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jueves, 11 de diciembre de 2014

Mas alla de la muerte - Cap. I

El día del vuelo comenzó bajo favorables augurios. Dos fueron éstos: un rayo de sol matutino que penetró en la oscura alcoba, en donde Yuri Mijailovich reposaba con su esposa, y un inverosímilmente lindo y emo­cionante ensueño, lleno de misteriosos y alegres indicios que se le presentó poco antes de despertar.
-Yuri Mijailovich Puchkariof era experto oficial-piloto: en el transcurso de año y medio habíase elevado en el aire veintiocho veces -justamente tantas como años tenía­- y aun conservaba la vida; esto es, no se había estrellado, ni fracturado ningún miembro: lo contrario de lo que había su­cedido a otros muchos. Mejor que nadie, mejor que su propia mujer, conocía él el valor de esa ridícula y mísera experiencia, cuando, vuelto ya felizmente a tierra fir­me, una ficticia tranquilidad borraba de la mente, a manera de mano invisible, el recuerdo de todas las desgracias sucedidas anteriormente a otros. Y tanto la tranquili­dad que ostentaba como el arte que le atribuían, inducía a las personas de su in­timidad a abandonarse a un exagerado so­siego espiritual con respecto a su suerte, sintiéndose demasiado seguros y, quizás, un tanto crueles.
Pero Yuri Mijailovich tenía un carácter varonil y no quería abandonarse a reflexio­nes que no sirven sino para relajar la vo­luntad y que en caso contrario quitarían a la vida deleznable su último sentido. "¡Si caigo, caerél -pensaba; ¡qué vamos a ha­cerle! Por otra parte, tal vez para enton­ces se habrá construído un aparato con el cual una caída resultaría imposible; enton­ces habré burlado a la muerte y, como los demás, llegaré a la vejez. ¿Para qué esfor­zarse en querer adivinar?" Y pensando para sí de este modo, sonreíase con aquella plá­cida sonrisa por la que sus compañeros le querían tanto.
Pero al mismo tiempo convivía con él algún otro ser que no se rendía ante los paralogismos, que se aferraba tenazmente a la suyo, y que era como un animal: sa­bio y desprovisto a la vez de toda facultad de razonamiento; y este ser era siempre presa de un tembloroso y negro miedo, y cuando Yuri Mijailovich realizaba algún vuelo feliz, poníase aquél neciamente con­tento, engallábase excesivamente, sintién­dose con una seguridad de sí mismo deci­didamente exagerada y que casi rayaba en el cinismo; mas, antes de que Yuri Mijai­lovich emprendiese un vuelo, turbábale el ánimo, invadiéndolo de congoja y temblor. El propio desdoblamiento interior sucedió esta vez en vísperas del vuelo del mes de julio.
Antes de acostorse aquella noche, Yuri Mijailovich y su mujer habían dado un paseo por las cercanas calles, umbrías y envueltas en verde frondosidad, de la pe­queña ciudad en que vivían temporalmen­te. Habíanse paseado, hinchado el corazón de tiernos y apacibles sentimientos y de vuelta, como a las diez y media, en tanto que en la casa oíanse aún los rumores habituales, Yuri Mijailovich se había acos­tado en seguida, durmiéndose en el acto.
Percibió vagamente entre sueños que su mujer había entrado en el dormitorio una hora u hora y media más tarde, que se desnudaba sigilosamente y que se acostó en la cama evitando con gran cautela que crujiese la madera. Luego, mucho tiempo después, o acaso apenas se hubo dormido -eso no lo sabía, algo enorme se puso en movimiento por encima de su cabeza, des­parramándose de uno a otro confín del espacio con bramido sordamente refrena­do, y ensanchando los límites de la angosta lóbrega habitación donde soñaba. Adi­vinó que la tormenta comenzaba a amon­tonarse, pero no despertó por eso; tan sólo sacudió lejos de sí aquel plúmbeo enajena­miento, embotado y muerto, que le ligaba cual con cadenas y que no era sino la lucha que el miedo libraba contra el raciocinio y contra lo inevitable. En seguida desaho­gó el pecho y su respiración se hizo profunda y dulce: parecía como si estuviese bogando, siguiendo en la estela las huellas de las rítmicas ondas de la tormen­ta que alli en lo alto se desencadenaba por todo el ámbito celeste, y comenzó a figurarse, en una larga ensoñación, que él no era ya un hombre que soñaba, sino la misma líquida ola que unas veces bajando y otras alzándose, respirando uniforme y hondamente, rueda libre y sin trabas por el ilimitado espacio.
Y de pronto le fué revelado aquel placentero sentido que encierra el correr de las olas por el ilimitado espacio, cuando, ora cayendo, ora levantándose, ruedan a lo infinitamente azul. Y ya había sido ola du­rante largo tiempo, y ya había descifrado todos los secretos de la vida, cuando se desgranó sobre los tejados la densa lluvia, rociándole con quedo susurro el pecho, be­sándole los apretados labios, reclinándose con dulce y tibio aliento sobre sus párpa­dos, trayéndole un breve y absoluto olvido. Y fué luego -mucho tiempo después o en seguida, no lo sabía: ya gorjeaban los pá­jaros tras las ventanas- cuando se le pre­sentó aquel alegre y emocionante ensueño que le visitaba por tercera vez en su vida y que siempre había sido de fausto augurio.
