Habiendo dado al olvido la promesa
hecha a su hija, el maestro Zacarías volvió al taller, y, después de
reconocerse impotente para restituir la vida a sus relojes, decidió intentar la
fabricación de otros. Al efecto, dejó abandonados todos aquellos objetos
inertes y se puso a terminar el reloj de cristal, que debía ser su mejor obra;
pero, a pesar del interés que en ella puso, y del gran trabajo que empleó
utilizando las herramientas más perfectas, el reloj estalló en sus manos la
primera vez que pretendió ponerlo en marcha.
Ocultó el anciano esta contrariedad
a todo el mundo, incluso a su hija; pero, desde entonces, su existencia empezó
a declinar con gran rapidez. Aquéllas eran las últimas oscilaciones del
péndulo, que disminuyen cuando nada les devuelve su movimiento primitivo.
Parecía que las leyes de la pesantez, obrando directamente sobre el anciano, lo
arrastraban de un modo irresistible hacia la tumba.
Este percance acabó de desconcertarlo
por completo.
Completamente loco ya, el maestro
Zacarías, creyéndose más grande y poderoso, cuanto más pequeño e inhábil iba
haciéndose, no cesaba de formular blasfemias con tanto asombro como espanto de
Alberto, que a veces las oía sin pretenderlo y de quien el maestro no se
recataba para emitir sus pensamientos.
El operario, por no exacerbarlo,
guardaba silencio y no le contradecía, pero sufría horriblemente siempre que lo
oía disparatar.
‑Ha perdido el juicio por completo ‑decíase
a sí mismo, reflexionando, Alberto. Sin duda alguna, tiene debilidad cerebral
o Dios lo ha dejado de su mano.
No se atrevía el joven a creer que
el demonio se había apoderado del alma del maestro Zacarías y ejercía sobre
ella un imperio absoluto.
Llegó el domingo tan vehementemente
deseado por Geranda. El tiempo estaba hermoso y la temperatura era muy
agradable. Los habitantes de Ginebra recorrían tranquilos las calles
conversando alegremente acerca de la llegada de la primavera.
Geranda, tomando suavemente el
brazo del viejo relojero, encaminóse a la iglesia, seguida por Escolástica, que
llevaba los devocionarios. La gente los miraba con curiosidad, y muchos, al
verlos, se sonreían y se detenían a contemplarlos.
El anciano dejábase conducir como
un niño o, por mejor decir, como un ciego. Cuando el pequeño grupo entró en la
iglesia de San Pedro, los fieles que en ella estaban no pudieron reprimir un
movimiento de espanto al ver al relojero. Hasta se esforzaban para apartarse de
él...
Escolástica, al advertir la aversión
que su amo inspiraba a la gente, dirigía a uno y otro lado miradas de desafío,
pero no se atrevía a decir una palabra, tanto por respeto a la santidad del
lugar como por no alarmar a su señorita.
La misa mayor había empezado.
Geranda se encaminó al banco que solía ocupar y se arrodilló con devoto
recogimiento; pero el maestro Zacarías se quedó de pie a su lado.
Las ceremonias religiosas se
sucedieron con la majestuosa solemnidad de aquella época, pero el anciano, que
no creía en la eficacia de la oración, no imploró la piedad del cielo con los
gritos de dolor de los "Kyries", ni cantó las magnificencias de las
alturas celestiales con el "Gloria in excelsis” ni oyó la lectura del
Evangelio, ni rezó el "Credo", símbolo de la fe cristiana. El
orgulloso anciano permanecía inmóvil, insensible y mudo como una estatua de
piedra; y, absorto en sus pensamientos materialistas, ni siquiera se inclinó
cuando la campanilla anunció el milagro de la transubstanciación, en cuyo
solemne momento quedóse mirando con fijeza la hostia divinizada en el acto de
elevarla el sacerdote.
Geranda miró a su padre, y las
lágrimas que brotaron de sus ojos humedecieron las hojas de su devocionario.
En aquel instante, el reloj de San
Pedro dio las once y media. El maestro Zacarías se volvió rápidamente hacia el
antiguo campanario en el que vibraba aún el sonido de la campana, y le pareció
que la esfera interior lo miraba con fijeza, que las cifras de las horas
brillaban como si estuvieran grabadas con caracteres de fuego, y que las saetas
lanzaban chispas eléctricas por sus agudas puntas.
Desde aquel momento no volvió el
relojero a mirar al sacerdote ni el altar. Como si hubiera reconcentrado toda
su vida en el reloj, tenía los ojos fijos en las manecillas que rodaban sobre
la esfera, señalando los minutos que iban transcurriendo.
El maestro Zacarías contemplaba
aquella máquina, obra ingeniosa que había salido de sus manos, con tanto
orgullo como temor. Con orgullo, por creer que nadie sino él podía construir un
reloj tan perfecto; y con temor, porque esperaba que de un momento a otro la
máquina dejara de funcionar, a pesar de estar admirable-mente construida, de
igual suerte que se habían parado los demás relojes fabricados por él.
