En tiempos remotos, dos
hermanos vivían cerca de Jerusalén. El mayor se llamaba Afanasi, y el menor,
Yoan. Vivían en una montaña, próxima a la ciudad, y se alimentaban de lo que
las gentes les daban como limosna. Se pasaban trabajando el día entero; pero
no para ellos, sino para los pobres.
Dondequiera que hubiese
personas recargadas de trabajo, enfermos, viudas o huérfanos, allí se dirigían
los dos, para prestar ayuda, sin aceptar pago alguno por sus desvelos.
Así pasaban las semanas,
cada cual por su lado; y sólo se reunían los sábados por la noche en su
vivienda. Los domingos rezaban a Dios y charlaban entre sí. Y el ángel del
Señor bajaba del cielo para bendecirlos.
Un lunes en que los
hermanos acababan de separarse y cada cual se iba por su lado, para hacerse
cargo de sus respectivos trabajos, el mayor, Afanasi, sintió pena de dejar a su
querido hermano Yoan. Se detuvo y miró hacia atrás. Yoan caminaba con la
cabeza inclinada. Pero de pronto se paró como si hubiese visto algo que le
llamase la atención. Se quedó mirando un punto, con la mano puesta en los ojos,
a modo de visera. Después se acercó al lugar que estaba mirando, dió un salto,
echó a correr móntaña abajo y subió a la otra vertiente. Huyó muy lejos del
sitio en que parecía haberse encontra-do con una fiera que quería atacarle.
Muy sorprendido, Afanas¡
volvió sobre sus pasos para averiguar qué era lo que había asustado a su
hermano. A medida que se acercaba, distinguió algo que resplandecía al sol. Y,
cuando estuvo cerca, vió un montón de oro sobre la hierba...
Afanasi se asombró tanto
del oro como de la huída de su hermano.
"¿De qué se habrá
asustado? ¿Por qué habrá echado a correr? -se preguntó-. No hay pecado en el
oro. El pecado reside en el hombre. El oro puede causar el mal, pero asimismo
puede servir para hacer el bien. ¡Cuántos huérfanos y viudas podrían,
alimentarse con este oro! ¡Cuántos desnudos podrían vestirse! ¡A cuántos desvalidos
y enfermos podría aliviar! Nosotros servimos a los desgraciados; pero nuestra
ayuda es pequeña por ser insignificantes nuestros recursos. Con este oro
podríamos prestar una ayuda más eficaz a nuestro prójimo."
Esto fué lo que pensó
Afanasi. Hubiera querido decírselo a su hermano; pero Yoan estaba ya fuera del
alcance de su voz. Se le veía a lo lejos, sobre la otra vertiente, como si
fuera un insecto.
Afanasi se quitó la
chaqueta, recogió todo el oro que ésta podía contener y, echándose el hato al
hombro, fué a la ciudad. Entró en una posada, confió el oro al posadero, y
volvió por el resto.
Cuando lo hubo recogido
todo, fué a ver a unos comerciantes, compró terrenos en la ciudad, piedra y
madera, contrató obreros y empezó a construir tres edificios. Uno, para recoger
huérfanos y viudas; otro, para dar asilo a los enfermos y desvalidos, y el
tercero, para peregrinos y mendigos. Encontró a tres venerables startsy[1]
y los puso al frente del orfanato, del hospital y del asilo. Aún le quedaban tres
mil monedas de oro y Afanasi dió mil a cada uno de los viejos, para que las
repartieran entre los pobres. En breve se llenaron de gente las tres casas.
Todos alababan a Afanasi por lo que había hecho. Y él estaba tan contento de
su obra que no tenía deseos de abandonar la ciudad. Pero como quería mucho a
su hermano, se despidió de todos y volvió a su vivienda, con las mismas ropas
de antes y sin haberse quedado con una sola moneda.
Según se acercaba a la
montaña, Afanasi pensó: "Mi hermano procedió mal al huir del oro. ¿Acaso
no es mejor lo que he hecho yo?"
Pero, apenas hubo cruzado
su mente este pensamiento, vió aparecer al mismo ángel que descendía a
bendecirlos. Miró a Afanasi con expresión amenazadora. Petrificado, éste sólo
exclamó:
-¿Por qué, Señor?
-Vete de aquí. No eres
digno de vivir con tu hermano. El salto que dió vale más que cuanto has hecho
con tu oro -replicó el ángel.
Afanasi enumeró entonces
a todos los pobres y peregrinos a quienes había dado de comer, así como a los
huérfanos que había socorrido.
-El mismo diablo que puso
el oro para seducirte, te ha enseñado esas palabras -prosiguió el ángel.
Entonces, la conciencia
habló en Afanasi, y pudo comprender que no había hecho todo aquello por Dios.
Arrepentido, se deshizo en lágrimas.
El ángel le franqueó el
camino, en el que lo esperaba su hermano Yoan. Desde entonces, Afanas¡ no se
dejó ya seducir por el diablo, ni por el oro; y supo que no es con dinero, sino
con trabajo, con lo que se puede servir a Dios y a los hombres.
Y los dos hermanos
siguieron viviendo como antes.
Cuento popular
1.013. Tolstoi (Leon)
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