No pasó inadvertido para nadie el
afán con que el anciano relojero procuraba reunir recursos metálicos, sin
cuidarse de su familia, empleando todas sus energías en andar, registrar y
murmurar palabras misteriosas.
Una mañana, Geranda bajó al taller
y no encontró allí al maestro Zacarías. Lo esperó durante todo el día, y el
anciano no apareció.
Geranda agotó el caudal de sus
lágrimas, pero éstas no le devolvieron a su padre.
Alberto recorrió toda la ciudad en
busca del maestro Zacarías y, por más que investigó, preguntó a todo el mundo y
registró por todas partes, no consiguió encontrar al anciano ni a persona
alguna que le dijese que lo había visto.
No faltó, naturalmente, quien
compadeciera al joven operario al ver la cariñosa solicitud con que hacía estas
inútiles investigaciones, pero hubo algunos también que, al ser interrogados,
respondieron con manifiesto mal humor:
‑¿El maestro Zacarías? Se lo habrá
llevado el diablo, que es su compadre ‑repuso uno.
‑El maestro Zacarías debe de estar
en el infierno, por haber inventado esas máquinas diabólicas que andan solas ‑contestó
otro.
‑¡Bah! ¡Bah! ‑agregó un tercero. No
busque al maestro Zacarías en la ciudad, porque debe habérselo tragado la tierra.
¡Lástima que no haya desaparecido antes!
Alberto volvió a casa,
completamente convencido de que su anciano maestro se había ausentado de
Ginebra.
‑Busquemos a nuestro padre ‑dijo
Geranda, cuando el joven le comunicó la triste noticia.
‑¿Dónde estará? ‑preguntóse
Alberto.
De pronto, por una especie de
inspiración, volvieron a su memoria las últimas palabras del maestro Zacarías,
quien había concentrado toda su existencia en el viejo reloj de hierro que no
le habían devuelto y probablemente había ido a buscarlo.
Alberto comunicó esta idea a
Geranda, que repuso:
‑Veamos el libro de mi padre.
Ambos fueron al taller, donde
encontraron el libro abierto sobre la mesa de trabajo.
La inscripción de todos los relojes
vendidos y que le habían sido devueltos aparecía borrada en el libro, excepto
la de uno, que decía así:
"Reloj de hierro con sonería y
figuras de movimiento, vendido al señor Pittonaccio y depositado en el castillo
de Andernatt."
Era aquel reloj del que con tanto
elogio había hablado la vieja Escolástica.
‑¡Allí está mi padre! ‑exclamó la
joven.
‑¡Corramos en su busca! ‑respondió
Alberto. Todavía podemos salvarlo.
‑No le salvaremos la vida ‑dijo
Geranda, pero le salvaremos el alma.
‑Sea lo que Dios quiera, Geranda.
El castillo de Andematt se encuentra en las gargantas de los Dientes del
Mediodía, aproximadamente a veinte leguas de Gínebra. Partamos.
Aquella misma tarde, Alberto y
Geranda, seguidos por la vieja sirvienta, caminaban a pie por la carretera que
costea el lago de Ginebra, no deteniéndose ni en Bessinge ni en Ermance, donde
está el célebre castillo de los Mayor. Vadearon, no con mucha facilidad, el
torrente de la Dranse ,
y en todas partes inquirían noticias acerca del maestro Zacarías, y no tardaron
en adquirir la seguridad de que seguían sus huellas. Aquella noche anduvieron
cinco leguas.
Al amanecer del siguiente día,
después de pasar por Thonon, llegaron a Vian, donde la costa de Suiza empieza a
desenvolverse, a la vista, en una extensión de doce leguas; pero los jóvenes no
se detuvieron a contemplar aquellos encantadores sitios. Una fuerza
sobrenatural los impulsaba hacia delante. Alberto, apoyado en un nudoso bastón,
ofrecía el brazo unas veces a Geranda y otras a Escolástica, a quienes sostenía
enérgicamente aquella dolorosa peregrinación. Los tres confiábanse mutuamente
sus penas y sus esperanzas, mientras seguían el hermoso camino que une, por
aquella estrecha planicie, la ribera del lago con las elevadas cimas de las
montañas de Chalais. Pronto llegaron a Bouveret, en cuyo punto entra el Ródano
en el lago de Ginebra.
