A la hora en que
él cruzó el pórtico del templo lucían las estrellas con vivo centellear en el
profundo azul, saturaba la primavera de trépidos y aromosos efluvios el
ambiente, hallábanse las calles concurridas, rebosando animación, y los
transeúntes cuchicheaban a media voz, fluctuando entre el recogimiento de las
recientes plegarias y la expansión bulliciosa provocada por aquella blanda y
halagüeña temperatura de abril. Eran casi las once de la noche del Jueves
Santo.
Entróse a buen
paso mi héroe por la iglesia, en cuya nave se espesaba la atmósfera, impregnada
de partículas de cera e incienso. En el altar mayor ardían aún todas las luces
del monumento, simétricamente dispuestas, alternando con vasos henchidos de
gayas y pomposas flores de papel con ramos de hojarasca de plata, y allá arriba
azulados bullones de tul formaban un dosel de nubes, de trecho en trecho cogido
por angelitos vivarachos y de rosada carnación, con blancas alas en los hombros,
alas impacientes y cortas, que parecían, entre el trémulo chisporroteo de los
cirios, estremecerse preludiando el vuelo. Todo el gran frente del altar
irradiaba y esplendía como una gloria, envuelto en áureo y caliente vapor, y
animado por la continua y parpadeante vibración de las candelas, y las notas de
fuerte colorido de los contrahechos ramilletes.
Él avanzó hacia
el luminoso foco, atraído por dos negras figuras femeniles -esbeltas a despecho
del largo manto que las recataba- que de hinojos ante el presbiterio
sobresalían, destacándose encima de aquel fondo de lumbre; mas en el propio
instante las figuras se irguieron, hicieron profunda reverencia al altar,
signáronse, y rápidas tomaron hacia la puertecilla de la sacristía, que a la
derecha bostezaba, abriéndose como una boca oscura. Echó él inmediatamente tras
las figuras, sin cuidarse de dar muestra alguna de respeto cuando pasó frente
al Sagrario. Colóse por la misma boca que se había tragado a sus perseguidas y
se halló en la sacristía mal alumbrada por mezquino cabo de vela, que iba
consumiéndose en una palmatoria puesta sobre la antigua cómoda de nogal,
almacén de las vestiduras sacras. En aquel recinto semitenebroso no estaban las
damas ya.
Empujó la puerta
de salida de la sacristía, que daba a lóbrega y retirada callejuela, y con ojos
perspicaces escrutó las sombras, sin que en la angostura del solitario pasadizo
viese ondear ningún traje, ni recortarse silueta alguna. Era evidente que se
había perdido la pista de la res. Las fugitivas tapadas llegando a las calles
principales, confundiéronse, sin duda, entre el gentío. Tras un minuto de
indecisión, mi protagonista, a quien me place llamar Diego, encogióse levemente
de hombros, y desanduvo lo andado, pero con menos prisa ya, no sin que otorgase
una mirada al lugar y objetos circunstantes. Vio las borrosas pinturas
pendientes en los muros, el lavabo de cantería con su grifo, los ornatos
dispersos aún sobre los bufetes, las crespas pellices que tendían sus brazos
blancos, el haz de cirios nuevos abandonado en un rincón, los cajoncitos
entreabiertos dejando asomar una punta de cíngulo, todo el caprichoso desorden
de la sacristía a última hora. Lentamente penetró de nuevo en la desierta
iglesia, y al encararse con el altar, dobló el cuerpo en mecánica cortesía, sin
que ningún murmullo de rezo exhalasen sus labios, y alzando la vista al
monumento, paróse a contemplar sus refulgentes líneas de luz. Llegaban éstas ya
al término de su vida; un hombre vuelto de espaldas a Diego, y encaramado en
una escalerilla de mano, las mataba una a una, con ayuda de una luenga y
flexible caña, y no transcurría un segundo sin que alguna de aquellas
flamígeras pupilas se cerrase. Iban sumergiéndose en golfos de sombra los
frescos angelotes, los follajes de oropel y briche, las bermejas rosas
artificiales de los tiestos, las estrellas de talco sembradas por el fantástico
pabellón de nubes. Buen rato se entretuvo Diego en ver apagarse las efímeras
constelaciones del firmamento del altar, y cuando sólo quedaron diez o doce astros
luciendo en él, dio media vuelta, propuesto a abandonar el templo. Mas en mitad
de la nave mudó instintivamente de rumbo, dirigiéndose a una de las dos
capillas que hacían de brazos de la latina cruz que el plano de la iglesia
dibujaba. Era la capilla de la izquierda, fronteriza a aquella en cuyos muros
encajaba la puerta de la sacristía.
