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viernes, 24 de enero de 2014

Maestro zacarias - Cap VI. El castillo de andernatt

No pasó inadvertido para nadie el afán con que el anciano relojero procuraba reunir recursos metálicos, sin cuidarse de su familia, empleando todas sus energías en andar, registrar y murmurar palabras misteriosas.
Una mañana, Geranda bajó al taller y no encontró allí al maestro Zacarías. Lo esperó durante todo el día, y el anciano no apareció.
Geranda agotó el caudal de sus lágrimas, pero éstas no le devolvieron a su padre.
Alberto recorrió toda la ciudad en busca del maestro Zacarías y, por más que investigó, preguntó a todo el mundo y registró por todas partes, no consiguió encontrar al anciano ni a persona alguna que le dijese que lo había visto.
No faltó, naturalmente, quien compadeciera al joven operario al ver la cariñosa solicitud con que hacía estas inútiles investigaciones, pero hubo algunos también que, al ser interrogados, respondieron con manifiesto mal humor:
‑¿El maestro Zacarías? Se lo habrá llevado el diablo, que es su compadre ‑repuso uno.
‑El maestro Zacarías debe de estar en el infierno, por haber inventado esas máquinas diabólicas que andan solas ‑contestó otro.
‑¡Bah! ¡Bah! ‑agregó un tercero. No busque al maestro Zacarías en la ciudad, porque debe habérselo tragado la tierra. ¡Lástima que no haya desaparecido antes!
Alberto volvió a casa, completamente convencido de que su anciano maestro se había ausentado de Ginebra.
‑Busquemos a nuestro padre ‑dijo Geranda, cuando el joven le comunicó la triste noticia.
‑¿Dónde estará? ‑preguntóse Alberto.
De pronto, por una especie de inspiración, volvieron a su memoria las últimas palabras del maestro Zacarías, quien había concentrado toda su existencia en el viejo reloj de hierro que no le habían devuelto y probablemente había ido a buscarlo.
Alberto comunicó esta idea a Geranda, que repuso:
‑Veamos el libro de mi padre.
Ambos fueron al taller, donde encontraron el libro abierto sobre la mesa de trabajo.
La inscripción de todos los relojes vendidos y que le habían sido devueltos aparecía borrada en el libro, excepto la de uno, que decía así:
"Reloj de hierro con sonería y figuras de movimiento, vendido al señor Pittonaccio y depositado en el castillo de Andernatt."
Era aquel reloj del que con tanto elogio había hablado la vieja Escolástica.
‑¡Allí está mi padre! ‑exclamó la joven.
‑¡Corramos en su busca! ‑respondió Alberto. Todavía podemos salvarlo.
‑No le salvaremos la vida ‑dijo Geranda, pero le salvaremos el alma.
‑Sea lo que Dios quiera, Geranda. El castillo de Andematt se encuentra en las gargantas de los Dientes del Mediodía, aproximadamente a veinte leguas de Gínebra. Partamos.
Aquella misma tarde, Alberto y Geranda, seguidos por la vieja sirvienta, caminaban a pie por la carretera que costea el lago de Ginebra, no deteniéndose ni en Bessinge ni en Ermance, donde está el célebre castillo de los Mayor. Vadearon, no con mucha facilidad, el torrente de la Dranse, y en todas partes inquirían noticias acerca del maestro Zacarías, y no tardaron en adquirir la seguridad de que seguían sus huellas. Aquella noche anduvieron cinco leguas.
Al amanecer del siguiente día, después de pasar por Thonon, llegaron a Vian, donde la costa de Suiza empieza a desenvolverse, a la vista, en una extensión de doce leguas; pero los jóvenes no se detuvieron a contemplar aquellos encantadores sitios. Una fuerza sobrenatural los impulsaba hacia delante. Alberto, apoyado en un nudoso bastón, ofrecía el brazo unas veces a Geranda y otras a Escolástica, a quienes sostenía enérgicamente aquella dolorosa peregrinación. Los tres confiábanse mutuamente sus penas y sus esperanzas, mientras seguían el hermoso camino que une, por aquella estrecha planicie, la ribera del lago con las elevadas cimas de las montañas de Chalais. Pronto llegaron a Bouveret, en cuyo punto entra el Ródano en el lago de Ginebra.
