Allí de
donde por la noche había caído la lluvia, y donde había rodado el trueno, y
donde las exhalaciones habían iluminado su propia ruta nocturna en medio de las
nubes y del caos, estaba ahora todo quieto, azul y celestial-mente espacioso.
Las escasas nubes bogaban ampliamente, y enmudecidas, a lo largo de sus
invisibles rutas; solitariamente reinaba el sol, y allí no había ni la
confusión ni el vocerío de la tierra, ni la menor señal terrestre que se alzase
como un estorbo.
Mientras
que describía aún los primeros círculos, Yuri Mijailovich tenía la mirada
fija en el aeródromo, que ahora parecía un mapa verde con trazados de arena, y
en el inmóvil tropel de gente que semejaba un corrido borrón de tinta, y aun
sentía su atención ligada a la tierra, esperándose de ella una de sus
habituales sorpresas, alguno de sus súbitos obstáculos. Pero al cerrar el
quinto círculo, en vez de terminar sencillamente la vuelta, se lanzó a la
horizontal, echándose decididamente fuera de los límites del aeródromo; y
cuando hubo llegado por encima de la selva, al espacio y a la quietud, comenzó
a elevarse más alto. "¡Qué bien estaría ahora dar un paseíto a través del
bosque!" -pensaba él con cariñosa condescendencia, y de repente sintió
con extraordinaria lucidez la halagadora y húmeda fragancia del bosque, que
desde su tierna infancia le había sido tan familiar; sintió bajo las plantas
de sus pies la hierba, y basta se figuró vislumbrar debajo de la ennegrecida y
vieja hojarasca una achaparrada seta. Y solamente ahora comprendió que el
bosque estaba lejano, y que él estaba volando, no andando, como había andado
toda su vida, con plomizas suelas, sino que volaba por el aire, que no se
apoyaba en nada, y que por todas partes estaba sumergido en el transparente y
lúcido vacío.
No había
transcurrido sino el fragmento de un instante desde que Yuri Mijailovich habíase
separado de la tierra, y ya encontrábase en un mundo nuevo, en un elemento
distinto que era ingrávido e ilimitado como el ensueño mismo, y con
terrorífico vigor, casi con dolor físico, experimentó nuevamente aquella dicha
emocionante que, cual áureo y transparente liquido, había fluído por su alma y
por su cuerpo durante toda la noche y todo el día. Tan intensa fué, que se le
cortó la respiración por este aflujo de dicha, y asomaron las lágrimas a sus
ojos, donde las lágrimas no se notan sino por uno mismo. "¿Qué es aquello
tan bello que estoy, viendo? -pensaba.
-¿Qué es
esto tan bello que estoy experimentando, tan bello? ¡Oh! ¡Tan bello!"
Y desde
este instante casi dejó de mirar la tierra; habíase hundido en lo profundo y en
lontananza quedaba ella con sus bosques verdes, tan familiares a su infancia;
con su hierba menuda y sus flores; con el conjunto de su alegría y con su
tímido, inseguro amor terrestre. ¡Cuán difícil era ahora cemprenderla, y qué
difícil, hasta imposible, acordarse de ella! En cambio, ¡cuán firme y lúcido
era el aire abra-sador en las alturas, indiferente a todo lo terrestre¡ Hasta
la misma sonrisa parecía aquí una profanación; también ella se asoma, como las
lágrimas, a aquel otro lado invisible de los labios; la sonrisa dichosa y
humilde no se la puede exteriorizar aquí; severo y serio debe permanecer el
semblante.
"Ya
estoy alto -pensó Yuri Mijailovich, ya estoy alto; pero tengo que subir aún más
alto. ¿Es que no hay aquí tanto espacio que pueda uno seguir siempre adelante
y arriba, y atrás y abajo? Sí; puedo hacerlo a mi antojo; todo esto es mi
ruta".
Y durante largo
tiempo -así se le figuraba- se absorbió todo él en la serie e importante
tarea de guiar el aparato, concentrándose en el gozo de regirlo.
