Por Semana Santa, un
campesino salió a ver si la tierra empezaba a des-helarse. Con una estaca tocó
la tierra del huerto. Estaba blanda. Entonces se dirigió al bosque. Las ramas
estaban ya cubiertas de brotes. El campesino pensó: "Plantaré unas
cuantas ramas en torno al huerto; eso lo resguardará." Cogió el hacha,
cortó diez ramas y las plantó, alrededor del huerto.
Todas echaron hojas; y,
algunas, arraigaron.
En otoño, el campesino
estaba muy satisfecho de las ramas que había plantado : habían prendido seis.
Pero, al llegar la primavera, los rebaños royeron las ramas y sólo se salvaron
dos. Y a la primavera siguiente, volvieron a roer las dos que quedaban. Una se
echó a perder; la otra revivió, convirtiéndose en un auténtico árbol. En las
épocas de enjambrazón, se posaban en él enjambres de abejas, y los hombres las
cazaban. Los campesinos solían echar un sueñecito, al pie del árbol, después
de comer; y los niños trepaban por el tronco, para arrancar ramitas.
Hacía mucho que había
muerto el campesino que lo plantó; pero el árbol seguía creciendo. El hijo
mayor lo había podado ya dos veces aprovechando las ramas para la lumbre. Lo
había dejado completamente sin ramas, pero en primavera volvieron a brotar,
aunque salieron más finas y dos veces más largas que las anteriores, como suele
ocurrir con las crines de los potros, cuando se los esquila.
El hijo mayor del
campesino abandonó aquellas tierras. Ya la aldea fué trasladada de allí. El
árbol quedó en campo raso. Llegaron otros campesinos, y también cortaron
algunas ramas; sin embargo, el árbol siguió creciendo. Una vez, un rayo
resquebrajó el tronco del árbol; a pesar de eso, volvió a florecer. Un hombre
qúé pasaba por allí, quiso talarlo, para provechar la madera; pero estaba tan
podrido, que tuvo que renunciar. El árbol se había inclinado mucho hacia un
lado. No obstante, cada año acudían enjambres de abejas a libar en sus flores.
Cierta primavera, unos
muchachos, que cuidaban caballos, se reunieron al pie del árbol. Tenían frío y
quisieron encender una hoguera. Uno de ellos trepó al árbol y arrancó algunas
ramas. Las colocaron en el hueco de éste y prendieron fuego. Pronto crepitaron
las llamas; chisporroteó la savia, se elevó una columna de humo y el fuego se
comunicó de un lado a otro. El hueco del árbol se ennegreció; se ajaron los
brotes jóvenes; y las flores se marchitaron. Los muchachos volvieron a la
aldea con los caballos. El árbol quemado quedó solo, en medio del campo.
Entonces, llegó un cuervo y, posándose en él, graznó:
-¡Ya era hora de que
acabaras!
Cuento para niños
1.013. Tolstoi (Leon)
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