La
familia es de las que más abundan: clase media que no se resigna a pertenecer
al pueblo. Con esta sencilla definición puede que bastase para fórmar exacta
idea de las interioridades; sin embargo, bosquejaré la situación de sus
individuos.
El jefe
nominal es un hombre de bien, por necesidad trabajador. Todos los días concurre
a su oficina, y allí fuma quince o veinte cigarrillos, charlando largamente de
la próxima crisis, de la actitud de Lerroux, del crimen más reciente y de la
piececilla en el teatro barato, al cual acompañó a sus hijas la semana
anterior. Es un medio como otro cualquiera de sacar a re.ucir a las niñas,
pues sospecha que entre los compañeros de oficina alguno les hace cocos, y
sueña con el yerno¡ -para que sus vástagos continúen la dinastía burguesa, no
vayan a tener las chiquillas la endiablada ocurrencia de casarse con un
carpintero o un maestro de obras.
El jefe
verdadero (es decir, la mamá) es una de esas cuyas siluetas trazaron con sal
y donaire Luis Taboada en artículos y Vital Aza en sainetes. El estado
psíquico de semejantes «jefas», al igual de los demás estados psíquicos, tiene
sus causas, y es preciso que las encontremos en la irritación permanente que
determina el verse obligado a sacar rizos donde no hay pelo, o sea a gobernar
casi sin guita. La conocida pareja que tantas veces ha desfilado por el escenario,
haciéndonos reír; el marido tembloroso y calzonazos, la mujer que muerde y
pega, no admite otra explicación que un hecho sencillo del orden económico: el
varón que funda un hogar con recursos insuficientes; que abdica en la hembra
para que ella haga milagros sin ser Dios..., y el desquite, el desahogo de la
esposa, en diarios insultos, en todo género de malignidades, en una tiranía
doméstica con refinamientos de tortura china.
Las
niñas... Como si las estuviésemos viendo. Son tres. Una de ellas, Melita
(diminutivo de Carmela), es de perfectísimas facciones, y la familia espera
siempre al novio millonario. Lo malo es (sigue creyendo la familia) que toda
aquella belleza de Melita está eclipsada por la falta de trajes, sombreros,
palcos, saraos y coches. De las otras dos, Bárbara y Pepa, la última es gibosa;
no se espera casarla; se desearía, a lo sumo, consultarla con eminencias...
En cambio, Barbarita, derecha como un pino, fea graciosa, de magníficos
dientes y ojos de lumbre, tiene siempre «coqueros» y más partido que la bella
Melita. Y las tres hermanas no viven un minuto en paz, zahiriéndose continuamente
por si tú eres pavisosa; si tú, una cabeza de viento; si tú, como naciste así,
no puedes ver a las que tenemos recto el- espinazo. Sólo en un punto andan
acordes las niñas: que papá es muy bueno, convenido...; pero que no... sirve
para nada. Y el fondo del alma de las doncellas es igual al de la dueña y jefe
de familia: asfixia por falta de medios, el fermento de las estrecheces y
apuros diarios, la privación de cuanto halaga a la juventud, la mortificación
del amor propio, de la vanidad... y hasta del estómago; porque para comprar un
sombrero hay que no comer cosa nutritiva, que vivir de patatas guisadas y
desperdicios de carne...
