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jueves, 11 de diciembre de 2014

Mas alla de la muerte - Cap. III

Cuando Yuri Mijailovich y su mujer lle­garon en un coche de punto al aeródromo, el azul desierto del cielo animóse con su vida peculiar; cual si una mano invisible estuviera izando nuevos y siempre más nue­vos velos, así levantábanse y desplegábanse en el horizonte, flotando lentamente por el cenit, las redondeadas y solemnes nubes, resplandecientes de nívea blancura. Como si el sol se hubiese puesto más radiante, y el eterno azul se hubiese profundizado, cual si se tratasen de hechizar los espacios, así atraían, con el encanto de su inalcan­zabilidad, sus azules abismos, insondable­mente más profun-dos que todas las oscuras simas marinas. Y a veces se figuraba uno que estaba asistiendo a una maravillosa revista, cual si toda una escuadra de navíos hubiese salido del puerto, y, desplegando su resplandeciente vuelo, ensoberbecién­dose, pavoneándose, mas como reprimiendo su entusiasmo, pasase lentamente ante las miradas supremas.
Tatiana Alexéievna fué presa de una zozobra.
-¡Ay, que no descargue una tormenta como anochel ¡Qué ocurriría entonces!
-¡No! -aseguró Yuri Mijailovich, con­vencidísimo. Mira, se diría que los bor­des de las nubes están torneados. Esto es una revista y pronto romperán filas.
-Tú las desdeñas; tú quieres levantarte más alto que ellas.
Yuri Mijailovich fijó en ella sus ojos atenta y -como ella recordó después- un poco extrañamente, mirándola a los ojos, y contestó con su sonrisa plácida:
-!Te amo horriblemente!
En el aeródromo ya había gente, y los aviadores se preparaban animada-mente para sus vuelos sacando los aparatos de los hangares, examinándolos y apretando los fuselages metálicos. En uno de los hanga­res alguien reñía desaforadaniente porque le habían traído tina nueva marca de ben­cina; el motor del capitán Kostretsof no quería funcionar por una causa inexplica­ble, y él mismo, echando pestes y apresu­rándose y desdeñando el auxilio del con­fundido mecánico, destornillaba las ma­trices y se había ya ensuciado hasta las cejas con el óxido y con las grasas. Pero, en general, todo estaba satisfactoria, hasta excepcionalmente bien, y si se emociona­ban y expresaban su descontento, era sólo para resguardarse del destino y no apare­cer ante él demasiado satisfechos, para en­ternecerlo con sus pequeños contratienipos, para hacerle desistir de su designio, tal vez predeterminado, de una grande y terrible desgracia, Y por la misma causa nadie qui­so confesar, ni siquiera a sí mismo, la altu­ra que se proponía alcanzar en este día de vuelo, asegurándose a sí mismo y a todos­ que no sería sino muy poquito. Sólo de Puchkarlof sabían todos que, habiendo ya logrado algunos premios en recompensa de la seguridad de sus aterrizajes, se proponía a presente vencer el "record" de altura. Ni uno de sus conipañeros dudaba un instante de que lo lograría, y hasta el mismo pre-sentimiento del hado, de la amenazadora casualidad que se ocultaba cejijunta en el transparente aire, quedaba para ellos como reducida, en presencia de este hombre se­reno y firme, que no hacía secreto alguno de sus intenciones, sino que hablaba tran­quilantente de ellas.
La conversación se enardeció, las voces sonaron más altas, y todos rodeaban en desordenado tropel a Puchkariof; algunos, al saludarle, le besaban varonilmente con franco y fuerte beso en los labios. También saludaban afables y amistosamente a su mujer, Tatiana Aleséievna, besándole la mano; pero se notaba que, para todos, ella no era más que una figura de segundo or­den, y poco a poco, insensiblemente, se vió apartada del lado de su marido. En otras ocasiones se quedaba, generalmente, al­guien a su lado, fuese por cortesía o por afición a la sociedad femenina y a la con­versación; pero ahora se hallaba sola sobre la verde y chafada hierba, sonriendo para sus adentros con dulce burla femenil: ¿era esto natural y no era un poco ridículo que ella, una mujer tan hermosa, se encontrase totalmente sola y abandonada, que nadie la necesitase, y que nadie tuviese interés alguno?
