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jueves, 11 de diciembre de 2014

El perro

No tenía nombre y a nadie pertenecía. Ninguno hubiera podido decir donde pa­saba el largo invierno, ni de qué se ali­mentaba.
Cuando quería acercarse a alguna casa, otros perros, hambrientos como él, le arro­jaban de allí sin compasión. Sí, impulsado por el hambre o la necesidad instintiva de encontrarse entre seres vivientes, hacía su aparición en la calle, los niños le tiraban piedras, y las personas mayores le corrían con un palo dando gritos.
Presa del terror, corría de un lado para otro, tropezando, y cuando llegaba al ex­tremo del pueblo se escondía en un rincón desierto que sólo él conocía. Allí lamía sus heridas, y el miedo y desconfianza de los hombres se adueñaban cada vez más de él.
Durante el último invierno, se había ins­talado bajo la terraza de una casa de cam­po solitaria, que no tenía guarda. Las no­ches eran terriblemente largas y el jardín estaba lleno de nieve y de hielo. El perro ladraba furiosamente, como si quisiera de­fender la quinta.
A veces, una lucesita azul se reflejaba en las ventanas; era una estrella o un rayo de luna que caía sobre los cristales.
Cuando llegó la primavera, la casa de­sierta se llenó de pronto de ruídos.
Unos hombres llevaron pesados mue­bles. Una cantidad de personas, hombres, mujeres y niños, habían venido de la ciu­dad para pasar allí el verano. Embriaga­dos de aire, de calor y de sol, gritaban, cantaban y reían.
Con quien primero trabó conocimiento el perro fué con una linda muchacha. Ha­bía venido a ver el jardín, llena de impa­ciente ardor, admirando las ramas de los cerezos, las flores, el césped, saltando albo­rozada.
El perro, que se había acercado sin ha­cer ruído, asió el extremo del traje de la muchacha, lo sacudió y luego echó a co­rrer por los espesos setos de frambuesa.
-¡Un perro malo -exclamó la mucha­cha huyendo, y lanzando gritos de espan­to. ¡Mamá! ¡Chicos!... No vayáis al jar­dín... Hay un perro muy grande y muy malo...
Cuando cayó la noche, el perro se acer­có cautelosamente a la casa dormida y se echó bajo la terraza. Allí había hombres, pero, como dormían, nada había que te­mer de ellos. La noche primaveral estaba llena de rumores inquietantes; algo se mo­vía en la hierba, muy cerca del perro. Por el camino, aplastando la arena, pasaban unas carretas, y el estar lejos de la ciudad, respirando el aire libre del campo, las ha­cía más buenas aún. El sol, al penetrar en ellos, con su calor, salía convertido en ri­sas y cariño para todos los seres vivientes.
Primero quisieron echar de allí al perro que les había asustado tanto, y hasta ma­tarle de un tiro de revólver, si no se iba por su voluntad: pero pronto se habitua­ron a oir sus ladridos por la noche, y cuan­do despertaban decía:
-¿Qué hará ese bribón?
Así le llamaban. A veces veían al perro entre los setos, pero él corría con descon­fianza, huyendo de una mano que le echa­ba pan, como si en vez de pan fuera una piedra.
Poco a poco se acostumbraron a Bribón. Los hombres decían: "nuestro perro", y se reían de su carácter salvaje y de su miedo.
Cada día, Bribón disminuía la distancia que separaba de ellos. Comenzó a recono­cerlos, y distinguirlos unos de otros y se adaptó a sus hábitos. Media hora antes de que se sentaran a la mesa se ponía de guar­dia cerca de la casa, esperando que se le echase algo de comer y moviendo la cola.
La muchacha, Lelia, le perdonó la agre­sión y le introdujo en el círculo de la fa­milia.
-¡Bribón! -llamaba; ven aquí... No tengas miedo... ¿quieres azúcar?... Ahora voy a dártela...
Pero el perro no se atrevía, tenía miedo. Y con precauciones infinitas, Lelia se le acercaba, con temor de que la mordiera, diciéndole palabras dulces.
-¡Te quiero mucho, Briboncito! Tienes unos ojos muy lindos... No te asustes...
Y Bribón, arrullado por la música de la voz, se echó sobre el lomo y cerró los ojos, no sabiendo si le iban a acariciar o a pe­gar. Una manita suave tocó su cabeza y luego se puso a acariciar su cuerpo.
-¡Mamá! ¡Chicos! -gritó Lelia; venid... Estoy acariciando a Bribón.
Cuando los niños corrieron alborotados, Bribón esperó con angustia.
Sabía que si le pegaban no tendría ya fuerza para morder, porque le habían des­pojado de su maldad irreconciliable. Y cuando todos empezaron a acariciarle, temblaba de angustia y aquellas caricias a las que no estaba acostumbrado, le hacían tanto daño como los golpes.
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Bribón estaba satisfecho con toda su al­ma de perro. Tenía un nombre, al oír el cual corría a todo correr por los setos. Per­tenecía a hombres y podía servirles. ¿No era esto bastante para su felicidad?