Era como si despertara con el rayar del alba en una habitación oscura donde, por una razón desconocida, descansaba a solas, sin su mujer; pero aunque ésta estuviese ausente y el cuarto le fuese desconocido, sin embargo, era al mismo tiempo el suyo, el verdadero, en donde siempre había vivi­do y donde aun vivía. Habíase despertado a causa de un sueño inquietante y terrorí­fico, con el mirar luctuoso y el pecho opri­mido, y sentíase abrumado y triste. Se le­vantó entonces y salió al cuarto inmediato, donde había ya más claridad, puesto que solo estaban cerradas las persianas de las ventanas de un lado del cuarto, y por el otro filtrábase una tranquila luz, suave y rósea
-Qué bien se está aquí y qué tranquilo; todos duermen -pensó y su ánimo se serenó. Y en esto de repente, como siempre acontecía en este maravilloso ensueño, se acordó de que además de estas hermosas habitaciones tenía otras, más magníficas aún, en las que, por inexplicable razón, no había puesto el pie hacía ya mucho tiempo, y hasta se le habían olvidado por completo.
Con expectación alegre abrió una muy alta y blanca puerta, y quedamente entró con descalzos pies, andando sobre el terso y tibio suelo de las olvidadas y magnificas habitaciones. Eran numerosas y de esas descomunales y solemnes dimensiones que únicamente se encuentran en los palacios; y en todas partes, en todos los rincones, rei­naba la misma amortiguada pero tranquila y alegre luz matutina, de rosáceos tintes. "¡Qué bonito! ¿Cómo he podido olvidar­las?" -pensaba siguiendo adelante en la quietud y el espacio de siempre nuevas siempre más magníficas salas, llenas de luz y de enternecedora alegría; y así llegó a una puerta, tras la cual oyó unas voces. Abriéndola cautelosamente, miró en el cuarto y vio a dos pintores sentados en el suelo, ocupados en algo y canturreando quedamente.
En esto Yuri Mijailovich despertó, pero transcurrieron aún unos instantes antes de que se hubiese calmado de la honda y al­borozada emoción que le dominaba, porque en los primeros momentos no pudo perca­tarse de dónde finalizaba el sueño y dóde comenzaba la realidad. Por la noche solían cerrar las ventanas del dormitorio con per­sianas ahora había algo que brillaba vi­vamente, deslumbrándole la vista. Corrió un poco la cabeza en la almohada, y vió un agudo y rectilíneo rayo que brotaba de un orificio circular de la persiana, en don­de se había desprendido un nudo de la ma­dera: notó su mancha circular en la almo­hada y la rósea penumbra que llenaba la habitación. Luego percibió a su lado la oscura mancha de unos cabellos, un brazo desnudo; escuchó la apacible respiración... y de golpe todo lo recordó y todo lo com­prendió: que era hoy el día en que tenía que volar, y que aquello querido que es­taba respirando tan pacíficamente era su mujer, y que el sol del mes de julio, ya en el horizonte, fulgía frente a la ventana, inundando probablemente toda la tierra con sus áureos chorros de luz.
Se escrudriñó a sí mismo para ver si no sentía miedo de volar; mas en lugar del ha­bitual miedo, que por lo general tenía siempre que reprimir esforzada-mente, sin­tióse con una alegre y honda emoción. Parecíale que aquel día le esperaba una dicha descomunal y majestuosa. "Hoy vo­laré", y por primera vez pensó con toda la pureza de un entusiasmo impoluto, con un alborozo que nada podía enturbiar, en el majestuoso espacio del cielo, en presen­timientos del cual su alma había vivido toda la noche.
Sin aquel rayo de sol, Yuri Mijailovich hubiera probablemente seguido durmiendo una hora o más; pero ahora le era eso im­posible, ni tampoco quedarse en la oscu­ridad sofocante y opresora; y bajando sigi­losamente de la cama y procurando hasta no mirar a su mujer, para, no despertarlaa con la mirada, se vistió de prisa. Pero su mujer dormía profundamente: al acostar­se, no le dejaron conciliar el sueño durante largo tiempo la intranquilidad y el tierno amor, y después fué la tormenta que se posó sobre su sueño extenuándola con tre­mebunda pesadilla: sus sueños habían sido muy distintos a los de su marido, pero ahora descansaba.
Cogiendo su pitillera con los cigarrillos y procurando siempre no mirar a su mu­jer, Yuri Mijailovich salió del dormitorio a la tranquila luz de las vacías habitacio­nes aun no arregladas desde la noche y guardando todavía en sus rincones las sombras nocturnas.