Cerraba la
capilla de la izquierda labrada verja de hierro, abierta a la sazón, y en el
fondo, delante del retablo lúgubremente cubierto de arriba abajo con paños de
luto, descollaban expuestas en sus andas las imágenes que al día siguiente
recorrerían las calles de la ciudad formando la dramática procesión de los
«Pasos». Fijó Diego la vista en ellas con sumo interés, recordando, mediante
una de las fugaces, pero vivísimas reminiscencias que impensadamente suelen
retrotraernos a plena niñez, el pueril gozo con que en días muy lejanos ya, más
lejanos aún en el espíritu que en el tiempo, trayéndole su madre al propio
sitio, y elevándole en sus brazos, besaba él devotamente la orla bordada de la
túnica de aquel mismo Nazareno. Absorto en tales remembranzas, consideraba
Diego el aspecto de la capilla. Artista y observador, parecíale mirar y
comprender ahora las imágenes de muy otro modo que lo hiciera allá en los albores
de su infancia. Entonces eran para él símbolos del Cielo, invocado en sus
cándidas oraciones; habitantes de una comarca felicísima, hacia la cual él
deseaba remontarse por un impulso de las alas de querubín que en su espalda
prendía la inocencia. Hoy le inspiraba igual curiosidad que un objeto
cualquiera de arte. Advertía sus detalles mínimos, las desmenuzaba, las
profanaba mentalmente tasándolas en su precio neto, según la destreza del
escultor que las labrara o los conocimientos en indumentaria de la costurera
que cortó y dispuso los trajes. Sonrióse al distinguir en la túnica del
Nazareno unas franjas de ornamentación de gusto renacientes, y al notar que la
soldadesca de Pilatos vestía, de medio cuerpo abajo, a la usanza española del
siglo XVI, mientras Berenice, la tradicional «Verónica», lucía brial de joyante
seda al estilo medieval. Anacronismos que entretuvieron a Diego no poco,
dándole ocasión de reconstruir en su mente, una por una, las impresiones de la
edad en que acudía a visitar la capilla con erudición más corta y alma más
sencilla y amante. En aquel punto y hora se encontraba Diego en la iglesia
merced al más irreverente de cuantos azares existen: el azar de seguir los
pasos a una bella mujer, largo tiempo rondada sin fruto, y cuyo desdén hizo de
martillo que arrancase chispas al indiferente y helado corazón de Diego,
bastando a empeñarle con ardiente ahínco en la demanda. De seguro que a no
haber visto dirigirse a la gentil dama con su más familiar amiga -ambas
rebozadas en tupidos velos- camino de la iglesia, donde se rezan las estaciones
en aquella noche solemne; a no pensar que la hora, el tropel de gente
arremolinada en el pórtico, brindaban ocasión favorable de poner con disimulo
rendido billete en unas manos quizá en secreto ansiosas de recibirlo..., no se
anduviera él en tal razón en la capilla, sino en su casa, leyendo a la clara
luz del quinqué los diarios, o respirando en el balcón la regalada brisa
nocturna.
Mas como quiera
que fuese, es lo cierto que había venido a dar a la capilla, y con la oleada de
recuerdos infantiles olvidárase ya del galanteo, concentrando su atención toda
en las imágenes que suavemente le conducían a los linderos del pasado.
