Conocida la honradez con que en
todos los negocios proceden los mercaderes ginebrinos, cuya rectitud y
formalidad son proverbiales, debe suponerse la vergüenza que tendría el maestro
Zacarías al ver que de todas partes le devolvían los relojes que con tanta solicitud
había construido.
Desgraciadamente, era demasiado
cierto que los relojes se paraban de pronto sin ninguna causa aparente, puesto
que todas las ruedas y tornillos se encontraban en buen estado y perfectamente
colocados. Indudablemente, los muelles habían perdido toda su elasticidad y el
relojero trató de reponerlos, pero en vano: las ruedas continuaban inmóviles.
Estos inexplicables desarreglos
produjeron un daño inmenso al maestro Zacarías, cuyas magníficas invenciones le
habían hecho con frecuencia sospechoso de brujería, y estas sospechas fueron
desde entonces tomando consistencia. Estos rumores llegaron a oídos de Geranda,
quien tembló muchas veces por su padre, cuando advertía que lo miraban
insistente e intencionadamente.
Sin embargo, al siguiente día de
aquella noche de angustias, el maestro Zacarías pareció entregarse al trabajo
con alguna confianza. El sol de la mañana le había infundido cierto valor.
Alberto no tardó en presentarse en el taller, donde fue recibido y saludado con
suma afabilidad.
‑¿Cómo se encuentra hoy de salud? ‑preguntó
el aprendiz con cariñosa solicitud.
‑Ya estoy mejor ‑dijo el viejo
relojero. Anoche me acometieron unos extraños dolores que el sol ha ahuyentado
al disipar las tinieblas.
‑En realidad, maestro, no me agrada
la noche ni para usted ni para mí ‑respondió Alberto.
‑Y tienes razón, hijo. Si alguna
vez llegas a ser hombre superior, comprenderás que la luz del día es tan
necesaria al hombre como el alimento. Un sabio eminente se debe a los homenajes
que el resto de la Humanidad
le tributa.
‑Maestro, ya se apodera otra vez de
usted el pecado del orgullo.
‑¡Orgullo, Alberto! Destruye mi
pasado, aniquila mi presente, desvanece mi porvenir, y me será entonces
permitido vivir en la oscuridad. Eres un infeliz que no comprendes las
sublimidades con que todo mi arte se relaciona. ¿Acaso eres algo más que una
herramienta entre mis manos?
‑Sin embargo, maestro, he merecido
más de una vez sus alabanzas por mi manera de ajustar las piezas más delicadas
de sus relojes.
‑Eres, sin duda alguna, un buen
operario a quien aprecio; pero, cuando trabajas solo, crees tener entre las
manos latón, oro o plata, y no comprendes que esos metales, animados por mi
genio, palpitan como carne viva. No, tú no morirás de la muerte de tus obras.
Y como, después de decir esto,
guardara silencio el maestro Zacarías, su operario Alberto trató de reanudar la
conversación.
‑Francamente, maestro, me agrada
verlo trabajar de ese modo sin descanso, porque así, cuando llegue la fiesta
del gremio, estará desocupado, a juzgar por lo adelantada que lleva la
construcción de ese reloj de cristal.
‑Seguramente, Alberto ‑dijo el
anciano; y no será honra despreciable para mí el haber conseguido tallar y
recortar esta materia que posee la dureza del diamante. Luis Berghem ha obrado
cuerdamente al perfeccionar el arte de los diamantistas, puesto que con ello he
podido pulir y agujerear las piedras más duras.
El maestro Zacarías tenía en sus
manos, en aquel momento, piececitas de relojería de cristal tallado y de una
labor maravillosa. Las ruedas, los ejes, la caja de aquel reloj eran de la
misma materia, obra de grandísima dificultad, en la que había desplegado un
talento verdaderamente extraordinario.
‑¿No es cierto ‑preguntó,
enrojeciendo hasta el extremo de adquirir sus mejillas un intenso color púrpura‑
que será hermoso ver cómo palpita este reloj al través de su caja transparente
y poder contar los latidos de su corazón?
‑Seguramente, maestro, no discrepará
un segúndo por año.
‑Así es, en efecto. ¿Por ventura no
dejé ahí lo más puro de mí mismo? ¿Acaso varía mi corazón?
Alberto no se atrevió a mirar
frente a frente al anciano.