Falta al
catálogo de la familia el hijo..., y pardiez, que falta lo mejor, como suele
decirse cuando lo que se omite es lo peor de todo lo imaginable. El niño de
los señores de Camarena -éste es el apellido- logra descollar entre los infinitos
ejemplares de su clásico tipo que abundan por ahí. No lo habrá más perdido, ni
más holgazán, ni más simpático. Es de los que se hacen querer, no sólo por sus
franquezas y alegrías con todo el mundo, sino por su labia y chiste. Y el
muchacho (muchacho perpetuo, aunque va Irisado en los veintisiete) ni ha
terminado sus estudios, ni quiere dedicarse a cosa alguna, ni se sabe con qué
dinero anda siempre de juerga, paga en el café, concurre a los teatros, se
presenta bien trajeado y, en suma, se conduce como si sus padres tuviesen una
bonita renta y la necedad de derrocharlaa en mantener a un ocioso. El padre,
desesperado, calla: le cohibe, en esto como en todo, el miedo doméstico. La
madre, cuando el esposo ha sacado la conversación del proceder de Ramoncito,
salta a los ojos del padre y le quiere comer por sopa. Ramoncito no es como
otros, que nacieron para pobretes; Ramoncito, hoy, «se las arregla», y mañana
se casará con una rica, de las muchas que por él beben los vientos; y su mujer
no se verá en el caso de tener que ir con el cesto a la compra, como le ha
sucedido a toda una doña Josefa Galíndez de Camarena esta misma mañana, por
encontrarse sin servicio; en el día, quien no puede pagar sueldos de cinco
duros, no halla criados. ¡Ah! Si la cosa seguía así, ella se determinaría a
ofrecerse de asistenta en alguna casa; pues de barrer y encender el fogón,
siquiera que se lo pagasen. ¡Quién se lo había de decir cuando se casó!, y lo
demás de la retahila. Agachando la cabeza, Camarena huye de la tormentosa
alcoba conyugal, se refugia en la oficina o en el café, en el dominó, en los
cigarrillos, los rumores de crisis y la actitud de Lerroux y de Melquíades
Alvarez...
Al
acercarse la Navidad ,
la familia de Camarena atraviesa una crisis... Las muchachas no tienen
materialmente qué ponerse: ni traje, ni abrigo; el gabán del padre, inservible;
la madre, por decencia, ha menester botas; están sin pagar cuatro meses del
alquiler del piano de Barbarita; con el casero han ido atrasándose sin saber
cómo -le deben un trimestre, y si del almacén de pianos sólo puede recoger su
carraca, el casero los pondrá en el arroyo. ¡A tal punto se llega con hombres inútiles
y sin disposición para nada! Se acordó juntar para la casa: ante to do, era lo
primero. Se arañó de aquí y de allí, y se reunieron los cuarenta y cinco duros
del trimestre. La madre los ocultó en un cajón, de la cómoda, debajo de un
paquetito de algodón de repasar. Echó la llave y avisó al administrador para
la cobranza... Cuando éste vino, al buscar la señora su pequeño tesoro, no
estaba allí... El cajón, sin embargo, no había sido abierto. Criada no la
tenían desde hacía un mes. Hubo consternación, drama íntimo, encerrona del
papá y la mamá, conversación horrible en que cada palabra es una herida... Y
Camarena, insultado una vez más, acusado de la sustracción (para que él no
acusase a otro, al que «se las arreglaba tan bien), salió hacia la oficina,
saturado de vergüenza, en uno de esos momentos que desquician el espíritu.
Sucede así que sin ruido, sin nada que parezca modificar la situación de las
personas, se colma un día la medida del sufrimiento, y las convicciones giran
sobre su eje y el corazón se curte en jugos venenosos, el veneno mortal de la
injusticia, del desamor, del menosprecio de la mujer al hombre honrado y que
no sabe acuñar moneda con su conciencia...
*
Camarena
lleva la boca más amarga que su vivir. En toda la noche no ha dormido. No se ha
desayunado. La bilis le tiñe de amarillo el rostro. Llega a la oficina. Los
compañeros están de broma: se preparan a festejar una alegre Nochebuena, si
les cae al otro día el premio (vamos, aunque no sea el mayor se contentarán).
La oficina, rumbosa, ha jugado dos décimos, en los cuales Camarena no quiso
participación, por economía.
Ahora lo
siente... ¿Quién sabe? Acaso... Y se instala ante su pupitre, medio
idiotizado, ebrio de pena y tronzado, de impotencia. ¿De qué sirven la hombría
de bien, la rectitud? Felices los que «se arreglan...y Ellos poseerán el
dinero, y además el cariño.
Sepultado
en estos pensamientos, no repara que un caballero, grueso, apoplético, se
acerca, se detiene. Sólo cuando formula una pregunta relacionada con un
expediente en tramitación, alza el empleado la abatida cabeza, y contesta, sin
enterarse. El caballero entonces saca la cartera y extrae de ella documentos,
que examina, confronta y manipula, hasta exponer su interrogación. A su vez,
Camarena registra cajones, da noticias... El caballero, expeditivo, a pesar de
su figura de botarga, se va apresurado; tiene que coger el tren. Camarena va a
recaer en sus vacilaciones tristes, cuando, al pie del escritorio, ve un
papel... Lo recoge... Es un décimo de lotería...
