Las monjitas del convento de la Humildad fueron testigos de un prodigio más
inexplicable que ninguno.
El prodigio, en efecto, no se parecía a los reiterados casos en que la
gracia, visiblemente, había descendido sobre el convento.
No era que se hubiese curado súbitamente una monja de inveterada
parálisis, ni que hubiese parpadeado la efigie de Nuestra Señora, que todos los
años, el día de su fiesta, abre lentamente los ojos y envía por ellos rayos de
amor a los que extáticos la miran. Tratábase de un fenómeno extraño, y al
parecer sin objeto, porque no edificaba.
Era que las cuentas del rosario de la madre Soledad, hechas de
huesecillos de aceituna del Olivete, se iban transformando, poco a poco, en
cuentas de coral rojo magnífico, y el engarce, de latón, se volvía de oro
afiligranado y brillante.
Cuchicheaban las reclusas a la salida del coro, en las horas del recreo,
en el huerto, por los claustros. ¿Se había fijado la madre Gregoria? ¿Era una
ilusión de la vista de la madre Celia, con su principio de cataratas? ¿Soñaba
la madre Hilaria al asegurar que el año pasado el rosario sólo tenía un diez
rojo, y ahora ya era otro diez y las Avemarías?
Asombraba tanto más el portento -indiscutible- cuanto que la madre
Soledad, con ser muy buena, no se contaba entre las monjas que espantaban por
sus mortificaciones. Parecía más natural que al realizarse un prodigio dentro
de las paredes de la Humildad ,
recayese, por ejemplo, en sor Leocadia, que llevaba a raíz de la carne un
cilicio de crines de caballo; o en sor Julita, que diariamente trazaba en el
suelo del coro cien cruces con la lengua; o en sor Armanda, que se abría a
disciplinazos los viernes; o en sor Expectación, que se tendía para que sus
hermanas la pisasen... La madre Soledad se limitaba a cumplir lo que dispone la
regla, y su única penitencia parecía el silencio profundo que guardaba por
costumbre. Su hablar era casi monosilábico, y su ensimismamiento correspondía
bien a la idea de la soledad,
soledad interior del alma.
Pálida y demacrada, se adivinaba que la consumían penas muy secretas,
triste carga de plomo que había traído del mundo. Otras monjas, aun las más
mortificadas, y acaso éstas sobre todo, eran alegres, con ingenua alegría
infantil: gastaban chanzas, reían a carcajadas de cualquier cosa y comentaba
jovialmente el libro del padre Boneta, entonces recién publicado, y que corría
por los conventos, Gracias de la
gracia, saladas agudezas de los Santos..., donde se referían mil chistes
y donaires de bienaventurados legos, niños y varones tan graves como San
Francisco de Borja , San Bernardo,
San Vicente Ferrer. No entendía de estas ingeniosidades la madre Soledad. Nunca
una sonrisa alumbró aquella cara trágica, donde el dolor estampaba su sello.
Y tan calladamente y tan hurañamente como había vivido, murió la monja
del rosario milagroso el día mismo en que la última cuenta de hueso se
convirtió en purpúreo grano de coral.
El padre visitador de Orden llegó a la Humildad cuando acababa
de expirar la monja. Encontró a las madres alborotadas y zumbadoras, como
colmena en peligro, y preguntó la causa. Le refirieron el hecho singular, y
como para él no había clausura, le llevaron a la celda donde la madre Soledad,
vestido su hábito y con una cruz entre los dedos, dormía su último sueño,
semejante en todo a una ascética efigie de cera amarilla. Sobre el halda de su
sayal descansaba el rosario, parecido a un reguero de sangre salido de las
entrañas.
-¿Y dicen sus mercedes que antes ese rosario era de huesecillos?
-preguntó el padre visitador, gallardo anciano de barba nívea, arrogante
estatura.
-Todas lo podemos asegurar -exclamaron las madres a un tiempo.
Campaneó el visitador la cabeza y se acarició el chorro de plata de las
fluviales barbas, meditabundo. Después sonrió, tomó el rosario y le dio vueltas
entre los dedos. Por último, dirigiéndose a la abadesa, ordenó:
-Que avisen al confesor de la difunta; deseo hablarle.
