Yuri
Mijailovich tenía un don innegable: sabía callar atenta y agradable-mente, y
justamente por esto todas las conversaciones resultaban con él interesantes y
significativas. No le agradaban en la conversación los rectos y resueltos
"sí" y "no", porque precisamente con ellos se quiere determinar
demasiado, y, por consiguiente, siempre son un tanto ásperos; sino que empleaba
una tranquila y cariñosa sonrisa, y emitía su opinión cautelosamente, como de
poca gana, prefiriendo siempre escuchar a los demás que hablar él mismo.
Parecía que esta cualidad suya debería hacerle aparecer ante los ojos de sus
compañeros como un carácter enigmático, como una persona disimulada y abstraída
en sus sacrosantas sensaciones particulares. Pero resultaba, y no se sabía
cómo, todo lo contrario: todos en el regimiento -hasta los mismos tenientes
jóvenes, recientemente promovidos- estaban convencidos de que lo conocían a
fondo y mucho mejor que a sí mismos, puesto que cada uno de ellos no era para
sí mismos, sino un breñal de complejos y variables estados de ánimo, de ideas imprevistas,
de bruscos cambios, de quebrantos y de saltos interiores; en tanto que Yuri
Mijailovich siempre estaba ecuánime, tranquilo
y sereno, de la misma manera serena, sencilla y franca transcurría la vida con
su joven y bella mujer, que tanto le quería.
Cuando
cualquiera de los tenientes había perdido al juego o instigado por la borrachera
se lanzaba a alguna francachela, después de la cual se avergonzaba hasta de
mirarse al espejo, iba infaliblemente después a casa de Puchkariof para pasar
allí un rato "civilizándose" nuevamente. Y en tanto que estaba allí
recuperando poco a poco la extraviada civilización y comenzando ya a
vislumbrar la posibilidad de una nueva época mejor en la vida, no podía por
menos, sin embargo, de mirar a Yuri Mijailovich con cierta secreta y magnánima compasión, comparando los abismos de su
propia alma con el sereno llano de la de su amigo y pensando por sus adentros:
"'¡Cuán imperturbable eres, amigo!" Y hubo un chistoso que lanzó un
acertado apodo: "el ecuánime"; pero por grande que fuese el acierto,
no pudo sostenerse largo tiempo en vista de la consideración que Yuri
Mijailovich gozaba entre sus compañeros, y pronto, embromada
la burla misma, cayó en olvido.
También en
esta mañana de sol, Yuri Mijailovich callaba
agradablemente y estaba, según su costumbre, de apacible humor, quiza sólo
el peculiar resplandor de los ojos traicionaba su alborozada emoción, que
crecía gradualmente en él; y esa palpable y ecuánime tranquilidad
transfirióse, como sucedía siempre, a su mujer, Tatiana Alexéievna, encendiendo con idéntico fulgor
sus hermosos ojos negros, demasiado brillantes, y cuyas comisuras se alzaban ligeramente,
a lo asiático, hacia las sienes. Hacía poco rato que estaba aún llena del horror
nocturno, de terribles presentimientos y de visiones; mas ahora, sirviendo a
su marido el té y contemplando por la ventana abierta el festivo cielo azul,
no podía comprender ni recordar siquiera qué había sido precisamente aquello
nefasto que se le había figurado ver en aquella hondura resplandeciente y que
no parecía ser sino un océano invertido en lo alto, y que ella conocía tan
íntimamente. "¡Ñoñerías! ¡Ensueños tontos!" -pensaba alargándole el
vaso y cuidando, con amorosa intención, de no quemar los dedos tostados, firmes
y que nunca temblaban, de su marido; y de repente se echó a reír, en un
principio con alegría y luego hasta ligeramente enojada.
-Tú eres
sencillamente un embustero, un hipnotizador -dijo.
El se
sonrió.
-¿Por qué?
-Eres
sencillamente una persona hipócrita. ¡No; no te rías! Cuando estoy contigo me
parece que no puede suceder nunca nada; pero esto no es cierto, puesto que
siempre puede acontecer algo. ¿Es que se puede estar tan tranquila como lo
estoy yo en este momento? Esto es un engaño, y tú eres la causa de él. Yo no
quiero estar tranquila en manera alguna: eso es sencillamente estúpido.