‑Háblame con franqueza ‑prosiguió
Zacarías. ¿No has creído alguna vez que estoy loco? ¿No crees a veces que me
entrego a desastrosas demencias? ¿Verdad que sí? En los ojos de mi hija y en
los tuyos he leído con frecuencia mi condenación. ¡Oh! ‑añadió entristecido.
¡No ser comprendido siquiera por los seres más amados del mundo! Pero a ti,
Alberto, te demostraré claramente que tengo razón. No muevas la cabeza, porque
vas a quedarte asombrado. El día en que me comprendas, verás que he descubierto
la existencia y los secretos de la misteriosa unión del alma con el cuerpo.
Y, al decir esto, el maestro
Zacarías mostrá-base soberbio de fiereza. Brillaban sus ojos con fuego
sobrenatural, y el orgullo le hinchaba las venas. Realmente, si la vanidad
puede estar justificada alguna vez, la del anciano sería legítima, por el
impulso grandísimo que había dado al arte de la relojería, con la invención de
la rueda de escape. La relojería había permanecido casi en la infancia del arte
hasta que él la hizo adelantar. Desde que Platón había inventado, 400 años
antes de la Era
cristiana, el reloj nocturno, especie de clepsidra que anunciaba las horas de
la noche por medio del sonido y las notas de una flauta, la ciencia había
permanecido poco menos que estacionaria. Los maestros trabajaron entonces más
como artistas que como mecánicos, y aquélla fue la época en que se construyeron
los magníficos relojes de hierro, cobre, madera, plata y otras materias, tan
perfectamente esculpidos como un jarrón de Cellini.
Cuando la imaginación del artista
dejó a un lado la perfección plástica, aplicóse a construir esos relojes con
figuras de movimiento y piezas musicales, dispuesto todo de un modo muy hábil.
Verdad es que en aquella época eran contadas las personas que se cuidaban de
medir la marcha del tiempo, porque no se habían inventado aún los plazos de los
créditos y vencimientos de pagarés; las ciencias físicas y astronómicas no
basaban sus cálculos en medidas rigurosamente exactas; ni había
establecimientos que se cerraran a una hora fija, ni trenes cuya salida
estuviese señalada hasta por segundos. Al ponerse el sol se daba el toque de
queda, y durante la noche se cantaba la hora en medio del silencio. Sin duda
alguna, midiendo la existencia por el número de negocios realizados, se vivía
entonces menos, pero, en cambio, se vivía mejor. Se disfrutaba un gran placer
espiritual contemplando las obras maestras, y las de arte no se ejecutaban con
la incomprensible rapidez que en la actualidad, porque se necesitaban dos
siglos para construir una iglesia, un pintor no hacía más que unos cuantos
cuadros en toda su vida, y un poeta no componía más que un poema eminente, pero
todos estos trabajos eran otras tantas obras maestras que los siglos se
encargaban de apreciar. Cuando las ciencias exactas realizaron al fin algunos
progresos, la relojería siguió su impulso, pero tropezó siempre con una
dificultad insuperable: la medida regular e incesante del tiempo.
Ahora bien, en medio de aquella
paralización, inventó el maestro Zacarías la rueda de escape, que le permitió
obtener una regularidad matemática, sometiendo el movimiento del péndulo a una
fuerza continua.
Desgraciadamente, esta invención
había hecho perder el juicio al ginebrino, en cuyo corazón ascendió el orgullo,
como el mercurio en el termómetro, hasta llegar a la temperatura de las
demencias incurables. Por analogía habíase dejado arrastrar a consecuencias
materialistas, y, al fabricar sus relojes, creía haber sorprendido los secretos
de la unión del alma con el cuerpo.
Por eso aquel día, al advertir que
Alberto lo escuchaba con atención, le dijo con sencillez, pero profundamente
convencido:
‑¿Sabes qué es la vida, hijo mío?
¿Comprendes la acción de los muelles que producen la existencia? ¿Has mirado
dentro de ti mismo? No, y, sin embargo, la ciencia te habría podido hacer ver
la íntima relación que existe entre la obra de Dios y la mía, porque de la
criatura humana copié la combinación mecánica de mis relojes.
‑Maestro ‑dijo rápidamente Alberto‑,
¿se atreve a comparar una máquina de latón y acero con ese hálito de Dios
llamado alma, que anima los cuerpos como el aire mueve las flores? ¿Acaso
existen ruedas imperceptibles que pongan en movimiento nuestras piernas y
nuestros brazos? ¿Qué piezas podría haber tan bien ajustadas que nos hicieran
pensar?
