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jueves, 11 de diciembre de 2014

Mas alla de la muerte - Cap. IV

Allí de donde por la noche había caído la lluvia, y donde había rodado el trueno, y donde las exhalaciones habían iluminado su propia ruta nocturna en medio de las nubes y del caos, estaba ahora todo quieto, azul y celestial-mente espacioso. Las escasas nubes bogaban ampliamente, y enmudeci­das, a lo largo de sus invisibles rutas; so­litariamente reinaba el sol, y allí no había ni la confusión ni el vocerío de la tierra, ni la menor señal terrestre que se alzase como un estorbo.
Mientras que describía aún los prime­ros círculos, Yuri Mijailovich tenía la mi­rada fija en el aeródromo, que ahora pa­recía un mapa verde con trazados de arena, y en el inmóvil tropel de gente que semejaba un corrido borrón de tinta, y aun sentía su atención ligada a la tierra, espe­rándose de ella una de sus habituales sor­presas, alguno de sus súbitos obstáculos. Pero al cerrar el quinto círculo, en vez de terminar sencillamente la vuelta, se lanzó a la horizontal, echándose decididamente fuera de los límites del aeródromo; y cuando hubo llegado por encima de la sel­va, al espacio y a la quietud, comenzó a ele­varse más alto. "¡Qué bien estaría ahora dar un paseíto a través del bosque!" -pen­saba él con cariñosa condescendencia, y de repente sintió con extraordinaria lucidez la halagadora y húmeda fragancia del bos­que, que desde su tierna infancia le ha­bía sido tan familiar; sintió bajo las plantas de sus pies la hierba, y basta se figuró vislumbrar debajo de la ennegrecida y vie­ja hojarasca una achaparrada seta. Y sola­mente ahora comprendió que el bosque es­taba lejano, y que él estaba volando, no andando, como había andado toda su vida, con plomizas suelas, sino que volaba por el aire, que no se apoyaba en nada, y que por todas partes estaba sumergido en el transparente y lúcido vacío.
No había transcurrido sino el fragmento de un instante desde que Yuri Mijailovich habíase separado de la tierra, y ya encon­trábase en un mundo nuevo, en un ele­mento distinto que era ingrávido e ili­mitado como el ensueño mismo, y con terrorífico vigor, casi con dolor físico, experimentó nuevamente aquella dicha emocionante que, cual áureo y transparente liquido, había fluído por su alma y por su cuerpo durante toda la noche y todo el día. Tan intensa fué, que se le cortó la respiración por este aflujo de dicha, y aso­maron las lágrimas a sus ojos, donde las lágrimas no se notan sino por uno mismo. "¿Qué es aquello tan bello que estoy, vien­do? -pensaba.
-¿Qué es esto tan bello que estoy experimentando, tan bello? ¡Oh! ¡Tan bello!"
Y desde este instante casi dejó de mirar la tierra; habíase hundido en lo profundo y en lontananza quedaba ella con sus bos­ques verdes, tan familiares a su infancia; con su hierba menuda y sus flores; con el conjunto de su alegría y con su tímido, inseguro amor terrestre. ¡Cuán difícil era ahora cemprenderla, y qué difícil, hasta im­posible, acordarse de ella! En cambio, ¡cuán firme y lúcido era el aire abra-sador en las alturas, indiferente a todo lo terrestre¡ Hasta la misma sonrisa parecía aquí una profanación; también ella se asoma, como las lágrimas, a aquel otro lado invisible de los labios; la sonrisa dichosa y humilde no se la puede exteriorizar aquí; severo y serio debe permanecer el semblante.
"Ya estoy alto -pensó Yuri Mijailovich, ya estoy alto; pero tengo que subir aún más alto. ¿Es que no hay aquí tanto espa­cio que pueda uno seguir siempre adelan­te y arriba, y atrás y abajo? Sí; puedo ha­cerlo a mi antojo; todo esto es mi ruta".
Y durante largo tiempo -así se le figura­ba- se absorbió todo él en la serie e im­portante tarea de guiar el aparato, concen­trándose en el gozo de regirlo.
