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viernes, 24 de enero de 2014

Maestro zacarias - Cap III. Una visita extraña

Geranda hubiera visto extinguirse su vida al mismo tiempo que la de su padre si el amor que le profesaba Alberto no la hubiese tenido ligada al mundo.
El viejo relojero iba consumiéndose poco a poco. Sus facultades disminuían evidentemente concentrandose en un pensamiento único. En virtud de la asociación de ideas, todo lo relacionaba con su monomanía, y la vida terrestre parecía retirarse en él para dar lugar a la existencia sobrenatural de las potencias intermedias. A causa de esto, algunos competidores suyos, mal intencionados sin duda, hicieron de nuevo circular los rumores de que el maestro Zacarías fabricaba sus relojes con la ayuda de Satanás.
La confirmación de los inexplicables desarreglos que sufrían sus relojes produjo un efecto prodigioso entre los demás relojeros de Ginebra.
¿A qué se debía aquella repentina paralización de las ruedas, y por qué aquellas singulares relaciones que parecían tener con la vida de Zacarías?
Misterios eran éstos que se mencionaban siempre con secreto terror. En las diversas clases sociales, desde el aprendiz hasta el señor, todos cuantos usaban los relojes del viejo Zacarías pudieron observar por sí mismos lo extraño del hecho. En vano quisieron acercarse al maestro Zacarías, porque éste cayó enfermo, y su hija le sustrajo a aquellas visitas, que degeneraban en quejas y recriminaciones.
Las medicinas y los médicos fueron impotentes para evitar el decaimiento orgánico del anciano, cuya causa era completamente desconocida. A veces parecía que el corazón del viejo relojero dejaba de latir, y de nuevo volvía a palpitar con regularidad inquietante.
No ocurría lo mismo con sus relojes, que, una vez parados, no había medio de volver a ponerlos en marcha.
Como entonces había la costumbre de someter los trabajos de los maestros a la apreciación del pueblo, y los jefes de los distintos gremios procuraban distinguirse por la novedad o perfección de sus obras, la situación del maestro Zacarías inspiró la más ruidosa lástima, pero lástima interesada, porque sus rivales lo compadecían tanto más cuanto menos lo temían. Recordaban los ruidosos triunfos que había obtenido el viejo relojero al exponer a la admiración pública sus magníficos relojes de pared con figuras movibles, y los de bolsillo con repetición, que causaban el asombro general y eran vendidos a precios fabulosos en las ciudades de Francia, Suiza y Alemania.
Sin embargo, merced a los asiduos cuidados de Geranda y de Alberto, la salud del maestro Zacarías pareció asegurarse un tanto, y en medio de la quietud que le dejó la convalecencia, consiguió desechar las ideas que lo absorbían.
Tan pronto como pudo andar, su hija lo sacó de casa, donde no dejaban de presentarse parroquianos descontentos.
Alberto quedábase en el obrador armando y desarmando los relojes rebeldes; pero al pobre mozo le era imposible comprender la razón de aquello, y se agarraba la cabeza con ambas manos temiendo perder el juicio como su amo.
Geranda hacia pasear a su padre por los lugares más amenos de la población: unas veces le presentaba el brazo para que se apoyara en él y lo llevaba a San Antonio, desde donde puede esparcirse la vista por la ladera de Cologny y el lago, y otras iban a contemplar, al amanecer, los pinos gigantescos del monte Buet, que se destacaba en el horizonte. Geranda citaba los nom­bres de aquellos sitios, y el pobre anciano, que parecía estar completamente desmemoriado, tenía una alegría infantil al saber por boca de la hija todas aquellas cosas cuyo recuerdo habíase extraviado en su cabeza. El maes­tro Zacarías se apoyaba en el brazo de la joven, y las dos cabelleras, blanca y rubia, iluminadas por el mismo rayo de sol, confundíanse en una sola.
 Esto hizo comprender al anciano que no estaba solo en el mundo. Al ver a su hija joven y hermosa, y él viejo y quebrantado, pensó que después de su muerte quedaría ella sola y sin apoyo, y observó cuanto le ro­deaba.
 Muchos jóvenes obreros de Ginebra habían aspirado al amor de Geranda; pero ninguno logró introducirse en el retiro impenetrable en que vivía la familia del relojero, por lo que éste, en aquel momento lúcido, no pudo elegir para esposo de su hija a otro que Alberto Thun.
