El anciano cura del
santuario de San Clemente de Boán cenaba sosegadamente sentado a la mesa, en un
rincón de su ancha cocina. La luz del triple mechero del velón señalaba las
acentuadas líneas del rostro del párroco, las espesas cejas canas, el cráneo
tonsurado, pero revestido aún de blancos mechones: la piel roja, sanguínea, que
en robustos dobleces rebosaba el alzacuello.
Ocupaba el cura la cabecera
de la mesa; en el centro, su sobrino, guapo mozo de veintidós años, despachaba
con buen apetito la ración; y al extremo, el criado de labranza, arremangada
hasta el codo la burda camisa de estopa, hundía la cuchara de palo en un enorme
tazón de caldo humeante y lo trasegaba silenciosamente al estómago.
Servía a todos una moza
aldeana, que aprovechaba la ocasión de meter también la cuchara ya que no en
los platos, en las conversaciones.
El servicio se lo permitía,
pues no pecaba de complicado, reduciéndose a colocar ante los comensales un
mollete de pan gigantesco, a sacar de la alacena vino y loza, a empujar
descuidadamente sobre el mantel el tarterón de barro colmado de patatas con
unto.
-¿De la gavilla, chica?
Aguárdate... -contestó el mancebo alzando su cara animada y morena, ¿Qué oí yo
de la gavilla? No; pues algo me contaron en la feria... Sí; me contaron...
-Dice que al señor abad de
Lubrego le robaron barbaridá de cuartos...; cien onzas. Estuvieron
esperando a que vendiese el centeno de la tulla y los bueyes en la feria
del quince, y hala que te cojo.
-¿Y no sabe que es un señor
viejecito? Aún para más, aquellos días estaba encamado con dolor de huesos.
El párroco, que hasta
entonces había guardado silencio, levantó de pronto los ojos, que bajo sus
cejas nevadas resplandecieron como cuentas de azabache, y exclamó:
-¡Bah!, lo que es por
viejo... Sesenta y cinco años cumplo yo para Pentecostés, y sesenta y seis hará
él en Corpus; lo sé de buena tinta; me lo dijo él mismo: De modo que la edad...
Lo que es a mí no me ha quitado la puntería, ¡alabado sea Dios!
-Y el raposo del domingo
-intervino el criado, apartando el hocico de los vapores del caldo. ¡Cuando el
señor abad lo trajo arrastrando con una soga así (y se apretaba el
gaznate) gañía de Dios! Ouú..., ouú...
-Allí está el maldito
-murmuró el cura, señalando hacia la puerta, donde se extendía, clavada por las
cuatro extremidades, una sanguinolenta piel.
Esta conversación venatoria
devolvió la serenidad a la asamblea, y Javier no pensó en referir lo que sabía
de la gavilla. El cura, después de dar las gracias mascullando latín, se
enjuagó con vino, cruzó una pierna sobre otra, encendió un cigarrillo y,
alargando a su sobrino un periódico doblado, murmuró entre dos chupadas:
Dio principio Javier a la
lectura de un artículo de fondo, y la criada, sin pensar en recoger la mesa, sacó
para sí del pote una taza de caldo y sentóse a tomarla en un banquillo al lado
del hogar. De pronto cubrió la voz sonora del lector un aullido recio y
prolongado. La criada se quedó con la cuchara enarbolada sin llevarla a la
boca; Javier aplicó un segundo el oído, y luego prosiguió leyendo, mientras el
cura, indiferente, soltaba bocanadas de humo y despedía de lado frecuentes
salivazos. Transcurrieron dos minutos, y un nuevo aullido, al cual siguieron
ladridos furiosos, rompió el silencio exterior. Esta vez el lector dejó el
periódico; y la criada se levantó tartamudeando:
-Calla -ordenó Javier, y,
de puntillas, acercóse a la ventana bajo la cual parecía que sonaba el alboroto
de los perros; mas éste se aquietó de repente.
No contestó el mozo,
ocupado en quitar la tranca de la ventana con el menor ruido posible.
Entreabrió suavemente las maderas, alzó la falleba y, animado por el silencio,
resolvióse a empujar la vidriera. Un gran frío penetró en la habitación; viose
un trozo de cielo negro, tachonado de estrellas, y se indicaron en el fondo los
vagos contornos de los árboles del bosque, sombríos y amontonados. Casi al
mismo tiempo rasgó el aire un silbido agudo, se oyó una denotación, y una bala,
rozando la cima del pelo de Javier, fue a clavarse en la pared de enfrente.
Javier cerró por instinto la ventana, y el cura, abalanzándose a su sobrino,
comenzó a palparle con afán.
-Pon la tranca..., así...
anda volando por la escopeta... las balas... el frasco de la pólvora... Trae
también el Lafuché... ¿Oyes?
Aquí el párroco tuvo que
elevar la voz como si mandase una maniobra militar, porque el desesperado
ladrido de los perros resonaba cada vez más fuerte.
