El maestro Zacarías iba
debilitándose cada día más, tanto material como moralmente; pero, esto no
obstante, la sobreexcitación extraordinaria de que era víctima lo impulsó con
mayor violencia que nunca a reanudar sus trabajos de relojería, de los que su
amantísima hija no podía ya distraerlo.
Desde la crisis que traidoramente
había provocado en él el extraño personaje, se había enorgullecido de tal modo
que resolvió dominar a fuerza de genio la influencia maldita que pesaba sobre
él y sobre su obra. Primeramente examinó los distintos relojes de la ciudad
confiados a sus cuidados, asegurándose, con atención escrupulosa, de que las
ruedas se encontraban en buen estado, los ejes sólidos y los contrapesos
perfectamente equilibrados, a cuyo efecto escuchó los sonidos de los timbres
con la atención con que el médico ausculta el pecho de un enfermo, sin advertir
el menor síntoma que le hiciera sospechar que los relojes estaban en vísperas
de sufrir la misma suerte que los demás.
Geranda y Alberto lo acompañaban
con frecuencia en estas excursiones, y el maestro Zacarías veía con placer la
solicitud con que lo seguían. Probablemente, no se habría preocupado tanto de
su próximo fin si hubiera pensado que la existencia de aquellos dos seres tan
queridos debía ser la prolongación de la suya, teniendo en cuenta que los hijos
conservan siempre algo de la vida de los padres.
El anciano relojero, al volver a su
casa, poníase a trabajar con asiduidad febril, aunque estaba persuadido de no
salir airoso de su empeño, cosa que, a veces, le parecía imposible, y armaba y
desarmaba incesantemente los relojes que le devolvían.
Desgraciadamente, los relojes que
le entregaban para que los arreglase no volvían jamás a señalar la hora, a
pesar de la solicitud del artífice.
Alberto ocupábase también en
descubrir las causas del mal.
‑Maestro ‑decía, esto no puede
obedecer a otra cosa que al desgaste de los ejes y los engranajes.
¡Ah! ¡Parece que te complaces en
matarme a fuego lento! ‑le contestaba bruscamente el maestro Zacarías. ¿Son,
acaso, obra de un chiquillo los relojes? ¿Supones que por temor a estropearme
los dedos he quitado en el torno la superficie de esas piezas de cobre? ¿No las
he forjado yo mismo para darles mayor duración? ¿No están templados esos
muelles con perfección inusitada? ¿Pueden emplear-se aceites más finos que los
que uso? Tú mismo reconoces que es imposible, y al fin confiesas que el diablo
debe de intervenir en el asunto.
Mientras tanto, desde la mañana
hasta la noche, los parroquianos descontentos afluían, cada día en mayor
número, a casa del relojero, que no sabía ya a quién atender.
‑Este reloj se atrasa, y no consigo
que marche con regularidad ‑decía uno.
Pues éste ‑añadía otro‑ se ha
parado con una tenacidad invencible, lo mismo que el sol de Josué.
Si es cierto que su salud influye
en la de los relojes ‑exclamaba la mayor parte de los descontentos háganos el
favor de curarse pronto.
¡No valía la pena de dar tanto
dinero por una máquina que había de descomponerse tan pronto! ‑lamentábase otro
comprador.
El anciano miraba a todas aquellas
gentes con ojos extraviados, y sólo se atrevía a responder con un movimiento de
cabeza, o diciendo tristemente:
Esperen ustedes a que llegue el
buen tiempo, amigos míos, cuando la existencia se reanima en los cuerpos
fatigados. Se necesita que el sol venga a calentamos a todos...
¡Vaya una ganga! Si hemos de tener
los relojes enfermos todo el invierno... ‑le contestó uno de los más enfadados.
¿No sabe que está grabado su nombre con todas las letras en la esfera? ¡Por
Dios! No hace usted mucho honor a su firma.
Y ocurrió al fin que, no bastando
las promesas a todos los parroquianos que devolvían sus relojes, el anciano,
avergonzado de las mil reconvenciones que se veía obligado a escuchar, retiró
algunas monedas de oro de su vieja arca y compró algunos de los relojes
desarreglados.
Al saber esto, los vendedores
acudieron en tropel, y el dinero de aquella pobre morada no tardó en
desaparecer, quedando a salvo la honradez del maestro Zacarías.
Geranda aplaudió de todo corazón
aquel acto de delicadeza que la arruinaba, y el joven operario se apresuró
también a ofrecer sus economías al maestro.