Ellos, entretanto, apiñábanse formando un grupo de bronceadas y vigorosas figuras, centellando en sus risas sus blancos dien­tes, tocándose, al hablar, amistosamente con los codos, y usaban entre sí un lengua­je peculiar, varonil, serio y significativo. "¡Cómo aman a Yuri!" -pensaba ella, y de pronto la sonrisa borróse de sus labios; una vez más su alma estremecióse hasta en el más recóndito fondo de su ser con la sensación de su gran dicha, de una inefable alegría y de un cordial agradecimiento ha­cia aquellos que le amaban tanto. "Y aun no saben bien ellos qué noble, qué admi­rable y qué profundamente amante es; ¡si lo supieran!...”
Y cuardo el comandante Priájin, un vie­jo calavera, se acercó a ella diciéndole galanterías, le envió junto a su marido.
-Vaya usted a ver a Yuri.
-Ya he saludado a Yuri Mijailovich -re­puso el comandante: y como si adivinase algo, añadió:
-¿Quiere que le pase algún recado?
-No -contestó ella mirando a los ojos del comandante y sonriéndose; vaya us­ted con Yuri.
Y entonces, mirando el comandante Priájin a los luminosos y húmedos ojos de Tatiana, comprendió que aquella mujer que había delante de él estaba loca de amor, de orgullo y de dicha, y se sintió con el corazón invadido de pavor, y por única vez en su vida comprendió el en­gañoso espejismo del sol y de la tierra, a la que tan sólidamente se agarraban las plantas de sus pies, y de todo aquello que rodeaba al hombre y en que él vive. "¡Ex­traño!" -murmuró alejándose, y durante todo aquel día, hasta su luctuoso final, es­tuvo mascullando esta palabra, no tenien­do otra a su alcance para expresar la extrañeza del universo que se le había revelado. "¡Extraño! ¡Extraño!"
Ya se había dispersado el grupo, y los vuelos habían ya comenzado, cuando Yuri Mijailovich se acercó a su mujer y la cogia por el brazo, más arriba del codo.
-Perdóname, Taniclika; te había total­mente abandonado.
-De nada -contestó ella sonriéndose-­ estoy contenta.
-Pero no por eso te había olvidado.
-Nada, estoy contenta. ¿De qué se han reído ustedes?
-Les conté lo de la silla, ¿sabes?, para después del Casino, para los borrachos. ¿Se te ha olvidado?
Mas aquello no la agradó, y dijo:
-Pues yo, en tanto, pensaba en otra co­sa, Yuri: que ellos te aman mucho.
-También yo les amo. Mira, Tania, ahí viene Rymba; no sé qué le pasa hoy.
-Habla con él, Yuri.
-¿Y tú? Porque en seguida vendrá tu turno.
-Nada, estoy contenta. Habla con Yuri.
Pero ya Rymba -un oficial de edad, con cara imberbe, luciente de sudor, pero pálida y llena de hoyuelos que le había dejado la viruela- llamaba a Yuri él mismo.
-¡Yuri, para un momento!
-;Qué hay, hermano? -preguntó Yuri Mijailovich apartándose a un lado con el oficial. Qué ¿estáis emocionado?
Rymba participaba por primera vez en los vuelos, y nadie podía comprender por qué lo hacía ni tampoco los motivos por que aprendía a volar. Era un individuo fo­fo, enclenque, de complexión femenina, y cada vez que se elevaba en el aire experi­mentaba un miedo insufrible. También en este momento lucían en los profundos ho­yuelos de su cara, cual el agua en los chor­cos después de la lluvia, las gotitas de un sudor frío y congojoso, en tanto que sus descolo-ridos ojos, recamados de escasas pes­tañas, se habían cuajado, clavándose en Puchkariof con una fe inquebrantable y una trágica seriedad.
-Pero ¡Yuri!, tienes que contestarme con toda seriedad, como hombre honrado: ¿Có­mo es eso? ¿Nada? ¿Eh? No; pero, de todas veras, como hombre honrado... iYuri!