Ya cuando andaba con plomizas suelas por la tierra le habían gustado los movi­mientos arbitrarios, las libres vueltas, los imprevistos saltos a un lado, y por esto no pudo soportar desde su infancia ni las ca­lles, ni los senderos, ni las más anchas ru­tas en las que hereditariamente está tra­zado el camino, como en las volutas del cerebro yace, cuajado, el yerto pensamien­to ajeno. Mas aquí no había caminos tri­llados, y en la libre corrida sintió divina­mente desentrabado el albedrío, que por sí mismo habíase alado con anchas y po­tentes alas. Eran un solo ser él y su apa­rato, y sus manos eran tan firmes, casi in­corpórea, como la misma madera de la rueda del timón en que reposaban, y con la que se habían unido en férrea unión de una única voluntad rectora. Y si la sangre viva rodaba por las cálidas venas de sus manos, también fluía por la armazón de madera y de hierro; en las extremidades de las alas vibraban sus nervios, tendién­dose hasta la última tensión, y con las ex­tremidades de sus alas sentía él el dulce frescor del aire veloz, el trémolo de los ra­yos solares. ¿Quería volar a su derecha? Pues a la derecha volaba el aparato. ¿Que­ría ir a su izquierda, abajo, arriba? A la izquierda, abajo o arriba volaba el apara­to, y le hubiera sido difícil explicar cómo esto se producía por él, ocurría, sencilla­mente, porque lo quería él. Y esta victo­ria de la voluntad consciente entrañaba una áspera alegría varonil: aquella que, contemplada en un rostro de perfil, se se­meja al pesar y hace aparecer enigmático el rostro del guerrero o el del triunfador.
Allá en lo más hondo de la profundidad humeaba la tierra cual caldera gigantesca, y parecíale que era aquello una nube que pasaba; pero no quería pensar en la tierra, y no se le ocurría pensar en ella. Y para sentirse aseñoreado aún con mayor inten­sidad por su albedrío, Yuri Mijailovich cerró los ojos, y por un instante vió como en un espejo su rostro palidecido y lumi­noso; y luego se le figuró que de su cabe­za se desprendían resplandecientes fajas de luz que se desplegaban por detrás de él, y que unas plumas abaniquean su brillante casco como si estuviese erguido de pie en un carro guerrero apretando fuerten.ente en su petrificada mano las aceradas rien­das, mientras los celestes corceles ígneos le arrastraban a lo alto.
Y luego se le figuró que él no era nin­gún hombre, sino un núcleo condensado de fiero fuego que se abalanzaba por el espacio y se desprendían de él las chispas y llamaradas, y ondulando resplandecía por la ruta celeste el ígneo surco, el velo azul de la estela. Así voló largo tiempo siempre a lo alto: extraña estrella himia­na que huía de la tierra hacia el cielo.
Cuando pensaba esto ya se había eleva­do a gran altura y comenzaba a desapare­cer de la vista, y tenía uno que encaminar la mirada por el celeste océano, deslum­brar sus ojos con los rayos solares, buscar y volver a escudriñar en medio de las in­mensas y escasas nubes, para columbrar y encontrar a aquel que volaba alto, muy al­to. Y aunque fuesen escasas las gruesas y pechirredondas nubes que incesantemente huían a lo largo, de debajo parecía que por causa de ellas se estaba a estrechas en el cielo. Y hubo momentos en que se figu­raba uno que aquel que volaba en lo alto huroneaba buscando un paisaje entre las nubes, como lo busca entre las islas el na­vegante; mas nadie sabía allá abajo cuán espacioso era todo allí en lo alto; cuán combados los arqueados portales e ilimita­dos los canales azules; cuán imperialmen­te magnífico, amplio y libre es el archi­piélago celeste. Pero las nubes se derretían; bajaban por la pendiente montando la guarda en el horizonte cual esfinges azu­les, con las patas recogidas debajo de si, era visible, hasta para los ojos de los que contemplábanle desde abajo, cómo se afianzaba y densificaba, desparramándose ilimitadamente, el majestuoso espacio ce­leste, el desierto del océano.
