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viernes, 24 de enero de 2014

Maestro zacarias - Cap VII. La hora de la muerte

Cuando la luz de la aurora desvaneció las sombrías tinieblas de la noche, Geranda, Escolástica y Alberto se aventuraron por las interminables escaleras que circulaban entre aquel montón de piedras. Durante dos horas anduvieron sin encontrar alma viviente, y sin oír más que un eco lejano que respondía a sus gritos. Tan pronto se encontraban a cien pies bajo tierra, como dominaban el espacio desde la cumbre de aquellas siniestras montañas.
La casualidad los condujo de nuevo a la extensa sala en que habían pasado aquella noche de terror y angustias.
Ya no se encontraba vacía. El relojero y Pittonaccio conversaban, de pie y rígido como un cadáver el uno, y acurrucado sobre una mesa de mármol el otro.
Al ver a Geranda, el maestro Zacarías la tomó de la mano y la condujo ante Pittonaccio, diciendo:
‑Ahí tienes a tu amo y señor, hija mía. Geranda, éste es el esposo que te destino.
La joven tembló de pies a cabeza.
‑¡Jamás! ‑exclamó Alberto. Geranda es mi prometida.
‑¡Jamás! ‑repitió la joven como un eco plañidero.
Pittonaccio prorrumpió en una estruenda carcajada.
‑¿Queréis entonces mi muerte? ‑preguntó, gimiendo el anciano. Ahí, en ese reloj, el único que he construido que continúa marchando, está encerrada mi vida, y este hombre me ha dicho: "Cuando tu hija sea mía, el reloj será tuyo." ¡Y ese hombre no quiere darle cuerda! ¡Puede romperlo y reducirme a la nada! ¿Es que ya no me amas, hija mía?
‑¡Padre amado! ‑murmuró Geranda, recobrando los sentidos.
 ‑¡Si supieras cuánto he sufrido lejos de este prin­cipio de mi existencia! ¡Quizá no cuidaba nadie este reloj! ¡Quizá dejaba que sus muelles enmoheciesen y sus ruedas se entorpecieran! Pero ahora, con mis pro­pias manos voy a sostener la salud tan querida; por­que yo, el gran relojero de Ginebra, no debo morir Mira, hija, cómo marchan las agujas con seguro movimiento. Escucha, van a dar las cinco. Escucha bien, y lee la hermosa máxima que va a aparecer ahora ante tu vista.
Dieron, efectivamente, las cinco en el reloj, con sonido tan lúgubre que repercutió dolorosamente en el alma de Geranda, y en caracteres rojos aparecieron las siguientes palabras:

SE HA DE COMER.
EL FRUTO DEL ÁRBOL DE LA  CIENCIA

Alberto y Geranda contempláronse uno a otro estupefactos. Aquéllas no eran ya las máximas ortodoxas del relojero católico. Sin duda alguna. Satanás había pasado por allí.
Pero el maestro Zacarías, que no advirtió el cambio, repuso:
¿Oyes, Geranda? ¡Vivo todavía! ¿No oyes mi respiración? Mira cómo la sangre circula en mis venas. No, tú no querrás matar a tu padre, y, aceptarás por esposo a este hombre, para que yo obtenga la inmortalidad y el poder de Dios.
Al oír, tales blasfemias, Escolástica se santiguó y Pittonaccio lanzó un rugido de alegría.
El infierno debió regocijarse también.
‑¡Y luego, Geranda, serás feliz con él! ¡Contempla a ese hombre! ¡Es el Tiempo! ¡Tu existencia marchará con absoluta precisión! Geranda, puesto que te he dado la vida, no se la niegues a tu padre.
‑Geranda ‑murmuró Alberto, tu prometido soy yo.
‑¡Es mi padre! ‑respondió Geranda, perdiendo los sentidos.
‑¡Tuya es! ‑dijo el maestro Zacarías. ¡Ahora, Pittonaccio, cumple tu promesa!
‑¡Toma la llave del reloj! ‑respondió el horrible personaje.
El maestro Zacarías se apoderó de la llave que le fue presentada y que se parecía a una serpiente desenrollada, y corrió desalentado hacia el reloj, al que dio cuerda con fantástica rapidez.
El rechinamiento del muelle crispaba los nervios. El anciano daba vueltas incesantemente, sin detener el brazo, como si aquel movimiento de rotación fuera independiente de su voluntad, y así continuó maniobrando con celeridad creciente y con extrañas contorsiones hasta que cayó extenuado de cansancio, exclamando:
‑¡Ya tiene cuerda para un siglo!
Alberto salió de la estancia, enfurecido como un loco: dio varias vueltas e innumerables rodeos hasta que, al fin, encontró la salida de aquella maldita mansión, y echó a correr por el campo. Al Regar a la ermita de Nuestra Señora de Sex, habló al santo varón, pidiéndole ayuda con tan desesperadas palabras, que este consintió en acompañarlo al castillo de Andernatt.
Y corrieron, corrieron desalentados, temerosos de llegar demasiado tarde. Alberto y el ermitaño, a través de los campos, con dirección hacia el castillo de Andernatt.
Mientras más se acercaban, más corrían, y cuanto mayor era la celeridad que imprimían a sus piernas, más lejos creían encontrarse del término de aquella carrera desenfrenada.
A Alberto le animaba el deseo de salvar a su amada; al ermitaño el piadoso afán de arrebatar al diablo un alma para devolvérsela a Dios.
El que de los dos iba delante y el que más impaciencia demostraba era Alberto.
Parecía que el amor había puesto alas en sus pies.
Si durante aquellas horas de angustia no lloró Geranda, fue porque las lágrimas se habían agotado en sus ojos.
El maestro Zacarías, que no había abandonado el inmenso salón, acercábase de vez en cuando al reloj para escuchar los latidos regulares de la vieja máquina.
Entretanto, dieron las seis, y, con tanto asombro como espanto de Escolástica, aparecie-ron estas palabras en la esfera.