Pronto estuvo desconocido; su pelo lar­go, que antes le caía en sucios mechones llenos de barro, estba ahora limpio, negro y suave como terciopelo.
Y cuando se ponía ante la casa y exami­naba gravemente la calle, a nadie se le ocurría hacerle rabiar o tirarle una piedra.
Pero él no tenía aquel orgullo y aquel aire independiente más que cuando esta­ba solo.
El fuego de las caricias no había conse­guido aún evaporar comple-tamente el mie­do de su corazón; cerca de los hombres no se sentía a gusto y siempre creía que iban a pegarle. Durante mucho tiempo, toda ca­ricia fué para él una sorpresa, un milagro que no podía comprender.
El mismo no sabía hacer caricias: se echaba sobre el lomo, cerraba los ojos y lanzaba pequeños gemidos.
Pero esto era insuficiente para expresar su agradecimiento y su amor.
Al fin tuvo una inspiración: imitando a otros perros, comenzó a saltar pesadamen­te, a dar vuelta sobre si mismo.
-¡Mamá, chicos, mirad! Bribón está ju­gando -gritó Lelia.
Y, muerta de risa decía:
-¡Otra vez Briboncito! ¡Sigue!... Así, así...
Todos acudieron corriendo y se reían, mientras el perro daba vueltas como un trompo, con gran regocijo de los especta­dores.
Pero Bribón no quería lucir sus habili­dades ante los extraños; y cuando veía ve­
nir a alguien que no era de la familia co­rría al jardín o se escondía bajo la terraza.
Poco a poco se fué acostumbrando a no preocuparse del alimento; estaba cierto de que a la hora fija, la cocinera le daría de comer y permanecía esperando muy formal. Ahora, él mismo buscaba las caricias. Se había puesto un poco pesado y no le gus­taban los viajes largos. Cuando los niños se lo querían llevar al bosque, movía la cola y desaparecía sin que lo notaran. Pe­ro por la noche llenaba concienzudamen­te sus deberes de guardián y ladraba con furia al menor ruido.
Pronto llegó el otoño, y con él las llu­vias frecuentes. Las casas de campo iban quedando desiertas.
-Tendremos que dejarle aquí -repuso su madre.
-iPobrecitol
-¡Qué va a hacer! En la ciudad no te­nemos patio, y no se puede tener al perro en las habitaciones.
-¡Pobrecito! -repitió Lelia a punto de llorar.
-Nuestros amigos Dogayen me han pro­metido un perrito precioso que sabe ha­cer una porción de juegos, mientras que Bribón no sabe hacer nada.
-¡Pobrecito! -dijo Lelia, pero renunció a la idea de llorar.
De nuevo llegaron hombres desconoci­dos y llenaron de ruídos la casa. Se habla­ba muy poco y ya no se reía. Asustado de aquellos hombres presintiendo una desgra­cia, Bribón huyó al extremo del jardín, y desde allí miraba fija-mente lo que pasa­ba en la casa.
-¿Estás aquí, mi pobre Bribón? -dijo Lelia acercándose a él. Ven conmigo.
Llegaron al camino. La lluvia tan prorp­to cesaba como volvía a empezar, y el cie­lo estaba cubierto de flotantes nubes. To­do lo envolvía la tristeza del otoño.
-Esto es aburrido, Bribón -dijo Lelia después de unos minutos de silenciosa con­templación del paisaje.
Y, sin mirar atrás, volvió sobre sus pasos.
Hasta que estuvo en la estación, no se acordó de que no se había despedido del perro.
Bribón corrió mucho en busca de la gen­te, llegó hasta la estación, y, sucio y mo­jado, volvió a la casa desierta.
Allí hizo un nuevo juego que no pudo ver nadie; subió por primera vez a la terra­za y, enderezándose sobre las patas traseras, miró la casa por la puerta de cristales y la arañó con sus uñas. Pero la casa estaba va­cía y nadie le respondió.
Caía una fuerte lluvia; las tinieblas del otoño caían sobre la tierra. Llenaron rápi­damente la casa desierta, saliendo sin ruido de la maleza y cayendo con la lluvia del cielo sombrío.
En la terraza, de donde se había quitado el toldo, lo que la hacía más vasta, la luz se resistió algún tiempo en su lucha contra las tinieblas, iluminando las huellas de los pasos; pero pronto la luz cedió.
Llegó la noche. Y, cuando ya no quedaba duda de que todo estaba negro y desierto, el perro ladró un largo y quejumbroso gemido. Añadió una nota lúgubre y desesperada al ruido monótono y melancólico de la lluvia, que penetró en las tinieblas y se extendió por el campo desnudo.
El perro aullaba metódicamente, con in­sistencia, con la tranquilidad de la deses­peración.
Quien le hubiera oído hubiera podido creer que era la negra noche misma quien lloraba a la luz extinguida y hubiera sen­tido un profundo deseo de estar al calor, cerca del fuego, teniendo estrechamente abrazada contra su corazón a la mujer amada.
Y, en la angustia y en la soledad, Bri­bón seguía aullando.

1.004. Andreiev (Leonidas) - 068

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