Cuando la luz de la aurora
desvaneció las sombrías tinieblas de la noche, Geranda, Escolástica y Alberto
se aventuraron por las interminables escaleras que circulaban entre aquel
montón de piedras. Durante dos horas anduvieron sin encontrar alma viviente, y
sin oír más que un eco lejano que respondía a sus gritos. Tan pronto se
encontraban a cien pies bajo tierra, como dominaban el espacio desde la cumbre
de aquellas siniestras montañas.
La casualidad los condujo de nuevo
a la extensa sala en que habían pasado aquella noche de terror y angustias.
Ya no se encontraba vacía. El
relojero y Pittonaccio conversaban, de pie y rígido como un cadáver el uno, y
acurrucado sobre una mesa de mármol el otro.
Al ver a Geranda, el maestro
Zacarías la tomó de la mano y la condujo ante Pittonaccio, diciendo:
‑Ahí tienes a tu amo y señor, hija
mía. Geranda, éste es el esposo que te destino.
La joven tembló de pies a cabeza.
‑¡Jamás! ‑exclamó Alberto. Geranda
es mi prometida.
‑¡Jamás! ‑repitió la joven como un
eco plañidero.
Pittonaccio prorrumpió en una
estruenda carcajada.
‑¿Queréis entonces mi muerte? ‑preguntó,
gimiendo el anciano. Ahí, en ese reloj, el único que he construido que continúa
marchando, está encerrada mi vida, y este hombre me ha dicho: "Cuando tu
hija sea mía, el reloj será tuyo." ¡Y ese hombre no quiere darle cuerda!
¡Puede romperlo y reducirme a la nada! ¿Es que ya no me amas, hija mía?
‑¡Padre amado! ‑murmuró Geranda,
recobrando los sentidos.
‑¡Si supieras cuánto he sufrido lejos de este
principio de mi existencia! ¡Quizá no cuidaba nadie este reloj! ¡Quizá dejaba
que sus muelles enmoheciesen y sus ruedas se entorpecieran! Pero ahora, con mis
propias manos voy a sostener la salud tan querida; porque yo, el gran
relojero de Ginebra, no debo morir Mira, hija, cómo marchan las agujas con
seguro movimiento. Escucha, van a dar las cinco. Escucha bien, y lee la hermosa
máxima que va a aparecer ahora ante tu vista.
Dieron, efectivamente, las cinco en
el reloj, con sonido tan lúgubre que repercutió dolorosamente en el alma de
Geranda, y en caracteres rojos aparecieron las siguientes palabras:
SE HA DE COMER.
EL FRUTO DEL ÁRBOL DE LA
CIENCIA
Alberto y Geranda contempláronse
uno a otro estupefactos. Aquéllas no eran ya las máximas ortodoxas del relojero
católico. Sin duda alguna. Satanás había pasado por allí.
Pero el maestro Zacarías, que no
advirtió el cambio, repuso:
¿Oyes, Geranda? ¡Vivo todavía! ¿No
oyes mi respiración? Mira cómo la sangre circula en mis venas. No, tú no
querrás matar a tu padre, y, aceptarás por esposo a este hombre, para que yo
obtenga la inmortalidad y el poder de Dios.
Al oír, tales blasfemias,
Escolástica se santiguó y Pittonaccio lanzó un rugido de alegría.
El infierno debió regocijarse
también.
‑¡Y luego, Geranda, serás feliz con
él! ¡Contempla a ese hombre! ¡Es el Tiempo! ¡Tu existencia marchará con
absoluta precisión! Geranda, puesto que te he dado la vida, no se la niegues a
tu padre.
‑Geranda ‑murmuró Alberto, tu prometido
soy yo.
‑¡Es mi padre! ‑respondió Geranda,
perdiendo los sentidos.
‑¡Tuya es! ‑dijo el maestro
Zacarías. ¡Ahora, Pittonaccio, cumple tu promesa!
‑¡Toma la llave del reloj! ‑respondió
el horrible personaje.
El maestro Zacarías se apoderó de
la llave que le fue presentada y que se parecía a una serpiente desenrollada, y
corrió desalentado hacia el reloj, al que dio cuerda con fantástica rapidez.
El rechinamiento del muelle
crispaba los nervios. El anciano daba vueltas incesantemente, sin detener el
brazo, como si aquel movimiento de rotación fuera independiente de su
voluntad, y así continuó maniobrando con celeridad creciente y con extrañas
contorsiones hasta que cayó extenuado de cansancio, exclamando:
‑¡Ya tiene cuerda para un siglo!
