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jueves, 11 de diciembre de 2014

Mas alla de la muerte - Cap. II

Yuri Mijailovich tenía un don innega­ble: sabía callar atenta y agradable-mente, y justamente por esto todas las conversa­ciones resultaban con él interesantes y sig­nificativas. No le agradaban en la conver­sación los rectos y resueltos "sí" y "no", porque precisamente con ellos se quiere determinar demasiado, y, por consiguiente, siempre son un tanto ásperos; sino que em­pleaba una tranquila y cariñosa sonrisa, y emitía su opinión cautelosamente, como de poca gana, prefiriendo siempre escuchar a los demás que hablar él mismo. Parecía que esta cualidad suya debería hacerle apare­cer ante los ojos de sus compañeros como un carácter enigmático, como una persona disimulada y abstraída en sus sacrosantas sensaciones particulares. Pero resultaba, y no se sabía cómo, todo lo contrario: todos en el regimiento -hasta los mismos tenien­tes jóvenes, recientemente promovidos­- estaban convencidos de que lo conocían a fondo y mucho mejor que a sí mismos, puesto que cada uno de ellos no era para sí mismos, sino un breñal de complejos y variables estados de ánimo, de ideas impre­vistas, de bruscos cambios, de quebrantos y de saltos interiores; en tanto que Yuri Mijailovich siempre estaba ecuánime, tran­quilo y sereno, de la misma manera serena, sencilla y franca transcurría la vida con su joven y bella mujer, que tanto le quería.
Cuando cualquiera de los tenientes había perdido al juego o instigado por la borra­chera se lanzaba a alguna francachela, des­pués de la cual se avergonzaba hasta de mirarse al espejo, iba infaliblemente des­pués a casa de Puchkariof para pasar allí un rato "civilizándose" nuevamente. Y en tanto que estaba allí recuperando poco a poco la extraviada civilización y comen­zando ya a vislumbrar la posibilidad de una nueva época mejor en la vida, no podía por menos, sin embargo, de mirar a Yuri Mijailovich con cierta secreta y magnáni­ma compasión, comparando los abismos de su propia alma con el sereno llano de la de su amigo y pensando por sus adentros: "'¡Cuán imperturbable eres, amigo!" Y hubo un chistoso que lanzó un acertado apodo: "el ecuánime"; pero por grande que fuese el acierto, no pudo sostenerse largo tiempo en vista de la consideración que Yuri Mijailovich gozaba entre sus compañeros, y pronto, embromada la burla misma, cayó en olvido.
También en esta mañana de sol, Yuri Mijailovich callaba agradablemente y esta­ba, según su costumbre, de apacible hu­mor, quiza sólo el peculiar resplandor de los ojos traicionaba su alborozada emoción, que crecía gradualmente en él; y esa pal­pable y ecuánime tranquilidad transfirióse, como sucedía siempre, a su mujer, Tatiana  Alexéievna, encendiendo con idéntico fulgor sus hermosos ojos negros, demasiado brillantes, y cuyas comisuras se alzaban li­geramente, a lo asiático, hacia las sienes. Hacía poco rato que estaba aún llena del horror nocturno, de terribles presentimien­tos y de visiones; mas ahora, sirviendo a su marido el té y contemplando por la ven­tana abierta el festivo cielo azul, no podía comprender ni recordar siquiera qué había sido precisamente aquello nefasto que se le había figurado ver en aquella hondura resplandeciente y que no parecía ser sino un océano invertido en lo alto, y que ella conocía tan íntimamente. "¡Ñoñerías! ¡En­sueños tontos!" -pensaba alargándole el vaso y cuidando, con amorosa intención, de no quemar los dedos tostados, firmes y que nunca temblaban, de su marido; y de repente se echó a reír, en un principio con alegría y luego hasta ligeramente enojada.
-Tú eres sencillamente un embustero, un hipnotizador -dijo.
El se sonrió.
-¿Por qué?
-Eres sencillamente una persona hipó­crita. ¡No; no te rías! Cuando estoy contigo me parece que no puede suceder nunca nada; pero esto no es cierto, puesto que siempre puede acontecer algo. ¿Es que se puede estar tan tranquila como lo estoy yo en este momento? Esto es un engaño, y tú eres la causa de él. Yo no quiero estar tranquila en manera alguna: eso es senci­llamente estúpido.