Ya cuando
andaba con plomizas suelas por la tierra le habían gustado los movimientos
arbitrarios, las libres vueltas, los imprevistos saltos a un lado, y por esto
no pudo soportar desde su infancia ni las calles, ni los senderos, ni las más
anchas rutas en las que hereditariamente está trazado el camino, como en las
volutas del cerebro yace, cuajado, el yerto pensamiento ajeno. Mas aquí no
había caminos trillados, y en la libre corrida sintió divinamente
desentrabado el albedrío, que por sí mismo habíase alado con anchas y potentes
alas. Eran un solo ser él y su aparato, y sus manos eran tan firmes, casi incorpórea,
como la misma madera de la rueda del timón en que reposaban, y con la que se
habían unido en férrea unión de una única voluntad rectora. Y si la sangre viva
rodaba por las cálidas venas de sus manos, también fluía por la armazón de
madera y de hierro; en las extremidades de las alas vibraban sus nervios,
tendiéndose hasta la última tensión, y con las extremidades de sus alas
sentía él el dulce frescor del aire veloz, el trémolo de los rayos solares. ¿Quería
volar a su derecha? Pues a la derecha volaba el aparato. ¿Quería ir a su
izquierda, abajo, arriba? A la izquierda, abajo o arriba volaba el aparato, y
le hubiera sido difícil explicar cómo esto se producía por él, ocurría,
sencillamente, porque lo quería él. Y esta victoria de la voluntad consciente
entrañaba una áspera alegría varonil: aquella que, contemplada en un rostro de
perfil, se semeja al pesar y hace aparecer enigmático el rostro del guerrero o
el del triunfador.
Allá en lo
más hondo de la profundidad humeaba la tierra cual caldera gigantesca, y
parecíale que era aquello una nube que pasaba; pero no quería pensar en la
tierra, y no se le ocurría pensar en ella. Y para sentirse aseñoreado aún con
mayor intensidad por su albedrío, Yuri Mijailovich cerró los ojos, y por un
instante vió como en un espejo su rostro palidecido y luminoso; y luego se le
figuró que de su cabeza se desprendían resplandecientes fajas de luz que se
desplegaban por detrás de él, y que unas plumas abaniquean su brillante casco
como si estuviese erguido de pie en un carro guerrero apretando fuerten.ente en
su petrificada mano las aceradas riendas, mientras los celestes corceles
ígneos le arrastraban a lo alto.
Y luego se
le figuró que él no era ningún hombre, sino un núcleo condensado de fiero
fuego que se abalanzaba por el espacio y se desprendían de él las chispas y
llamaradas, y ondulando resplandecía por la ruta celeste el ígneo surco, el
velo azul de la estela. Así voló largo tiempo siempre a lo alto: extraña
estrella himiana que huía de la tierra hacia el cielo.
Cuando
pensaba esto ya se había elevado a gran altura y comenzaba a desaparecer de
la vista, y tenía uno que encaminar la mirada por el celeste océano, deslumbrar
sus ojos con los rayos solares, buscar y volver a escudriñar en medio de las inmensas
y escasas nubes, para columbrar y encontrar a aquel que volaba alto, muy alto.
Y aunque fuesen escasas las gruesas y pechirredondas nubes que incesantemente
huían a lo largo, de debajo parecía que por causa de ellas se estaba a
estrechas en el cielo. Y hubo momentos en que se figuraba uno que aquel que
volaba en lo alto huroneaba buscando un paisaje entre las nubes, como lo busca
entre las islas el navegante; mas nadie sabía allá abajo cuán espacioso era
todo allí en lo alto; cuán combados los arqueados portales e ilimitados los
canales azules; cuán imperialmente magnífico, amplio y libre es el archipiélago
celeste. Pero las nubes se derretían; bajaban por la pendiente montando la guarda
en el horizonte cual esfinges azules, con las patas recogidas debajo de si,
era visible, hasta para los ojos de los que contemplábanle desde abajo, cómo se
afianzaba y densificaba, desparramándose ilimitadamente, el majestuoso espacio
celeste, el desierto del océano.
