Era la hora en
que las grandes capitales adquieren misteriosa belleza. La jornada del trabajo
y de la actividad ha concluido; los transeúntes van despacio por las calles,
que el riego de la tarde ha refrescado y ya no encharca. Las luces abren sus
ojos claros, pero no es aún de noche; el fresa con tonos amatista del
crepúsculo envuelve en neblina sonrosada, transparente y ardorosa las
perspectivas monumentales, el final de las grandes vías que el arbolado
guarnece de guirnaldas verdes, pálidas al anochecer. La fragancia de las
acacias en flor se derrama, sugiriendo ensueños de languidez, de ilusión
deliciosa. Oprime, un poco el corazón, pero lo exalta. Los coches cruzan más
raudos, porque los caballos agradecen el frescor de la puesta del sol. Las
mujeres que los ocupan parecen más guapas, reclinadas, tranquilas, esfumadas
las facciones por la penumbra o realzadas al entrar en el círculo de claridad
de un farol, de una tienda elegante.
Las floristas
pasan... Ofrecen su mercancía, y dan gratuitamente lo mejor de ella, el
perfume, el color, el regalo de los sentidos.
Ante la tentación
floreal, las mujeres hacen un movimiento elocuente de codicia, y si son tan
pobres que no pueden contentar el capricho, de pena...
Y esto sucedió a
las náufragas, perdidas en el mar madrileño, anegadas casi, con la vista alzada
al cielo, con la sensación de caer al abismo... Madre e hija llevaban un mes
largo de residencia en Madrid y vestían aún el luto del padre, que no les había
dejado ni para comprarlo. Deudas, eso sí.
¿Cómo podía ser
que un hombre sin vicios, tan trabajador, tan de su casa, legase ruina a los
suyos? ¡Ah! El inteligente farmacéutico, establecido en una población, se había
empeñado en pagar tributo a la ciencia.
No contento con
montar una botica según los últimos adelantos, la surtió de medicamentos raros
y costosos: quería que nada de lo reciente faltase allí; quería estar a la
última palabra... «¡Qué sofoco si don Opropio, el médico, recetase alguna
medicina de estas de ahora y no la encontrasen en mi establecimiento! ¡Y qué
responsabilidad si, por no tener a mano el específico, el enfermo empeora o se
muere!»
Y vino todo el
formulario alemán y francés, todo, a la humilde botica lugareña... Y fue el
desastre. Ni don Opropio recetó tales primores, ni los del pueblo los hubiesen
comprado... Se diría que las enfermedades guardan estrecha relación con el
ambiente, y que en los lugares solo se padecen males curables con friegas, flor
de malva, sanguijuelas y bizmas. Habladle a un paleto de que se le ha
«desmineralizado la sangre» o de que se le han «endurecido las arterias», y,
sobre todo, proponedle el radio, más caro que el oro y la pedrería... No puede
ser; hay enfermedades de primera y de tercera, padecimientos de ricos y de
pobretes... Y el boticario se murió de la más vulgar ictericia, al verse
arruinado, sin que le valiesen sus remedios novísimos, dejando en la miseria a
una mujer y dos criaturas... La botica y los medicamentos apenas saldaron los
créditos pendientes, y las náufragas, en parte humilladas por el desastre y en
parte soliviantadas por ideas fantásticas, con el producto de la venta de su
modesto ajuar casero, se trasladaron a la corte...
Los primeros días
anduvieron embobadas. ¡Qué Madrid, qué magnificencia! ¡Qué grandeza, cuánto
señorío! El dinero en Madrid debe de ser muy fácil de ganar... ¡Tanta tienda!
¡Tanto coche! ¡Tanto café! ¡Tanto teatro! ¡Tanto rumbo! Aquí nadie se morirá de
hambre; aquí todo el mundo encontrará colocación... No será cuestión sino de
abrir la boca y decir: «A esto he resuelto dedicarme, sépase... A ver, tanto
quiero ganar...»
Ellas tenían su
combinación muy bien arreglada, muy sencilla. La madre entraría en una casa
formal, decente, de señores verdaderos, para ejercer las funciones de ama de
llaves, propias de una persona seria y «de respeto»; porque, eso sí, todo antes
que perder la dignidad de gente nacida en pañales limpios, de familia
«distinguida», de médicos y farmacéuticos, que no son gañanes... La hija mayor
se pondría también a servir, pero entendámonos; donde la trataran como
corresponde a una señorita de educación, donde no corriese ningún peligro su
honra, y donde hasta, si a mano viene, sus amas la mirasen como a una amiga y
estuviesen con ella mano a mano... ¿Quién sabe? Si daba con buenas almas, sería
una hija más... Regularmente no la pondrían a comer con los otros sirvientes...
Comería aparte, en su mesita muy limpia... En cuanto a la hija menor, de diez
años, ¡bah! Nada más natural; la meterían en uno de esos colegios gratuitos que
hay, donde las educan muy bien y no cuestan a los padres un céntimo... ¡Ya lo
creo! Todo esto lo traían discurrido desde el punto en que emprendieron el
viaje a la corte...
Sintieron gran
sorpresa al notar que las cosas no iban tan rodadas... No sólo no iban rodadas,
sino que, ¡ay!, parecían embrollarse, embrollarse pícaramente... Al principio,
dos o tres amigos del padre prometieron ocuparse, recomendar... Al recordarles
el ofrecimiento, respondieron con moratorias, con vagas palabras alarmantes...