Y
esforzándose en excitarse a sí misma, en volver a las olvidadas sensaciones de
pasor y de zozobra, comenzó a recordar y a contar, improvisando, ligeramente,
sus opacos ensueños; mas el pavor no volvía a señorearse de ella, y cuanto más
profunda fra la serena atención de Yuri Mijailovich, tanto más palmariamente
estrambólicos, trocándose en sencillamente bobos, se le figuraban a ella misma
los ensueños que tenían por objeto convencerle: como el chicuelo que está
contando largamente a una persona mayor un necio cuento inventado por el mismo,
y de pronto, notando el espeso pelo de las barbas, los grandes, acariciadores,
atentos, mas ¡ay! Despiadamente inteligentes ojos, a los que no hay manera
alguna posible de engañar, corta de súbito su narración, exclamando con
ofuscada testarudez: -¡No me da la gana de contar más!
-No, Yuri:
hoy eres todavía peor que nunca.
Pero aun
vibravan en el aire las enfadadas palabras, cuando se sintió toda ella
invadida por la sensación de una fidelidad descomunal, aguda y casi
atormentadora. Sonrojándose hasta los hombros, que blanqueaban en el escote de
la blusa, se cubrió la cara con las manos, inclinándola hacia la mesa; por nada
en el mundo hubiera podido alzar la mirada ni articular palabra en este
instante, en tanto que su corazón latía vehemente y lánguidamente en espera de
la primera palabra que seguramente iba a pronunciar él, y esto sería ya del
todo insoportable. ¡Su primera palabra! Mas él, extraordinario como la dicha
que la adueñaba, no dijo nada, y sólo sus labios rozaron con un cauteloso y
quedo beso su nuevamente emblanquecida nuca.
Luego pasó
el tiempo rápidamente. Comenzaron los preparativos para la marcha; mientras se
vestían, Yuri Mijailovich en persona, como siempre, abrochóla la blusa con sus
firmes y tostados dedos, y también sería él quien, al volver, la desabrocharía.
Pero con lo que quiera que pasase en derredor suyo, la sensación de una dicha
descomunal no abandonaba ni por un instante a Tatiana Alexéievna, sino que se
afianzaba firmemente, dando la sensación como de la vida misma, fuera lo que
fuera lo que sucediese ahora: que cayese Yuri Mijailovich ante sus propios
ojos, que viese ella su cadáver; ni aun entonces mismo hubiese aceptado la idea
de la muerte, ni la del pesar, ni la de una fatídica soledad suya. Su dicha era
la confirmación de la vida eterna y la negación de la muerte; y la dicha no
puede sino ser así.
Como
siempre, al marcharse de casa, Yuri Mijailovich olvidó entrar en el cuarto del
niño para despedirse de éste, y, como siempre, su mujer se lo recordó,
conduciéndole, con cariñoso reproche, al cuarto de su hijo. Toda familia joven
que pasa su vida armónicamente y en buena inteligencia, crea su propio
lenguaje casero; y en este lenguaje tenía el chicuelo Micha, de un año y dos
meses de edad, el nombre de Ton-Ton, y en tono cariñosamente despectivo el de
Tonchik. Yuri Mijailovich no se sentía nada padre, y el niño, con sus cortas
piernecitas, su entusiasmo sin causas aparentes y su genialidad, despertaba en
él tan sólo un condescendiente asonibro. Su peso era también insign ificante,
sorprendente.
En aquel
momento Ton-Ton encontrábase engastado en una cuneiforme silla montada sobre
ruedas, con una abertura circular en medio, por la que le introducían. Cuando
Ton-Ton se caía hacia algún lado, la silla rodaba e impedía la caída -y esto llamábase:
¡él está andando! Llevaba la silla por todas partes de la habitación; sin embargo,
algunas veces Ton-Ton lograba señalarse un objeto determinado y alcanzarlo.
Yuri
Mijailovich se echó a reír; rióse también su mujer, mas en seguida dijo enfadada:
-Tú te
ríes; pero para él no es esto menos difícil que tu aviación. Y tampoco vuelas
sino porque estás sufriendo caídas continuas. ¿Qué diferencia hay entre él y
tú?
-Desde
luego -asintió Yuri Mijailovich. Ninguna.
Pero era
imposible estar serio mirando a Ton-Ton, y Yuri Mijailovich dijo:
-¿Oué te
parece, Tania, si se diera una silla como ésta a nuestros borrachos al salir del Casino? Así, ni se podrían caer ni dormirse: ¡sería una situación terrible!
Mas
Tatiana Alexéievna no le encontró la menor gracia a la idea, y contestó brevemente:
-No me
gustan los borrachos. Pero tú, tómale en brazos y dale un beso. Y es infundado
en absoluto el desdén que tienes para él, pensando que es un ser despreciable
y que no le agradan más que los botones de tu guerrera: él lo comprende todo.
1.004. Andreiev (Leonidas) - 068
No hay comentarios:
Publicar un comentario