Geranda hubiera visto extinguirse
su vida al mismo tiempo que la de su padre si el amor que le profesaba Alberto
no la hubiese tenido ligada al mundo.
El viejo relojero iba consumiéndose
poco a poco. Sus facultades disminuían evidentemente concentrandose en un
pensamiento único. En virtud de la asociación de ideas, todo lo relacionaba con
su monomanía, y la vida terrestre parecía retirarse en él para dar lugar a la
existencia sobrenatural de las potencias intermedias. A causa de esto, algunos
competidores suyos, mal intencionados sin duda, hicieron de nuevo circular los
rumores de que el maestro Zacarías fabricaba sus relojes con la ayuda de
Satanás.
La confirmación de los
inexplicables desarreglos que sufrían sus relojes produjo un efecto prodigioso
entre los demás relojeros de Ginebra.
¿A qué se debía aquella repentina
paralización de las ruedas, y por qué aquellas singulares relaciones que
parecían tener con la vida de Zacarías?
Misterios eran éstos que se
mencionaban siempre con secreto terror. En las diversas clases sociales, desde
el aprendiz hasta el señor, todos cuantos usaban los relojes del viejo Zacarías
pudieron observar por sí mismos lo extraño del hecho. En vano quisieron
acercarse al maestro Zacarías, porque éste cayó enfermo, y su hija le sustrajo
a aquellas visitas, que degeneraban en quejas y recriminaciones.
Las medicinas y los médicos fueron
impotentes para evitar el decaimiento orgánico del anciano, cuya causa era
completamente desconocida. A veces parecía que el corazón del viejo relojero
dejaba de latir, y de nuevo volvía a palpitar con regularidad inquietante.
No ocurría lo mismo con sus
relojes, que, una vez parados, no había medio de volver a ponerlos en marcha.
Como entonces había la costumbre de
someter los trabajos de los maestros a la apreciación del pueblo, y los jefes
de los distintos gremios procuraban distinguirse por la novedad o perfección de
sus obras, la situación del maestro Zacarías inspiró la más ruidosa lástima, pero
lástima interesada, porque sus rivales lo compadecían tanto más cuanto menos lo
temían. Recordaban los ruidosos triunfos que había obtenido el viejo relojero
al exponer a la admiración pública sus magníficos relojes de pared con figuras
movibles, y los de bolsillo con repetición, que causaban el asombro general y
eran vendidos a precios fabulosos en las ciudades de Francia, Suiza y Alemania.
Sin embargo, merced a los asiduos
cuidados de Geranda y de Alberto, la salud del maestro Zacarías pareció asegurarse
un tanto, y en medio de la quietud que le dejó la convalecencia, consiguió
desechar las ideas que lo absorbían.
Tan pronto como pudo andar, su hija
lo sacó de casa, donde no dejaban de presentarse parroquianos descontentos.
Alberto quedábase en el obrador
armando y desarmando los relojes rebeldes; pero al pobre mozo le era imposible
comprender la razón de aquello, y se agarraba la cabeza con ambas manos
temiendo perder el juicio como su amo.
Geranda hacia pasear a su padre por
los lugares más amenos de la población: unas veces le presentaba el brazo para
que se apoyara en él y lo llevaba a San Antonio, desde donde puede esparcirse
la vista por la ladera de Cologny y el lago, y otras iban a contemplar, al
amanecer, los pinos gigantescos del monte Buet, que se destacaba en el
horizonte. Geranda citaba los nombres de aquellos sitios, y el pobre anciano,
que parecía estar completamente desmemoriado, tenía una alegría infantil al
saber por boca de la hija todas aquellas cosas cuyo recuerdo habíase extraviado
en su cabeza. El maestro Zacarías se apoyaba en el brazo de la joven, y las
dos cabelleras, blanca y rubia, iluminadas por el mismo rayo de sol,
confundíanse en una sola.
Esto hizo comprender al anciano que no estaba
solo en el mundo. Al ver a su hija joven y hermosa, y él viejo y quebrantado,
pensó que después de su muerte quedaría ella sola y sin apoyo, y observó cuanto
le rodeaba.
Muchos jóvenes obreros de Ginebra habían
aspirado al amor de Geranda; pero ninguno logró introducirse en el retiro impenetrable
en que vivía la familia del relojero, por lo que éste, en aquel momento lúcido,
no pudo elegir para esposo de su hija a otro que Alberto Thun.