Yuri Mijailovich pareció ensimismarse como si estuviese cavilando en algo; alzó una vaga mirada, y contestó luego con fir­me conviccion:
-¡Nada! Todo está bien. Vuela tran­quilo.
Rymba calló por un breve rato y luego, dijo con la misma seriedad:
-Gracias, hermano.
Y por tres veces, como si le estuviese fe­licitando las Felices Pascuas Floridas, le besó fuertemente en los labios, y breve, más expresivamente, le sacudió la mano. Y cuando Rymba pasó luego por delante de Tatania Alexéievna, saludándola, le dirigió ésta una sonrisa feliz, en tanto que él se la quedaba mirando como a una aliada, y en contestación a su sonrisa respiró lar­ga, queda y gozosamente como si dijera: ¡ya ve usted qué cosas! Las estrujadas ca­ñas de sus altas botas estaban demasiada anchás y bostezaban colgantes, y los fondi­llos de sus calzones pendían como saco baja su corta guerrera gris. ¡Qué aviador iba a ser él! Tatiana Alexiévna le miraba ale­jarse, y por una inexplicable razón no vol­vió la cabeza cuando Yuri Mijailovich se acercó de nuevo a ella, colocándose en si­lencio a su lado. Y sin volver la cabeza seguía mirando en la dirección que había tomado el desgarbado Rymba, que estaba ya a bastante distancia, y comprendió y sintió que su marido estaba mirando fija, atentamente, y muy cerca de su mejilla, el perfil de sus negras pestañas y sus la­bios sonrientes, y sintió el tibio vientecillo que pasó por sus párpados fresca y dulce­mente. Y esto era la dicha.
-¡Te amo horriblemente! -dijo Yuri Mijailovich, y asió con cautela su brazo por encima del codo, donde estaba calentu­riento y del todo íntimo y cercano bajo la leve seda, y el brazo se sintió feliz en aquel sitio. Pero ni aun entonces volvía Tatiana Alexéievna la cabeza, como si no oyera nada; tan sólo la sonrisa desapareció de su rostro, que se hizo sumiso, tímido y enternecido para con ella misma; ella se amaba en ese instante a sí misma, con el amor de su marido, y se sintió toda ella como si fuese la más preciosa joya, aunque ¡ay!, terrible-mente frágil, que no le perte­necía, y que había que guardar cuidado­samente.
En derredor verdeaba la hierba -la es­pléndida hierba terrestre- y soplaba un vientecillo que envolvía en su suave y fres­ca caricia el desnudo cuello de Tatiana. Allá lejos andaba el desgarbado Rymba, las multiculores banderolas ondeaban enci­ma de las tribunas, y, como si quisiesen desprenderse de las astas, subían en espi­rales y decían muellemente:
-Parece que hay viento -dijo Tatiana Alexéievna volviéndose hacia su marido, que la miraba con luminosos ojos.
La despedida tuvo que hacerse delante de la gente, y el roce de sus labios fué tenue cual tela de araña; pero el rostro como esta levísima telaraña del amor, que no se ol­vidará en el transcurso de larguísimos años, que no se olvidará nunca más. Y tampoco podrá olvidarse nunca la rósea cicatriz en la frente de Yuri Mijailovich, cerca de la sien; jugaba una vez siendo pequeño, y ha­bíase golpeado contra el hierro, quedán­dole en la blanca frente esta cicatriz, pe­queña señal hueca que nunca podría ol­vidarse.
De pronto quedóse la tierra de un modo palpable angustiosa-mente desierta: esto significaba que Yuri Mijailovich habíase elevado de la tierra en su "New-Port". Pe­ro, ¡cosa extraña!, ni siquiera se estreme­ció su corazón, ni apresuró el ritmo de sus latidos: tan inquebrantable era la grande­za de su dicha. Pasó él ruidosamente por encima de su cabeza, hacía su primer círcu­lo, elevándose a mayor altura, mas tampo­co entonces latía su corazón más fuerte­mente. Vuelto el rostro a lo alto, como los de todos los que había en tierra, estaba ella mirando los círculos espiriformes del ae­roplano, y tan sólo con ligera burla tuvo un quedo suspiro:
-Claro, ahora ya no me ve. ¡Está de­masiado alto!

1.004. Andreiev (Leonidas) - 068

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