Yuri Mijailovich abrió los ojos y miró abajo, a la tierra. Y alzando otra vez los ojos de la tierra humeante, pensó: "He aquí que se ha realizado mi ensueño do­rado; heme aquí en mi santa morada yen­do por mis altas salas; no hay nadie que esté conmigo, sino sólo la luz. Pero ¿qué es aquello tan bello que estoy columbran­do? ¿No estoy yo solo? Pero ¿qué es esto tan bello que estoy experimentando, tan bello, tanto... tanto...? ¡Dicha mía, al­ma mía, mi dicha: te amo horriblemente!"
Y nuevamente, con tremente vigor, con valor triplicado, con un dolor de sangre que mana y de lágrimas que chorrean, ex­perimentó la dicha emocionate, el estremecimiento de bienaventurados presenti­mientos, la buena ventura de lo fatídico. Lejos, en la más lejana lontananza, cual la postrera nota de una canción que fuese en­tonada para uno a quien se despide, cual una ininteligible palabra de amor terres­tre, recordó el bello rostro, el perfil de las negras pestañas, la mejilla bañada de rosa­das tintas mates que languidecía con un insonoro grito de ternura; recordó cómo dormía ella tranquilamente a su lado; có­mo respiraba quedamente, muy cerquita de él; y era para Yuri como si hubiese encon­trado la explicación a su entusiasmo y a su amor. "Querida -pensaba tiernamente y con su estremecido corazón, querida, yo te amo horriblemente." Así pensaba que discurría él; mas al instante siguiente ol­vidó, olvidó totalmente, para siempre; ol­vidósele la querida. Su corazón se entregó a otro, y en su queda ternura montó la guarda para otro. ¿Qué era lo que pensa­ba en estos sus postreros minutos, cuando otra vez más, habiendo cerrado los ojos, volaba ilimitadamente, no sintiendo ni co­nociendo nada que significase un obstácu­lo? ¿Qué era él en su propio raciocinio?, Una estrella humana tal vez; extraña es­trella humana que, huyendo de la tierra, sembraba chispas y luz en su ígnea y tem­blorosa ruta: he aquí lo que eran él y sus pensamientos en estos postreros minutos.
Mecíase el aparato en el aire cual petrel sobre las olas del mar aéreo; en las vuel­tas bruscas inclinábase salvajamente, mul­tiplicando la insensata velocidad por las caídas; ensordecíase con el traqueteo y el tintineo de la hélice, con las estridencias y los chapoteos de las olas aéreas, fúlgida­mente cortadas por él; las nubes se habían dispersado, dejando a desnudas la azul at­mósfera, que gradualmente se enfriaba, y únicamente el sol reinaba solitario. Solita­riamente reinaba el sol, y entre él y la tie­rra no había ni un objeto ni un hombre e iluminaba el sol, sin calentar, ora las finas y claras alas, ora el bronceado y em­palidecido rostro, jugueteando con miles de destellos sobre el metal. Y en uno de esos instantes, cuando el sol le hirió la vis­ta, vertiendo en todo él, hasta en el mis­mo corazón, su luz leve y arrebatadora, Yu­ri Mijailovich profirió con voz alta y ex­traña:
-¡No!
Otro no hubiese podido oir sus palabras a causa del ruido que hacía el aparato; pero él se oía a sí mismo, y dijo con voz alta aquello que aun en los más emocio­nantes ensueños nocturnos, en la abruma­dora visión del soñoliento asistente que cortaba astillas, en el pergeño de los que­ridos semblantes y de los queridos ojos, ha­bía sido conocido por su zozobrado cora­zón como la dicha extraordinaria; dijo:
-iNo! ¡A la tierra no volveré jamás!
Pronunció estas extrañas palabras, que le sentenciaron a la muerte, y se calló ecuá­nime; hasta en este instante supremo con­servó su don agradable, su amor para el silencio. Y tranquilamente proseguía su lo­ca carrera a través del espacio. De poder, la hubiese acelerado ilimitadamente; mas el aparato no admitía esto, y entonces ideó proceder de modo distinto y, por lo visto, insensato; así lo entendieron los de abajo. Comenzó a cortar el espacio con líneas tor­cidas, quebradas y estrafalarias, inopinadas y bellas cual el vuelo de pájaro nocturno embriagado por la luz de la luna; a lo al­to, abajo, atrás y por delante; bruscamen­te a un lado para producir pavor; súbita­mente a la izquierda y abajo.
