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lunes, 23 de diciembre de 2013

Los hermanos y el oro

En tiempos remotos, dos hermanos vi­vían cerca de Jerusalén. El mayor se llamaba Afanasi, y el menor, Yoan. Vi­vían en una montaña, próxima a la ciu­dad, y se alimentaban de lo que las gentes les daban como limosna. Se pasa­ban trabajando el día entero; pero no para ellos, sino para los pobres.
Dondequiera que hubiese personas re­cargadas de trabajo, enfermos, viudas o huérfanos, allí se dirigían los dos, para prestar ayuda, sin aceptar pago alguno por sus desvelos.
Así pasaban las semanas, cada cual por su lado; y sólo se reunían los sá­bados por la noche en su vivienda. Los domingos rezaban a Dios y charlaban entre sí. Y el ángel del Señor bajaba del cielo para bendecirlos.
Un lunes en que los hermanos aca­baban de separarse y cada cual se iba por su lado, para hacerse cargo de sus respectivos trabajos, el mayor, Afanasi, sintió pena de dejar a su querido her­mano Yoan. Se detuvo y miró hacia atrás. Yoan caminaba con la cabeza in­clinada. Pero de pronto se paró como si hubiese visto algo que le llamase la atención. Se quedó mirando un punto, con la mano puesta en los ojos, a modo de visera. Después se acercó al lugar que estaba mirando, dió un salto, echó a correr móntaña abajo y subió a la otra vertiente. Huyó muy lejos del sitio en que parecía haberse encontra-do con una fiera que quería atacarle.
Muy sorprendido, Afanas¡ volvió so­bre sus pasos para averiguar qué era lo que había asustado a su hermano. A medida que se acercaba, distinguió al­go que resplandecía al sol. Y, cuando es­tuvo cerca, vió un montón de oro sobre la hierba...
Afanasi se asombró tanto del oro co­mo de la huída de su hermano.
"¿De qué se habrá asustado? ¿Por qué habrá echado a correr? -se pregun­tó-. No hay pecado en el oro. El peca­do reside en el hombre. El oro puede causar el mal, pero asimismo puede ser­vir para hacer el bien. ¡Cuántos huérfa­nos y viudas podrían, alimentarse con este oro! ¡Cuántos desnudos podrían vestir­se! ¡A cuántos desvalidos y enfermos podría aliviar! Nosotros servimos a los desgraciados; pero nuestra ayuda es pe­queña por ser insignificantes nuestros recursos. Con este oro podríamos pres­tar una ayuda más eficaz a nuestro pró­jimo."
Esto fué lo que pensó Afanasi. Hu­biera querido decírselo a su hermano; pero Yoan estaba ya fuera del alcance de su voz. Se le veía a lo lejos, sobre la otra vertiente, como si fuera un in­secto.
Afanasi se quitó la chaqueta, recogió todo el oro que ésta podía contener y, echándose el hato al hombro, fué a la ciudad. Entró en una posada, confió el oro al posadero, y volvió por el resto.
Cuando lo hubo recogido todo, fué a ver a unos comerciantes, compró te­rrenos en la ciudad, piedra y madera, contrató obreros y empezó a construir tres edificios. Uno, para recoger huér­fanos y viudas; otro, para dar asilo a los enfermos y desvalidos, y el tercero, para peregrinos y mendigos. Encontró a tres venerables startsy[1] y los puso al frente del orfanato, del hospital y del asilo. Aún le quedaban tres mil monedas de oro y Afanasi dió mil a cada uno de los viejos, para que las repartieran entre los pobres. En breve se llenaron de gente las tres casas. Todos alababan a Afanasi por lo que había hecho. Y él estaba tan con­tento de su obra que no tenía deseos de abandonar la ciudad. Pero como que­ría mucho a su hermano, se despidió de todos y volvió a su vivienda, con las mis­mas ropas de antes y sin haberse que­dado con una sola moneda.
Según se acercaba a la montaña, Afa­nasi pensó: "Mi hermano procedió mal al huir del oro. ¿Acaso no es mejor lo que he hecho yo?"
Pero, apenas hubo cruzado su mente este pensamiento, vió aparecer al mismo ángel que descendía a bendecirlos. Miró a Afanasi con expresión amenazadora. Petrificado, éste sólo exclamó:
-¿Por qué, Señor?
-Vete de aquí. No eres digno de vi­vir con tu hermano. El salto que dió vale más que cuanto has hecho con tu oro -replicó el ángel.
Afanasi enumeró entonces a todos los pobres y peregrinos a quienes había dado de comer, así como a los huérfanos que había socorrido.
-El mismo diablo que puso el oro para seducirte, te ha enseñado esas pa­labras -prosiguió el ángel.
Entonces, la conciencia habló en Afa­nasi, y pudo comprender que no había hecho todo aquello por Dios. Arrepen­tido, se deshizo en lágrimas.
El ángel le franqueó el camino, en el que lo esperaba su hermano Yoan. Desde entonces, Afanas¡ no se dejó ya seducir por el diablo, ni por el oro; y supo que no es con dinero, sino con trabajo, con lo que se puede servir a Dios y a los hombres.
Y los dos hermanos siguieron vivien­do como antes.

Cuento popular

1.013. Tolstoi (Leon)



[1] Título de respeto que se daba en Rusia a los religiosos de edad.

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