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viernes, 24 de enero de 2014

Maestro zacarias - Cap II. El orgullo de la ciencia

Conocida la honradez con que en todos los negocios proceden los mercaderes ginebrinos, cuya rectitud y formalidad son proverbiales, debe suponerse la vergüenza que tendría el maestro Zacarías al ver que de todas partes le devolvían los relojes que con tanta solicitud había construido.
Desgraciadamente, era demasiado cierto que los relojes se paraban de pronto sin ninguna causa aparente, puesto que todas las ruedas y tornillos se encontraban en buen estado y perfectamente colocados. Indudablemente, los muelles habían perdido toda su elasticidad y el relojero trató de reponerlos, pero en vano: las ruedas continuaban inmóviles.
Estos inexplicables desarreglos produjeron un daño inmenso al maestro Zacarías, cuyas magníficas invenciones le habían hecho con frecuencia sospechoso de brujería, y estas sospechas fueron desde entonces tomando consistencia. Estos rumores llegaron a oídos de Geranda, quien tembló muchas veces por su padre, cuando advertía que lo miraban insistente e intencionadamente.
Sin embargo, al siguiente día de aquella noche de angustias, el maestro Zacarías pareció entregarse al trabajo con alguna confianza. El sol de la mañana le había infundido cierto valor. Alberto no tardó en presentarse en el taller, donde fue recibido y saludado con suma afabilidad.
‑¿Cómo se encuentra hoy de salud? ‑preguntó el aprendiz con cariñosa solicitud.
‑Ya estoy mejor ‑dijo el viejo relojero. Anoche me acometieron unos extraños dolores que el sol ha ahuyentado al disipar las tinieblas.
‑En realidad, maestro, no me agrada la noche ni para usted ni para mí ‑respondió Alberto.
‑Y tienes razón, hijo. Si alguna vez llegas a ser hombre superior, comprenderás que la luz del día es tan necesaria al hombre como el alimento. Un sabio eminente se debe a los homenajes que el resto de la Humanidad le tributa.
‑Maestro, ya se apodera otra vez de usted el pecado del orgullo.
‑¡Orgullo, Alberto! Destruye mi pasado, aniquila mi presente, desvanece mi porvenir, y me será entonces permitido vivir en la oscuridad. Eres un infeliz que no comprendes las sublimidades con que todo mi arte se relaciona. ¿Acaso eres algo más que una herramienta entre mis manos?
‑Sin embargo, maestro, he merecido más de una vez sus alabanzas por mi manera de ajustar las piezas más delicadas de sus relojes.
‑Eres, sin duda alguna, un buen operario a quien aprecio; pero, cuando trabajas solo, crees tener entre las manos latón, oro o plata, y no comprendes que esos metales, animados por mi genio, palpitan como carne viva. No, tú no morirás de la muerte de tus obras.
Y como, después de decir esto, guardara silencio el maestro Zacarías, su operario Alberto trató de reanudar la conversación.
‑Francamente, maestro, me agrada verlo trabajar de ese modo sin descanso, porque así, cuando llegue la fiesta del gremio, estará desocupado, a juzgar por lo adelantada que lleva la construcción de ese reloj de cristal.
‑Seguramente, Alberto ‑dijo el anciano; y no será honra despreciable para mí el haber conseguido tallar y recortar esta materia que posee la dureza del diamante. Luis Berghem ha obrado cuerdamente al perfeccionar el arte de los diamantistas, puesto que con ello he podido pulir y agujerear las piedras más duras.
El maestro Zacarías tenía en sus manos, en aquel momento, piececitas de relojería de cristal tallado y de una labor maravillosa. Las ruedas, los ejes, la caja de aquel reloj eran de la misma materia, obra de grandísima dificultad, en la que había desplegado un talento verdaderamente extraordinario.
‑¿No es cierto ‑preguntó, enrojeciendo hasta el extremo de adquirir sus mejillas un intenso color púrpura‑ que será hermoso ver cómo palpita este reloj al través de su caja transparente y poder contar los latidos de su corazón?
‑Seguramente, maestro, no discrepará un segúndo por año.
‑Así es, en efecto. ¿Por ventura no dejé ahí lo más puro de mí mismo? ¿Acaso varía mi corazón?
Alberto no se atrevió a mirar frente a frente al anciano.