En la cocina afanábase con el samovar, cortando astillas, el soñoliento asistente, que ahuyentaba de un sitio para otro, con cada uno de sus movimientos, una nube de moscas, perezosas y entorpecidas por la noche; pero el patio, el jardincillo y la calle recamada de álamos, cual un paseo, todo estaba aún quedo y desierto. Y aunque ya hacía largo rato que los pájaros trinaban y que un gato había atravesado el patio escogiendo cuidadosamente los sitios secos, y evitando la húmeda y fría sombra del muro de la casa, y hasta había pasado col, dirección a la estación del ferrocarril, un coche de punto, parecía sin embargo, que aun no había despertado nadie para la vida, y que en todo el universo no vivía más que el sol, y que él era el único ser vivo. Era tan acariciador el sol y calentaba tan suavemente los bigotes y los ojos de Yuri Mijailovichi, que el infantil e inocente estado de su mundo se reflejó en sus fac­ciones, adquiriendo éstas la expresión de las de un niño mimado. Quedó largo rato inmóvil, aquietado, y se le ocurrió luego pensar, con raciocinio en absoluto infantil, que podía uno hablar con el sol; claro que no se escucharía su respuesta; pero uno podía hablarle, y esto tendría tanto sentido como tener un coloquio con una persona.
Y vínole a la mente -retrasando el abrir los ojos y en tanto que de su rostro no desaparecía aún la expresión de inocencia­- cómo durante toda su infancia había soña­do con volar. Recordó cómo había brin­cado y vuelto a caer por tierra, ofendido, indignado, no consiguiendo comprender por qué no había tenido el vuelo cual pá­jaro ligero; cómo un salto de escasa altura le había ya producido la tímida sensación de un vuelo, y cómo, con efectivo dolor espiritual y a punto de saltársele las lágri­mas, había estado dispuesto a despojarse de todo, a sacrificarlo todo, a renunciar a todo, a cambio tan sólo de tender el vuelo por encima del caserón vecino. Y precisa­mente este vecino caserón burgués, que consistía en una planta baja con su techo de madera podrida, había adquirido tal importancia, que en el primer vuelo real, a miles de verstas de su comarca patria, cuando se borraban en la emoción todos los pensamientos, y de nada se acordaba, a Yuri Mijailovich se le vino de súbito el caserón a la memoria.
Pero ¿sera cierto que yo haya volado ya de verdad y que aun hoy volaré otra vez?
En el cielo no se veía ni una nubecilla, y allí donde por la noche traqueteó el trueno y de donde había caído la lluvia a tierra, se extendía al presente el diáfano e insondable espacio azul. Según los libros, aquello llamábase el aire, la atmósfera; mas según el sentimiento humano, era aquello, y eternamente había de serlo, el cielo; desde la eternidad de las eternida­des él fué el final de todos los anhelos, de todos los afanes y de todas las esperanzas.
Todo el mundo teme la muerte, y ¿quién se atrevería a volar si aquello no fuese sino aire? -pensaba Yuri Mijailovich, sin apar­tar su mirada del insondable azul que resplandecía misteriosamente, evocando mentalmente sobre su fondo, dibujándolos con la imaginación, los queridos rostros bronceados de sus compañeros oficiales-pi­lotos, que ahora le eran, por una inexpli­cable razón, infinitamente caros. La con­versación de sus compañeros era, por cier­to, huera y ridículamente hacendosa; de idéntico modo, probablemente, discurría también él mismo acerca de sus vuelos; pero ¿quién no sabe que a veces no es pre­ciso en manera alguna escuchar la conver­sación de las personas -con la que mienten inocente y astutamente, sino que es pre­ciso mirarlas a los rostros, profundizar la hondura de sus pupilas, mirar a la limpia blancura de sus incorruptos dientes?
Y con estos pensamientos, diáfanos, sen­cillos y puros, como impoluto era el ma­tutino sol, aquella alborozada emoción más que había despertado ahondóse aún más, y dirigiendo sus pasos hacia su vi­vienda, Yuri Mijailovich juró por sí mis­mo, sin darse cuenta de ello, que siempre amaría a sus compañeros y que siempre les profesaría una incorruptible amistad.
Mas quien sepa no prestar oído a la hueca conversación y a las opiniones trilladas, sino escudriñar la profundidad de las pu­pilas y mirar a la blancura de los juveniles e incorruptos dientes, ése hubiera descubierto otro sentido tras el ingenuo e inne­cesario juramento. Y tampoco habría pro­ferido ninguna baldía palabra, sino que, muda y fuertemente, habría besado los la­bios del alegre varón que con ligeros y elásticos pasos se dirigía a su casa y cuya sonrisa era tan afable y serena, en tanto que en sus pupilas fulgía ya la luz de un lejano resplandor.
Al entrar en el dormitorio, Yuri Mijailovich despertó con un quedo beso a su mujer, que aun dormía profundamente.

 1.004. Andreiev (Leonidas) - 068

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