Alberto salió de la estancia,
enfurecido como un loco: dio varias vueltas e innumerables rodeos hasta que, al
fin, encontró la salida de aquella maldita mansión, y echó a correr por el
campo. Al Regar a la ermita de Nuestra Señora de Sex, habló al santo varón,
pidiéndole ayuda con tan desesperadas palabras, que este consintió en
acompañarlo al castillo de Andernatt.
Y corrieron, corrieron
desalentados, temerosos de llegar demasiado tarde. Alberto y el ermitaño, a
través de los campos, con dirección hacia el castillo de Andernatt.
Mientras más se acercaban, más
corrían, y cuanto mayor era la celeridad que imprimían a sus piernas, más lejos
creían encontrarse del término de aquella carrera desenfrenada.
A Alberto le animaba el deseo de
salvar a su amada; al ermitaño el piadoso afán de arrebatar al diablo un alma
para devolvérsela a Dios.
El que de los dos iba delante y el
que más impaciencia demostraba era Alberto.
Parecía que el amor había puesto
alas en sus pies.
Si durante aquellas horas de
angustia no lloró Geranda, fue porque las lágrimas se habían agotado en sus
ojos.
El maestro Zacarías, que no había
abandonado el inmenso salón, acercábase de vez en cuando al reloj para escuchar
los latidos regulares de la vieja máquina.
Entretanto, dieron las seis, y, con
tanto asombro como espanto de Escolástica, aparecie-ron estas palabras en la
esfera.
EL HOMBRE PUEDE LLEGAR A
SER IGUAL A DIOS
Al viejo relojero no sólo no le
sorprendían aquellas máximas impías, sino que las leía con delectación,
complaciéndose en estas ideas de orgullo, mientras que Pittonaccio daba vueltas
en torno suyo.
A las doce de la noche debía
firmarse el acta matrimonial del vejete con Geranda, que, inanimada casi, no
veía ni oía nada. Únicamente las palabras del anciano y las risotadas del
monstruo interrumpían el silencio que reinaba en la estancia.
Dieron las once, el maestro
Zacarías se estremeció, y con voz sonora leyó la siguiente blasfemia:
EL HOMBRE DEBE SER ESCLAVO DE LA CIENCIA Y POR ELLA
SACRIFICAR PADRES Y FAMILIA
‑¡Sí! ‑exclamó luego. ¡En el mundo
no hay más que la ciencia!
Las agujas recorrían a saltos la
esfera del reloj de hierro, lanzando silbidos de víbora, y el mecanismo latía
con golpes precipitados.
El maestro Zacarías ya no hablaba;
había caído al suelo, presa del estertor de la muerte, y de su pecho oprimido
sólo salían estas palabras entrecortadas:
‑¡La vida! ¡La ciencia!
Esta escena era presenciada por dos
testigos más, el ermitaño y Alberto, que acababan de llegar. El maestro
Zacarías estaba tendido en tierra, y Geranda, a su lado, más muerta que viva,
oraba...
De pronto, oyóse el seco ruido que
precede al toque de la hora.
El maestro Zacarías se incorporó,
diciendo:
‑¡Las doce!
Pero el ermitaño tendió la mano
hacia el viejo reloj... y las doce no dieron.
El maestro Zacarías exhaló un grito
que debió repercutir en el infierno, cuando vio aparecer estas palabras.
SERÁ CONDENADO POR TODA LA ETERNIDAD EL QUE
PRETENDA IGUALARSE A DIOS
El viejo reloj se hizo pedazos con
ruido de trueno, y el muelle, escapándose, saltó a través del salón en medio de
mil contorsiones fantásticas.
El anciano se levantó y corrió
hacia el muelle, tratando en vano de apoderarse de él, y exclamando:
‑¡Mi alma! ¡Mi alma!
El muelle giraba delante de él a
uno y otro lado, sin que él lograra jamás alcanzarlo.
Pittonaccio se apoderó de él, al
fin, y, profiriendo una horrible blasfemia, se hundió en el suelo, que se abrió
para tragarlo.
El maestro Zacarías cayó de
espaldas. Había dejado de existir.
... ... ... ... ... ... ...
... ... ... ... ... ... ... ... ... …
Sepultado en los picos de Andernatt
el cadáver del relojero, regresaron a Ginebra Alberto y Geranda, quienes,
durante los largos años de vida que Dios les concedió, no cesaron de rogar por
el alma del maestro Zacarías, el viejo réprobo de la ciencia.
¿Lo habrá perdonado Dios?
¿Quién se atreve a aventurar
juicios acerca de los designios de la Misericordia divina?
1.016. Verne (Julio)
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