No tenía
nombre y a nadie pertenecía. Ninguno hubiera podido decir donde pasaba el
largo invierno, ni de qué se alimentaba.
Cuando
quería acercarse a alguna casa, otros perros, hambrientos como él, le arrojaban
de allí sin compasión. Sí, impulsado por el hambre o la necesidad instintiva de
encontrarse entre seres vivientes, hacía su aparición en la calle, los niños le
tiraban piedras, y las personas mayores le corrían con un palo dando gritos.
Presa del
terror, corría de un lado para otro, tropezando, y cuando llegaba al extremo
del pueblo se escondía en un rincón desierto que sólo él conocía. Allí lamía
sus heridas, y el miedo y desconfianza de los hombres se adueñaban cada vez más
de él.
Durante el
último invierno, se había instalado bajo la terraza de una casa de campo
solitaria, que no tenía guarda. Las noches eran terriblemente largas y el
jardín estaba lleno de nieve y de hielo. El perro ladraba furiosamente, como si
quisiera defender la quinta.
A veces,
una lucesita azul se reflejaba en las ventanas; era una estrella o un rayo de
luna que caía sobre los cristales.
Cuando
llegó la primavera, la casa desierta se llenó de pronto de ruídos.
Unos
hombres llevaron pesados muebles. Una cantidad de personas, hombres, mujeres y
niños, habían venido de la ciudad para pasar allí el verano. Embriagados de
aire, de calor y de sol, gritaban, cantaban y reían.
Con quien
primero trabó conocimiento el perro fué con una linda muchacha. Había venido a
ver el jardín, llena de impaciente ardor, admirando las ramas de los cerezos,
las flores, el césped, saltando alborozada.
El perro,
que se había acercado sin hacer ruído, asió el extremo del traje de la
muchacha, lo sacudió y luego echó a correr por los espesos setos de frambuesa.
-¡Un perro
malo -exclamó la muchacha huyendo, y lanzando gritos de espanto. ¡Mamá!
¡Chicos!... No vayáis al jardín... Hay un perro muy grande y muy malo...
Cuando
cayó la noche, el perro se acercó cautelosamente a la casa dormida y se echó
bajo la terraza. Allí había hombres, pero, como dormían, nada había que temer
de ellos. La noche primaveral estaba llena de rumores inquietantes; algo se movía
en la hierba, muy cerca del perro. Por el camino, aplastando la arena, pasaban
unas carretas, y el estar lejos de la ciudad, respirando el aire libre del
campo, las hacía más buenas aún. El sol, al penetrar en ellos, con su calor,
salía convertido en risas y cariño para todos los seres vivientes.
Primero
quisieron echar de allí al perro que les había asustado tanto, y hasta matarle
de un tiro de revólver, si no se iba por su voluntad: pero pronto se habituaron
a oir sus ladridos por la noche, y cuando despertaban decía:
-¿Qué hará
ese bribón?
Así le
llamaban. A veces veían al perro entre los setos, pero él corría con desconfianza,
huyendo de una mano que le echaba pan, como si en vez de pan fuera una piedra.
Poco a
poco se acostumbraron a Bribón. Los hombres decían: "nuestro perro",
y se reían de su carácter salvaje y de su miedo.
Cada día,
Bribón disminuía la distancia que separaba de ellos. Comenzó a reconocerlos, y
distinguirlos unos de otros y se adaptó a sus hábitos. Media hora antes de que
se sentaran a la mesa se ponía de guardia cerca de la casa, esperando que se
le echase algo de comer y moviendo la cola.
La
muchacha, Lelia, le perdonó la agresión y le introdujo en el círculo de la familia.
-¡Bribón!
-llamaba; ven aquí... No tengas miedo... ¿quieres azúcar?... Ahora voy a
dártela...
Pero el
perro no se atrevía, tenía miedo. Y con precauciones infinitas, Lelia se le
acercaba, con temor de que la mordiera, diciéndole palabras dulces.
-¡Te
quiero mucho, Briboncito! Tienes unos ojos muy lindos... No te asustes...
Y Bribón,
arrullado por la música de la voz, se echó sobre el lomo y cerró los ojos, no
sabiendo si le iban a acariciar o a pegar. Una manita suave tocó su cabeza y
luego se puso a acariciar su cuerpo.
-¡Mamá!
¡Chicos! -gritó Lelia; venid... Estoy acariciando a Bribón.
Cuando los
niños corrieron alborotados, Bribón esperó con angustia.
Sabía que
si le pegaban no tendría ya fuerza para morder, porque le habían despojado de
su maldad irreconciliable. Y cuando todos empezaron a acariciarle, temblaba de
angustia y aquellas caricias a las que no estaba acostumbrado, le hacían tanto
daño como los golpes.
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Bribón
estaba satisfecho con toda su alma de perro. Tenía un nombre, al oír el cual
corría a todo correr por los setos. Pertenecía a hombres y podía servirles.
¿No era esto bastante para su felicidad?
Pronto
estuvo desconocido; su pelo largo, que antes le caía en sucios mechones llenos
de barro, estba ahora limpio, negro y suave como terciopelo.