Allí abandonaron el lago y se internaron
en las regiones montuosas, no tardando en dejar tras de ellos, a pesar de las
enormes fatigas que les ocasionaba la marcha, a Vionnar, Chesset y Collombay,
aldeas medio perdidas. Sin embargo, sus rodillas flaquearon más de una vez, y
sus pies se lastimaron en las agudas crestas que erizan el piso como matas de
granito. En aquella región montañosa no adquirieron noticia alguna del maestro
Zacarías.
Sin embargo, era preciso
encontrarlo y los viajeros no pidieron descanso ni en las cabañas aisladas que
encontraron en el camino ni en el castillo de Monthey, que con sus dependencias
formó la dote de Margarita de Saboya. Por último, al terminar el día, llegaron
casi moribundos de cansancio a la ermita de Nuestra Señora de Sex, que se alza
en la base de los Dientes del Mediodía, a seiscientos pies sobre el Ródano.
Anochecía cuando el ermitaño los
recibió, y, como no podían dar un paso más, allí se vieron precisados a tomar
algún descanso.
El ermitaño no les dio noticia
alguna del maestro Zacarías, y los viajeros desconfiaban de encontrarlo vivo en
aquellas lúgubres soledades. La noche era profunda; el huracán silbaba en las
montañas, y los aludes precipitábanse desde las cimas de las peñas.
Los dos jóvenes, acurrucados junto
al hogar de la ermita, relataron su dolorosa historia. Sus mantos impregnados
de nieve secábanse en un rincón, y, afuera, el perro del ermitaño confundía sus
lúgubres ladridos con los rugidos del temporal.
‑El orgullo ‑dijo el ermitaño a sus
huéspedes- ha perdido a un ángel nacido para el bien. Es la piedra de toque en
que se quiebran todos los destinos humanos. Al orgullo, principio de todos los
vicios, no es posible oponer ningún raciocinio, puesto que, por su misma
naturaleza, el orgullo se niega a escucharlo. Lo único que en este caso se
puede hacer es rogar a Dios por su padre.
Geranda, Escolástica, Alberto y el
ermitaño se disponían a arrodillarse para rezar cuando redoblaron los ladridos
del perro y una voz gritó, llamando a la puerta de la ermita:
‑¡Abran pronto, en nombre del
diablo!
La puerta, violentamente empujada
desde fuera, cedió y presen-tóse un hombre des-melenado, desencajado y casi
desnudo.
‑¡Padre mío! ‑exclamó Geranda,
Era, efectivamente, el maestro
Zacarías.
‑¿Dónde me encuentro? ‑preguntó. En
la eternidad... El tiempo ha concluido... Las horas no suenan... ¡Las agujas se
paran!
‑¡Padre mío ‑repitió Geranda, con
emoción tan desgarrada que pareció que el anciano recobraba el juicio.
‑¡Tú aquí, Geranda mía; tú también,
Alberto ¡Ah, venís a contraer matrimonio a nuestra antigua iglesia!
‑Padre mío ‑dijo Geranda,
agarrándolo por un brazo, vuelva a su casa de Ginebra, venga con nosotros.
El anciano se desprendió del brazo
de su hija y corrió a la puerta, en cuyo umbral se amontonaba la nieve, que
caía a grandes copos.
‑No abandone a sus hijos ‑dijo
Alberto.
‑¿Para qué? ‑respondió tristemente
el relojero. ¿Para qué volver a los sitios en que se deslizó mi vida y donde ha
quedado enterrada para siempre una parte de mí mismo?
‑Su alma, sin embargo, no ha muerto
‑dijo el ermitaño con gravedad.
‑¡Mi alma...! ¡Oh, no...! ¡Tiene
buenas ruedas...! La siento latir acompasadamente.
‑¡Su alma es inmaterial! ¡Su alma
es inmortal! repuso el ermitaño con vehemencia.
‑Sí... como mi gloria... Pero está
encerrada en el castillo de Andernatt, y deseo recobrarla.
El ermitaño se santiguó.
Escolástica estaba casi exánime, y Alberto sostenía a Geranda en sus brazos.
