En la iglesuela
románica, corroída de vetustez, flotaba la fragancia de la espadaña, fiuncho
y saúco en flor, que alfombraban el suelo y que iban aplastando los gruesos
zapatones de los hombres, los pies descalzos de los rapaces. Allá en el altar
polvoriento, San Julianiño, el de la paloma, sonreía, encasacado de tisú con
floripones barrocos, y la
Dolorosa , espectral, como si la viésemos al través de vidrios
verdes, se afligía envuelta en el olor vivaz, campestre, de las plantas
pisoteadas y de las azules hortensias frescas, puestas en floreros de cinco
tubos, que parecen los cinco dedos de una mano.
Al pie del
atrio, allende la carcomida verja de madera del cementerio, nos aguardaba el
coche -cuyas jacas se mosqueaban impacientes- que iba a reconducirnos, a un
trote animado, a las blancas Torres, emboscadas detrás del castañar denso,
sugestivo de profundidades. Y ya nos preparábamos a evadirnos por la puerta de
la sacristía, cuando el párroco, antes de retirarse, recogiendo el cáliz
cubierto por el paño, rígido, de viejo y sucio brocado, se volvió hacia los
fieles, y dijo, llanamente:
Comprendimos. No
era cosa de regresar, según nos propusimos, a las blancas Torres. Había que acompañarle.
Irían todos: viejos, mociñas, rapaces, hasta los de teta, en brazos de sus
madres, y con sus marmotas de cintajos tiesos. Y sería una caminata a pie, entre
polvareda, porque, ¡Madre mía de los Remedios!, años hace que no se veía tal
secura, no llover en un mes, y las zarzas y las madreselvas estaban grises,
consumidas del estiaje y de la calor...
Mientras nos
tocábamos los velitos y comprobábamos, con ojeada de consternación, que no
traíamos sombrillas, tratamos de indagar. ¿Caía muy lejos? La respuesta
enigmática del terruño:
Se organizaba el
cortejo. Rompimos a andar por el camino hondo, barrancoso, resquebrajado.
Delante, el cura y el acólito, y en tropel, el gentío, oliente a la lejía de
las camisas limpias domingueras y al sudor de los cuerpos. El día era de los de
sol velado y picón, sol mosquero, más cansino que el descubierto, si no tan
riguroso. Jadeábamos un poco, pero nos sostenía la necesidad de no desmerecer
ante los aldeanos, y sus exclamaciones apiadadas eran estímulos para nuestro
valor. ¡Ahora se verían las señoras, las regalonas! Apretábamos el paso. Una
serie de portillos que saltar; y después, las tierras labradías, el angosto
carrero, orlado de manzanillas ajadas. El carrero se prolongaba a lo lejos, en
cuesta, al principio insensible; luego, más empinada. El gentío iba como hilera
de hormigas, pero hormigas de chillón colorido, y la tolvanera que se alzaba era
asfixiante. El sol jugaba con nosotros; a ratos descubría la cara, a ratos se
metía detrás de una nube. Teníamos sed. Nos parecía haber andado ya kilómetros.
A una revuelta
del caminillo, un manchón de arboleda, un prado reseco, y detrás, un hórreo y
una especie de establo. La casa de la enferma.
Las mujerucas
del rueiro habían revestido la puerta con colchas de zaraza remendada,
en obsequio al Señor, y allá, al fondo del establo, en un jergón, también
disimulado bajo sobrecamas y sábanas con puntillas, hipaba la moribunda.
No se veía de
ella sino una máscara senil, lívida, un mechón gris, una mano amarilla,
desecada y nudosa. Y su biografía, exclamada entre compasivos gemires de las
comadres, era la de una malpocada, sin familia, venida nadie sabía de qué
tierras, acaso de la montaña, que es donde vinieron todos los desheredados de
la orilla-mar; agazapada en lo que fue cuadra de bestias y ahora albergue
humano, bajo un tejado a tejavana, que da paso al viento y a la lluvia; mendiga
por las puertas desde veinte años, y hoy a punto de muerte, no se sabe de qué
mal, de vejez, sin duda... El cura se había acercado al camastro, y,
administrado el Viático, recitaba la recomendación del alma. Los aldeanos se
desviaban, respetuosos, para que no perdiésemos nada del espectáculo: de los
callosos pies descubiertos, pronto ungidos con los óleos; del estertor que
sacudía el pecho, en que resaltaban visibles las costillas. «¡Y, alma mía,
aquello era el gunizar!» Y otras viejas sollozaban, pensando en su propia hora...
El anhelar de la
enferma se mitigaba: parecía haber caído en síncope. Se hacía tarde: las vacas,
los cerdos, aguardaban su sustento; el pote gorgoriteaba a la lumbre, y la
gente aldeana se disponía a dispersarse. Emprendimos la vuelta. Por la cuesta
abajo, todos los santos nos ayudaban; íbamos ligeros. Pronto el coche rodó
elásticamente sobre la carretera, en que el sol, ya descarado, hacía relucir
las partículas de mica entre el polvorín que alzaban las ruedas.
-¡Bah!
¡Pamplinas! Ahora mismo, jerez, mantecadas, chuletas fritas y jamón, que lo hay
en lonchas...
Reímos. Ya conocíamos
el sistema. ¿Aquel cadáver comer mantecadas? El portador del cesto, sin
embargo, salió volandero hacia la bodega desman-telada donde la mísera se moría
por instantes, y todos los días ya volvió a salir con su canasto bien repleto.
Y fue quince
días después -ni uno más ni uno menos- cuando nos avisaron de que allí estaba
la resucitada, la pordiosera, que venía a darnos las gracias. Ella misma, por
su pie, derrengaba sobre un báculo de aliaga, que es madera que sustenta mucho
y pesa poco, arrastrándose, pero viva, y hasta con remoce de color de teja en
los carrillos y cierta alegría picaresca e ingenua en los ojuelos, cercados de
pliegues y arrugas...
-¡Un milagre,
santiñas, un milagre! La
Virgen Nuestra Señora que me arresucitó estando yo en las
ansias de la gunía. ¡Ay! ¡Un milagre de Nuestro Señor!
Era un día
primoroso de julio. Había llovido en los anteriores; el prado se vestía de seda
color manzana, y las últimas rosas del primer ciclo foral trascendían a gloria.
Nos mirábamos, satisfechas y persuadidas del portento. El contenido de los
cestos, cosa material, no bastaba para explicar la curación de la infeliz.
Milagro lo había; milagro de vida y de gozo. Y las esencias del campo, y la
claridad del firmamento luminoso, y la paz de la tarde, nos infundieron la
alegría del milagro, de la muerte y la nada vencidas un momento, de la Segadora , que huía con su
guadaña inútil...
«El Imparcial, 15 de noviembre 1909.
Cuento de la tierra
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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