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lunes, 23 de diciembre de 2013

Lo que ocurrio con bolita en piatigorsk

Al marcharme de la aldea de cosacos, no fuí directamente a Rusia, sino que me dirigí a Piatigorsk, donde permanecí dos meses. Regalé Milton a un cazador cosaco y me llevé a Bolita conmigo.
Piatigorsk[1] se llama así porque está situada en la montaña Besthau. En tár­taro, besh significa cinco y tau, mon­taña.
En esa montaña hay manantiales de agua caliente y sulfurosa. El agua mana casi a punto de ebullición; y por en­cima de los manantiales se eleva siempre una columna de vaho, como por encima de un samovar. El lugar en que está emplazada la ciudad es muy alegre. Por la montaña discurren arroyos; y, al pie de ésta, el río Podkumok. La mon­taña está cubierta de bosques; a su alre­dedor se extienden campos y en la leja­nía se divisan los enormes montes caucá­sicos. La nieve que los cubre no se derrite nunca y es blanca como el azú­car. Cuando hace buen tiempo, el mon­te Elbrus, que parece un pilón de azúcar se ve desde cualquier sitio. La gente suele ir a hacer curas a los manantiales. Junto a éstos se ven los cenadores, tol­dos, jardines y senderitos. Por las maña­nas hay música, y los pacientes beben agua o se bañan y pasean.
La ciudad misma está emplazada so­bre la montaña; y al pie de ésta hay una finca. Me había alojado en una ca­sita de esa finca. La casita estaba rodea­da de un corral y junto a las ventanas había un jardincillo, donde los dueños tenían abejas. Pero no estaban en col­menas, como en Rusia, sino en unos canastillos redondos. Las abejas del Cáu­caso son muy pacíficas. Por las mañanas solía estar entre ellas, acompañado de Bolita.
Bolita se paseaba entre los canastillos. Olía a las abejas y escuchaba el zum­bido que producían; pero lo hacía con tanto cuidado, que no las molestaba; y las abejas no le hacían daño.
Una mañana, al volver ele las aguas, me dispuse a tomar el café en el jar­dincillo. Bolita empezó a rascarse tras de las orejas y a sacudir su collar. El ruido que producía molestaba a las abe­jas, y me vi obligado a quitárselo. Poco después, se armó un terrible alboroto en la ciudad. Se oía ladrar, aullar y gru­ñir a muchos perros y, a la vez, gritar a varios hombres. Aquel griterío se acer­caba cada vez más a la finca. Bolita ha­bía dejado de rascarse y, con el ancho hocico de blancos dientes entre las patas delanteras, permanecía tranquilamente junto a mí. Al oír aquel alboroto, pa­reció comprender de lo que se trataba Enderezó las orejas, rechinó los dientes y, levantándose de un salto, se puso a gru­ñir. El griterío iba acercándose. Era co­mo si todos los perros de ciudad se hubiesen reunido para ladrar y aullar. Salí a la verja, a ver lo que pasaba; la dueña de la casita acudió también.
-¿Qué ocurre? -le pregunté.
-Son los forzados, que persiguen a los perros. Hay demasiados perros en la ciu­dad y las autoridades han dado orden de matarlos.
-¿Cómo? ¿Matarían también a Bolita si lo encontrasen?
-No; sólo exterminan los perros que no llevan collar.
En el momento en que sosteníamos esta conversación, un grupo de hombres llegó hasta el jardín.
A la cabeza avanzaban varios solda­dos. Los seguían cuatro presos con ca­denas. Dos llevaban unos ganchos de hie­rro, muy largos, y los otros dos, unas estacas. Precisamente ante la verja del jardín, uno de ellos enganchó a un pe­rrillo de corral y lo arrastró al centro de la calle; y otro lo golpeó con la esta­ca. El animal lanzaba terribles aullidos, mientras los presos armaban una gran algarabía con sus gritos y sus risas estre­pitosas. El que sujetaba al perro, le dió la vuelta y, al ver que había muerto, desprendió el gancho. Después, miró en torno suyo, por si descubría otro perro.
En aquel instante Bolita se abalanzó sobre él, lo mismo que se había arro­jado una vez sobre un oso. Recordé que no llevaba collar.
¡Bolita! ¡Atrás! -exclamé; y grité a los presos que no lo tocaran.
Pero el forzado se echó a reír y en­ganchó a Bolita por un muslo. Este qui­so echar a correr. Tirando del gancho, el preso dijo a su compañero:
-¡Arréale!
El otro blandió la estaca y hubiera matado a Bolita a no ser porque se le rasgó la piel del muslo. Con el rabo entre las patas y el muslo desgarrado, irrumpió en el jardín y, una vez den­tro de la casa, se escondió debajo de mi cama.
Se salvó, gracias a que se le había rasgado la piel, de parte a parte, en el lugar en que le habían clavado el gan­cho.

Cuento de niños

1.013. Tolstoi (Leon)



[1] En ruso, cinco montañas.

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