Y esforzándose en excitarse a sí misma, en volver a las olvidadas sensaciones de pasor y de zozobra, comenzó a recordar y a contar, improvisando, ligeramente, sus opacos ensueños; mas el pavor no volvía a señorearse de ella, y cuanto más profunda fra la serena atención de Yuri Mijailovich, tanto más palmariamente estrambólicos, trocándose en sencillamente bobos, se le figuraban a ella misma los ensueños que tenían por objeto convencerle: como el chicuelo que está contando largamente a una persona mayor un necio cuento inventado por el mismo, y de pronto, notando el espeso pelo de las barbas, los grandes, acariciadores, atentos, mas ¡ay! Despiadamente inteligentes ojos, a los que no hay manera alguna posible de engañar, corta de súbito su narración, exclamando con ofuscada testarudez: -¡No me da la gana de contar más!
-No, Yuri: hoy eres todavía peor que nunca.
Pero aun vibravan en el aire las enfa­dadas palabras, cuando se sintió toda ella invadida por la sensación de una fidelidad descomunal, aguda y casi atormentadora. Sonrojándose hasta los hombros, que blan­queaban en el escote de la blusa, se cubrió la cara con las manos, inclinándola hacia la mesa; por nada en el mundo hubiera podido alzar la mirada ni articular palabra en este instante, en tanto que su corazón latía vehemente y lánguidamente en espe­ra de la primera palabra que seguramente iba a pronunciar él, y esto sería ya del todo insoportable. ¡Su primera palabra! Mas él, extraordinario como la dicha que la adue­ñaba, no dijo nada, y sólo sus labios roza­ron con un cauteloso y quedo beso su nuevamente emblanquecida nuca.
Luego pasó el tiempo rápidamente. Co­menzaron los preparativos para la marcha; mientras se vestían, Yuri Mijailovich en persona, como siempre, abrochóla la blusa con sus firmes y tostados dedos, y también sería él quien, al volver, la desabrocharía. Pero con lo que quiera que pasase en de­rredor suyo, la sensación de una dicha des­comunal no abandonaba ni por un instante a Tatiana Alexéievna, sino que se afian­zaba firmemente, dando la sensación como de la vida misma, fuera lo que fuera lo que sucediese ahora: que cayese Yuri Mijailo­vich ante sus propios ojos, que viese ella su cadáver; ni aun entonces mismo hubiese aceptado la idea de la muerte, ni la del pesar, ni la de una fatídica soledad suya. Su dicha era la confirmación de la vida eterna y la negación de la muerte; y la dicha no puede sino ser así.
Como siempre, al marcharse de casa, Yuri Mijailovich olvidó entrar en el cuarto del niño para despedirse de éste, y, como siempre, su mujer se lo recordó, conducién­dole, con cariñoso reproche, al cuarto de su hijo. Toda familia joven que pasa su vida armónicamente y en buena inteligen­cia, crea su propio lenguaje casero; y en este lenguaje tenía el chicuelo Micha, de un año y dos meses de edad, el nombre de Ton-Ton, y en tono cariñosamente despec­tivo el de Tonchik. Yuri Mijailovich no se sentía nada padre, y el niño, con sus cortas piernecitas, su entusiasmo sin cau­sas aparentes y su genialidad, despertaba en él tan sólo un condescendiente asoni­bro. Su peso era también insign ificante, sorprendente.
En aquel momento Ton-Ton encontrá­base engastado en una cuneiforme silla montada sobre ruedas, con una abertura circular en medio, por la que le introdu­cían. Cuando Ton-Ton se caía hacia algún lado, la silla rodaba e impedía la caída -y esto llamábase: ¡él está andando!­ Llevaba la silla por todas partes de la ha­bitación; sin embargo, algunas veces Ton­-Ton lograba señalarse un objeto determi­nado y alcanzarlo.
Yuri Mijailovich se echó a reír; rióse también su mujer, mas en seguida dijo en­fadada:
-Tú te ríes; pero para él no es esto menos difícil que tu aviación. Y tampoco vuelas sino porque estás sufriendo caídas continuas. ¿Qué diferencia hay entre él y tú?
-Desde luego -asintió Yuri Mijailovich. Ninguna.
Pero era imposible estar serio mirando a Ton-Ton, y Yuri Mijailovich dijo:
-¿Oué te parece, Tania, si se diera una silla como ésta a nuestros borrachos al salir del Casino? Así, ni se podrían caer ni dor­mirse: ¡sería una situación terrible!
Mas Tatiana Alexéievna no le encontró la menor gracia a la idea, y contestó bre­vemente:
-No me gustan los borrachos. Pero tú, tómale en brazos y dale un beso. Y es infundado en absoluto el desdén que tie­nes para él, pensando que es un ser des­preciable y que no le agradan más que los botones de tu guerrera: él lo comprende todo.

1.004. Andreiev (Leonidas) - 068


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