 Hecha la elección, observó que los jóvenes se ama­ban, y las oscilaciones de sus corazones pareciéronle isócronas, y así lo dijo un día a Escolástica.
 La vieja sirvienta, literalmente gozosa de la frase, aunque no la comprendía, juró, por su santa patrona, que antes de una hora lo sabría toda la ciudad.
 El maestro Zacarías viose obligado a hacer grandes esfuerzos para calmarla, obteniendo, al fin la promesa de guardar secreto acerca de aquella revelación, no obs­tante lo cual lo notificó a cuantas personas quisieron oírla.
 Consecuencia de esto fue que, sin saberlo aún Ge­randa y Alberto, hablábase en toda Ginebra de su pró­ximo enlace; pero siempre que se sostenían estas con­versaciones, oíase una risotada singular y una voz que decía:
 ¡Geranda no se casará nunca con Alberto!
 Si los que conversaban se volvían para ver a la per­sona que había hecho semejante afirmación, encontrábanse frente a un vejete a quien no conocían.
¿Qué edad tenía aquel extraño personaje?
Nadie habría podido decirlo. Comprendíase que debía existir desde muchos siglos antes, y nada más.
Su gran cabeza aplastada apuyábase en unos hombros descomu-nales, cuya amplitud igualaba la altura de su cuerpo, que no excedía de tres pies.
Este personaje habría figurado muy bien en un zócalo de péndola, porque el balancín hubiera podido oscilar desahogadamente dentro de su pecho. Su nariz asemejábase al gnomon de un reloj solar por lo aguda y delgada. Sus dientes, espaciados y de superficie epícicloide, parecían los engranajes de una máquina y rechinaban bajo los labios; su voz tenía el timbre metálico ‑de una campana, y su corazón palpitaba como el tictac de un péndulo.
Aquel hombre, cuyos brazos se movían de igual modo que las agujas de un reloj, andaba a saltos sin volverse jamás, y todo el que lo seguía podía observar que caminaba una legua por hora, con una marcha aproximadamente circular.
Hacía poco tiempo que tan extraño personaje vagaba, o, por mejor decir, rodaba, por la ciudad; pero se advirtió que, cotidianamente, cuando pasaba el sol por el meridiano, se detenía él delante de la catedral de San Pedro y, después de sonar las doce campa-nadas del mediodía, reanudaba la marcha. Fuera de este momento preciso veíasele en los carrillos en que se hablaba del viejo relojero, y todos se preguntaban con espanto qué relaciones podían existir entre él y el maestro Zacarías. Por lo demás, observábase que no perdía de vista al anciano ni a su hija durante sus paseos.
El aspecto siniestro del vejete, la frecuencia con que se le veía cerca del maestro Zacarías y las misteriosas palabras que se le habían oído pronunciar acrecentaron los rumores que acerca del relojero circulaban desde que sus relojes habían empezado a descomponerse, y, para muchas personas, era ya un hecho indudable que el viejo que en todas partes estaba y que nadie conocía era el mismo Satanás.
Hasta tal extremo llegó el terror de los ginebrinos inspirado por el vejete, que muchos, al verlo desde lejos, variaban de dirección y se alejaban a toda prisa santiguándose.
Un día, en el Parral de Ginebra, al advertir Geranda que el monstruo la miraba sonriendo, se estrechó contra su padre, muy asustada.
‑¿Qué te ocurre, hija mía? ‑preguntó el maestro Zacarías.
‑No lo sé ‑respondió la joven.
‑¡Te encuentro demudada, hija mía! ‑dijo el anciano. ¿Vas ahora a enfermar tú también? Bueno ‑añadió sonriendo tristemente, será necesario que te cuide, y lo sabré hacer perfectamente.
‑Padre mío, no es nada. Tengo frío, y me parece que es...
‑¿Qué, Geranda?
‑La presencia de ese hombre que nos sigue a todas partes ‑ respondió la joven bajando la voz.
El maestro Zacarías volvióse hacia el fenómeno.
‑Francamente, marcha bien ‑dijo muy satisfecho, porque son las cuatro en punto. No temas nada, hija mía; no es un hombre, es un reloj.