Parecíale tomar otra vez posesión de comarcas de antiguo perdidas, y con ellas
recobrar la sencillez de su pericia venturosa. Allí estaba el San Juan, el
amado discípulo, de rostro lindo y femenil, con su túnica verde, su manto rojo
y sus bucles castaños, que caen como lluvia de flores en derredor de las
impúberes mejillas y de la ebúrnea garganta. Allí, la Virgen Madre , pálida
y orlados los ojos del dolor, tendidos los brazos, cruzadas con angustia las
manos, arrastrando luengos lutos, trucidado por siete puñales el pecho. Allí,
la «Verónica», pía, de arrogante hermosura, cubierta de galas y preseas,
recamado de oro el rico velo de blanquísimo tisú, turbado el semblante con
lástima infinita, presentando el limpio pañuelo que ha de enjugar el sudor de
la sacrosanta Faz. Allí, los verdugos -que en otro tiempo hacían a Diego
temblar de horror, los sayones, de torvas cataduras y velludas fisonomías, de
chatas frentes y cuerpos color de ocre, ostentando en la cabeza duro capacete o
aplastado turbante, desnudo el torso, señalando con violentas actitudes la
recia musculatura de sus fornidos brazos, tirando de las sogas o apretando,
amenazadores, los iracundos puños. Allí, por último, el Nazareno, agobiado con
el peso de su túnica de terciopelo oscuro, cuajada de palmas y cenefas de oro y
sujeta por grueso cordón de anchos borlones, macilento y cadavérico rostro,
apenas visible entre los flotantes rizos de la cabellera y las espirales de la
ondeada barba virgen; el Nazareno, triste, de penetrantes ojos y cárdenos
labios, de frente donde se hincan los abrojos de la corona, arrancando
denegridas gotas de sangre. ¡Caso peregrino de verdad! Conocía Diego al dedillo
las reglas de la estética y las teorías artísticas; sabía de sobra que el arte
condena, severo, las imágenes llamadas «de vestir», sancionando las de bulto,
donde el cincel puede revelar la armonía de las formas bajo el plegado de los
paños. Y, no obstante, nunca maravillosa estatua, labrada en puro mármol
pentélico por el artista más insigne de la antigua Grecia, le causara la honda
impresión que aquella imagen ataviada por la ignorante piedad, sin tomar en
cuenta los preceptos del arte ni las investigaciones arqueológicas. Tal era la
fuerza y viveza de sus sentimientos ante la efigie, que creía notar en los
labios el contacto de la rígida orla de la túnica; y, movido de curiosidad,
deseando probar si algo del hombre de antaño sobrevivía en el de hogaño, miró
alrededor, no fuera que estuviese oculto en los rincones de la capilla alguien
que pudiese soltar la carcajada; y a falta de otro público, rióse él mismo al
poner la boca en la fimbria del traje del Divino Nazareno. Alzóse, y a manera
de disculpa, se alegó a sí propio que también los que en edad varonil vuelven
al jardín donde, infantes, jugaron, gustan de esconderse en los bosquecillos
como solían, por renovar el recuerdo de las alegres horas de ayer.
Hecho este
soliloquio, resolvió Diego dejar definitivamente la capilla y la iglesia, que
así lo pedía lo avanzado de la hora. Consagró la postrer mirada a las imágenes,
cuyas vestiduras, al reflejo de la lámpara colgada de la techumbre y a la flava
luz de dos altos blandones fijos en las andas, destellaban oro y colores, y,
sin hacer genuflexión ni acatamiento alguno, pasó la verja. Estaba el templo
del todo sombrío: en el monumento, negro y mudo ya, ni aun oscilaba el rojizo
tufo de los pabilos recién apagados; apenas combatía las tinieblas de la nave
el vago fulgor de los hachones de la capilla. Diego fue derechamente a una de
las puertas que salían al vestíbulo del pórtico, empujóla con suavidad primero
y fuerte después, y no sin gran sorpresa advirtió que resistían las hojas; la
puerta estaba cerrada. Acudió Diego a la otra, y con mano impaciente buscó el
pestillo; clausura completa. Palpó, nervioso y trémulo requiriendo la llave,
que de fijo descansaría en la faltriquera del sacristán, puesto que estaba
ausente de la cerradura. Entonces atravesó Diego apresuradamente la nave, y,
llegándose a la puerta de la sacristía, probó a abrirla a tientas; empresa no
menos vana que las anteriores. Herméticamente cerradas se encontraban todas las
salidas del templo.
Hizo el mancebo
ademanes de despecho y enfado. Su situación era clara: preso toda la noche en
la iglesia. Mientras se embebecía en la contemplación de las imágenes, el
sacristán, menos soñador y distraído, se recogía a saborear la colación en familia,
cerrando bien antes. Diego torció y mordió con enojo su mostacho y meneó la
cabeza, como diciendo: «Vamos a ver: ¿Y qué hago yo ahora?» Meditó varios
expedientes, y ninguno tuvo por aplicable. Podría acaso, con sus vigorosos
puños, forzar las cerraduras de las endebles puertas interiores; pero le
detendría la fortísima exterior del pórtico, o la no menos resistente, aunque
más baja, de la sacristía por la parte de la calle. ¿Y qué escándalo no iba a
causar en la ciudad al verle a él, pacífico ciudadano, forzando puertas de
templos, ni más ni menos que un burlador de capa y espada? Ocurriósele también
gritar; acaso el sacristán, atareado aún en la sacristía, le oyese; pero
inexplicable recelo embargó su voz, temiendo verla apagarse sin eco en la alta
bóveda; además, algo pueril había en los gritos, que repugnaba a Diego. En
estas imaginaciones transcurrieron diez minutos de angustia penosa; pero al
cabo acudió la reflexión. Si el verse obligado a pernoctar en una iglesia no es
recreativa aventura, tampoco grave mal ni terrible desdicha. Seguramente no se
divertiría mucho Diego en la mansión sagrada; mas, en cambio, podría dormir a
sus anchas, sin temor de que ningún importuno viniese a interrumpirle.