Hecha la elección, observó que los jóvenes se
amaban, y las oscilaciones de sus corazones pareciéronle isócronas, y así lo
dijo un día a Escolástica.
La vieja sirvienta, literalmente gozosa de la
frase, aunque no la comprendía, juró, por su santa patrona, que antes de una
hora lo sabría toda la ciudad.
El maestro Zacarías viose obligado a hacer
grandes esfuerzos para calmarla, obteniendo, al fin la promesa de guardar
secreto acerca de aquella revelación, no obstante lo cual lo notificó a
cuantas personas quisieron oírla.
Consecuencia de esto fue que, sin saberlo aún
Geranda y Alberto, hablábase en toda Ginebra de su próximo enlace; pero
siempre que se sostenían estas conversaciones, oíase una risotada singular y
una voz que decía:
¡Geranda no se casará nunca con Alberto!
Si los que conversaban se volvían para ver a
la persona que había hecho semejante afirmación, encontrábanse frente a un
vejete a quien no conocían.
¿Qué edad tenía aquel extraño
personaje?
Nadie habría podido decirlo.
Comprendíase que debía existir desde muchos siglos antes, y nada más.
Su gran cabeza aplastada apuyábase
en unos hombros descomu-nales, cuya amplitud igualaba la altura de su cuerpo,
que no excedía de tres pies.
Este personaje habría figurado muy
bien en un zócalo de péndola, porque el balancín hubiera podido oscilar
desahogadamente dentro de su pecho. Su nariz asemejábase al gnomon de un reloj
solar por lo aguda y delgada. Sus dientes, espaciados y de superficie
epícicloide, parecían los engranajes de una máquina y rechinaban bajo los
labios; su voz tenía el timbre metálico ‑de una campana, y su corazón palpitaba
como el tictac de un péndulo.
Aquel hombre, cuyos brazos se
movían de igual modo que las agujas de un reloj, andaba a saltos sin volverse
jamás, y todo el que lo seguía podía observar que caminaba una legua por hora,
con una marcha aproximadamente circular.
Hacía poco tiempo que tan extraño
personaje vagaba, o, por mejor decir, rodaba, por la ciudad; pero se advirtió
que, cotidianamente, cuando pasaba el sol por el meridiano, se detenía él
delante de la catedral de San Pedro y, después de sonar las doce campa-nadas
del mediodía, reanudaba la marcha. Fuera de este momento preciso veíasele en
los carrillos en que se hablaba del viejo relojero, y todos se preguntaban con
espanto qué relaciones podían existir entre él y el maestro Zacarías. Por lo
demás, observábase que no perdía de vista al anciano ni a su hija durante sus
paseos.
El aspecto siniestro del vejete, la
frecuencia con que se le veía cerca del maestro Zacarías y las misteriosas
palabras que se le habían oído pronunciar acrecentaron los rumores que acerca del
relojero circulaban desde que sus relojes habían empezado a descomponerse, y,
para muchas personas, era ya un hecho indudable que el viejo que en todas
partes estaba y que nadie conocía era el mismo Satanás.
Hasta tal extremo llegó el terror
de los ginebrinos inspirado por el vejete, que muchos, al verlo desde lejos,
variaban de dirección y se alejaban a toda prisa santiguándose.
Un día, en el Parral de Ginebra, al
advertir Geranda que el monstruo la miraba sonriendo, se estrechó contra su
padre, muy asustada.
‑¿Qué te ocurre, hija mía? ‑preguntó
el maestro Zacarías.
‑No lo sé ‑respondió la joven.
‑¡Te encuentro demudada, hija mía! ‑dijo
el anciano. ¿Vas ahora a enfermar tú también? Bueno ‑añadió sonriendo
tristemente, será necesario que te cuide, y lo sabré hacer perfectamente.
‑Padre mío, no es nada. Tengo frío,
y me parece que es...
‑¿Qué, Geranda?
‑La presencia de ese hombre que nos
sigue a todas partes ‑ respondió la joven bajando la voz.
El maestro Zacarías volvióse hacia
el fenómeno.
‑Francamente, marcha bien ‑dijo muy
satisfecho, porque son las cuatro en punto. No temas nada, hija mía; no es un
hombre, es un reloj.
Geranda miró a su padre
aterrorizada.
