El vicio del
juego me dominaba. Cuando digo el vicio del juego debo advertir que yo no lo
creía tal vicio, ni menos entendía que la ley pudiese reprimirlo sin atentar al
indiscutible derecho que tiene el hombre de perder su hacienda lo mismo que de
ganarla. «De la propiedad es lícito usar y abusar», repetía yo desdeñosamente
burlándome de los consejos de algún amigo timorato.
No obstante mi
desprecio hacia el sentimiento general, procuraba por todos los medios que en
mi casa se ignorase mi inclinación violenta. Habíame casado, loco de amor, con
una preciosa señorita llamada Ventura; estrechaba más nuestra unión la dulce
prenda de un niño que aún no sabía, si yo le llamaba, venir solo a mis brazos;
y por evitar a mi esposa miedo y angustia, escondía como un crimen mis
aficiones, sorteando las horas para satisfacerlas. Precauciones idénticas a las
que adoptaría si diese a mi mujer una rival, adoptaba para concurrir al Casino
y otros centros donde se arriesga, al volver de un naipe, puñados de oro; e
inventando toda clase de pretextos -negocios bursátiles, conferencias con
amigos políticos, enfermos que velar, invitaciones que admitir- cohonestaba mis
ausencias y explicaba de algún modo mi agitación, mi palidez, mis insomnios,
mis alegrías súbitas, mis abatimientos, la alteración de mi sistema nervioso,
quebrantado por la más fuerte y honda tal vez de las emociones humanas.
Hacía tiempo que
no poseía sino lo que el juego me granjeaba. Dueño de un mediano caudal, había
ido enajenando mis fincas para cubrir pérdidas. Vino después una larga
temporada de prosperidad, pero invertí las ganancias en valores fáciles de
negociar, que ya mermaban recientes descalabros. Nada de esto notaba mi
Ventura, porque a semejanza de casi todas las mujeres, recibía de manos de su
esposo el dinero sin preguntar su origen. Segura de mi cariño, pasiva y feliz
en su hogar, ni se le ocurría ni quizá deseaba conocer el estado de nuestros
intereses. En las ocasiones felices, yo le traía ricas alhajas y le compraba
lindos trajes; en los momentos de estrechez, una indicación mía bastaba para
que ella redujese el gasto y aplazase los pagos, con instintiva complicidad.
Pero si mi esposa no me causaba inquietud y el desorientarla me parecía facilísimo,
otra persona de la familia me inspiraba indefinible recelo.
Era esta persona
el hermano mayor de Ventura, mi cuñado Bernardo, hombre de entendimiento vivo y
sagaz, de fogosa condición, a quien penas ignoradas, quizá dolorosos
desengaños, impulsaron a abrazar el estado eclesiástico. Bernardo ejercía su
ministerio con un celo abrasador, con sed de sacrificio que le consumía,
demacrando su cuerpo y encendiendo en sus azules ojos perpetua llama. Los tales
ojos, al fijase en mí, mostraban vislumbres de desconfianza y severidad.
Indudablemente, el santo altruista, consagrado a hacer el bien, olfateaba en mí
la egoísta y desenfrenada pasión que teñía de un círculo de oscuro livor mis
párpados y hacía temblar febrilmente mi mano cuando estrechaba la suya. Una desazón,
un desasosiego parecido al del que con ropa sucia arrostra la luz del sol en un
paseo concurrido, me asaltaban al encontrarme frente a frente con Bernardo.
Éste, que vivía fuera de Madrid, absorbido siempre por empresas de
beneficencia, fundaciones de Asilos y Asociaciones caritativas, sólo venía a
vernos dos veces al año; en Pascua de Resurrección y en Navidades.
