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lunes, 28 de abril de 2014

Navidad

La familia es de las que más abun­dan: clase media que no se resigna a pertenecer al pueblo. Con esta sencilla definición puede que bastase para fór­mar exacta idea de las interioridades; sin embargo, bosquejaré la situación de sus individuos.
El jefe nominal es un hombre de bien, por necesidad trabajador. Todos los días concurre a su oficina, y allí fuma quince o veinte cigarrillos, char­lando largamente de la próxima crisis, de la actitud de Lerroux, del crimen más reciente y de la piececilla en el teatro barato, al cual acompañó a sus hijas la semana anterior. Es un medio como otro cualquiera de sacar a re.u­cir a las niñas, pues sospecha que en­tre los compañeros de oficina alguno les hace cocos, y sueña con el yerno¡ -para que sus vástagos continúen la dinastía burguesa, no vayan a tener las chiquillas la endiablada ocurrencia de casarse con un carpintero o un maestro de obras.
El jefe verdadero (es decir, la ma­má) es una de esas cuyas siluetas traza­ron con sal y donaire Luis Taboada en artículos y Vital Aza en sainetes. El es­tado psíquico de semejantes «jefas», al igual de los demás estados psíquicos, tiene sus causas, y es preciso que las encontremos en la irritación permanen­te que determina el verse obligado a sacar rizos donde no hay pelo, o sea a gobernar casi sin guita. La conocida pareja que tantas veces ha desfilado por el escenario, haciéndonos reír; el marido tembloroso y calzonazos, la mu­jer que muerde y pega, no admite otra explicación que un hecho sencillo del orden económico: el varón que funda un hogar con recursos insuficientes; que abdica en la hembra para que ella haga milagros sin ser Dios..., y el des­quite, el desahogo de la esposa, en dia­rios insultos, en todo género de malig­nidades, en una tiranía doméstica con refinamientos de tortura china.
Las niñas... Como si las estuviése­mos viendo. Son tres. Una de ellas, Me­lita (diminutivo de Carmela), es de per­fectísimas facciones, y la familia espe­ra siempre al novio millonario. Lo ma­lo es (sigue creyendo la familia) que toda aquella belleza de Melita está eclipsada por la falta de trajes, som­breros, palcos, saraos y coches. De las otras dos, Bárbara y Pepa, la última es gibosa; no se espera casarla; se de­searía, a lo sumo, consultarla con emi­nencias... En cambio, Barbarita, dere­cha como un pino, fea graciosa, de magníficos dientes y ojos de lumbre, tiene siempre «coqueros» y más parti­do que la bella Melita. Y las tres her­manas no viven un minuto en paz, za­hiriéndose continuamente por si tú eres pavisosa; si tú, una cabeza de viento; si tú, como naciste así, no puedes ver a las que tenemos recto el- espinazo. Sólo en un punto andan acordes las niñas: que papá es muy bueno, conve­nido...; pero que no... sirve para nada. Y el fondo del alma de las doncellas es igual al de la dueña y jefe de familia: asfixia por falta de medios, el fermento de las estrecheces y apuros diarios, la privación de cuanto halaga a la juven­tud, la mortificación del amor propio, de la vanidad... y hasta del estómago; porque para comprar un sombrero hay que no comer cosa nutritiva, que vivir de patatas guisadas y desperdicios de carne...
