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viernes, 24 de enero de 2014

Maestro zacarias - Cap IV. La iglesia de san pedro

El maestro Zacarías iba debilitándose cada día más, tanto material como moralmente; pero, esto no obstante, la sobreexcitación extraordinaria de que era víctima lo impulsó con mayor violencia que nunca a reanudar sus trabajos de relojería, de los que su amantísima hija no podía ya distraerlo.
Desde la crisis que traidoramente había provocado en él el extraño personaje, se había enorgullecido de tal modo que resolvió dominar a fuerza de genio la influencia maldita que pesaba sobre él y sobre su obra. Primeramente examinó los distintos relojes de la ciudad confiados a sus cuidados, asegurándose, con atención escrupulosa, de que las ruedas se encontraban en buen estado, los ejes sólidos y los contrapesos perfectamente equilibrados, a cuyo efecto escuchó los sonidos de los timbres con la atención con que el médico ausculta el pecho de un enfermo, sin advertir el menor síntoma que le hiciera sospechar que los relojes estaban en vísperas de sufrir la misma suerte que los demás.
Geranda y Alberto lo acompañaban con frecuencia en estas excursiones, y el maestro Zacarías veía con placer la solicitud con que lo seguían. Probablemente, no se habría preocupado tanto de su próximo fin si hubiera pensado que la existencia de aquellos dos seres tan queridos debía ser la prolongación de la suya, teniendo en cuenta que los hijos conservan siempre algo de la vida de los padres.
El anciano relojero, al volver a su casa, poníase a trabajar con asiduidad febril, aunque estaba persuadido de no salir airoso de su empeño, cosa que, a veces, le parecía imposible, y armaba y desarmaba incesantemente los relojes que le devolvían.
Desgraciadamente, los relojes que le entregaban para que los arreglase no volvían jamás a señalar la hora, a pesar de la solicitud del artífice.
Alberto ocupábase también en descubrir las causas del mal.
‑Maestro ‑decía, esto no puede obedecer a otra cosa que al desgaste de los ejes y los engranajes.
¡Ah! ¡Parece que te complaces en matarme a fuego lento! ‑le contestaba bruscamente el maestro Zacarías. ¿Son, acaso, obra de un chiquillo los relojes? ¿Supones que por temor a estropearme los dedos he quitado en el torno la superficie de esas piezas de cobre? ¿No las he forjado yo mismo para darles mayor duración? ¿No están templados esos muelles con perfección inusitada? ¿Pueden emplear-se aceites más finos que los que uso? Tú mismo reconoces que es imposible, y al fin confiesas que el diablo debe de intervenir en el asunto.
Mientras tanto, desde la mañana hasta la noche, los parroquianos descontentos afluían, cada día en mayor número, a casa del relojero, que no sabía ya a quién atender.
‑Este reloj se atrasa, y no consigo que marche con regularidad ‑decía uno.
Pues éste ‑añadía otro‑ se ha parado con una tenacidad invencible, lo mismo que el sol de Josué.
Si es cierto que su salud influye en la de los relojes ‑exclamaba la mayor parte de los descontentos háganos el favor de curarse pronto.
¡No valía la pena de dar tanto dinero por una máquina que había de descomponerse tan pronto! ‑lamentábase otro comprador.
El anciano miraba a todas aquellas gentes con ojos extraviados, y sólo se atrevía a responder con un movimiento de cabeza, o diciendo tristemente:
Esperen ustedes a que llegue el buen tiempo, amigos míos, cuando la existencia se reanima en los cuerpos fatigados. Se necesita que el sol venga a calentamos a todos...
¡Vaya una ganga! Si hemos de tener los relojes enfermos todo el invierno... ‑le contestó uno de los más enfadados. ¿No sabe que está grabado su nombre con todas las letras en la esfera? ¡Por Dios! No hace usted mucho honor a su firma.
Y ocurrió al fin que, no bastando las promesas a todos los parroquianos que devolvían sus relojes, el anciano, avergonzado de las mil reconvenciones que se veía obligado a escuchar, retiró algunas monedas de oro de su vieja arca y compró algunos de los relojes desarreglados.
Al saber esto, los vendedores acudieron en tropel, y el dinero de aquella pobre morada no tardó en desaparecer, quedando a salvo la honradez del maestro Zacarías.
Geranda aplaudió de todo corazón aquel acto de delicadeza que la arruinaba, y el joven operario se apresuró también a ofrecer sus economías al maestro.