EL HOMBRE PUEDE LLEGAR A SER IGUAL A DIOS

Al viejo relojero no sólo no le sorprendían aquellas máximas impías, sino que las leía con delectación, complaciéndose en estas ideas de orgullo, mientras que Pittonaccio daba vueltas en torno suyo.
A las doce de la noche debía firmarse el acta matrimonial del vejete con Geranda, que, inanimada casi, no veía ni oía nada. Únicamente las palabras del anciano y las risotadas del monstruo interrumpían el silencio que reinaba en la estancia.
Dieron las once, el maestro Zacarías se estremeció, y con voz sonora leyó la siguiente blasfemia:

EL HOMBRE DEBE SER ESCLAVO DE LA CIENCIA Y POR ELLA SACRIFICAR PADRES Y FAMILIA

‑¡Sí! ‑exclamó luego. ¡En el mundo no hay más que la ciencia!
Las agujas recorrían a saltos la esfera del reloj de hierro, lanzando silbidos de víbora, y el mecanismo latía con golpes precipitados.
El maestro Zacarías ya no hablaba; había caído al suelo, presa del estertor de la muerte, y de su pecho oprimido sólo salían estas palabras entrecortadas:
‑¡La vida! ¡La ciencia!
Esta escena era presenciada por dos testigos más, el ermitaño y Alberto, que acababan de llegar. El maestro Zacarías estaba tendido en tierra, y Geranda, a su lado, más muerta que viva, oraba...
De pronto, oyóse el seco ruido que precede al toque de la hora.
El maestro Zacarías se incorporó, diciendo:
‑¡Las doce!
Pero el ermitaño tendió la mano hacia el viejo reloj... y las doce no dieron.
El maestro Zacarías exhaló un grito que debió repercutir en el infierno, cuando vio aparecer estas palabras.

SERÁ CONDENADO POR TODA LA ETERNIDAD EL QUE PRETENDA IGUALARSE A DIOS

El viejo reloj se hizo pedazos con ruido de trueno, y el muelle, escapándose, saltó a través del salón en medio de mil contorsiones fantásticas.
El anciano se levantó y corrió hacia el muelle, tratando en vano de apoderarse de él, y exclamando:
‑¡Mi alma! ¡Mi alma!
El muelle giraba delante de él a uno y otro lado, sin que él lograra jamás alcanzarlo.
Pittonaccio se apoderó de él, al fin, y, profiriendo una horrible blasfemia, se hundió en el suelo, que se abrió para tragarlo.
El maestro Zacarías cayó de espaldas. Había dejado de existir.

... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... …
Sepultado en los picos de Andernatt el cadáver del relojero, regresaron a Ginebra Alberto y Geranda, quienes, durante los largos años de vida que Dios les concedió, no cesaron de rogar por el alma del maestro Zacarías, el viejo réprobo de la ciencia.
¿Lo habrá perdonado Dios?
¿Quién se atreve a aventurar juicios acerca de los designios de la Misericordia divina?

 1.016. Verne (Julio)

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