Allí abandonaron el lago y se internaron en las regiones montuosas, no tardando en dejar tras de ellos, a pesar de las enormes fatigas que les ocasionaba la marcha, a Vionnar, Chesset y Collombay, aldeas medio perdidas. Sin embargo, sus rodillas flaquearon más de una vez, y sus pies se lastimaron en las agudas crestas que erizan el piso como matas de granito. En aquella región montañosa no adquirieron noticia alguna del maestro Zacarías.
Sin embargo, era preciso encontrarlo y los viajeros no pidieron descanso ni en las cabañas aisladas que encontraron en el camino ni en el castillo de Monthey, que con sus dependencias formó la dote de Margarita de Saboya. Por último, al terminar el día, llegaron casi moribundos de cansancio a la ermita de Nuestra Señora de Sex, que se alza en la base de los Dientes del Mediodía, a seiscientos pies sobre el Ródano.
Anochecía cuando el ermitaño los recibió, y, como no podían dar un paso más, allí se vieron precisados a tomar algún descanso.
El ermitaño no les dio noticia alguna del maestro Zacarías, y los viajeros desconfiaban de encontrarlo vivo en aquellas lúgubres soledades. La noche era profunda; el huracán silbaba en las montañas, y los aludes precipitábanse desde las cimas de las peñas.
Los dos jóvenes, acurrucados junto al hogar de la ermita, relataron su dolorosa historia. Sus mantos impregnados de nieve secábanse en un rincón, y, afuera, el perro del ermitaño confundía sus lúgubres ladridos con los rugidos del temporal.
‑El orgullo ‑dijo el ermitaño a sus huéspedes- ha perdido a un ángel nacido para el bien. Es la piedra de toque en que se quiebran todos los destinos humanos. Al orgullo, principio de todos los vicios, no es posible oponer ningún raciocinio, puesto que, por su misma naturaleza, el orgullo se niega a escucharlo. Lo único que en este caso se puede hacer es rogar a Dios por su padre.
Geranda, Escolástica, Alberto y el ermitaño se disponían a arrodillarse para rezar cuando redoblaron los ladridos del perro y una voz gritó, llamando a la puerta de la ermita:
‑¡Abran pronto, en nombre del diablo!
La puerta, violentamente empujada desde fuera, cedió y presen-tóse un hombre des-melenado, desencajado y casi desnudo.
‑¡Padre mío! ‑exclamó Geranda,
Era, efectivamente, el maestro Zacarías.
‑¿Dónde me encuentro? ‑preguntó. En la eternidad... El tiempo ha concluido... Las horas no suenan... ¡Las agujas se paran!
‑¡Padre mío ‑repitió Geranda, con emoción tan desgarrada que pareció que el anciano recobraba el juicio.
‑¡Tú aquí, Geranda mía; tú también, Alberto ¡Ah, venís a contraer matrimonio a nuestra antigua iglesia!
‑Padre mío ‑dijo Geranda, agarrándolo por un brazo, vuelva a su casa de Ginebra, venga con nosotros.
El anciano se desprendió del brazo de su hija y corrió a la puerta, en cuyo umbral se amontonaba la nieve, que caía a grandes copos.
‑No abandone a sus hijos ‑dijo Alberto.
‑¿Para qué? ‑respondió tristemente el relojero. ¿Para qué volver a los sitios en que se deslizó mi vida y donde ha quedado enterrada para siempre una parte de mí mismo?
‑Su alma, sin embargo, no ha muerto ‑dijo el ermitaño con gravedad.
‑¡Mi alma...! ¡Oh, no...! ¡Tiene buenas ruedas...! La siento latir acompasadamente.
‑¡Su alma es inmaterial! ¡Su alma es inmortal! repuso el ermitaño con vehemencia.
‑Sí... como mi gloria... Pero está encerrada en el castillo de Andernatt, y deseo recobrarla.
El ermitaño se santiguó. Escolástica estaba casi exánime, y Alberto sostenía a Geranda en sus brazos.