‑Háblame con franqueza ‑prosiguió Zacarías. ¿No has creído alguna vez que estoy loco? ¿No crees a veces que me entrego a desastrosas demencias? ¿Verdad que sí? En los ojos de mi hija y en los tuyos he leído con frecuencia mi condenación. ¡Oh! ‑añadió entristecido. ¡No ser comprendido siquiera por los seres más amados del mundo! Pero a ti, Alberto, te demostraré claramente que tengo razón. No muevas la cabeza, porque vas a quedarte asombrado. El día en que me comprendas, verás que he descubierto la existencia y los secretos de la misteriosa unión del alma con el cuerpo.
Y, al decir esto, el maestro Zacarías mostrá-base soberbio de fiereza. Brillaban sus ojos con fuego sobrenatural, y el orgullo le hinchaba las venas. Realmente, si la vanidad puede estar justificada alguna vez, la del anciano sería legítima, por el impulso grandísimo que había dado al arte de la relojería, con la invención de la rueda de escape. La relojería había permanecido casi en la infancia del arte hasta que él la hizo adelantar. Desde que Platón había inventado, 400 años antes de la Era cristiana, el reloj nocturno, especie de clepsidra que anunciaba las horas de la noche por medio del sonido y las notas de una flauta, la ciencia había permanecido poco menos que estacionaria. Los maestros trabajaron entonces más como artistas que como mecánicos, y aquélla fue la época en que se construyeron los magníficos relojes de hierro, cobre, madera, plata y otras materias, tan perfectamente esculpidos como un jarrón de Cellini.
Cuando la imaginación del artista dejó a un lado la perfección plástica, aplicóse a construir esos relojes con figuras de movimiento y piezas musicales, dispuesto todo de un modo muy hábil. Verdad es que en aquella época eran contadas las personas que se cuidaban de medir la marcha del tiempo, porque no se habían inventado aún los plazos de los créditos y vencimientos de pagarés; las ciencias físicas y astronómicas no basaban sus cálculos en medidas rigurosamente exactas; ni había establecimientos que se cerraran a una hora fija, ni trenes cuya salida estuviese señalada hasta por segundos. Al ponerse el sol se daba el toque de queda, y durante la noche se cantaba la hora en medio del silencio. Sin duda alguna, midiendo la existencia por el número de negocios realizados, se vivía entonces menos, pero, en cambio, se vivía mejor. Se disfrutaba un gran placer espiritual contemplando las obras maestras, y las de arte no se ejecutaban con la incomprensible rapidez que en la actualidad, porque se necesitaban dos siglos para construir una iglesia, un pintor no hacía más que unos cuantos cuadros en toda su vida, y un poeta no componía más que un poema eminente, pero todos estos trabajos eran otras tantas obras maestras que los siglos se encargaban de apreciar. Cuando las ciencias exactas realizaron al fin algunos progresos, la relojería siguió su impulso, pero tropezó siempre con una dificultad insuperable: la medida regular e incesante del tiempo.
Ahora bien, en medio de aquella paralización, inventó el maestro Zacarías la rueda de escape, que le permitió obtener una regularidad matemática, sometiendo el movimiento del péndulo a una fuerza continua.
Desgraciadamente, esta invención había hecho perder el juicio al ginebrino, en cuyo corazón ascendió el orgullo, como el mercurio en el termómetro, hasta llegar a la temperatura de las demencias incurables. Por analogía habíase dejado arrastrar a consecuencias materialistas, y, al fabricar sus relojes, creía haber sorprendido los secretos de la unión del alma con el cuerpo.
Por eso aquel día, al advertir que Alberto lo escuchaba con atención, le dijo con sencillez, pero profundamente convencido:
‑¿Sabes qué es la vida, hijo mío? ¿Comprendes la acción de los muelles que producen la existencia? ¿Has mirado dentro de ti mismo? No, y, sin embargo, la ciencia te habría podido hacer ver la íntima relación que existe entre la obra de Dios y la mía, porque de la criatura humana copié la combinación mecánica de mis relojes.
‑Maestro ‑dijo rápidamente Alberto‑, ¿se atreve a comparar una máquina de latón y acero con ese hálito de Dios llamado alma, que anima los cuerpos como el aire mueve las flores? ¿Acaso existen ruedas imperceptibles que pongan en movimiento nuestras piernas y nuestros brazos? ¿Qué piezas podría haber tan bien ajustadas que nos hicieran pensar?