Tratábase no más que de una noche, y mitad de ella era ya por filo, según
anunció el reloj de la torre sonando doce lentas campanadas. Faltaban para la
aurora, en aquella estación del año, cinco horas apenas, que bien podían
dormirse en un banco, por duro que fuese. Antes de la del alba vendría el
sacristán a franquear las puertas, a disponerlo todo para los divinos oficios,
y entonces cátate a Diego libre y volando a su casa, a tenderse entre sábanas
delgadas y limpias, a dormir hasta las once y a levantarse después para vez
cómo sentaba la negra mantilla de fondo al talle de su perseguida beldad. Todo
este raciocinio hilvanó el magín de Diego en un abrir y cerrar de ojos. Y
pararon sus cálculos en resignarse y acogerse, atraído por las luces, a la
capilla del Nazareno.
Ardían más
amarillentos que nunca los cirios, soltando goterones de cera derretida, que a
veces caían, y con rebote sordo se aplastaban en los palos de las andas de las
imágenes. Reinaba, visible y palpable casi, el silencio. Diego se sentó en un
banco, recostando la cabeza en la rinconada que formaba la saliente de un
confesonario, y el crujido del duro asiento, al recibir el peso de su cuerpo,
le sonó extrañamente. Trató de dormir, pero no acertaba a cerrar los ojos y
recogerse para conciliar el sueño. Estorbábale mucho la absoluta tranquilidad
del recinto, tranquilidad que agigantaba hasta el chisporroteo de los
blandones. Aquella callada atmósfera estaba llena de cosas inexplicables e
incomprensibles, que Diego percibía sin embargo. Quejas ahogadas, silabeo de
oraciones en voz baja, grave salmodia de responsos, abrasadores lágrimas de
arrepentimiento, sofocados suspiros flotaban en el ambiente como seres
incorpóreos, como moléculas del incienso evaporado en el aire, como átomos de
mirra quemada ante el ara; dijérase que las almas de cuantos allí imploraron
del Cielo paz o perdón se habían quedado cautivas en el círculo de los altos
muros de la capilla. Diego se dio a creer que menos le turbarían acaso los
siniestros rumores de derruido templo ojival donde mugiese el viento, silbase
el cárabo y la corneja graznase, que el perfecto reposo de aquella iglesia
moderna; y la aprensión más singular de cuantas le asaltaban, la más rara idea
sugerida por el misterioso silencio, era la de figurarse que no se hallaba
«solo». Por mucho que combatiese tan ridícula suposición, no podía arrancarse
de la mente el pensamiento de que allí había alguien, o, mejor dicho, mucha
gente, muchos ojos que le miraban atentos, muchos cuerpos vueltos hacia él.
Sacudió la cabeza, pasóse repetidas veces la mano por la frente, que comenzaba
a arder; reclinóse de nuevo en el ángulo y probó a dormirse. Pero no es dado
gozar el bálsamo del sueño a quien más lo solicita; antes suele huirnos cuando
lo invocamos para aplacar la excesiva tensión de nuestros nervios y las
tempestades de nuestro espíritu. Cerrados los párpados, no se disipó la
indefinible zozobra de Diego. Parecíale oír tenues oscilaciones del aire,
pisadas muy quedas, vagos murmullos, balbuceos trémulos, chasquidos leves,
suave crujir de ricas estrofas, ráfagas de viento empujadas por manos que se
tendían para acariciarle o cortadas por armas que descendían para herirle. No
pudo sufrir más; mal de su grado se le despegaban los párpados violentamente
retraídos por sus músculos tensores. Miró.
Las imágenes se
erguían, inmóviles, en las andas; los ciriales alumbraban en paz. Diego respiró
ampliamente, increpándose a sí mismo. No se reirían poco mañana sus compañeros
de mesa de café si cometiese la simpleza de contarles cuán extrañas sinfonías
entonan a las altas horas de la noche las capillas desiertas.