Yuri
Mijailovich abrió los ojos y miró abajo, a la tierra. Y alzando otra vez los
ojos de la tierra humeante, pensó: "He aquí que se ha realizado mi ensueño
dorado; heme aquí en mi santa morada yendo por mis altas salas; no hay nadie
que esté conmigo, sino sólo la luz. Pero ¿qué es aquello tan bello que estoy
columbrando? ¿No estoy yo solo? Pero ¿qué es esto tan bello que estoy experimentando,
tan bello, tanto... tanto...? ¡Dicha mía, alma mía, mi dicha: te amo
horriblemente!"
Y
nuevamente, con tremente vigor, con valor triplicado, con un dolor de sangre
que mana y de lágrimas que chorrean, experimentó la dicha emocionate, el estremecimiento
de bienaventurados presentimientos, la buena ventura de lo fatídico. Lejos,
en la más lejana lontananza, cual la postrera nota de una canción que fuese entonada
para uno a quien se despide, cual una ininteligible palabra de amor terrestre,
recordó el bello rostro, el perfil de las negras pestañas, la mejilla bañada de
rosadas tintas mates que languidecía con un insonoro grito de ternura; recordó
cómo dormía ella tranquilamente a su lado; cómo respiraba quedamente, muy
cerquita de él; y era para Yuri como si hubiese encontrado la explicación a su
entusiasmo y a su amor. "Querida -pensaba tiernamente y con su estremecido
corazón, querida, yo te amo horriblemente." Así pensaba que discurría él;
mas al instante siguiente olvidó, olvidó totalmente, para siempre; olvidósele
la querida. Su corazón se entregó a otro, y en su queda ternura montó la guarda
para otro. ¿Qué era lo que pensaba en estos sus postreros minutos, cuando otra
vez más, habiendo cerrado los ojos, volaba ilimitadamente, no sintiendo ni conociendo
nada que significase un obstáculo? ¿Qué era él en su propio raciocinio?, Una
estrella humana tal vez; extraña estrella humana que, huyendo de la tierra,
sembraba chispas y luz en su ígnea y temblorosa ruta: he aquí lo que eran él y
sus pensamientos en estos postreros minutos.
Mecíase el
aparato en el aire cual petrel sobre las olas del mar aéreo; en las vueltas
bruscas inclinábase salvajamente, multiplicando la insensata velocidad por las
caídas; ensordecíase con el traqueteo y el tintineo de la hélice, con las
estridencias y los chapoteos de las olas aéreas, fúlgidamente cortadas por él;
las nubes se habían dispersado, dejando a desnudas la azul atmósfera, que
gradualmente se enfriaba, y únicamente el sol reinaba solitario. Solitariamente
reinaba el sol, y entre él y la tierra no había ni un objeto ni un hombre e
iluminaba el sol, sin calentar, ora las finas y claras alas, ora el bronceado y
empalidecido rostro, jugueteando con miles de destellos sobre el metal. Y en
uno de esos instantes, cuando el sol le hirió la vista, vertiendo en todo él,
hasta en el mismo corazón, su luz leve y arrebatadora, Yuri Mijailovich
profirió con voz alta y extraña:
-¡No!
Otro no
hubiese podido oir sus palabras a causa del ruido que hacía el aparato; pero él
se oía a sí mismo, y dijo con voz alta aquello que aun en los más emocionantes
ensueños nocturnos, en la abrumadora visión del soñoliento asistente que cortaba
astillas, en el pergeño de los queridos semblantes y de los queridos ojos, había
sido conocido por su zozobrado corazón como la dicha extraordinaria; dijo:
-iNo! ¡A
la tierra no volveré jamás!
Pronunció
estas extrañas palabras, que le sentenciaron a la muerte, y se calló ecuánime;
hasta en este instante supremo conservó su don agradable, su amor para el
silencio. Y tranquilamente proseguía su loca carrera a través del espacio. De
poder, la hubiese acelerado ilimitadamente; mas el aparato no admitía esto, y
entonces ideó proceder de modo distinto y, por lo visto, insensato; así lo
entendieron los de abajo. Comenzó a cortar el espacio con líneas torcidas,
quebradas y estrafalarias, inopinadas y bellas cual el vuelo de pájaro nocturno
embriagado por la luz de la luna; a lo alto, abajo, atrás y por delante;
bruscamente a un lado para producir pavor; súbitamente a la izquierda y
abajo.