‑El castillo de Andernatt lo habita un condenado ‑repuso el ermitaño, un condenado que no se descubre ante la cruz de mi ermita.
‑Padre mío, no vaya usted allí.
‑¡Quiero mi alma, porque mi alma es mía!
‑¡Detengan a mi padre!
Pero el anciano había traspasado ya el umbral, y, lanzándose a través de las sombras de la noche, no cesaba de gritar con estentórea voz:
-¡Quiero mi alma! ¡Quiero mi alma!
Geranda, Alberto y Escolástica corrieron tras él, siguiéndolo por senderos impracticables, sobre los cuales volaba el maestro Zacarías como huracán empujado por una fuerza irresistible. La nieve formaba torbellinos alrededor de ellos confundiendo sus blancos copos con la espuma de los torrentes desbordados.
Al pasar frente a la capilla erigida en memoria de la matanza de la legión tebana, Geranda, Alberto y Escolástica se santiguaron devota-mente. El maestro Zacarías no se descubrió.
Apareció por fin la aldea de Evionnaz en medio de aquella región oculta, cuyo aspecto ponía espanto en el corazón más empedernido, y el anciano, sin dirigir siquiera una mirada al villorrio, siguió avanzando. Luego, torció hacia la izquierda y penetró en lo más profundo de las gargantas de los Dientes del Mediodía, cuyos agudos picos muerden el cielo.
Ante él irguióse una ruina, vieja y sombría, como las rocas que le servían de base.
‑¡Ahí es! ¡Ahí! ‑exclamó, apresurando aún más su carrera desen-frenada.
Efectivamente, el castillo de Andernatt sólo era en aquella época un montón de ruinas. Dominado por una maciza torre carcomida y desmantelada, parecía amenazar con su caída los vetustos murallones que reposaban a sus pies. Aquellas moles de piedra infundían horror, sugiriendo la idea de que allí detrás sólo debía haber algunos sombríos salones con los techos derruidos e inmundos depósitos de víboras.
Llegábase al castillo de Andernatt por una poterna estrecha y baja sobre un foso lleno de escombros.
¿Qué gentes habían pasado por allí? Se ignora. Probablemente algún margrave, mitad bandido, mitad señor, había ocupado aquella morada, y al margrave sucedieron los salteadores o monederos falsos, que fueron ahorcados en el teatro de su crimen. La leyenda afirmaba que, durante las noches de invierno, Satanás presidía sus tradicionales danzas sobre la ladera de las profundas gargantas en que se ocultaba la sombra de aquellas ruinas.
Al maestro Zacarías no le atemorizó el aspecto tan siniestro del castillo. Llegó resueltamente a la potema sin que nadie se opusiera a su paso, y apareció ante sus ojos un extenso y tenebroso patio, que nadie tampoco le impidió atravesar. Luego, trepó por una especie de plano inclinado que conducía a uno de los largos corredores, cuyos arcos parecen aplastar la luz bajo sus pesados arranques, y tampoco allí encontró a nadie.
Geranda, Alberto y Escolástica continuaban tras él.
El maestro Zacarías, como guiado por una mano invisible, marchaba con paso rápido y seguro. Llegó a una puerta carcomida, que se conmovió bajo sus esfuerzos, y una nube de murciélagos trazaban círculos oblicuos en torno de su cabeza.
Una sala inmensa, mejor conservada que las demás, ofrecióse a su vista. Altos tableros esculpidos, sobre los cuales parecían agitarse confusa-mente larvas, vampiros y tarascas, revestían las paredes de aquella estancia, en la que algunas ventanas, largas y angostas como aspilleras, estremecíanse bajo las descargas de la tempestad.
Al llegar el maestro Zacarías al centro de la sala prorrumpió en un grito de alegría.
