Al marcharme de la aldea
de cosacos, no fuí directamente a Rusia, sino que me dirigí a Piatigorsk, donde
permanecí dos meses. Regalé Milton a
un cazador cosaco y me llevé a Bolita
conmigo.
Piatigorsk[1]
se llama así porque está situada en la montaña Besthau. En tártaro, besh significa cinco y tau, montaña.
En esa montaña hay
manantiales de agua caliente y sulfurosa. El agua mana casi a punto de
ebullición; y por encima de los manantiales se eleva siempre una columna de
vaho, como por encima de un samovar.
El lugar en que está emplazada la ciudad es muy alegre. Por la montaña
discurren arroyos; y, al pie de ésta, el río Podkumok. La montaña está
cubierta de bosques; a su alrededor se extienden campos y en la lejanía se
divisan los enormes montes caucásicos. La nieve que los cubre no se derrite
nunca y es blanca como el azúcar. Cuando hace buen tiempo, el monte Elbrus,
que parece un pilón de azúcar se ve desde cualquier sitio. La gente suele ir a
hacer curas a los manantiales. Junto a éstos se ven los cenadores, toldos,
jardines y senderitos. Por las mañanas hay música, y los pacientes beben agua
o se bañan y pasean.
La ciudad misma está
emplazada sobre la montaña; y al pie de ésta hay una finca. Me había alojado
en una casita de esa finca. La casita estaba rodeada de un corral y junto a
las ventanas había un jardincillo, donde los dueños tenían abejas. Pero no
estaban en colmenas, como en Rusia, sino en unos canastillos redondos. Las
abejas del Cáucaso son muy pacíficas. Por las mañanas solía estar entre ellas,
acompañado de Bolita.
Bolita se paseaba entre los
canastillos. Olía a las abejas y escuchaba el zumbido que producían; pero lo
hacía con tanto cuidado, que no las molestaba; y las abejas no le hacían daño.
Una mañana, al volver ele
las aguas, me dispuse a tomar el café en el jardincillo. Bolita empezó a rascarse tras de las orejas y a sacudir su collar.
El ruido que producía molestaba a las abejas, y me vi obligado a quitárselo.
Poco después, se armó un terrible alboroto en la ciudad. Se oía ladrar, aullar
y gruñir a muchos perros y, a la vez, gritar a varios hombres. Aquel griterío
se acercaba cada vez más a la finca. Bolita
había dejado de rascarse y, con el ancho hocico de blancos dientes entre las
patas delanteras, permanecía tranquilamente junto a mí. Al oír aquel alboroto,
pareció comprender de lo que se trataba Enderezó las orejas, rechinó los
dientes y, levantándose de un salto, se puso a gruñir. El griterío iba
acercándose. Era como si todos los perros de ciudad se hubiesen reunido para
ladrar y aullar. Salí a la verja, a ver lo que pasaba; la dueña de la casita
acudió también.
-¿Qué ocurre? -le
pregunté.
-Son los forzados, que
persiguen a los perros. Hay demasiados perros en la ciudad y las autoridades
han dado orden de matarlos.
-¿Cómo? ¿Matarían también
a Bolita si lo encontrasen?
-No; sólo exterminan los
perros que no llevan collar.
En el momento en que
sosteníamos esta conversación, un grupo de hombres llegó hasta el jardín.
A la cabeza avanzaban
varios soldados. Los seguían cuatro presos con cadenas. Dos llevaban unos
ganchos de hierro, muy largos, y los otros dos, unas estacas. Precisamente
ante la verja del jardín, uno de ellos enganchó a un perrillo de corral y lo
arrastró al centro de la calle; y otro lo golpeó con la estaca. El animal
lanzaba terribles aullidos, mientras los presos armaban una gran algarabía con
sus gritos y sus risas estrepitosas. El que sujetaba al perro, le dió la
vuelta y, al ver que había muerto, desprendió el gancho. Después, miró en torno
suyo, por si descubría otro perro.
En aquel instante Bolita se abalanzó sobre él, lo mismo
que se había arrojado una vez sobre un oso. Recordé que no llevaba collar.
¡Bolita! ¡Atrás! -exclamé; y grité
a los presos que no lo tocaran.
Pero el forzado se echó a
reír y enganchó a Bolita por un
muslo. Este quiso echar a correr. Tirando del gancho, el preso dijo a su
compañero:
-¡Arréale!
El otro blandió la estaca
y hubiera matado a Bolita a no ser
porque se le rasgó la piel del muslo. Con el rabo entre las patas y el muslo
desgarrado, irrumpió en el jardín y, una vez dentro de la casa, se escondió
debajo de mi cama.
Se salvó, gracias a que
se le había rasgado la piel, de parte a parte, en el lugar en que le habían
clavado el gancho.
Cuento de niños
1.013. Tolstoi (Leon)
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