Geranda miró a su padre aterrorizada.
¿Cómo había podido ver el maestro Zacarías la hora que era en el rostro de aquella espantosa criatura?
‑A propósito ‑prosiguió el anciano relojero, sin ocuparse más en este incidente‑, hace varios días que no veo a Alberto.
‑Sin embargo, padre mío, no nos deja -respondió Geranda, tranquilizándose por completo.
‑¿Qué hace, entonces?
‑Trabaja, padre mío.
‑¡Ah! Se ocupa en componer mis relojes, ¿no es verdad? Pero no ha de lograrlo nunca, porque no es una compostura lo que necesitan, sino una resurrección.
Geranda guardó silencio.
Sin duda, no había comprendido lo que su padre le acababa de decir.
‑Necesito saber ‑agregó el maestro Zacarías si llevaron a casa más relojes de esos que parece haber maldecido el diablo.
Y, dichas estas palabras, el anciano relojero no volvió a pronunciar ninguna más hasta el momento en que llamó a la puerta de su casa.
Cuando hubo entrado, bajó al taller por vez primera después de su convalecencia, mientras que Geranda se retiraba a su aposento.
En el instante en que el maestro Zacarías entró en la estancia en que tenía el obrador, uno de los numerosos relojes colgados en la pared dio las cinco.
De ordinario, las diferentes campanas de aquellos relojes, admirablemente regulados, sonaban al mismo tiempo, regocijando su concordancia el corazón del anciano; pero aquel día dieron la hora unos tras otros, de suerte que durante quince minutos ensordecieron el oído con sus toques sucesivos.
El maestro Zacarías sufría horriblemente y, no pudiendo perma-necer quieto, iba de una parte a otra examinando los relojes, marcándoles el compás, como el director de orquesta que ha perdido el dominio sobre sus músicos.
Pero, como los relojes eran máquinas mecánicas y no personas que manejasen instruyentos, siguieron sonando unos después de otros, sin hacer caso del compás que pretendía marcarles el relojero.
Cuando se hubo extinguido el sonido de la última campanada, se abrió la puerta del taller y apareció el vejete, cuya presencia hizo estreme-cer al maestro Zacarías.
‑Maestro ‑preguntó el recién llegado, ¿puedo hablarle unos instantes?
‑¿Quién es usted? ‑preguntó bruscamente el relojero.
‑Un colega. Estoy encargado del arreglo de la marcha del sol.
‑¡Ah!, ¿conque está encargado de arreglar la marcha del sol? ‑replicó vivamente el maestro Zacarías, sin pestañear. Pues no lo felicito. Su sol anda muy mal, y para marchar al unísono con él tenemos que adelantar o atrasar los relojes a cada momento.
‑¡Por el diablo, juro que tiene razón, maestro! Mi sol no siempre señala el mediodía al mismo tiempo que sus relojes; pero no tardará en saberse que eso obedece a la desigualdad del movimiento de traslación de la Tierra y se inventará un mediodía que equilibre la citada irregularidad.
¿Viviré todavía en esa época? ‑preguntó el relojero, animándose.
Indudablemente ‑replicó el vejete, riéndose ¿Se imagina que ha de morir?
¡Ah! Sin embargo, me encuentro muy enfermo.
‑Pues hablemos de ello, ¡por Belcebú! Así abordamos la cuestión que aquí me trae.
Y, diciendo esto, el raro caballero saltó sin ceremonia sobre el sillón de cuero y cruzó las piernas una sobre otra, como saltarían los huesos descarnados que se pintan en los paños fúnebres que cubren los cadáveres.
Luego prosiguió irónicamente:
Sepamos, maestro Zacarías, qué ocurre en esta buena ciudad de Ginebra. Dicen que disminuye su salud y que sus relojes necesitan curandero.
¡Ah! ¿Supone que existe relación íntima entre mi salud y la marcha de mis relojes? ‑preguntó el maestro Zacarías.
Creo que esos relojes tienen defectos y hasta vicios. Si esos tunantes no observan una conducta regular, deben pagar la pena debida a sus desórdenes. Me parece que necesitan un correctivo,
¿A qué llama defectos? ‑inquirió el maestro Zacarías, ruborizándose al advertir el tono sarcástico con que se habían pronunciado las anteriores palabras
¿No tienen derecho a enorgullecerse de su origen?