Falta al catálogo de la familia el hi­jo..., y pardiez, que falta lo mejor, como suele decirse cuando lo que se omi­te es lo peor de todo lo imaginable. El niño de los señores de Camarena -éste es el apellido- logra descollar entre los infinitos ejemplares de su clásico tipo que abundan por ahí. No lo habrá más perdido, ni más holgazán, ni más sim­pático. Es de los que se hacen querer, no sólo por sus franquezas y alegrías con todo el mundo, sino por su labia y chiste. Y el muchacho (muchacho perpetuo, aunque va Irisado en los vein­tisiete) ni ha terminado sus estudios, ni quiere dedicarse a cosa alguna, ni se sabe con qué dinero anda siempre de juerga, paga en el café, concurre a los teatros, se presenta bien trajeado y, en suma, se conduce como si sus pa­dres tuviesen una bonita renta y la ne­cedad de derrocharlaa en mantener a un ocioso. El padre, desesperado, calla: le cohibe, en esto como en todo, el miedo doméstico. La madre, cuando el esposo ha sacado la conversación del proceder de Ramoncito, salta a los ojos del pa­dre y le quiere comer por sopa. Ramon­cito no es como otros, que nacieron pa­ra pobretes; Ramoncito, hoy, «se las arregla», y mañana se casará con una rica, de las muchas que por él beben los vientos; y su mujer no se verá en el caso de tener que ir con el cesto a la compra, como le ha sucedido a toda una doña Josefa Galíndez de Camarena esta misma mañana, por encontrarse sin servicio; en el día, quien no puede pagar sueldos de cinco duros, no halla criados. ¡Ah! Si la cosa seguía así, ella se determinaría a ofrecerse de asisten­ta en alguna casa; pues de barrer y en­cender el fogón, siquiera que se lo pa­gasen. ¡Quién se lo había de decir cuando se casó!, y lo demás de la re­tahila. Agachando la cabeza, Camarena huye de la tormentosa alcoba conyugal, se refugia en la oficina o en el café, en el dominó, en los cigarrillos, los ru­mores de crisis y la actitud de Lerroux y de Melquíades Alvarez...
Al acercarse la Navidad, la familia de Camarena atraviesa una crisis... Las muchachas no tienen materialmente qué ponerse: ni traje, ni abrigo; el gabán del padre, inservible; la madre, por decencia, ha menester botas; es­tán sin pagar cuatro meses del alqui­ler del piano de Barbarita; con el casero han ido atrasándose sin saber cómo -le deben un trimestre, y si del almacén de pianos sólo puede recoger su carraca, el casero los pondrá en el arro­yo. ¡A tal punto se llega con hombres inútiles y sin disposición para nada! Se acordó juntar para la casa: ante to do, era lo primero. Se arañó de aquí y de allí, y se reunieron los cuarenta y cinco duros del trimestre. La madre los ocultó en un cajón, de la cómoda, debajo de un paquetito de algodón de repasar. Echó la llave y avisó al admi­nistrador para la cobranza... Cuando éste vino, al buscar la señora su pe­queño tesoro, no estaba allí... El cajón, sin embargo, no había sido abierto. Criada no la tenían desde hacía un mes. Hubo consternación, drama ín­timo, encerrona del papá y la mamá, conversación horrible en que cada pa­labra es una herida... Y Camarena, in­sultado una vez más, acusado de la sus­tracción (para que él no acusase a otro, al que «se las arreglaba tan bien), salió hacia la oficina, saturado de vergüen­za, en uno de esos momentos que des­quician el espíritu. Sucede así que sin ruido, sin nada que parezca modificar la situación de las personas, se colma un día la medida del sufrimiento, y las convicciones giran sobre su eje y el co­razón se curte en jugos venenosos, el veneno mortal de la injusticia, del des­amor, del menosprecio de la mujer al hombre honrado y que no sabe acuñar moneda con su conciencia...