Tranquilo ya,
recorrió otra vez con la vista las efigies todas, y, cautivado, detúvose en la
del Nazareno. Era ésta la que más próxima tenía; veíala de frente, y de costado
a las demás. Consideró primero el traje y después el macilento rostro. Y volvió
a notar lo convencional del criterio estético, observando el efecto
sorprendente de realidad de los ojos de la imagen, que eran de cristal, ni más
ni menos que los de los animales disecados. Fuese que la luz de las velas se quebrara
en ellos de modo especial, fuese que la densa sombra de la abundosa cabellera
les prestase reflejos de agua profunda, el caso es que los ojos tan pronto
despedían centellas como semejaban a Diego velados por turbia cortina de
llanto. Hasta llegó un instante en que de los lagrimales a las flacas mejillas
creyó Diego, asombrado, deslizarse unas gotas, que, al llegar a la negra barba,
se quedaron frescas y relucientes como el rocío en la tela de araña campesina.
Sintió impulsos de levantarse y contemplar de cerca el prodigio; mas al punto
se calificó de necio rematado si tal hiciese. No creía en lo sobrenatural, y
mejor que admitir que llorase un Nazareno de madera tuviérase a sí propio por
demente y visionario. Sus ojos, deslumbrados por los hachones, y no los de
vidrio de la imagen, eran causa del fenómeno. No obstante, mágica fascinación
prendía sus pupilas a aquellas otras pupilas llorosas y mansas. Una especie de
estremecimiento magnético le hizo temblar de frío, y quiso dirigir la visual a
otra parte; imposible: los ojos del Nazareno no buscaban con empeño tal,
preguntaban tan imperiosamente, que era fuerza contestarles. ¡Por vida de
Diego! Lo que procedía era irse derechito a la efigie, mirarla de cerca, tocar
su rostro de palo, sus ojos de cristal, y reírse después. Sí: esto era lo
sensato, lo cuerdo, lo que cualquier hombre que tenga cabales sus potencias
opina a las doce del día, después de almorzar y fumando un cigarro. Pero a
igual hora de la noche, sin haber cenado, cautivo en una iglesia solitaria, en
compañía de un Nazareno al que alumbran cirios, es verosímil que el mismo
hombre hiciese lo que Diego; levantarse con ademán brusco, pasar ante el
Nazareno, clavada la vista en tierra, por librarse del imán de sus ojos, y
refugiarse en el interior del confesonario, cuyas paredes, de madera, caladas
en un pequeño espacio por menudilla rejilla, se interpusieron entre él y las
imágenes, procurándole una especie de alcoba, dura y estrecha, sí, pero al cabo
retirada.
Mas ni por
sepultarse en tal escondite cesó Diego de tiritar y sentir zumbidos en las
sienes, y dolorosa percepción del curso de la sangre por las venas de su
cerebro. A través de la apretada rejilla, parecíale que los trágicos personajes
del poema de la Pasión
no estaban ya en sus andas, sino en el suelo muy cerca de él, tocando con las
murallas de leño de su guarida. Oía choque de corazas y espadas, sonar de
cuentos de lanza sobre baldosas, pasos trabajosos y desiguales, sordas
imprecaciones, blasfemias cínicas, sollozos desgarradores arrancados de
mujeriles pechos. Y también llególe el son de roncas trompetas y destemplados
tambores, y, de tiempo en tiempo, el choque mate de un objeto pesado contra la
tierra. Parecía como si cantasen un coro a telón corrido; pero con tal
maestría, que cada voz se destacaba aisladamente entre las demás sin romper el
concierto. Diego se apretaba la cabeza y tapábase los oídos con las manos; mas
de pronto, las tablas del confesonario cesaron de interponerse entre su vista y
el espectáculo que adivinaba: el telón subió y apareció la escena.
No estaba Diego
ya en la capilla, ni le alumbraban los pálidos blandones, sino que se
encontraba en un camino que, naciendo en las puertas de torreada ciudad,
faldeaba un montecillo, trepando por él hasta empinarse a la cumbre. Hirviente
multitud ondulaba en el sendero como flexible sierpe que colea; el sol,
inflamado, rutilante en su cénit, pero de luz turbia y lívida, iluminaba, sin
regocijarlo, el paisaje. Sus reflejos arrancaban vislumbres como de fuego y
sangre a las armaduras, a los yelmos, a los hierros de lanza, a las águilas
posadas en los pendones de la centuria de romanos jinetes que, indiferentes y
marciales, arrendando sus briosos potros, daban escolta al cortejo. A ambos
lados de la senda se enracimaban gentes del pueblo, mujeres y niños los más
que, llorando y plañendo, maltratados a veces por la cohorte, se unían al grupo
central de la lúgubre procesión. Formaban este grupo los hoscos sayones, los
siniestros y grotescos verdugos, que bullían en torno de un hombre vestido con
túnica nazarena.