¡No mucho, no mucho! ‑respondió el vejete. Llevan un nombre célebre, en su esfera aparece grabada una marca ilustre, y tienen el privilegio exclusivo de introducirse en las casas más nobles; pero, desde hace algún tiempo, sé descomponen, y nada puede usted hacer, maestro Zacarías, para arreglarlos, por lo que el más torpe de los aprendices de esta ciudad de Ginebra podría reconvenirle.
‑¡A mí!, ¡a mí! ¡Al maestro Zacarías! ‑exclamó el anciano, sin poder reprimir un terrible movimiento de orgullo.
Sí, al maestro Zacarías, que no puede devolver la vida a sus relojes.
‑¡Porque tengo fiebre y ellos también! ‑respondió el relojero.
‑En ese caso se morirán con usted, puesto que se halla imposibilitado para volver a dar elasticidad a sus muelles.
‑¡Morir! No. Ya lo he dicho. Es ímposible que muera yo, el primer relojero del mundo; yo, que con esas piezas y esas ruedas ordené el movimiento con absoluta precisión. ¿Acaso no he sometido el tiempo a leyes exactas y no puedo hacer uso de él como soberano? Antes que un genio sublime ordenase con regularidad las horas extra-viadas, ¿en qué vaguedad inmensa no estaba sumido el destino de los hombres? ¿A qué momento cierto podían referirse los actos de la, vida? Pero usted, hombre o diablo, quienquiera que sea, ¿no ha reflexionado jamás acerca de la magnificencia de este arte, que llama a todas las ciencias en su ayuda? ¡No, no, no! Yo, el maestro Zacarías, no quiero morir, porque, habiendo arreglado el tiempo, el tiempo se extinguiría conmigo. ¡Volvería al infinito vago de donde lo sacó mi genio y se perdería irremisiblemente en el abismo de la nada! No, no puedo morir, como no puede perecer el Creador del universo, sometido a sus leyes. He llegado a ser su igual y a compartir su poder. Dios creó la eternidad y el maestro Zacarías ha creado el tiempo.
El anciano relojero se asemejaba en aquel momento al ángel caído rebelándose contra el Salvador. El vejete lo acariciaba con la mirada y parecía incitarle a continuar blasfemando.
‑¡Bien dicho, maestro! ‑exclamó‑. Belcebú tenía menos derecho que usted a compararse con Dios. Es preciso que tanta gloria no perezca. Por eso este servidor suyo desea proporcionarle el medio de dominar esos relojes rebeldes.
‑¿Cuál es?, ¿cuál es? ‑se apresuró a inquirir el maestro Zacarías.
‑Lo sabrá el día después de aquel en que me conceda usted la mano de su hija.
‑¿De Geranda?
‑Precisamente.
‑Mi hija ama a un joven ‑respondió el maestro Zacarías, sin manifestar, aparentemente, el menor asombro.
‑¡Bah! No es el menos hermoso de sus relojes, pero concluirá también por pararse.
‑¡Mi hija, mi Geranda...! ¡No!
‑Pues bien, vuelva a sus mecanismos, maestro Zacarías. Ármelos y desármelos. Prepare el matrimonio de su hija con su operario. Temple los muelles fabricados con el mejor acero. Bendiga a Alberto y a la hermosa Geranda; pero, haga cuanto haga, sus relojes no andarán nunca, y Geranda no se casará con Alberto.
Y, dicho esto, abandonó el vejete la estancia, pero no tan de prisa que el maestro Zacarías no pudiera oír las seis en el pecho del lúgubre visitante.
Al quedarse solo en su taller, preguntóse el relojero profunda-mente alarmado:
‑¿Habrá dicho la verdad ese hombre? ¿Estarán mis relojes destinados a perecer? ¡Imposible! Yo soy eterno como Dios, y la eternidad no tiene fin.
Y, después de formular esta horrorosa blasfemia, quedóse abismado en pensamientos, que, por impíos, debían serle sugeridos por el mismo Luzbel.
¿Cuánto tiempo permaneció así?
Él no supo decirlo; pero, cuando volvió a la realidad de la vida, su rostro parecía aún más envejecido y sus ojos brillaban de un modo extraño.

1.016. Verne (Julio)

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