Sobre una repisa de hierro empotrada en la pared descansaba el reloj en que estaba reconcentrada toda su vida. Aquella incomparable obra maestra tenía la forma de una vieja iglesia romana, con sus contrafuertes de hierro forjado y su pesado campanario, dotado de una sonería completa para la antífona del día, las oraciones, la misa, las vísperas, las completas y la salve. Sobre la puerta de la iglesia, que se abría a la hora de los oficios, había un rosetón en el centro en el que se movían dos agujas y cuyo cerco presentaba las doce horas esculpidas en relieve. Entre la puerta y el rosetón iba apare-ciendo, sobre una tarjeta de latón, una máxi­ma relativa al empleo de cada instante del día, como había referido Escolástica. El maestro Zacarías había regulado aquella sucesión de leyendas con cristiana solicitud, y las horas de la oración, del trabajo, de las comidas, del recreo y del reposo sucedíanse ordenada­mente con arreglo a la disciplina religiosa y debían infaliblemente salvar el alma del cristiano que hubiera observado sus preceptos.
 El maestro Zacarías, loco de júbilo, se disponía a apoderarse del reloj, cuando resonó detrás de él una espantosa carcajada.
 Volvióse el anciano relojero, y, a la luz de una lám­para fuliginosa, reconoció al vejete que se le había pre­sentado en Ginebra.
-Salud, maestro Zacarías ‑dijo el monstruo.
 ¿Quién es usted?
 El señor Pittonaccio, para servirlo. ¿Ha venido a darme a su hija? ¿Se ha acordado de mis palabras: "Ge­randa no se casará con Alberto"?
 ‑¡Usted aquí! ‑exclamó el maestro Zacarías.
 El joven obrero abalanzóse sobre Pittonaccio, que se le escapó de entre las manos como una sombra.
 Geranda, atemorizada, agarróse al brazo de Al­berto.
 ‑¡Detente, Alberto! ‑dijo imperiosamente el maes­tro Zacarías.
 ‑¡Buenas noches! ‑repuso Pittonaccio, y desa­pareció.
 Padre mío ‑suspiró Geranda, huyamos de es­tos malditos lugares
 El maestro Zacarías ya no estaba allí. Había salido en persecución del fantasma de Pittonaccio a través de los desmantelados salones de aquella lúgubre y espanto­sa mansión.
 Escolástica, Alberto y Geranda se quedaron anona­dados en aquella estancia inmensa. La joven había caído sobre un sillón de piedra; la vieja sirvienta se había arrodillado a su lado impetrando la misericordia divina, y Alberto permaneció de pie cuidando a su amada.
 Cabalgando sobre las sombras, veíanse de vez en cuando algunas pálidas claridades, que acrecentaban el terror que inspiraba la sala.
El silencio, sólo interrumpido a intervalos por los insectos que roían la madera, era absoluto.
El ruido que producían los insectos parecía asemejarse, en cierto modo, al compás del reloj de la muerte.
A oscuras, en un rincón de aquella sala inmensa, pasaron la noche Geranda, Escolástica y Alberto, lamentando la locura de que era indudablemente víctima el maestro Zacarías, sin arriesgarse a salir por no extraviarse en aquel siniestro laberinto de ruinosas habitaciones de que parecía haberse posesionado el Diablo,
A ratos, y éstos eran los momentos menos penoso, para ellos, rogaban a Dios con toda la fe de sus almas piadosas que devolviera la razón al anciano conduciéndolo por la senda del bien, del que su excesivo orgullo lo había apartado; y, a ratos, conversaban en voz baja, tratando de consolarse mutuamente.
¡Esfuerzo inútil! Cuanto más se afanaba cada cual por llevar al ánimo de sus compañeros la esperanza de que con la llegada del nuevo día terminarían sus angustias, más se convencían de que la situación por la que atravesaban no podía acabar sino muy trágicamente.
Y proseguía con lentitud el tiempo su marcha hacia la eterna infinidad, y los corazones de Alberto, Geranda y Escolástica no conseguían tranquilizarse.
Por el contrario, a medida que transcurrían las horas y se aproximaba el nuevo día, más impacientes y desasosegados se encontraban.
Y, como todo llega al fin cuando debe llegar, sin que la voluntad humana sea lo suficientemente poderosa para hacer que ocurra lo que no debe ocurrir, después que pasaron las horas necesarias amaneció e¡ nuevo día.

 1.016. Verne (Julio)

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