Aquel hombre,
cuyo rostro apenas se distinguía entre los copiosos y enmarañados bucles de su
cabellera oscura, manchada de polvo y sangre, llevaba ceñida corona de espinas
punzantes; sustentaba en sus hombros el árbol de enorme y pesada cruz, y sus
pies descalzos y llagados pisaban dolorosamente los guijarros del camino.
Apurábanle los sayones porque apretase el paso y llegase más presto al lugar
del suplicio; cuál le descargaba fuerte puñada en los lomos; cuál le sacudía
tremendo bofetón en la faz o le tiraba despiadadamente de los mechones del
cabello. Diego miró con horror a los sicarios, y se lanzó hacia el grupo,
deseoso de socorrer a la víctima; pero al alzar la mano para abrirse paso y
apartarlos, halló que rodeaba su muñeca gruesa soga, pasada al cuello del reo.
Entonces convirtió la vista a sí propio, y advirtió con espanto que tenía la
propia semejanza y figura de uno de aquellos feroces jayanes. Desnudos llevaba
como ellos pecho y espalda; sujeto a la cintura, breve faldellín; pendiente del
cinto de cuero, una bolsa con martillo, tenaza y provisión de férreos clavos.
Quiso entonces desasirse de la cuerda maldita; tiró y logró solamente lastimar
los lacerados hombros del reo que exhaló suave quejido. Siguió su marcha la comitiva,
y Diego, confundido con ella, mecánicamente, como paja a quien arrastran las
ondas del mar. Andados algunos pasos, los pies de la víctima tropezaron con una
cortante piedra y desplomóse sobre las rodillas, abrumado por la cruz. Intentó
Diego ayudarle a incorporarse; mas la soga volvió a rozar el herido cuello, y
el reo a gemir.
Haciéndose cada
vez más agria la cuesta, más grave el peso, aún vaciló y cayó, pero se sostuvo
en las palmas de las manos; y entonces, como echase atrás la cabeza, apartáronse
los descompuestos bucles y quedó patente el rostro maltratado y escupido, los
dulces labios marchitos como pisoteada flor, la bella barba horquillada y
rizosa, la cándida frente claveteada de espinas, los serenos abismos de los
ojos, que con ternura y paz miraban en torno de sí. Diego sintió como si le
traspasase el corazón agudo y penetrante dardo, y las entrañas se le
conmovieron y derritieron de pena. «Álzate, sigue», vociferaban los verdugos en
una lengua extraña, que Diego entendía, sin embargo; y se precipitaron sobre el
Nazareno, para levantarle de grado o por fuerza. Cogido Diego en el vórtice del
viviente remolino, extendió también los brazos y asió los del reo a tientas,
según pudo entre la confusión; oyóse un clamor de agonía, contestaron a él las
hijas de Jerusalén con histérico llanto, y Diego vio que las sienes de Jesús
chorreaban sangre, y sintió en sus dedos un contacto blando, elástico,
acariciador; enroscábase a ellos un rizo, arrancado de la frente del Nazareno.
Despertóse Diego
en su lecho, rodeado de solícitos amigos, que le velaban y cuidaban desde que
le encontraron sin sentido y sin pulso sobre el frío pavimento de la capilla,
delante de las andas.
Ya tornaba a la
vida y había en sus mejillas color, en sus pupilas luz e inteligencia.
Recobrándose poco a poco, incorporado sobre la almohada, fue recogiendo
lentamente los sueltos cabos de sus recuerdos y reconstruyendo lo pasado en su
mente. Ensanchó el pecho, respirando con desahogo, y murmuró:
Mas en el
instante mismo hubo de advertir algo delicado y sedoso, como piel de mujer,
como suave pétalo de flor, que tocaba con la yema del pulgar y envolvía su dedo
índice. Sus ojos quedaron fijos y dilatados, abierta su boca y paralizada su lengua.
Aquella fina sortija era el rizo.
«La Revista
de España», tomo LXVII, 1880
Cuento de marineda
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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