‑El castillo de Andernatt lo habita
un condenado ‑repuso el ermitaño, un condenado que no se descubre ante la cruz
de mi ermita.
‑Padre mío, no vaya usted allí.
‑¡Quiero mi alma, porque mi alma es
mía!
‑¡Detengan a mi padre!
Pero el anciano había traspasado ya
el umbral, y, lanzándose a través de las sombras de la noche, no cesaba de
gritar con estentórea voz:
-¡Quiero mi alma! ¡Quiero mi alma!
Geranda, Alberto y Escolástica
corrieron tras él, siguiéndolo por senderos impracticables, sobre los cuales
volaba el maestro Zacarías como huracán empujado por una fuerza irresistible.
La nieve formaba torbellinos alrededor de ellos confundiendo sus blancos copos
con la espuma de los torrentes desbordados.
Al pasar frente a la capilla
erigida en memoria de la matanza de la legión tebana, Geranda, Alberto y
Escolástica se santiguaron devota-mente. El maestro Zacarías no se descubrió.
Apareció por fin la aldea de
Evionnaz en medio de aquella región oculta, cuyo aspecto ponía espanto en el
corazón más empedernido, y el anciano, sin dirigir siquiera una mirada al
villorrio, siguió avanzando. Luego, torció hacia la izquierda y penetró en lo
más profundo de las gargantas de los Dientes del Mediodía, cuyos agudos picos
muerden el cielo.
Ante él irguióse una ruina, vieja y
sombría, como las rocas que le servían de base.
‑¡Ahí es! ¡Ahí! ‑exclamó, apresurando
aún más su carrera desen-frenada.
Efectivamente, el castillo de
Andernatt sólo era en aquella época un montón de ruinas. Dominado por una
maciza torre carcomida y desmantelada, parecía amenazar con su caída los
vetustos murallones que reposaban a sus pies. Aquellas moles de piedra
infundían horror, sugiriendo la idea de que allí detrás sólo debía haber
algunos sombríos salones con los techos derruidos e inmundos depósitos de
víboras.
Llegábase al castillo de Andernatt
por una poterna estrecha y baja sobre un foso lleno de escombros.
¿Qué gentes habían pasado por allí?
Se ignora. Probablemente algún margrave, mitad bandido, mitad señor, había
ocupado aquella morada, y al margrave sucedieron los salteadores o monederos
falsos, que fueron ahorcados en el teatro de su crimen. La leyenda afirmaba
que, durante las noches de invierno, Satanás presidía sus tradicionales danzas
sobre la ladera de las profundas gargantas en que se ocultaba la sombra de
aquellas ruinas.
Al maestro Zacarías no le atemorizó
el aspecto tan siniestro del castillo. Llegó resueltamente a la potema sin que
nadie se opusiera a su paso, y apareció ante sus ojos un extenso y tenebroso
patio, que nadie tampoco le impidió atravesar. Luego, trepó por una especie de
plano inclinado que conducía a uno de los largos corredores, cuyos arcos
parecen aplastar la luz bajo sus pesados arranques, y tampoco allí encontró a
nadie.
Geranda, Alberto y Escolástica continuaban
tras él.
El maestro Zacarías, como guiado
por una mano invisible, marchaba con paso rápido y seguro. Llegó a una puerta
carcomida, que se conmovió bajo sus esfuerzos, y una nube de murciélagos
trazaban círculos oblicuos en torno de su cabeza.
Una sala inmensa, mejor conservada
que las demás, ofrecióse a su vista. Altos tableros esculpidos, sobre los
cuales parecían agitarse confusa-mente larvas, vampiros y tarascas, revestían
las paredes de aquella estancia, en la que algunas ventanas, largas y angostas
como aspilleras, estremecíanse bajo las descargas de la tempestad.
Al llegar el maestro Zacarías al
centro de la sala prorrumpió en un grito de alegría.