Y cuando
se ponía ante la casa y examinaba gravemente la calle, a nadie se le ocurría
hacerle rabiar o tirarle una piedra.
Pero él no
tenía aquel orgullo y aquel aire independiente más que cuando estaba solo.
El fuego
de las caricias no había conseguido aún evaporar comple-tamente el miedo de
su corazón; cerca de los hombres no se sentía a gusto y siempre creía que iban
a pegarle. Durante mucho tiempo, toda caricia fué para él una sorpresa, un
milagro que no podía comprender.
El mismo
no sabía hacer caricias: se echaba sobre el lomo, cerraba los ojos y lanzaba
pequeños gemidos.
Pero esto
era insuficiente para expresar su agradecimiento y su amor.
Al fin
tuvo una inspiración: imitando a otros perros, comenzó a saltar pesadamente, a
dar vuelta sobre si mismo.
-¡Mamá,
chicos, mirad! Bribón está jugando -gritó Lelia.
Y, muerta
de risa decía:
-¡Otra vez
Briboncito! ¡Sigue!... Así, así...
Todos
acudieron corriendo y se reían, mientras el perro daba vueltas como un trompo,
con gran regocijo de los espectadores.
Pero
Bribón no quería lucir sus habilidades ante los extraños; y cuando veía ve
nir a
alguien que no era de la familia corría al jardín o se escondía bajo la
terraza.
Poco a
poco se fué acostumbrando a no preocuparse del alimento; estaba cierto de que a
la hora fija, la cocinera le daría de comer y permanecía esperando muy formal.
Ahora, él mismo buscaba las caricias. Se había puesto un poco pesado y no le
gustaban los viajes largos. Cuando los niños se lo querían llevar al bosque,
movía la cola y desaparecía sin que lo notaran. Pero por la noche llenaba
concienzudamente sus deberes de guardián y ladraba con furia al menor ruido.
Pronto
llegó el otoño, y con él las lluvias frecuentes. Las casas de campo iban
quedando desiertas.
-Tendremos
que dejarle aquí -repuso su madre.
-iPobrecitol
-¡Qué va a
hacer! En la ciudad no tenemos patio, y no se puede tener al perro en las
habitaciones.
-¡Pobrecito!
-repitió Lelia a punto de llorar.
-Nuestros
amigos Dogayen me han prometido un perrito precioso que sabe hacer una
porción de juegos, mientras que Bribón no sabe hacer nada.
-¡Pobrecito!
-dijo Lelia, pero renunció a la idea de llorar.
De nuevo
llegaron hombres desconocidos y llenaron de ruídos la casa. Se hablaba muy
poco y ya no se reía. Asustado de aquellos hombres presintiendo una desgracia,
Bribón huyó al extremo del jardín, y desde allí miraba fija-mente lo que pasaba
en la casa.
-¿Estás
aquí, mi pobre Bribón? -dijo Lelia acercándose a él. Ven conmigo.
Llegaron
al camino. La lluvia tan prorpto cesaba como volvía a empezar, y el cielo
estaba cubierto de flotantes nubes. Todo lo envolvía la tristeza del otoño.
-Esto es
aburrido, Bribón -dijo Lelia después de unos minutos de silenciosa contemplación
del paisaje.
Y, sin
mirar atrás, volvió sobre sus pasos.
Hasta que
estuvo en la estación, no se acordó de que no se había despedido del perro.
Bribón
corrió mucho en busca de la gente, llegó hasta la estación, y, sucio y mojado,
volvió a la casa desierta.
Allí hizo
un nuevo juego que no pudo ver nadie; subió por primera vez a la terraza y,
enderezándose sobre las patas traseras, miró la casa por la puerta de cristales
y la arañó con sus uñas. Pero la casa estaba vacía y nadie le respondió.
Caía una
fuerte lluvia; las tinieblas del otoño caían sobre la tierra. Llenaron rápidamente
la casa desierta, saliendo sin ruido de la maleza y cayendo con la lluvia del
cielo sombrío.
En la
terraza, de donde se había quitado el toldo, lo que la hacía más vasta, la luz
se resistió algún tiempo en su lucha contra las tinieblas, iluminando las
huellas de los pasos; pero pronto la luz cedió.
Llegó la
noche. Y, cuando ya no quedaba duda de que todo estaba negro y desierto, el perro
ladró un largo y quejumbroso gemido. Añadió una nota lúgubre y desesperada al
ruido monótono y melancólico de la lluvia, que penetró en las tinieblas y se extendió
por el campo desnudo.
El perro
aullaba metódicamente, con insistencia, con la tranquilidad de la desesperación.
Quien le
hubiera oído hubiera podido creer que era la negra noche misma quien lloraba a
la luz extinguida y hubiera sentido un profundo deseo de estar al calor,
cerca del fuego, teniendo estrechamente abrazada contra su corazón a la mujer
amada.
Y, en la
angustia y en la soledad, Bribón seguía aullando.
1.004. Andreiev (Leonidas) - 068
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