Cortada la respiración por el entusias­mo, apretando los blancos dientes para que no le escapase un inesperado grito de triunfo y para no entonar cánticos necios, transía el aire con poderososo aletazos. Y quiso convencerse por sí mismo de que el diáfano espacio no ocultaba en su seno ningún obstáculo invisible e hipócrita, sino que se hiende muellemente por todas partes, que no oculta en sí traba alguna, que él es único, uniforme, infinito. A punto de caer -¡hubo ese momento!- estuvo; mas recobró el equilibrio, arrastrado a lo bajo a no sabía qué profundidades.
Pero hasta en el esparcimiento juguetón parecíale desagradable perder la altura, y decididamente se abalanzó a lo alto; dejó de dar vueltas, se lanzó, cual silbante y es­truendoso cohete, directamente a lo alto, hacia su encumbrado final último. Hacía ya mucho que se había olvidado a sí mis­mo; mas ahora nuevamente se sintió en­carnarse en estrella, núcleo de fiero fuego que se abalanza por el espacio, dejando en pos de sí ondeantes banderolas de chispas y de llamas azules. De repente se imaginó que su cabellera estaba prendida en fuego, con ondulantes mechas ígneas que se des­lizaban a tierra, y pronto comprendió que esta era la ruta de un infinito a otro; vió palpablemente que, así lanzado, penetraría volando de esta eternidad en la otra, don­de, abiertas de par en par, se yerguen, es­perándole, las altas puertas de su santa, de su misteriosa morada.
"¿Cómo puedo yo volver a tierra -en­tonaba cual canto su alma en bienaventu­rado ensimismamiento. -¡Estoy viendo al­go tan bello... tan bello... tanto! ¡Di­cha mía, alma mía, mi dicha: te amo ho­rriblemente! Era yo chicuelo y antojábase­me pasar volando por encima del tejado vecino, nada alto por cierto; tejado verde y podrido, ridículo y lastimosamente bajo. Es la alegría que canta en mí lo pretérito, lo que fué chicuelo pequeñito, lo que mi madre llama Yura, Yurochka. Tenía padre y madre, y ambos murieron; luego aun hu­bo mucho hermoso, como el pesar; alguien hay a quién estoy amando horriblemente. Caro niño mío, mi querido niño, alma mía: voy a subir aun más alto. El cuerpo se des­prenderá de mí y caerá; mas yo iré más al­to, querido niño, mi caro niño; yo iré más arriba. Voy más alto. Voy. A ti alma se turba de gozo, huye del cuerpo, se lanza al encumbrado y lejano vuelo; voy más arri­ba y sin fin. Se turba el alma, se me emo­ciona.
Por sus mejillas corrían las lágrimas; mas él no tuvo consciencia de ellas. Los dientes blanqueaban tiprnamente a través de los labios semiabiertos, y las pupilas, dilatadas con la visión de la eternidad, miraban sin parpadear, y fijamente, en lo alto, allí donde tras los azules arcos del cielo lucía la lontananza, la verdad de las verdades ilimitada. Las lágrimas resbalaban por su semblante.
-¡Oh qué emoción¡ ¡Qué turbación!
El no volvió ya a la tierra.
Aquello que, dando volteretas frenéti­cas se desplomaba tornando desde la altu­ra y se hundió en la tierra con la pesadez de los desmenuzados huesos y de la carne, ya no era él, ni un hombre ni nada. La atracción terrestre, la muerta ley de la gra­vedad, le había arrancado del cielo, le asió y le echó contra la tierra; mas aquello que cayó, que se apuballó en una ínfima pelo­tita, que se quebró, extendiéndose muda y mortalmente aplastado, aquello ya no era Yuri Mijailovich Puchkariof.
El no volvió ya a la tierra.

1.004. Andreiev (Leonidas) - 068

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