-Conocerían a alguno de la
gavilla; les silbaría o les hablaría -opinó el gañán, que estaba en pie,
empuñando una horquilla de coger el tojo, mientras la criada, acurrucada junto
a la lumbre, temblaba con todos sus miembros, y de cuando en cuando exhalaba
una especie de chillido ratonil.
El cura, abriendo un
ventanillo practicado en las maderas de la ventana, metió por él el puño y
rompió un cristal. En seguida pegó la boca a la apertura y con voz potente
gritó a los perros:
Los ladridos se tornaron,
de rabiosos, frenéticos. Oyóse al pie de la misma ventana ruido de lucha;
amenazas sordas, un ¡ay! de dolor, una imprecación, y luego quejas como de
animal agonizante.
-A mí, déjame con mi
escopeta de las perdices..., vieja y tronada... Tú entiéndete con el Lafuché...
Yo, esas novedades... ¡Bah!, estoy por la antigua española. ¿Tienes cartuchos?
Javier miró a la cara de su
tío. Tenía éste las narices dilatadas, la boca sardónica, la punta de la lengua
asomando entre los dientes, las mejillas encendidas, los ojuelos brillantes, ni
más ni menos que cuando en el monte el perdiguero favorito se paraba señalando
un bando de perdices oculto entre los retamares y valles floridos.Por lo que
hace a Javier, horrorizábanle aquellos preparativos de caza humana. En tan
supremos instantes, mientras deslizaba en la recámara el proyectil, pensaba que
se hallaría mucho más a gusto en los claustros de la Universidad , en el
café o en la feria del quince, comprándole rosquillas y caramelos a las
señoritas del pazo de Valdomar. Volvió a ver en su imaginación la feria, los
relucientes ijares de los bueyes, la mansa mirada de las vacas, el triste
pelaje de los rocines, y oyó la fresca voz de Casildita del Pazo, que le decía
con el arrastrado y mimoso acento del país:
-¡Ay, déme el brazo, por
Dios, que aquí no sé andá con tanta gente! Creyó sentir la presión de un
bracito... No; era la mano peluda y musculosa del cura, que le impulsaba hacia
la ventana.
-A apagar el velón...
(hízolo de tres valientes soplidos). A empezar la fiesta. Yo cargo, tú
disparas..., tú cargas, yo disparo... ¡Eh Tomasa! -gritó a la criada- no
chilles, que pareces la comadreja... Pon a hervir agua, aceite, vino cuanto
haya... Tú -añadió dirigiéndose al gañán, a la solana. Si montan a caballo de
la muralla, me avisas.
Dijo, y con precaución
entreabrió la ventana, dejando sólo un resquicio por donde cupiese el cañón de
una escopeta y el ojo avizor de un hombre. Javier se estremeció al sentir el
helado ambiente nocturno; pero se rehízo presto, pues no pecaba de cobarde, y
miró abajo. Un grupo negro hormigueaba; se oía como una deliberación, en voz
misteriosa.
-¡Y qué! -gruñó el cura al
mismo tiempo que apartaba a su sobrino con impaciente ademán. Y apoyando en el
alféizar de la ventana el cañón de la escopeta, disparó.
-¡Uno cayó patas
arriba!..., quoniam! -murmuró pronunciando la palabra latina, con la
cual, desde los tiempos del seminario, reemplazaba todas las interjecciones que
abundan en la lengua española. Ahora tú, rapaz. Tienen una escala. Al primero
que suba...
-Tío -atrevióse a
murmurar, entre esos hay gente conocida, me acuerdo ahora de que lo decían en
la feria. Aseguran que viene el cirujano de Solás, el cohetero de Gunsende, el
hermano del médico de Doas. ¿Quiere usted que les hable? Con un poco de dinero
puede que se conformen y nos dejen en paz, sin tener que matar gente.
-¡Son del santuario, quoniam!
y antes me dejaré tostar los pies, como le hicieron al cura de Solás el año
pasado, que darles un ochavo. Pero mejor será que le agujereen a uno la piel de
una vez, y no que se la tuesten. ¡Fuego en ellos! Si tienes miedo iré yo.
Dos veces apoyó Javier el
dedo en el gatillo, y a las dos detonaciones contestó desde abajo formidable
clamoreo. No había tenido tiempo el mancebo de recoger la mano, cuando se
aplastó en las hojas de la ventana una descarga cerrada, arrancando astillas y
destrozándolas. Componían su terrible estrépito estallidos diferentes, seco
tronar de pistoletazos, sonoro retumbo de carabinas y estampidos de trabucos y
tercerolas. Javier retrocedió, vacilando; su brazo derecho colgaba; la carabina
cayó al suelo.
El cura, que cargaba su
escopeta, se sintió entonces asido por los faldones del levitón, y a la dudosa
luz del fuego del hogar vio un espectro pálido que se arrastraba a sus pies.
Era la criada, que silabeaba con voz apenas inteligible.
