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lunes, 28 de abril de 2014

Milagro natural

En la iglesuela románica, corroída de vetustez, flotaba la fragancia de la espadaña, fiuncho y saúco en flor, que alfombraban el suelo y que iban aplastando los gruesos zapatones de los hombres, los pies descalzos de los rapaces. Allá en el altar polvoriento, San Julianiño, el de la paloma, sonreía, encasacado de tisú con floripones barrocos, y la Dolorosa, espectral, como si la viésemos al través de vidrios verdes, se afligía envuelta en el olor vivaz, campestre, de las plantas pisoteadas y de las azules hortensias frescas, puestas en floreros de cinco tubos, que parecen los cinco dedos de una mano.
Sin razonar nuestro instinto, deseábamos que la misa terminase.
Al pie del atrio, allende la carcomida verja de madera del cementerio, nos aguardaba el coche -cuyas jacas se mosqueaban impacientes- que iba a reconducirnos, a un trote animado, a las blancas Torres, emboscadas detrás del castañar denso, sugestivo de profundidades. Y ya nos preparábamos a evadirnos por la puerta de la sacristía, cuando el párroco, antes de retirarse, recogiendo el cáliz cubierto por el paño, rígido, de viejo y sucio brocado, se volvió hacia los fieles, y dijo, llanamente:
-Se van a llevar los Sacramentos a una moribunda.
Comprendimos. No era cosa de regresar, según nos propusimos, a las blancas Torres. Había que acompañarle. Irían todos: viejos, mociñas, rapaces, hasta los de teta, en brazos de sus madres, y con sus marmotas de cintajos tiesos. Y sería una caminata a pie, entre polvareda, porque, ¡Madre mía de los Remedios!, años hace que no se veía tal secura, no llover en un mes, y las zarzas y las madreselvas estaban grises, consumidas del estiaje y de la calor...
Mientras nos tocábamos los velitos y comprobábamos, con ojeada de consternación, que no traíamos sombrillas, tratamos de indagar. ¿Caía muy lejos? La respuesta enigmática del terruño:
-La carrerita de un can...
Se organizaba el cortejo. Rompimos a andar por el camino hondo, barrancoso, resquebrajado. Delante, el cura y el acólito, y en tropel, el gentío, oliente a la lejía de las camisas limpias domingueras y al sudor de los cuerpos. El día era de los de sol velado y picón, sol mosquero, más cansino que el descubierto, si no tan riguroso. Jadeábamos un poco, pero nos sostenía la necesidad de no desmerecer ante los aldeanos, y sus exclamaciones apiadadas eran estímulos para nuestro valor. ¡Ahora se verían las señoras, las regalonas! Apretábamos el paso. Una serie de portillos que saltar; y después, las tierras labradías, el angosto carrero, orlado de manzanillas ajadas. El carrero se prolongaba a lo lejos, en cuesta, al principio insensible; luego, más empinada. El gentío iba como hilera de hormigas, pero hormigas de chillón colorido, y la tolvanera que se alzaba era asfixiante. El sol jugaba con nosotros; a ratos descubría la cara, a ratos se metía detrás de una nube. Teníamos sed. Nos parecía haber andado ya kilómetros.
A una revuelta del caminillo, un manchón de arboleda, un prado reseco, y detrás, un hórreo y una especie de establo. La casa de la enferma.
Las mujerucas del rueiro habían revestido la puerta con colchas de zaraza remendada, en obsequio al Señor, y allá, al fondo del establo, en un jergón, también disimulado bajo sobrecamas y sábanas con puntillas, hipaba la moribunda.
No se veía de ella sino una máscara senil, lívida, un mechón gris, una mano amarilla, desecada y nudosa. Y su biografía, exclamada entre compasivos gemires de las comadres, era la de una malpocada, sin familia, venida nadie sabía de qué tierras, acaso de la montaña, que es donde vinieron todos los desheredados de la orilla-mar; agazapada en lo que fue cuadra de bestias y ahora albergue humano, bajo un tejado a tejavana, que da paso al viento y a la lluvia; mendiga por las puertas desde veinte años, y hoy a punto de muerte, no se sabe de qué mal, de vejez, sin duda... El cura se había acercado al camastro, y, administrado el Viático, recitaba la recomendación del alma. Los aldeanos se desviaban, respetuosos, para que no perdiésemos nada del espectáculo: de los callosos pies descubiertos, pronto ungidos con los óleos; del estertor que sacudía el pecho, en que resaltaban visibles las costillas. «¡Y, alma mía, aquello era el gunizar!» Y otras viejas sollozaban, pensando en su propia hora...
El anhelar de la enferma se mitigaba: parecía haber caído en síncope. Se hacía tarde: las vacas, los cerdos, aguardaban su sustento; el pote gorgoriteaba a la lumbre, y la gente aldeana se disponía a dispersarse. Emprendimos la vuelta. Por la cuesta abajo, todos los santos nos ayudaban; íbamos ligeros. Pronto el coche rodó elásticamente sobre la carretera, en que el sol, ya descarado, hacía relucir las partículas de mica entre el polvorín que alzaban las ruedas.
Al pasar bajo las enormes acacias, una de nosotras expresó su opinión:
-Esa mujer se muere de hambre. No tiene otra cosa sino necesidad.
-¿Enviarle un frasco de somatosa? ¿Leche?
-¡Bah! ¡Pamplinas! Ahora mismo, jerez, mantecadas, chuletas fritas y jamón, que lo hay en lonchas...
Reímos. Ya conocíamos el sistema. ¿Aquel cadáver comer mantecadas? El portador del cesto, sin embargo, salió volandero hacia la bodega desman-telada donde la mísera se moría por instantes, y todos los días ya volvió a salir con su canasto bien repleto.
Y fue quince días después -ni uno más ni uno menos- cuando nos avisaron de que allí estaba la resucitada, la pordiosera, que venía a darnos las gracias. Ella misma, por su pie, derrengaba sobre un báculo de aliaga, que es madera que sustenta mucho y pesa poco, arrastrándose, pero viva, y hasta con remoce de color de teja en los carrillos y cierta alegría picaresca e ingenua en los ojuelos, cercados de pliegues y arrugas...
-¡Un milagre, santiñas, un milagre! La Virgen Nuestra Señora que me arresucitó estando yo en las ansias de la gunía. ¡Ay! ¡Un milagre de Nuestro Señor!
Era un día primoroso de julio. Había llovido en los anteriores; el prado se vestía de seda color manzana, y las últimas rosas del primer ciclo foral trascendían a gloria. Nos mirábamos, satisfechas y persuadidas del portento. El contenido de los cestos, cosa material, no bastaba para explicar la curación de la infeliz. Milagro lo había; milagro de vida y de gozo. Y las esencias del campo, y la claridad del firmamento luminoso, y la paz de la tarde, nos infundieron la alegría del milagro, de la muerte y la nada vencidas un momento, de la Segadora, que huía con su guadaña inútil...

«El Imparcial, 15 de noviembre 1909.

Cuento de la tierra

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

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