Sobre una repisa de hierro
empotrada en la pared descansaba el reloj en que estaba reconcentrada toda su
vida. Aquella incomparable obra maestra tenía la forma de una vieja iglesia romana,
con sus contrafuertes de hierro forjado y su pesado campanario, dotado de una
sonería completa para la antífona del día, las oraciones, la misa, las
vísperas, las completas y la salve. Sobre la puerta de la iglesia, que se abría
a la hora de los oficios, había un rosetón en el centro en el que se movían dos
agujas y cuyo cerco presentaba las doce horas esculpidas en relieve. Entre la
puerta y el rosetón iba apare-ciendo, sobre una tarjeta de latón, una máxima
relativa al empleo de cada instante del día, como había referido Escolástica.
El maestro Zacarías había regulado aquella sucesión de leyendas con cristiana
solicitud, y las horas de la oración, del trabajo, de las comidas, del recreo y
del reposo sucedíanse ordenadamente con arreglo a la disciplina religiosa y
debían infaliblemente salvar el alma del cristiano que hubiera observado sus
preceptos.
El maestro Zacarías, loco de júbilo, se
disponía a apoderarse del reloj, cuando resonó detrás de él una espantosa
carcajada.
Volvióse el anciano relojero, y, a la luz de
una lámpara fuliginosa, reconoció al vejete que se le había presentado en
Ginebra.
-Salud, maestro Zacarías ‑dijo el
monstruo.
¿Quién es usted?
El señor Pittonaccio, para servirlo. ¿Ha
venido a darme a su hija? ¿Se ha acordado de mis palabras: "Geranda no se
casará con Alberto"?
‑¡Usted aquí! ‑exclamó el maestro Zacarías.
El joven obrero abalanzóse sobre Pittonaccio,
que se le escapó de entre las manos como una sombra.
Geranda, atemorizada, agarróse al brazo de Alberto.
‑¡Detente, Alberto! ‑dijo imperiosamente el
maestro Zacarías.
‑¡Buenas noches! ‑repuso Pittonaccio, y desapareció.
Padre mío ‑suspiró Geranda, huyamos de estos
malditos lugares
El maestro Zacarías ya no estaba allí. Había
salido en persecución del fantasma de Pittonaccio a través de los desmantelados
salones de aquella lúgubre y espantosa mansión.
Escolástica, Alberto y Geranda se quedaron
anonadados en aquella estancia inmensa. La joven había caído sobre un sillón
de piedra; la vieja sirvienta se había arrodillado a su lado impetrando la
misericordia divina, y Alberto permaneció de pie cuidando a su amada.
Cabalgando sobre las sombras, veíanse de vez
en cuando algunas pálidas claridades, que acrecentaban el terror que inspiraba
la sala.
El silencio, sólo interrumpido a
intervalos por los insectos que roían la madera, era absoluto.
El ruido que producían los insectos
parecía asemejarse, en cierto modo, al compás del reloj de la muerte.
A oscuras, en un rincón de aquella
sala inmensa, pasaron la noche Geranda, Escolástica y Alberto, lamentando la
locura de que era indudablemente víctima el maestro Zacarías, sin arriesgarse a
salir por no extraviarse en aquel siniestro laberinto de ruinosas habitaciones
de que parecía haberse posesionado el Diablo,
A ratos, y éstos eran los momentos
menos penoso, para ellos, rogaban a Dios con toda la fe de sus almas piadosas
que devolviera la razón al anciano conduciéndolo por la senda del bien, del que
su excesivo orgullo lo había apartado; y, a ratos, conversaban en voz baja,
tratando de consolarse mutuamente.
¡Esfuerzo inútil! Cuanto más se
afanaba cada cual por llevar al ánimo de sus compañeros la esperanza de que con
la llegada del nuevo día terminarían sus angustias, más se convencían de que la
situación por la que atravesaban no podía acabar sino muy trágicamente.
Y proseguía con lentitud el tiempo
su marcha hacia la eterna infinidad, y los corazones de Alberto, Geranda y
Escolástica no conseguían tranquilizarse.
Por el contrario, a medida que
transcurrían las horas y se aproximaba el nuevo día, más impacientes y
desasosegados se encontraban.
Y, como todo llega al fin cuando
debe llegar, sin que la voluntad humana sea lo suficientemente poderosa para
hacer que ocurra lo que no debe ocurrir, después que pasaron las horas necesarias
amaneció e¡ nuevo día.
1.016. Verne (Julio)
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