sus adentros con dulce
burla femenil: ¿era esto natural y no era un poco ridículo que ella, una mujer
tan hermosa, se encontrase totalmente sola y abandonada, que nadie la
necesitase, y que nadie tuviese interés alguno?
Ellos,
entretanto, apiñábanse formando un grupo de bronceadas y vigorosas figuras,
centellando en sus risas sus blancos dientes, tocándose, al hablar,
amistosamente con los codos, y usaban entre sí un lenguaje peculiar, varonil,
serio y significativo. "¡Cómo aman a Yuri!" -pensaba ella, y de
pronto la sonrisa borróse de sus labios; una vez más su alma estremecióse hasta
en el más recóndito fondo de su ser con la sensación de su gran dicha, de una
inefable alegría y de un cordial agradecimiento hacia aquellos que le amaban
tanto. "Y aun no saben bien ellos qué noble, qué admirable y qué
profundamente amante es; ¡si lo supieran!...”
Y cuardo el
comandante Priájin, un viejo calavera, se acercó a ella diciéndole galanterías,
le envió junto a su marido.
-Vaya
usted a ver a Yuri.
-Ya he
saludado a Yuri Mijailovich -repuso el comandante: y
como si adivinase algo, añadió:
-¿Quiere
que le pase algún recado?
-No
-contestó ella mirando a los ojos del comandante y sonriéndose; vaya usted
con Yuri.
Y
entonces, mirando el comandante Priájin a los luminosos y húmedos ojos de
Tatiana, comprendió que aquella mujer que había delante de él estaba loca de
amor, de orgullo y de dicha, y se sintió con el corazón invadido de pavor, y
por única vez en su vida comprendió el engañoso espejismo del sol y de la
tierra, a la que tan sólidamente se agarraban las plantas de sus pies, y de
todo aquello que rodeaba al hombre y en que él vive. "¡Extraño!"
-murmuró alejándose, y durante todo aquel día, hasta su luctuoso final, estuvo
mascullando esta palabra, no teniendo otra a su alcance para expresar la
extrañeza del universo que se le había revelado. "¡Extraño!
¡Extraño!"
Ya se
había dispersado el grupo, y los vuelos habían ya comenzado, cuando Yuri
Mijailovich se acercó a su mujer y la cogia por el brazo,
más arriba del codo.
-Perdóname,
Taniclika; te había totalmente abandonado.
-De nada
-contestó ella sonriéndose- estoy contenta.
-Pero no
por eso te había olvidado.
-Nada,
estoy contenta. ¿De qué se han reído ustedes?
-Les conté
lo de la silla, ¿sabes?, para después del Casino, para los borrachos. ¿Se te ha
olvidado?
Mas
aquello no la agradó, y dijo:
-Pues yo,
en tanto, pensaba en otra cosa, Yuri: que ellos te aman mucho.
-También
yo les amo. Mira, Tania, ahí viene Rymba; no sé qué le pasa hoy.
-Habla con
él, Yuri.
-¿Y tú? Porque
en seguida vendrá tu turno.
-Nada,
estoy contenta. Habla con Yuri.
Pero ya
Rymba -un oficial de edad, con cara imberbe, luciente de sudor, pero pálida y
llena de hoyuelos que le había dejado la viruela- llamaba a Yuri él mismo.
-¡Yuri,
para un momento!
-;Qué hay,
hermano? -preguntó Yuri Mijailovich apartándose
a un lado con el oficial. Qué ¿estáis emocionado?
Rymba
participaba por primera vez en los vuelos, y nadie podía comprender por qué lo
hacía ni tampoco los motivos por que aprendía a volar. Era un individuo fofo,
enclenque, de complexión femenina, y cada vez que se elevaba en el aire experimentaba
un miedo insufrible. También en este momento lucían en los profundos hoyuelos
de su cara, cual el agua en los chorcos después de la lluvia, las gotitas de
un sudor frío y congojoso, en tanto que sus descolo-ridos ojos, recamados de
escasas pestañas, se habían cuajado, clavándose en Puchkariof con una fe
inquebrantable y una trágica seriedad.
-Pero
¡Yuri!, tienes que contestarme con toda seriedad, como hombre honrado: ¿Cómo
es eso? ¿Nada? ¿Eh? No; pero, de todas veras, como hombre honrado... iYuri!