*

Camarena lleva la boca más amarga que su vivir. En toda la noche no ha dormido. No se ha desayunado. La bilis le tiñe de amarillo el rostro. Llega a la oficina. Los compañeros están de bro­ma: se preparan a festejar una alegre Nochebuena, si les cae al otro día el premio (vamos, aunque no sea el ma­yor se contentarán). La oficina, rumbo­sa, ha jugado dos décimos, en los cuales Camarena no quiso participación, por economía.
Ahora lo siente... ¿Quién sabe? Acaso... Y se instala ante su pupitre, me­dio idiotizado, ebrio de pena y tronzado, de impotencia. ¿De qué sirven la hom­bría de bien, la rectitud? Felices los que «se arreglan...y Ellos poseerán el dinero, y además el cariño.
Sepultado en estos pensamientos, no repara que un caballero, grueso, apo­plético, se acerca, se detiene. Sólo cuando formula una pregunta relacio­nada con un expediente en tramitación, alza el empleado la abatida cabeza, y contesta, sin enterarse. El caballero en­tonces saca la cartera y extrae de ella documentos, que examina, confronta y manipula, hasta exponer su interroga­ción. A su vez, Camarena registra ca­jones, da noticias... El caballero, expeditivo, a pesar de su figura de botarga, se va apresurado; tiene que coger el tren. Camarena va a recaer en sus vaci­laciones tristes, cuando, al pie del escri­torio, ve un papel... Lo recoge... Es un décimo de lotería...
Lo primero es guardarlo en el bolsi­llo, por instinto, y con disimulo. Mira alrededor. Nadie se ha fijado. La mesa de Camarena está semioculta por un. biombo, que la resguarda de las co­rrientes. En su alma no hay lucha ni resistencia. Si se hubiese tratado de un billete de Banco es seguro que la ha­bría. Pero un décimo... es el azar: pro­bablemente no se roba nada al robar un décimo; y menos al recogerlo cuando lo dejan caer. Quien lo ha dejado caer no es una persona: es la suerte, la suerte loca, la suerte bribona, mujer liviana, que acaricia a capricho. Si el caballero volviese... No volverá... Tie­ne que tomar el tren...; y al pensar así, cierto estaba Camarena de que aun cuando volviese... Por si acaso, se re­tiró temprano de la oficina. Almorzó en su café, al fiado, y pidió cosas bue­nas y, sobre todo, cigarros finos. A su alrededor oía hablar del sorteo: todo el mundo palpitaba de esperanzas. Ca-marena sintió abatirse las suyas como pájaros heridos de perdigón. Entre tan­tos, ¡casualidad sería! ...
Como en sueños, volvió a su casa, so­portó frases fustigadoras de la esposa, vió la palidez de las hijas, y en los ojos de la menor, de la pobre gibosa, lá­grimas que caían sobre el plato vacío... Les habían notificado el desahucio.

*

A la mañana siguiente, Camarena oye vocear la lista grande. Salta de la cama y, medio vestido, baja al portal. A la primer ojeada se lleva las manos a la garganta, al corazón después... No suelta el papel; lomira atónito... ¡«Su» número! ¡«Su» décimo, premiado! ¡El premio mayor en «su» décimo! Sí, allí estaba; ¡pero si estaba allí...! Y lo que experimentaba el empleado no es ale­gría: se siente como estúpido: casi es dolor, casi es puñalada una dicha seme­jante...
Se repone. De escrúpulos, ni rastro. Todo aquello era obra de la suerte..., y nada más. El billete de lotería es docu­mento al portador... No iría, sin embar­go, a cobrar en persona. ¿Quién sabe si el caballero grueso había avisado en la Administración? Y ,combina un frau­de, una defensa, una estratagema...
Corre a casa de un usurero; tenía de estas relaciones. El usurero se cerciora de que el número está, en efecto, pre­miado, y se presta a descontar el déci­mo inmediatamente. Se embolsa unos miles de pesetas, y entrega, sin que medie contrato escrito, los miles dé duros. No hay responsabilidad para Camarena. Si surgen dificultades, que «se las arre­gle» el usurero. Le ha cegado la codi­cia; no ha sospechado el peligro, ni ha encontrado extraño que Camarena, pudiendo cobrar de otro modo, le lleve el vellón de lana a las uñas...
Al entrar en su casa con la fortuna en el bolsillo, Camarena ha adoptado una resolución. Desde aquel momento, él es quien manda. De aquel dinero se hará lo que él quiera. El lo aumentará, lo hará fructificar. Siente ya ambicio­nes de rico. Melita se lucirá en un pal­co; Bárbara se casará a su gusto; Pepa irá a Alemania a una clínica, a ver si le curan la deformidad...
Cuando se avista con su cónyuge; al noticiar el cambio de situación, formu­la el cambio de política, el programa de gobierno... ¡Ay del que intente sus­traerse a su autoridad!
Por primera vez, la señora de Cama­rena se somete, y, amorosa, echa los brazos al cuello al esposo y le moja la cara de lágrimas de ternura... En efec­to, ya tiene derecho a ejercitar el poder quien trae a su hogar, no la estrechez, sino el bienestar, el lujo...
En la suculenta cena de la noche; en­tre el besugo y la ensalada de coliflor, al destaparse una botella de espumoso, sonaron estas palabras extrañas en bo­ca de la amansada arpía, y respondien­do a planes e iniciativas de las mucha­chas:
-Niñas, ¿cómo se entiende? Se hará lo que vuestro papá disponga...

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

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