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viernes, 24 de enero de 2014

Maestro zacarias - Cap V. El maestro zacarías en la iglesia

Habiendo dado al olvido la promesa hecha a su hija, el maestro Zacarías volvió al taller, y, después de reconocerse impotente para restituir la vida a sus relojes, decidió intentar la fabricación de otros. Al efecto, dejó abandonados todos aquellos objetos inertes y se puso a terminar el reloj de cristal, que debía ser su mejor obra; pero, a pesar del interés que en ella puso, y del gran trabajo que empleó utilizando las herramientas más perfectas, el reloj estalló en sus manos la primera vez que pretendió ponerlo en marcha.
Ocultó el anciano esta contrariedad a todo el mundo, incluso a su hija; pero, desde entonces, su existencia empezó a declinar con gran rapidez. Aquéllas eran las últimas oscilaciones del péndulo, que disminuyen cuando nada les devuelve su movimiento primitivo. Parecía que las leyes de la pesantez, obrando directamente sobre el anciano, lo arrastraban de un modo irresistible hacia la tumba.
Este percance acabó de desconcertarlo por completo.
Completamente loco ya, el maestro Zacarías, creyéndose más grande y poderoso, cuanto más pequeño e inhábil iba haciéndose, no cesaba de formular blasfemias con tanto asombro como espanto de Alberto, que a veces las oía sin pretenderlo y de quien el maestro no se recataba para emitir sus pensamientos.
El operario, por no exacerbarlo, guardaba silencio y no le contradecía, pero sufría horriblemente siempre que lo oía disparatar.
‑Ha perdido el juicio por completo ‑decíase a sí mismo, reflexionando, Alberto. Sin duda alguna, tiene debilidad cerebral o Dios lo ha dejado de su mano.
No se atrevía el joven a creer que el demonio se había apoderado del alma del maestro Zacarías y ejercía sobre ella un imperio absoluto.
Llegó el domingo tan vehementemente deseado por Geranda. El tiempo estaba hermoso y la temperatura era muy agradable. Los habitantes de Ginebra recorrían tranquilos las calles conversando alegremente acerca de la llegada de la primavera.
Geranda, tomando suavemente el brazo del viejo relojero, encaminóse a la iglesia, seguida por Escolástica, que llevaba los devocionarios. La gente los miraba con curiosidad, y muchos, al verlos, se sonreían y se detenían a contemplarlos.
El anciano dejábase conducir como un niño o, por mejor decir, como un ciego. Cuando el pequeño grupo entró en la iglesia de San Pedro, los fieles que en ella estaban no pudieron reprimir un movimiento de espanto al ver al relojero. Hasta se esforzaban para apartarse de él...
Escolástica, al advertir la aversión que su amo inspiraba a la gente, dirigía a uno y otro lado miradas de desafío, pero no se atrevía a decir una palabra, tanto por respeto a la santidad del lugar como por no alarmar a su señorita.
La misa mayor había empezado. Geranda se encaminó al banco que solía ocupar y se arrodilló con devoto recogimiento; pero el maestro Zacarías se quedó de pie a su lado.
Las ceremonias religiosas se sucedieron con la majestuosa solemnidad de aquella época, pero el anciano, que no creía en la eficacia de la oración, no imploró la piedad del cielo con los gritos de dolor de los "Kyries", ni cantó las magnificencias de las alturas celestiales con el "Gloria in excelsis” ni oyó la lectura del Evangelio, ni rezó el "Credo", símbolo de la fe cristiana. El orgulloso anciano permanecía inmóvil, insensible y mudo como una estatua de piedra; y, absorto en sus pensamientos materialistas, ni siquiera se inclinó cuando la campanilla anunció el milagro de la transubstanciación, en cuyo solemne momento quedóse mirando con fijeza la hostia divinizada en el acto de elevarla el sacerdote.
Geranda miró a su padre, y las lágrimas que brotaron de sus ojos humedecieron las hojas de su devocionario.
En aquel instante, el reloj de San Pedro dio las once y media. El maestro Zacarías se volvió rápidamente hacia el antiguo campanario en el que vibraba aún el sonido de la campana, y le pareció que la esfera interior lo miraba con fijeza, que las cifras de las horas brillaban como si estuvieran grabadas con caracteres de fuego, y que las saetas lanzaban chispas eléctricas por sus agudas puntas.
Desde aquel momento no volvió el relojero a mirar al sacerdote ni el altar. Como si hubiera reconcentrado toda su vida en el reloj, tenía los ojos fijos en las manecillas que rodaban sobre la esfera, señalando los minutos que iban transcurriendo.