-Señor..., señor amo...,
ríndase, señor..., por el alma de quien lo parió... Señor, que nos matan...,
que aquí morimos todos...
Javier, inutilizado,
exclamaba ayes, tratando de atarse con la mano izquierda un pañuelo. La criada
no se levantaba, paralizada de terror; pero el cura, sin hacer caso de aquellos
inválidos, abrió rápidamente las maderas y vio una escala apoyada en el muro, y
casi tropezó con las cabezas de dos hombres que por ella ascendían. Disparó a
boca de jarro y se desprendió el de abajo. Alzó luego la escopeta, la blandió
por el cañón, y de un culatazo echó a rodar al de arriba. Sonaron varios
disparos, pero ya el cura estaba retirado, adentro, cargando el arma.
-A este paso, tío, no
resiste usted ni un cuarto de hora. Van a entrar por ahí o por el patio. He
notado olor a petróleo; quemarán la puerta de la bodega. Yo no puedo disparar.
Quisiera servirle a usted de algo.
-No es tiempo ya. Me
encontrarás difunto. Rapaz, adiós. Rézame
un padrenuestro, y que me digan misas. ¡Entra, taco, si quieres!
La silueta negra del
mancebo cubrió un instante el fondo rojo de la pared del hogar, y luego se
hundió en las tinieblas de la solana. El tío se encogió de hombros y,
asomándose, descargó una vez más la escopeta a bulto. Luego corrió al lar y
descolgó briosamente el pesado pote, que, pendiente de larga cadena de hierro
hervía sobre las brasas. Abrió de par en par la ventana, y sin precaverse ya,
alzó el pote y lo volcó de golpe encima de los enemigos. Se oyó un aullido
inmenso, y como si aquel rocío abrasador fuese incentivo de la rabia que les
causaba tan heroica defensa, todos se arrojaron a la escala, trepando unos
sobre los hombros de otros, y a la vez que por las tapias se descolgaban dos o
tres hombres y luchaban con el gañán, una masa humana cayó sobre el cura, que
aún resistía a culatazos. Cuando el racimo de hombres se desgranó, pudo verse a
la luz del velón que encendieron, al viejo tendido en el suelo, maniatado.
Venían los ladrones
tiznados de carbón, con barbas postizas, pañuelos liados a la cabeza,
sombrerones de anchas alas y otros arreos que les prestaban endiablada
catadura. Mandábalos un hombre alto, resuelto y lacónico, que en dos segundos
hizo cerrar la puerta y amarrar y poner mordazas al criado y a la criada. Uno
de sus compañeros le dijo algo en voz baja. El jefe se acercó al cura vencido.
-¡Eh, señor abad..., no se
haga usted el muerto!... Hay, ahí un hombre herido por usted y quiere
confesión...
Por la escalera interior de
la bodega subían pesadamente, conduciendo algo. Así que llegaron a la cocina,
viose que eran cuatro hombres que traían en vilo un cuerpo, dejando en pos
charcos de sangre. La cabeza del herido se balanceaba suavemente. Sus ojos, que
empezaban a vidriarse, parecían de porcelana en su rostro tiznado; la boca
estaba entreabierta.
Pero el moribundo, apenas
le sentaron en el banco, sosteniéndole la cabeza, hizo un movimiento, y su
mirada se reanimó.
Desataron al cura y le
empujaron al pie del banco. Los labios del herido se movían, como recitando el
acto de contrición. El cura conoció el estertor de la muerte y distinguió una
espuma de color de rosa que asomaba a los cantos de la boca. Alzó la mano y
pronunció ego te absolvo en el momento en que la cabeza del herido caía
por última vez sobre el pecho.
Sus cejas se fruncían, su
tez ya no era rubicunda, sino que mostraba la palidez biliosa de la cólera, y
sus manos, lastimadas, estranguladas por los cordeles, temblaban con
temblequeteo senil.
-Ya dirá usted otra cosa
dentro de diez minutos... Le vamos a freír a usted los dedos en aceite del que
usted nos echó. Le vamos a sentar en las brasas. A la una..., a las dos.
El cura miró alrededor y
vio sobre la mesa donde habían cenado el cuchillo de partir el pan. Con un salto
de tigre se lanzó a asir el arma, y derribando de un puntapié la mesa y el
velón, parapetado tras de aquella barricada, comenzó a defenderse a tientas, a
oscuras, sin sentir los golpes, sin pensar más que en morir noblemente,
mientras a quema ropa le acribillaban a balazos.
El sargento de la Guardia Civil de
Doas, que llegó al teatro del combate media hora después, cuando aún los
salteadores buscaban inútilmente bajo las vigas, entre la hoja de maíz del
jergón y hasta en el Breviario los cuartos del cura, me aseguró que el cadáver
de éste no tenía forma humana, según quedó de agujereado, magullado y contuso.
También me dijo el mismo sargento que desde la muerte del cura de Boán
abundaban las perdices; y me enseñó en la feria a Javier, que no persigue caza
alguna, porque es manco de la mano derecha.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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