‑No es ésa la cuestión ‑respondió
tranquilamente el maestro Zacarías, aunque con la obstinación del ciego que
camina hacía el abismo. Para comprenderme, recuerda el objeto de la rueda de
escape que he inventado. Cuando advertí la irregularidad de la marcha de los
relojes, comprendí que el movimiento encerrado en él no bastaba, y que era
absolutamente indispensable someterlo a la regularidad de otra fuerza
independiente. Entonces se me ocurrió que el péndulo podía prestar este
servicio, y conseguí regularizar sus oscilaciones. ¿No fue una idea sublime la
de hacerle recobrar su fuerza por la marcha misma del reloj, cuyos movimientos
estaba destinado a regularizar?
Alberto hizo una señal de
asentimiento; pero se abstuvo de hablar.
‑Ahora, Alberto ‑prosiguió el
anciano, animándose, contémplate a ti mismo. ¿No comprendes que en nosotros
existen dos fuerzas distintas, la del alma y la del cuerpo, o, lo que es lo
mismo, un movimiento y un regulador? El alma es el principio de la vida; luego
el alma es el movimiento. Que éste sea producido por una pesa, por un muelle o
por una influencia material, de todos modos reside en el corazón; pero, como
sin el cuerpo el movimiento sería desigual, irregular e imposible, el cuerpo
regulariza el alma y, como el péndulo, está sometido a oscilaciones ordenadas.
Tan cierto es lo que digo, que no se disfruta de salud cuando el comer, el
beber, el dormir y, en suma, todas las funciones fisiológicas no están bien
ordenadas. Lo mismo que en mis relojes, el alma devuelve al cuerpo la fuerza
que las oscilaciones le hacen perder. Ahora bien, ¿quién realiza esa unión
íntima del cuerpo con el alma, sino una maravillosa rueda de escape por medio
de la cual uno de los elementos engrana perfectamente en el otro? Esto es lo
que he adivinado y aplicado, y ya no hay secretos para mí acerca de esta vida,
que, a fin de cuentas, no es otra cosa que una ingeniosa máquina.
El maestro Zacarías que, sumido en
aquella alucinación, se transportaba hasta los últimos misterios del infinito
ofrecía un aspecto digno de ser contemplado; pero su hija Geranda, detenida en
el umbral de la puerta de la estancia, lo había oído todo, y, sin pronunciar
una palabra, se arrojó en brazos del anciano, que la estrechó convulsivamente
contra su pecho.
‑¿Qué te sucede, hija? ‑le preguntó
el maestro Zacarías.
‑Si yo no tuviera más que un muelle
aquí ‑contestó la joven, poniéndose la mano sobre el corazón no os amaría
tanto, padre mío.
El maestro Zacarías miró con fijeza
a su hija y se abstuvo de responder.
De repente exhaló un grito, llevóse
presuroso la mano al corazón y cayó desmayado sobre un sillón de cuero.
‑Padre mío, ¿qué le sucede? ‑inquirió
la joven, angustiada.
‑¡Socorro! ‑gritó Alberto.
¡Escolástica!
Pero la anciana tardó en acudir,
porque habían dado un aldabonazo en la puerta de entrada y fue a ver quién era.
Cuando llegó al taller, antes de
abrir la boca, el anciano relojero, recobrando los sentidos, le dijo:
‑Seguramente, mi buena Escolástica,
me traes otro de esos malditos relojes que no quieren andar.
‑¡Jesús! ¡Es cierto! ‑respondió la
sirvienta, entregando un reloj al joven operario.
Mi corazón no puede equivocarse ‑agregó
el anciano, suspirando.
Mientras tanto, Alberto había dado
cuerda al reloj que acababa de entregarle Escolástica; pero el reloj no andaba.
‑¿Será verdad ‑preguntó en voz baja
la sirvienta al aprendiz‑ que, como dicen las gentes que envidian la habilidad
del maestro Zacarías, el diablo ha tomado parte en la construcción de estos
relojes que se descomponen sin causa aparente?
‑No
digas disparates, Escolástica ‑contestó indignado Alberto.
-No; yo no creo lo que dice el
vulgo ‑repuso la sirvienta, porque el amo es persona muy piadosa, y por eso
paso mucho tiempo en tratar de convencer, a los que propalan semejantes
infundios, de que lo calumnian.
‑Bien, basta de charla ‑replicó el
aprendiz, poniendo término a la enojosa conversación.
1.016. Verne (Julio)
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