Yuri
Mijailovich pareció ensimismarse como si estuviese cavilando en algo; alzó una
vaga mirada, y contestó luego con firme conviccion:
-¡Nada!
Todo está bien. Vuela tranquilo.
Rymba
calló por un breve rato y luego, dijo con la misma seriedad:
-Gracias,
hermano.
Y por tres
veces, como si le estuviese felicitando las Felices Pascuas Floridas, le besó
fuertemente en los labios, y breve, más expresivamente, le sacudió la mano. Y
cuando Rymba pasó luego por delante de Tatania Alexéievna, saludándola, le
dirigió ésta una sonrisa feliz, en tanto que él se la quedaba mirando como a
una aliada, y en contestación a su sonrisa respiró larga, queda y gozosamente
como si dijera: ¡ya ve usted qué cosas! Las estrujadas cañas de sus altas
botas estaban demasiada anchás y bostezaban colgantes, y los fondillos de sus
calzones pendían como saco baja su corta guerrera gris. ¡Qué aviador iba a ser
él! Tatiana Alexiévna le miraba alejarse, y por una inexplicable razón no volvió
la cabeza cuando Yuri Mijailovich se acercó de nuevo a ella, colocándose en silencio
a su lado. Y sin volver la cabeza seguía mirando en la dirección que había
tomado el desgarbado Rymba, que estaba ya a bastante distancia, y comprendió y
sintió que su marido estaba mirando fija, atentamente, y muy cerca de su
mejilla, el perfil de sus negras pestañas y sus labios sonrientes, y sintió el
tibio vientecillo que pasó por sus párpados fresca y dulcemente. Y esto era la
dicha.
-¡Te amo
horriblemente! -dijo Yuri Mijailovich, y asió
con cautela su brazo por encima del codo, donde estaba calenturiento y del
todo íntimo y cercano bajo la leve seda, y el brazo se sintió feliz en aquel
sitio. Pero ni aun entonces volvía Tatiana Alexéievna la cabeza, como si no
oyera nada; tan sólo la sonrisa desapareció de su rostro, que se hizo sumiso,
tímido y enternecido para con ella misma; ella se amaba en ese instante a sí
misma, con el amor de su marido, y se sintió toda ella como si fuese la más
preciosa joya, aunque ¡ay!, terrible-mente frágil, que no le pertenecía, y que
había que guardar cuidadosamente.
En
derredor verdeaba la hierba -la espléndida hierba terrestre- y soplaba un
vientecillo que envolvía en su suave y fresca caricia el desnudo cuello de
Tatiana. Allá lejos andaba el desgarbado Rymba, las multiculores banderolas
ondeaban encima de las tribunas, y, como si quisiesen desprenderse de las
astas, subían en espirales y decían muellemente:
-Parece
que hay viento -dijo Tatiana Alexéievna volviéndose hacia su marido, que la
miraba con luminosos ojos.
La
despedida tuvo que hacerse delante de la gente, y el roce de sus labios fué
tenue cual tela de araña; pero el rostro como esta levísima telaraña del amor,
que no se olvidará en el transcurso de larguísimos años, que no se olvidará
nunca más. Y tampoco podrá olvidarse nunca la rósea cicatriz en la frente de
Yuri Mijailovich, cerca de la sien; jugaba una vez siendo pequeño, y habíase
golpeado contra el hierro, quedándole en la blanca frente esta cicatriz, pequeña
señal hueca que nunca podría olvidarse.
De pronto
quedóse la tierra de un modo palpable angustiosa-mente desierta: esto
significaba que Yuri Mijailovich habíase elevado de la tierra en su "New-Port".
Pero, ¡cosa extraña!, ni siquiera se estremeció su corazón, ni apresuró el
ritmo de sus latidos: tan inquebrantable era la grandeza de su dicha. Pasó él
ruidosamente por encima de su cabeza, hacía su primer círculo, elevándose a
mayor altura, mas tampoco entonces latía su corazón más fuertemente. Vuelto
el rostro a lo alto, como los de todos los que había en tierra, estaba ella
mirando los círculos espiriformes del aeroplano, y tan sólo con ligera burla
tuvo un quedo suspiro:
-Claro,
ahora ya no me ve. ¡Está demasiado alto!
1.004. Andreiev (Leonidas) - 068
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