Acercábase
precisamente esta solemne época del año, cuando la suerte, que ya se me había
torcido, comenzó a mostrarse airada contra mí. Soplaba la racha negra, y
soplaba tan inclemente y dura, que me arrebataba mis esperanzas todas. Fallaban
mis más laboriosas martingalas; se malograban mis golpes de habilidad, mis
corazonadas se desmentían y naipe que yo tocase era naipe funesto. Encarnizado
en el desquite, me precipitaba con cierta cólera, obstinándome en despeñarme,
agotando mis recursos, desafiando al porvenir. La intuición de que se me venía
encima la catástrofe redoblaba mi desesperada energía. Debiendo ya sobre mi
palabra crecida suma, busqué un prestamista -el más usurero, el más infame- y
sin vacilar como quien cierra los ojos y se arroja a una sima, me abandoné a
sus uñas, firmando cuanto quiso, comprometiendo mi honor a cambio de la
inmediata posesión de la cantidad que necesitaba para saldar mi deuda en el
Casino y tentar el golpe supremo. Estaba determinado a que no luciese para mí
el día de confesarle a Ventura que nos aguardaba la miseria y la afrenta
además. Cierto que a veces se me ocurría decirle: «Figúrate que yo era un negociante;
he quebrado; es preciso resignarse y trabajar.» Pero inmediatamente comprendía
la imposibilidad, el absurdo de calificar de «quiebra» los resultados de mi
desorden. Si caía a los pies de mi mujer revelando la verdad, tendría que
implorar perdón, como cumple al que faltó a sus deberes. Antes morir, y morir
me parecía la solución única del pavoroso conflicto. En aquellos instantes veía
tan claro como la luz que la muerte era precisa y natural consecuencia de mi
modo de entender la vida, y el derecho de jugar, hermano del de suicidarse:
ambos se reducían a uno solo... «Usar y abusar...» Y morir sin miedo.
Con estos
pensamientos volví a mi casa la tarde del día 24 de diciembre, llevando en el
bolsillo la cantidad obtenida del usurero. No bien entré en la antesala, sentía
que me abrazaban a un tiempo por el cuello y por las piernas. El primer abrazo
era el de la mujer amante, que unía su rostro al mío con arrebato mimoso; el
segundo... ¿Quién puede abrazar por más abajo de la rodilla sino el nene, el muñeco
que se ensaya en romper a andar y aún necesita agarrarse a algo para no caer de
bruces?
Sentí que el
corazón se me hendía; sentí que me acudían lágrimas a los ojos; y apartándome
bruscamente por disimulo, exclamé:
-Pues toma -dije
entregando a mi mujer un puñado de billetes: prepara una cena; pero una cena
de verdad, como me gustan..., y ahora déjame, hijita, déjame un poco; quiero
reposar, me duele la cabeza, y de aquí a la noche espero mejorarme para charlar
con Bernardo.
Ventura obedeció,
y yo me encerré a escribir una especie de testamento y despedida. Mis dientes castañeteaban;
concluí la tarea, registré mis pistolas, las cargué, me eché sobre el sofá y
fumé nerviosamente, cigarro tras cigarro, hasta que Ventura, solícita, vino a
avisarme para cenar. Era temprano, porque el niño no podía faltar a la mesa en
noche semejante y su madre evitaba tenerle despierto hasta las mil. Nos
dirigimos al comedor, iluminado por bujías rosa, alegrado por la blancura de
los manteles y el destellar del cristal y de la plata.
La sopa de
almendra humeaba suavemente y trascendía a gloria; las frutas raras se apiñaban
en el centro de mesa, reflejado por una luna de espejo circundada de rosas
tardías; en las copas reía ya el Sauterne amarillo, y mi mujer, engalanada,
compuesta, sonriente, con el rizado pelo algo fosco y las mejillas rubicundas,
se acercó a mí y murmuró acariciándome con la voz:
Abracé a
Bernardo, y empezó la cena, animada al principio por las genialidades del nene
y las coqueterías de Ventura, empeñada en que alabase su tocado y tan resuelta
a conquistarme, que hasta apoyó sobre mi pie el suyo chiquitín. Sin embargo,
languideció la conversación bien pronto; no era difícil notar que Bernardo y yo
estábamos pensativos. A las preguntas inquietas de mi esposa, respondía
alegando cansancio y jaqueca; pero Bernardo, el de las chispeantes pupilas
azules, declaró categóricamente:
-Tu marido tendrá
lo que guste, y no querrá enterarnos de por qué parece un reo a quien le acaban
de leer la sentencia ahora mismo; pero lo que es yo... estoy así... porque me
da vergüenza cenar tan bien, con salmón, y ostras, y langostinos, y vinos
añejos, y no poder ofrecer a algunas familias pobres, ya que no estos festines
de Lúculo, al menos el pan del año, el fuego del hogar y ropa con que abrigarse
las carnes. El apóstol enseñaba que los cristianos no deben encerrarse para
comer manjares suculentos. Nosotros nos saciamos de cosas ricas, y vamos a
brindar con un champaña... que ya lo conozco de otras veces... ¡Clicquot!,
mientras los pobres... No puedo evitar esto, ni vosotros podéis; pero allá
dentro hay un rincón de mi alma que llora. ¡Cómo ha de ser! ¡No acierto a
remediarlo!