‑No es ésa la cuestión ‑respondió tranquilamente el maestro Zacarías, aunque con la obstinación del ciego que camina hacía el abismo. Para comprenderme, recuerda el objeto de la rueda de escape que he inventado. Cuando advertí la irregularidad de la marcha de los relojes, comprendí que el movimiento encerrado en él no bastaba, y que era absolutamente indispensable someterlo a la regularidad de otra fuerza independiente. Entonces se me ocurrió que el péndulo podía prestar este servicio, y conseguí regularizar sus oscilaciones. ¿No fue una idea sublime la de hacerle recobrar su fuerza por la marcha misma del reloj, cuyos movimientos estaba destinado a regularizar?
Alberto hizo una señal de asentimiento; pero se abstuvo de hablar.
‑Ahora, Alberto ‑prosiguió el anciano, animándose, contémplate a ti mismo. ¿No comprendes que en nosotros existen dos fuerzas distintas, la del alma y la del cuerpo, o, lo que es lo mismo, un movimiento y un regulador? El alma es el principio de la vida; luego el alma es el movimiento. Que éste sea producido por una pesa, por un muelle o por una influencia material, de todos modos reside en el corazón; pero, como sin el cuerpo el movimiento sería desigual, irregular e imposible, el cuerpo regulariza el alma y, como el péndulo, está sometido a oscilaciones ordenadas. Tan cierto es lo que digo, que no se disfruta de salud cuando el comer, el beber, el dormir y, en suma, todas las funciones fisiológicas no están bien ordenadas. Lo mismo que en mis relojes, el alma devuelve al cuerpo la fuerza que las oscilaciones le hacen perder. Ahora bien, ¿quién realiza esa unión íntima del cuerpo con el alma, sino una maravillosa rueda de escape por medio de la cual uno de los elementos engrana perfectamente en el otro? Esto es lo que he adivinado y aplicado, y ya no hay secretos para mí acerca de esta vida, que, a fin de cuentas, no es otra cosa que una ingeniosa máquina.
El maestro Zacarías que, sumido en aquella alucinación, se transportaba hasta los últimos misterios del infinito ofrecía un aspecto digno de ser contemplado; pero su hija Geranda, detenida en el umbral de la puerta de la estancia, lo había oído todo, y, sin pronunciar una palabra, se arrojó en brazos del anciano, que la estrechó convulsivamente contra su pecho.
‑¿Qué te sucede, hija? ‑le preguntó el maestro Zacarías.
‑Si yo no tuviera más que un muelle aquí ‑contestó la joven, poniéndose la mano sobre el corazón no os amaría tanto, padre mío.
El maestro Zacarías miró con fijeza a su hija y se abstuvo de responder.
De repente exhaló un grito, llevóse presuroso la mano al corazón y cayó desmayado sobre un sillón de cuero.
‑Padre mío, ¿qué le sucede? ‑inquirió la joven, angustiada.
‑¡Socorro! ‑gritó Alberto. ¡Escolástica!
Pero la anciana tardó en acudir, porque habían dado un aldabonazo en la puerta de entrada y fue a ver quién era.
Cuando llegó al taller, antes de abrir la boca, el anciano relojero, recobrando los sentidos, le dijo:
‑Seguramente, mi buena Escolástica, me traes otro de esos malditos relojes que no quieren andar.
‑¡Jesús! ¡Es cierto! ‑respondió la sirvienta, entregando un reloj al joven operario.
Mi corazón no puede equivocarse ‑agregó el anciano, suspirando.
Mientras tanto, Alberto había dado cuerda al reloj que acababa de entregarle Escolástica; pero el reloj no andaba.
‑¿Será verdad ‑preguntó en voz baja la sirvienta al aprendiz‑ que, como dicen las gentes que envidian la habilidad del maestro Zacarías, el diablo ha tomado parte en la construcción de estos relojes que se descomponen sin causa aparente?
‑No digas disparates, Escolástica ‑contestó indignado Alberto.
-No; yo no creo lo que dice el vulgo ‑repuso la sirvienta, porque el amo es persona muy piadosa, y por eso paso mucho tiempo en tratar de convencer, a los que propalan semejantes infundios, de que lo calumnian.
‑Bien, basta de charla ‑replicó el aprendiz, poniendo término a la enojosa conversación.

1.016. Verne (Julio)

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