‑¿Qué será de mi hija? ‑preguntábase
el anciano, buscando en medio del naufragio refugio en los sentimientos
paternos.
Alberto no se atrevió a responder
que no le faltaba valor para afrontar el
porvenir y que amaba desinteresadamente a Geranda.
Y así era, en efecto, porque el
joven, al declarar su pasión a la hija de su maestro, no había para nada tenido
en cuenta su fortuna.
Aquel día, el maestro Zacarías le
habría dado de buena gana la mano de su hija, contrariando los deseos del
vejete, cuyas palabras resonaban aún en sus oídos:
-Geranda no se casará con Alberto.
Aquel sistema concluyó por agotar
los recursos metálicos del relojero, que se quedó absolutamente sin nada. Sus
antiguos jarrones, los tableros de hierro esculpido que adornaban la casa,
algunos cuadros notables de los primeros pintores flamencos, todo, hasta las
preciosas herramientas que su genio había inventado, fue vendido para
indemnizar a los quejosos.
Escolástica era la única que no
reconocía la necesidad de semejante indemnización, pero sus esfuerzos no fueron
poderosos para impedir que los importunos llegaran hasta el taller de su amo, y
salieran cargados con algún objeto valioso. Entonces, su sempiterna charla
resonaba con más fuerza en todas las calles del barrio, donde la conocían de
muy antiguo, desmintiendo con empeño las acusacio-nes de hechicería y magia que
pesaban sobre su amo; pero, como realmente estaba persuadida de que eran
ciertas, pasaba luego horas enteras rezando para que Dios le perdonara sus bien
intencionadas mentiras, en gracia al propósito que la había impulsado a
formular-las.
La gente no dejó de observar
también que el maestro Zacarías había olvidado el cumplimiento de sus deberes
religiosos, dejando de acompañar a Geranda a los oficios divinos, donde parecía
encontrar en la oración ese encanto espiritual que impregna las inteligencias
superiores.
Este voluntario apartamiento de las
prácticas devotas, unido a los secretos sucesos de su vida, habían justificado,
en cierto modo, las acusacio-nes de sortilegio lanzadas contra sus trabajos.
Por esta razón, con el doble fin de
atraer a su padre hacia Dios y hacia el mundo, Geranda resolvió llamar a la
religión en su auxilio, creyendo que el catolicismo podía devolver algo de lo
que había perdido a aquella alma moribunda; pero el dogma de fe y la humildad
tenían que combatir en el maestro Zacarías un insuperable orgullo. Su
engreimiento de la ciencia, que todo lo relaciona con ella, sin remontarse a la
fuente infinita de donde emanan los primeros principios, no podía ser más
pernicioso.
En tales circunstancias, emprendió
la joven la conversión de su padre, y tan eficaz fue su influencia, que el
anciano prometió asistir el domingo siguiente a la misa mayor de la catedral.
Tuvo Geranda un momento de éxtasis,
en el que le pareció ver el cielo abierto, y la vieja Escolástica, no pudiendo
contener su gozo, ideó argumentos sin réplica contra las malas lenguas que
acusaban de impío a su amo.
Habló de ello a las vecinas, amigas
y enemigas, sin importarle nada que la conociesen o no.
‑Francamente, no creemos nada de
cuanto nos cuenta, Escolástica ‑le replicaban‑. El maestro Zacarías ha obrado
siempre de acuerdo con el diablo.
Pero ¿no han contado los
campanarios que tienen relojes fabricados por mi amo? ‑argüía la anciana.
¡Cuántas veces ha hecho sonar la hora de la oración y de la misa!
Sin duda, pero ha inventado máquinas
que andan solas y que no pueden ser obra de un hombre de este mundo.
¿Acaso los hijos del demonio ‑replicaba
Escolástica, encolerizada‑ pueden construir el hermoso reloj de hierro del
castillo de Andernatt, que la ciudad de Ginebra no tuvo bastante dinero para
adquirir? A cada hora aparece una bellísima leyenda, tan piadosa, que el
cristiano que ponga en práctica sus preceptos irá derecho al paraíso. ¿Puede
ser obra del diablo?
Aquella obra maestra, construida
veinte años atrás, había, efectivamente, acrecentado la gloria del maestro
Zacarías; pero hasta en aquella ocasión las acusaciones de hechicería habían
sido generales. Por lo demás, la presencia del anciano en la iglesia de San
Pedro debía hacer enmudecer las malas lenguas.
1.016. Verne (Julio)
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