Decir esto el
sacerdote y cruzar por mi imaginación el chispazo de una idea, fue todo uno; ni
dio tiempo a la reflexión ni a que yo calculase el efecto que en Bernardo iban
a producir mis palabras. Me levanté, llené una copa del champaña, que frío como
nieve ya lucía en la jarra de cristal tallado, y la tendí a Bernardo,
exclamando de un modo significativo:
-¡Pues brinda...
o reza! Para que se logre un plan que tengo yo... Si se logra, asegurarás el
pan a algunas familias.
Bernardo echó
mano a su copa, y antes de alzarla, fijó en mí las fascinadoras pupilas. A mi
parecer, me registraba el cerebro, me veía la conciencia y me leía como se lee
un abierto libro.
De pronto, con
súbita decisión tendió la copa, la acercó a la mía, las chocó, y pronunció
majestuosamente:
-Brindo ahora...
Rezaré después. Deseo que se logre tu plan... pero una vez sola, ¿entiendes?
Una sola.
Consideré sellado
el pacto. En mi superstición de jugador lo había ensayado todo, gitanas y
médiums, amuletos y pueriles conjuros... todo, excepto el interesar a Dios por
el cebo de la caridad, partiendo mis ganancias con el Árbitro supremo, cuya
previsión sirve al ciego azar de invisible lazarillo. ¡Poner al Cielo de mi
parte! Sí, porque el Cielo tampoco podía «querer» que yo ejecutase la
resolución postrera y definitiva, la única que cortaba el nudo infernal de mi
destino...
Así que terminó
la cena, me levanté, alegué una excusa, dejé a Ventura malhumorada y a Bernardo
meditabundo, y salí desalado, a jugar, no ya el dinero, sino la honra y la
existencia, la existencia que en aquel momento me parecía tan seductora, tan
digna de ser vivida, entre los halagos de una mujer enamorada y la luminosa
sonrisa de un querubín que me pedía protección y ayuda para andar, cogiéndose a
mis piernas...
Por las calles se
oía tumulto de gentío, repique alegre de panderetas, rasgueos de guitarra; en
las casas, la luz se filtraba delatando la reunión de los que se quieren en
íntima fiesta; y yo pensaba, mientras el coche que había tomado a mi puerta iba
rodando hacia el Casino: «Si marro, ésta es mi Nochebuena última.»
¿Sabéis lo que se
llama una suerte desatinada, increíble, loca? Pues así la tuve yo desde el
primer instante. Sobraban horas para jugar, y estaban allí los puntos fuertes,
los de repleta cartera y crédito firme. Sin tregua los arrollé; no recuerdo
vena igual: parecía cual si viese al trasluz las cartas que iban a salir, o un
poder invisible me dictase la puesta. Como si Dios se esmerase en cumplir el
pacto, mi vena aumentó desde que sonó la medianoche.
Al regresar a mi
domicilio, entré en el cuarto de Bernardo. El cura estaba despierto; me
esperaba sin duda
-Acuéstate -le
dije- y duerme bien, que mañana tendrás con qué dar a esas familias pobres el
pan del año.
Vi en el
expresivo rostro del sacerdote indicios de perplejidad y zozobra. Comprendía
perfectamente el origen del dinero que yo venía a ofrecerle en cumplimiento del
trato y su conciencia batallaba con su pasión de hacer bien, de consolar penas,
de enjugar lágrimas. Débil, por fin, vencido del deseo, sacudido por una
trepidación interior que le enronqueció la voz, siempre sonora, me cogió las
manos entre las suyas y murmuró:
No sé si me
creeréis, pero no he jugado más desde aquella Nochebuena. Al principio se me
crispaban los dedos y la cabeza se me desvanecía con el ansia de volver a
probar las amargas delicias del juego; después, poco a poco, vino la calma: el
olvido ¡nunca! Negocié, labré una fortuna, y aprendí que puedo usar de ella,
pero no abusar. Sé que soy depositario. El dueño está arriba.
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