‑¿Qué será de mi hija? ‑preguntábase el anciano, buscando en medio del naufragio refugio en los sentimientos paternos.
Alberto no se atrevió a responder que no le faltaba valor para afrontar  el porvenir y que amaba desinteresadamente a Geranda.
Y así era, en efecto, porque el joven, al declarar su pasión a la hija de su maestro, no había para nada tenido en cuenta su fortuna.
Aquel día, el maestro Zacarías le habría dado de buena gana la mano de su hija, contrariando los deseos del vejete, cuyas palabras resonaban aún en sus oídos:
-Geranda no se casará con Alberto.
Aquel sistema concluyó por agotar los recursos metálicos del relojero, que se quedó absolutamente sin nada. Sus antiguos jarrones, los tableros de hierro esculpido que adornaban la casa, algunos cuadros notables de los primeros pintores flamencos, todo, hasta las preciosas herramientas que su genio había inventado, fue vendido para indemnizar a los quejosos.
Escolástica era la única que no reconocía la necesidad de semejante indemnización, pero sus esfuerzos no fueron poderosos para impedir que los importunos llegaran hasta el taller de su amo, y salieran cargados con algún objeto valioso. Entonces, su sempiterna charla resonaba con más fuerza en todas las calles del barrio, donde la conocían de muy antiguo, desmintiendo con empeño las acusacio-nes de hechicería y magia que pesaban sobre su amo; pero, como realmente estaba persuadida de que eran ciertas, pasaba luego horas enteras rezando para que Dios le perdonara sus bien intencionadas mentiras, en gracia al propósito que la había impulsado a formular-las.
La gente no dejó de observar también que el maestro Zacarías había olvidado el cumplimiento de sus deberes religiosos, dejando de acompañar a Geranda a los oficios divinos, donde parecía encontrar en la oración ese encanto espiritual que impregna las inteligencias superiores.
Este voluntario apartamiento de las prácticas devotas, unido a los secretos sucesos de su vida, habían justificado, en cierto modo, las acusacio-nes de sortilegio lanzadas contra sus trabajos.
Por esta razón, con el doble fin de atraer a su padre hacia Dios y hacia el mundo, Geranda resolvió llamar a la religión en su auxilio, creyendo que el catolicismo podía devolver algo de lo que había perdido a aquella alma moribunda; pero el dogma de fe y la humildad tenían que combatir en el maestro Zacarías un insuperable orgullo. Su engreimiento de la ciencia, que todo lo relaciona con ella, sin remontarse a la fuente infinita de donde emanan los primeros principios, no podía ser más pernicioso.
En tales circunstancias, emprendió la joven la conversión de su padre, y tan eficaz fue su influencia, que el anciano prometió asistir el domingo siguiente a la misa mayor de la catedral.
Tuvo Geranda un momento de éxtasis, en el que le pareció ver el cielo abierto, y la vieja Escolástica, no pudiendo contener su gozo, ideó argumentos sin réplica contra las malas lenguas que acusaban de impío a su amo.
Habló de ello a las vecinas, amigas y enemigas, sin importarle nada que la conociesen o no.
‑Francamente, no creemos nada de cuanto nos cuenta, Escolástica ‑le replicaban‑. El maestro Zacarías ha obrado siempre de acuerdo con el diablo.
Pero ¿no han contado los campanarios que tienen relojes fabricados por mi amo? ‑argüía la anciana. ¡Cuántas veces ha hecho sonar la hora de la oración y de la misa!
Sin duda, pero ha inventado máquinas que andan solas y que no pueden ser obra de un hombre de este mundo.
¿Acaso los hijos del demonio ‑replicaba Escolástica, encolerizada‑ pueden construir el hermoso reloj de hierro del castillo de Andernatt, que la ciudad de Ginebra no tuvo bastante dinero para adquirir? A cada hora aparece una bellísima leyenda, tan piadosa, que el cristiano que ponga en práctica sus preceptos irá derecho al paraíso. ¿Puede ser obra del diablo?
Aquella obra maestra, construida veinte años atrás, había, efectivamente, acrecentado la gloria del maestro Zacarías; pero hasta en aquella ocasión las acusaciones de hechicería habían sido generales. Por lo demás, la presencia del anciano en la iglesia de San Pedro debía hacer enmudecer las malas lenguas.

1.016. Verne (Julio)

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