Escolástica miraba, de vez en
cuando, a su amo de reojo y al advertir que estaba distraído y no prestaba
atención alguna a la misa que se celebraba, redoblaba el fervor de su oración y
pedía a Dios que devolviera su gracia a aquella alma extraviada.
El santo sacrificio de la misa
había terminado.
Como se acostumbraba rezar el
"Angelus" a las doce en punto, los sacerdotes oficiantes aguardaban
que diese la hora en el reloj, en cuyo momento elevaban la oración a la Virgen.
Pero, de pronto, oyóse un ruido
estridente, y el maestro Zacarías dio un grito...
La aguja que señalaba las horas y
el minutero se habían parado al llegar a las doce, y la campana no sonó.
Geranda se apresuró a auxiliar a su
padre, que se encontraba tendido y sin movimiento, y que fue sacado de la
iglesia.
‑¡Éste es un golpe de muerte! ‑exclamó
la joven sollozando.
Los fieles que ocupaban el templo,
al oír el grito del maestro Zacarías y verlo caer al suelo, interrumpieron sus
oraciones, alarmados, y, aunque no faltaron personas caritativas que se
aproximaron a él con el propósito de auxiliarlo, hubo muchas también que se
apartaron más de lo que ya estaban por temor a que el diablo que, según la
creencia general, llevaba el anciano en el cuerpo se posesionara de ellas.
‑¡Castigo de Dios! ‑comentaron
algunos.
‑Satanás ha estropeado el reloj del
templo, y el maestro Zacarías, al ver destruida su obra, ha ido al infierno a
recriminar a su cómplice por haber faltado al pacto que con él tenía hecho ‑explicó
un colega artista, que durante muchos años había envidiado su habilidad.
Este accidente provocó cierta confusión
en el templo, donde no se restableció el orden hasta que el enfermo fue sacado
de él.
Trasladado a su domicilio, el
maestro Zacarías fue acostado en completo estado de anonadamiento. Su cuerpo no
vivía ya sino superficialmente, a semejanza de los últimos torbellinos de humo
que giran en torno de una lámpara que se apaga.
Cuando recobró los sentidos,
Alberto y Geranda estaban inclinados sobre él.
En aquel momento supremo, lo por
venir adquirió ante su vista la forma de lo presente, y vio a su hija sola y
sin amparo.
‑Hijo mío ‑dijo entonces a Alberto,
te doy a mi hija.
Y extendió la mano sobre ambos
jóvenes, que se enlazaron ante el lecho de muerte del anciano.
Pero, de pronto, el maestro
Zacarías se levantó con un movimiento de rabia. Era que acababa de recordar las
palabras del vejete.
‑¡No quiero morir! ‑exclamó. ¡No
puedo morir! Yo, el maestro Zacarías, no debo morir... ¡Mis libros..., mis
cuentas...!
Y, al decir esto, saltó de la cama
y cogió un volumen en el que figuraban anotados los nombres de sus
parroquianos, así como el objeto que les había vendido.
Hojeó apresuradamente el libro, y
su dedo descarnado se clavó en una de las páginas.
‑¡Aquí, aquí! ‑exclamó. ¡El viejo
reloj de hierro vendido a Pittonaccio! ¡Es el único que no me han traído aún
para que lo arregle! ¡Sígue existiendo y marchando! ¡Ah! ¡Lo quiero, lo
encontraré y lo cuidaré de tal modo que la muerte ya no podrá apoderarse de mí!
Y dicho esto, se desmayó.
Alberto y Geranda se arrodillaron
cerca del anciano y confundieron sus lágrimas.
Momentos de suprema angustia fueron
aquellos para ambos jóvenes, que vieron, con el alma llena de espanto, la lucha
horrible que la naturaleza del maestro Zacarías tenía que sostener debatiéndose
contra la muerte.
El estado de postración en que se encontraba
el anciano era tan grande, que resultaban inútiles cuantos esfuerzos se hacían
para reanimarlo.
Como la enfermedad que lo aquejaba,
más que física era moral, los medicamentos que le obligaban a ingerir no
producían efecto alguno.
¿Qué fuerza poderosa influyó en
aquel organismo debilitado? No sabríamos decirlo; pero lo cierto fue que,
cuando Alberto y Geranda habían ya perdido casi por completo toda esperanza de
que se salvase, el enfermo empezó a mejorar y a recobrar las fuerzas.
Algunos días después, el maestro
Zacarías, aquel hombre casi muerto, abandonó el lecho y volvió a la vida por
una excitación sobrenatural. El orgullo lo sostenía; pero Geranda no se hacía
ilusiones. Estaba convencida de que su padre había dejado de vivir material y
espiritualmente.
1.016. Verne (Julio)
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