El maestro Zacarías contemplaba aquella máquina, obra ingeniosa que había salido de sus manos, con tanto orgullo como temor. Con orgullo, por creer que nadie sino él podía construir un reloj tan perfecto; y con temor, porque esperaba que de un momento a otro la máquina dejara de funcionar, a pesar de estar admirable-mente construida, de igual suerte que se habían parado los demás relojes fabricados por él.
Escolástica miraba, de vez en cuando, a su amo de reojo y al advertir que estaba distraído y no prestaba atención alguna a la misa que se celebraba, redoblaba el fervor de su oración y pedía a Dios que devolviera su gracia a aquella alma extraviada.
El santo sacrificio de la misa había terminado.
Como se acostumbraba rezar el "Angelus" a las doce en punto, los sacerdotes oficiantes aguardaban que diese la hora en el reloj, en cuyo momento elevaban la oración a la Virgen.
Pero, de pronto, oyóse un ruido estridente, y el maestro Zacarías dio un grito...
La aguja que señalaba las horas y el minutero se habían parado al llegar a las doce, y la campana no sonó.
Geranda se apresuró a auxiliar a su padre, que se encontraba tendido y sin movimiento, y que fue sacado de la iglesia.
‑¡Éste es un golpe de muerte! ‑exclamó la joven sollozando.
Los fieles que ocupaban el templo, al oír el grito del maestro Zacarías y verlo caer al suelo, interrumpieron sus oraciones, alarmados, y, aunque no faltaron personas caritativas que se aproximaron a él con el propósito de auxiliarlo, hubo muchas también que se apartaron más de lo que ya estaban por temor a que el diablo que, según la creencia general, llevaba el anciano en el cuerpo se posesionara de ellas.
‑¡Castigo de Dios! ‑comentaron algunos.
‑Satanás ha estropeado el reloj del templo, y el maestro Zacarías, al ver destruida su obra, ha ido al infierno a recriminar a su cómplice por haber faltado al pacto que con él tenía hecho ‑explicó un colega artista, que durante muchos años había envidiado su habilidad.
Este accidente provocó cierta confusión en el templo, donde no se restableció el orden hasta que el enfermo fue sacado de él.
Trasladado a su domicilio, el maestro Zacarías fue acostado en completo estado de anonadamiento. Su cuerpo no vivía ya sino superficialmente, a semejanza de los últimos torbellinos de humo que giran en torno de una lámpara que se apaga.
Cuando recobró los sentidos, Alberto y Geranda estaban inclinados sobre él.
En aquel momento supremo, lo por venir adquirió ante su vista la forma de lo presente, y vio a su hija sola y sin amparo.
‑Hijo mío ‑dijo entonces a Alberto, te doy a mi hija.
Y extendió la mano sobre ambos jóvenes, que se enlazaron ante el lecho de muerte del anciano.
Pero, de pronto, el maestro Zacarías se levantó con un movimiento de rabia. Era que acababa de recordar las palabras del vejete.
‑¡No quiero morir! ‑exclamó. ¡No puedo morir! Yo, el maestro Zacarías, no debo morir... ¡Mis libros..., mis cuentas...!
Y, al decir esto, saltó de la cama y cogió un volumen en el que figuraban anotados los nombres de sus parroquianos, así como el objeto que les había vendido.
Hojeó apresuradamente el libro, y su dedo descarnado se clavó en una de las páginas.
‑¡Aquí, aquí! ‑exclamó. ¡El viejo reloj de hierro vendido a Pittonaccio! ¡Es el único que no me han traído aún para que lo arregle! ¡Sígue existiendo y marchando! ¡Ah! ¡Lo quiero, lo encontraré y lo cuidaré de tal modo que la muerte ya no podrá apoderarse de mí!
Y dicho esto, se desmayó.
Alberto y Geranda se arrodillaron cerca del anciano y confundieron sus lágrimas.
Momentos de suprema angustia fueron aquellos para ambos jóvenes, que vieron, con el alma llena de espanto, la lucha horrible que la naturaleza del maestro Zacarías tenía que sostener debatiéndose contra la muerte.
El estado de postración en que se encontraba el anciano era tan grande, que resultaban inútiles cuantos esfuerzos se hacían para reanimarlo.
Como la enfermedad que lo aquejaba, más que física era moral, los medicamentos que le obligaban a ingerir no producían efecto alguno.
¿Qué fuerza poderosa influyó en aquel organismo debilitado? No sabríamos decirlo; pero lo cierto fue que, cuando Alberto y Geranda habían ya perdido casi por completo toda esperanza de que se salvase, el enfermo empezó a mejorar y a recobrar las fuerzas.
Algunos días después, el maestro Zacarías, aquel hombre casi muerto, abandonó el lecho y volvió a la vida por una excitación sobrenatural. El orgullo lo sostenía; pero Geranda no se hacía ilusiones. Estaba convencida de que su padre había dejado de vivir material y espiritualmente.

1.016. Verne (Julio)

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