«Es muy difícil... Es el demonio... No se encuentran casas a propósito... Lo de
esos colegios anda muy buscado... No hay ni trabajo para fuera... Todo está
malo... Madrid se ha puesto imposible...»
Aquellos amigos
-aquellos conocidos indiferentes- tenían, naturalmente, sus asuntos, que les
importaban sobre los ajenos... Y después, ¡vaya usted a colocar a tres hembras
que quieren acomodo bueno, amos formales, piñones mondados! Dos lugareñas, que
no han servido nunca... Muy honradas, sí...; pero con toda honradez, ¿qué?,
vale más tener gracia, saber desenredarse...
-No se asuste,
doña María... A veces, en los pueblos, las muchachas aprenden de estas cosas...
Los barberos son profesores. Conocí yo a uno...
Transcurrida otra
semana, el mismo amigo -droguero por más señas- vino a ver a las dos ya
atribuladas mujeres en su trasconejada casa de huéspedes, donde empezaban a
atrasarse lamentablemente en el pago de la fementida cama y del cocido
chirle... Y previos bastantes circunloquios, les dio la noticia de que había
una colocación. Sí, lo que se dice una colocación para la muchacha.
-No crean ustedes
que es de despreciar, al contrario... Muy buena... Muchas propinas. Tal vez un
duro diario de propinas, o más... Si la niña se esmera..., más, de fijo.
Únicamente..., no sé... si ustedes... Tal vez prefieren otra clase de servicio,
¿eh? Lo que ocurre es que ese otro... no se encuentra. En las casas dicen:
«Queremos una chica ya fogueada. No nos gusta domar potros.» Y aquí puede
foguearse. Puede...
-Es..., es...
frente a mi establecimiento... En la famosa cervecería. Un servicio que apenas
es servicio... Todo lo que hacen mujeres. Allí vería yo a la niña con
frecuencia, porque voy por las tardes a entretener un rato. Hay música, hay
cante... Es precioso.
Se separaron. Era
la hora deliciosa del anochecer. Llevaban los ojos como puños. Madrid les
parecía -con su lujo, con su radiante alegría de primavera- un desierto cruel,
una soledad donde las fieras rondan. Tropezarse con la florista animó por un
instante el rostro enflaquecido de la joven lugareña.
Una escena las
aguardaba. La patrona no era lo que se dice una mujer sin entrañas: al
principio había tenido paciencia. Se interesaba por las enlutadas, por la niña,
dulce y cariñosa, que, siempre esperando el «colegio gratuito», no se desdeñaba
de ayudar en la cocina fregando platos, rompiéndolos y cepillando la ropa de
los huéspedes que pagaban al contado. Solo que todo tiene su límite, y tres
bocas son muchas bocas para mantenidas, mantén-ganse como se mantengan. Doña
Marciala, la patrona, no era tampoco Rotchschild para seguir a ciegas los
impulsos de su buen corazón. Al ver llegar a las lugareñas e instalarse ante la
mesa, esperando el menguado cocido y la sopa de fideos, despachó a la fámula
con un recado:
Ocurría que
«aquello no podía continuar así»; que o daban, por lo menos, algo a cuenta, o
valía más, «hijas mías», despejar... Ella, aquel día precisamente, tenía que
pagar al panadero, al ultramarino. ¡No se había visto en mala sofocación por la
mañana! Dos tíos brutos, unos animales, alzando la voz y escupiendo palabrotas
en la antesala, amenazando embargar los muebles si no se les daba su dinero,
poniéndola de tramposa que no había por dónde agarrarla a ella, doña Marciala
Galcerán, una señora de toda la vida. «Hijas», era preciso hacerse cargo. El
que vive de un trabajo diario no puede dar de comer a los demás; bastante hará
si come él. Los tiempos están terribles. Y lo sentía mucho, lo sentía en el
alma...; pero se había concluido. No se les podía adelantar más. Aquella noche,
bueno, no se dijera, tendrían su cena...; pero al otro día, o pagar siquiera
algo, o buscar otro hospedaje...
Hubo lágrimas,
lamentos, un conato de síncope en la chica mayor... Las náufragas se veían
navegando por las calles, sin techo, sin pan. El recurso fue llevar a la prendería
los restos del pasado: reloj de oro del padre, unas alhajuelas de la madre. El
importe a doña Marciala..., y aún quedaban debiendo.
-Hijas, bueno,
algo es algo... Por quince días no las apuro... He pagado a esos zulúes... Pero
vayan pensando en remediarse, porque si no... Qué quieren ustés, este Madrid
está por las nubes...
Y echaron a
trotar, a llamar a puertas cerradas, que no se abrieron, a leer anuncios, a
ofrecerse hasta a las señoras que pasaban, preguntándoles en tono insinuante y
humilde:
-¿No sabe usted
una casa donde necesiten servicio? Pero servicio especial, una persona decente,
que ha estado en buena posición..., para ama de llaves... o para acompañar
señoritas...
Encogimiento de
hombros, vagos murmurios, distraída petición de señas y hasta repulsas duras,
secas, despreciativas... Las náufragas se miraron. La hija agachaba la cabeza.
Un mismo pensamiento se ocultaba. Una complicidad, sordamente, las unía. Era
visto que ser honrado, muy honrado, no vale de nada. Si su padre, Dios le tuviere
en descanso, hubiera sido como otros..., no se verían ellas así, entre
olas, hundiéndose hasta el cuello ya...
-Vamos a ver...
Si nos vuelve a hablar de la colocación... -balbució la hija. Y, con un gesto
doloroso, añadió:
«Blanco y Negro», núm. 946, 1909.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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