¿Cómo había podido ver el maestro
Zacarías la hora que era en el rostro de aquella espantosa criatura?
‑A propósito ‑prosiguió el anciano
relojero, sin ocuparse más en este incidente‑, hace varios días que no veo a
Alberto.
‑Sin embargo, padre mío, no nos
deja -respondió Geranda, tranquilizándose por completo.
‑¿Qué hace, entonces?
‑Trabaja, padre mío.
‑¡Ah! Se ocupa en componer mis
relojes, ¿no es verdad? Pero no ha de lograrlo nunca, porque no es una
compostura lo que necesitan, sino una resurrección.
Geranda guardó silencio.
Sin duda, no había comprendido lo
que su padre le acababa de decir.
‑Necesito saber ‑agregó el maestro
Zacarías si llevaron a casa más relojes de esos que parece haber maldecido el
diablo.
Y, dichas estas palabras, el
anciano relojero no volvió a pronunciar ninguna más hasta el momento en que
llamó a la puerta de su casa.
Cuando hubo entrado, bajó al taller
por vez primera después de su convalecencia, mientras que Geranda se retiraba a
su aposento.
En el instante en que el maestro
Zacarías entró en la estancia en que tenía el obrador, uno de los numerosos
relojes colgados en la pared dio las cinco.
De ordinario, las diferentes
campanas de aquellos relojes, admirablemente regulados, sonaban al mismo
tiempo, regocijando su concordancia el corazón del anciano; pero aquel día
dieron la hora unos tras otros, de suerte que durante quince minutos
ensordecieron el oído con sus toques sucesivos.
El maestro Zacarías sufría
horriblemente y, no pudiendo perma-necer quieto, iba de una parte a otra
examinando los relojes, marcándoles el compás, como el director de orquesta que
ha perdido el dominio sobre sus músicos.
Pero, como los relojes eran
máquinas mecánicas y no personas que manejasen instruyentos, siguieron sonando
unos después de otros, sin hacer caso del compás que pretendía marcarles el
relojero.
Cuando se hubo extinguido el sonido
de la última campanada, se abrió la puerta del taller y apareció el vejete,
cuya presencia hizo estreme-cer al maestro Zacarías.
‑Maestro ‑preguntó el recién
llegado, ¿puedo hablarle unos instantes?
‑¿Quién es usted? ‑preguntó
bruscamente el relojero.
‑Un colega. Estoy encargado del
arreglo de la marcha del sol.
‑¡Ah!, ¿conque está encargado de
arreglar la marcha del sol? ‑replicó vivamente el maestro Zacarías, sin
pestañear. Pues no lo felicito. Su sol anda muy mal, y para marchar al unísono
con él tenemos que adelantar o atrasar los relojes a cada momento.
‑¡Por el diablo, juro que tiene
razón, maestro! Mi sol no siempre señala el mediodía al mismo tiempo que sus
relojes; pero no tardará en saberse que eso obedece a la desigualdad del
movimiento de traslación de la
Tierra y se inventará un mediodía que equilibre la citada
irregularidad.
¿Viviré todavía en esa época? ‑preguntó
el relojero, animándose.
Indudablemente ‑replicó el vejete,
riéndose ¿Se imagina que ha de morir?
¡Ah! Sin embargo, me encuentro muy
enfermo.
‑Pues hablemos de ello, ¡por
Belcebú! Así abordamos la cuestión que aquí me trae.
Y, diciendo esto, el raro caballero
saltó sin ceremonia sobre el sillón de cuero y cruzó las piernas una sobre
otra, como saltarían los huesos descarnados que se pintan en los paños fúnebres
que cubren los cadáveres.
Luego prosiguió irónicamente:
Sepamos, maestro Zacarías, qué
ocurre en esta buena ciudad de Ginebra. Dicen que disminuye su salud y que sus
relojes necesitan curandero.
¡Ah! ¿Supone que existe relación
íntima entre mi salud y la marcha de mis relojes? ‑preguntó el maestro
Zacarías.
Creo que esos relojes tienen
defectos y hasta vicios. Si esos tunantes no observan una conducta regular,
deben pagar la pena debida a sus desórdenes. Me parece que necesitan un correctivo,
¿A qué llama defectos? ‑inquirió el
maestro Zacarías, ruborizándose al advertir el tono sarcástico con que se
habían pronunciado las anteriores palabras
¿No tienen derecho a enorgullecerse
de su origen?