Lo
primero es guardarlo en el bolsillo, por instinto, y con disimulo. Mira
alrededor. Nadie se ha fijado. La mesa de Camarena está semioculta por un.
biombo, que la resguarda de las corrientes. En su alma no hay lucha ni
resistencia. Si se hubiese tratado de un billete de Banco es seguro que la habría.
Pero un décimo... es el azar: probablemente no se roba nada al robar un décimo;
y menos al recogerlo cuando lo dejan caer. Quien lo ha dejado caer no es una
persona: es la suerte, la suerte loca, la suerte bribona, mujer liviana, que
acaricia a capricho. Si el caballero volviese... No volverá... Tiene que tomar
el tren...; y al pensar así, cierto estaba Camarena de que aun cuando
volviese... Por si acaso, se retiró temprano de la oficina. Almorzó en su
café, al fiado, y pidió cosas buenas y, sobre todo, cigarros finos. A su
alrededor oía hablar del sorteo: todo el mundo palpitaba de esperanzas.
Ca-marena sintió abatirse las suyas como pájaros heridos de perdigón. Entre tantos,
¡casualidad sería! ...
Como en
sueños, volvió a su casa, soportó frases fustigadoras de la esposa, vió la
palidez de las hijas, y en los ojos de la menor, de la pobre gibosa, lágrimas
que caían sobre el plato vacío... Les habían notificado el desahucio.
*
A la mañana
siguiente, Camarena oye vocear la lista grande. Salta de la cama y, medio
vestido, baja al portal. A la primer ojeada se lleva las manos a la garganta,
al corazón después... No suelta el papel; lomira atónito... ¡«Su» número! ¡«Su»
décimo, premiado! ¡El premio mayor en «su» décimo! Sí, allí estaba; ¡pero si
estaba allí...! Y lo que experimentaba el empleado no es alegría: se siente
como estúpido: casi es dolor, casi es puñalada una dicha semejante...
Se
repone. De escrúpulos, ni rastro. Todo aquello era obra de la suerte..., y nada
más. El billete de lotería es documento al portador... No iría, sin embargo,
a cobrar en persona. ¿Quién sabe si el caballero grueso había avisado en la Administración ? Y
,combina un fraude, una defensa, una estratagema...
Corre a
casa de un usurero; tenía de estas relaciones. El usurero se cerciora de que el
número está, en efecto, premiado, y se presta a descontar el décimo
inmediatamente. Se embolsa unos miles de pesetas, y entrega, sin que medie
contrato escrito, los miles dé duros. No hay responsabilidad para Camarena. Si
surgen dificultades, que «se las arregle» el usurero. Le ha cegado la codicia;
no ha sospechado el peligro, ni ha encontrado extraño que Camarena, pudiendo
cobrar de otro modo, le lleve el vellón de lana a las uñas...
Al entrar
en su casa con la fortuna en el bolsillo, Camarena ha adoptado una resolución.
Desde aquel momento, él es quien manda. De aquel dinero se hará lo que él
quiera. El lo aumentará, lo hará fructificar. Siente ya ambiciones de rico.
Melita se lucirá en un palco; Bárbara se casará a su gusto; Pepa irá a
Alemania a una clínica, a ver si le curan la deformidad...
Cuando se
avista con su cónyuge; al noticiar el cambio de situación, formula el cambio
de política, el programa de gobierno... ¡Ay del que intente sustraerse a su
autoridad!
Por
primera vez, la señora de Camarena se somete, y, amorosa, echa los brazos al
cuello al esposo y le moja la cara de lágrimas de ternura... En efecto, ya
tiene derecho a ejercitar el poder quien trae a su hogar, no la estrechez, sino
el bienestar, el lujo...
En la
suculenta cena de la noche; entre el besugo y la ensalada de coliflor, al
destaparse una botella de espumoso, sonaron estas palabras extrañas en boca de
la amansada arpía, y respondiendo a planes e iniciativas de las muchachas:
-Niñas,
¿cómo se entiende? Se hará lo que vuestro papá disponga...
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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