Cortada la
respiración por el entusiasmo, apretando los blancos dientes para que no le
escapase un inesperado grito de triunfo y para no entonar cánticos necios,
transía el aire con poderososo aletazos. Y quiso convencerse por sí mismo de
que el diáfano espacio no ocultaba en su seno ningún obstáculo invisible e
hipócrita, sino que se hiende muellemente por todas partes, que no oculta en sí
traba alguna, que él es único, uniforme, infinito. A punto de caer -¡hubo ese
momento!- estuvo; mas recobró el equilibrio, arrastrado a lo bajo a no sabía
qué profundidades.
Pero hasta
en el esparcimiento juguetón parecíale desagradable perder la altura, y
decididamente se abalanzó a lo alto; dejó de dar vueltas, se lanzó, cual
silbante y estruendoso cohete, directamente a lo alto, hacia su encumbrado
final último. Hacía ya mucho que se había olvidado a sí mismo; mas ahora
nuevamente se sintió encarnarse en estrella, núcleo de fiero fuego que se
abalanza por el espacio, dejando en pos de sí ondeantes banderolas de chispas y
de llamas azules. De repente se imaginó que su cabellera estaba prendida en
fuego, con ondulantes mechas ígneas que se deslizaban a tierra, y pronto
comprendió que esta era la ruta de un infinito a otro; vió palpablemente que,
así lanzado, penetraría volando de esta eternidad en la otra, donde, abiertas
de par en par, se yerguen, esperándole, las altas puertas de su santa, de su
misteriosa morada.
"¿Cómo
puedo yo volver a tierra -entonaba cual canto su alma en bienaventurado
ensimismamiento. -¡Estoy viendo algo tan bello... tan bello... tanto! ¡Dicha
mía, alma mía, mi dicha: te amo horriblemente! Era yo chicuelo y antojábaseme
pasar volando por encima del tejado vecino, nada alto por cierto; tejado verde
y podrido, ridículo y lastimosamente bajo. Es la alegría que canta en mí lo
pretérito, lo que fué chicuelo pequeñito, lo que mi madre llama Yura, Yurochka.
Tenía padre y madre, y ambos murieron; luego aun hubo mucho hermoso, como el
pesar; alguien hay a quién estoy amando horriblemente. Caro niño mío, mi
querido niño, alma mía: voy a subir aun más alto. El cuerpo se desprenderá de
mí y caerá; mas yo iré más alto, querido niño, mi caro niño; yo iré más
arriba. Voy más alto. Voy. A ti alma se turba de gozo, huye del cuerpo, se
lanza al encumbrado y lejano vuelo; voy más arriba y sin fin. Se turba el
alma, se me emociona.
Por sus
mejillas corrían las lágrimas; mas él no tuvo consciencia de ellas. Los dientes
blanqueaban tiprnamente a través de los labios semiabiertos, y las pupilas,
dilatadas con la visión de la eternidad, miraban sin parpadear, y fijamente, en
lo alto, allí donde tras los azules arcos del cielo lucía la lontananza, la
verdad de las verdades ilimitada. Las lágrimas resbalaban por su semblante.
-¡Oh qué
emoción¡ ¡Qué turbación!
El no
volvió ya a la tierra.
Aquello
que, dando volteretas frenéticas se desplomaba tornando desde la altura y se
hundió en la tierra con la pesadez de los desmenuzados huesos y de la carne, ya
no era él, ni un hombre ni nada. La atracción terrestre, la muerta ley de la
gravedad, le había arrancado del cielo, le asió y le echó contra la tierra;
mas aquello que cayó, que se apuballó en una ínfima pelotita, que se quebró,
extendiéndose muda y mortalmente aplastado, aquello ya no era Yuri Mijailovich
Puchkariof.
El no
volvió ya a la tierra.
1.004. Andreiev (Leonidas) - 068
No hay comentarios:
Publicar un comentario