¡No mucho, no mucho! ‑respondió el
vejete. Llevan un nombre célebre, en su esfera aparece grabada una marca
ilustre, y tienen el privilegio exclusivo de introducirse en las casas más
nobles; pero, desde hace algún tiempo, sé descomponen, y nada puede usted
hacer, maestro Zacarías, para arreglarlos, por lo que el más torpe de los
aprendices de esta ciudad de Ginebra podría reconvenirle.
‑¡A mí!, ¡a mí! ¡Al maestro
Zacarías! ‑exclamó el anciano, sin poder reprimir un terrible movimiento de
orgullo.
Sí, al maestro Zacarías, que no
puede devolver la vida a sus relojes.
‑¡Porque tengo fiebre y ellos
también! ‑respondió el relojero.
‑En ese caso se morirán con usted,
puesto que se halla imposibilitado para volver a dar elasticidad a sus muelles.
‑¡Morir! No. Ya lo he dicho. Es
ímposible que muera yo, el primer relojero del mundo; yo, que con esas piezas y
esas ruedas ordené el movimiento con absoluta precisión. ¿Acaso no he sometido
el tiempo a leyes exactas y no puedo hacer uso de él como soberano? Antes que
un genio sublime ordenase con regularidad las horas extra-viadas, ¿en qué
vaguedad inmensa no estaba sumido el destino de los hombres? ¿A qué momento
cierto podían referirse los actos de la, vida? Pero usted, hombre o diablo,
quienquiera que sea, ¿no ha reflexionado jamás acerca de la magnificencia de este
arte, que llama a todas las ciencias en su ayuda? ¡No, no, no! Yo, el maestro
Zacarías, no quiero morir, porque, habiendo arreglado el tiempo, el tiempo se
extinguiría conmigo. ¡Volvería al infinito vago de donde lo sacó mi genio y se
perdería irremisiblemente en el abismo de la nada! No, no puedo morir, como no
puede perecer el Creador del universo, sometido a sus leyes. He llegado a ser
su igual y a compartir su poder. Dios creó la eternidad y el maestro Zacarías
ha creado el tiempo.
El anciano relojero se asemejaba en
aquel momento al ángel caído rebelándose contra el Salvador. El vejete lo
acariciaba con la mirada y parecía incitarle a continuar blasfemando.
‑¡Bien dicho, maestro! ‑exclamó‑.
Belcebú tenía menos derecho que usted a compararse con Dios. Es preciso que
tanta gloria no perezca. Por eso este servidor suyo desea proporcionarle el
medio de dominar esos relojes rebeldes.
‑¿Cuál es?, ¿cuál es? ‑se apresuró
a inquirir el maestro Zacarías.
‑Lo sabrá el día después de aquel
en que me conceda usted la mano de su hija.
‑¿De Geranda?
‑Precisamente.
‑Mi hija ama a un joven ‑respondió
el maestro Zacarías, sin manifestar, aparentemente, el menor asombro.
‑¡Bah! No es el menos hermoso de
sus relojes, pero concluirá también por pararse.
‑¡Mi hija, mi Geranda...! ¡No!
‑Pues bien, vuelva a sus
mecanismos, maestro Zacarías. Ármelos y desármelos. Prepare el matrimonio de su
hija con su operario. Temple los muelles fabricados con el mejor acero. Bendiga
a Alberto y a la hermosa Geranda; pero, haga cuanto haga, sus relojes no
andarán nunca, y Geranda no se casará con Alberto.
Y, dicho esto, abandonó el vejete
la estancia, pero no tan de prisa que el maestro Zacarías no pudiera oír las
seis en el pecho del lúgubre visitante.
Al quedarse solo en su taller,
preguntóse el relojero profunda-mente alarmado:
‑¿Habrá dicho la verdad ese hombre?
¿Estarán mis relojes destinados a perecer? ¡Imposible! Yo soy eterno como Dios,
y la eternidad no tiene fin.
Y, después de formular esta
horrorosa blasfemia, quedóse abismado en pensamientos, que, por impíos, debían
serle sugeridos por el mismo Luzbel.
¿Cuánto tiempo permaneció así?
Él no supo decirlo; pero, cuando
volvió a la realidad de la vida, su rostro parecía aún más envejecido y sus
ojos brillaban de un modo extraño.
1.016. Verne (Julio)
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