En la sacristía se encerraron los dos religiosos, el fraile y el monje
-porque el visitador era bernardo, y capuchino el confesor. Un velón típico,
de latón reluciente, los alumbraba, y entre la penumbra de la estancia
abovedada y solemne, destacábase la dorada talla de los marcos y el diminuto
lazo de alguna cornucopia, suspensa sobre la cajonada que encerraba las
vestiduras.
El visitador fue directamente al asunto.
-Dígame su paternidad qué hay de eso del rosario de la monja que acaba
de morir, porque todo ello trasciende a inocentada de las benditas madres, y yo
no gusto de que anden divulgándose casos milagrosos que sólo están en la
imaginación y dan que reír al padre Feijoo y al padre Sarmiento.
El fraile se recogió un instante antes de responder. Su frente calva,
sus ojos de fuego hundidos, sus sienes surcadas, sus labios delgados, amorata-dos,
le daban semejanza con los San Jerónimos de Ribera. Y en efecto, el padre Mauro
estaba casi en olor de santidad.
-Me pide su paternidad cosa en que yo no podría obedecer si la madre
Soledad no me hubiese rogado que, para edificación de todos, revelase este
misterio. Lo que voy a decir es lo mismo que ella diría, caso de estar viva y
de mandársele por obediencia que hablase. Por mi parte, nada tengo que añadir a
sus palabras. No atestiguo: refiero.
Sepa, pues, su paternidad, que esta monja fue muy desgraciada en el
siglo. Y todavía a su desgracia superó su humillación y vergüenza. Era una
doncella muy noble; su padre, viudo, se había vuelto a casar, y la trataba con
despego, dureza y mofa. Su madrastra la obligaba a servirle de criada, a calzarla,
a recoger la basura, a fregar los suelos. Su hermano, el que debiera defenderla
y ampararla, la quiso entregar a un rico libertino y viejo que la rondaba, y
bueno fue que algún ángel protegiese su pureza; y por remate, un hidalgo de
quien honestamente se enamoró, la sacó de su casa con engaño, y como ella no
accedía a sus malos propósitos, la hizo presenciar sus solaces con otra mujer,
y después la echó a la calle, de noche, riéndose de sus lágrimas. Entonces el
demonio se le metió en el alma a Soledad, inspirándola una sed de venganza tan
rabiosa, que entró en la tienda de un armero y compró un puñal, con resolución
de darles por los pechos a su madrastra, a su padre, a su hermano, a su amante,
a cuantos la habían ultrajado y afrentado inicuamente. Se escondió en la alcoba
de su padre, y, al verle dormido, alzó el puñal. Un dolor agudo en el corazón
le dejó paralizado el brazo; el arma cayó a sus pies. Entonces echó a correr y
no paró hasta la puerta de esta santa casa, donde por caridad le admitieron. Hizo
una excelente monja; pero es el caso que, mientras por fuera practicaba la
humildad, interiormente sus afanes de venganza persistían, su alma seguía
apuñalando. Día y noche deseaba a los que la habían burlado toda clase de
males, la muerte, y, ¡cosa horrible!, la muerte en pecado, sin tiempo a
arrepentirse. Decíame no poder vencer tales deseos y gozar en ellos con
delectación infinita. A fuerza de exhortarla, a fuerza de luchar, un día me
declaró que ya sentía impulsos de perdonar a su padre. Al día siguiente, una
cuenta del rosario era de coral, y la madre Soledad gimió: «Es una gota de mi
sangre; la he sentido subir y caer de la boca...». Poco a poco, con tremenda
batalla, fue perdonando, perdonando... Sólo al que tanto amó en el siglo no
acertaba a perdonarle nunca; no había medio de arrancar de su espíritu el odio.
«Haré penitencia -me decía, me azotaré..., pero eso de perdonar a aquel
infame...». «No -contestaba yo siempre. Dios no te pide que te abras las
carnes; te manda que abras el corazón a la misericordia.» La mañana del día de
su fallecimiento me llamó, y entre fatigas me dijo: «Le he perdonado, y del
esfuerzo de perdonarle, me muero.» Entonces vi que el rosario era de coral
todo.
-¿Y qué piensa del caso vuestra paternidad? -interrogó el capuchino.
-De casos como éstos, no pienso nada; me postro. Si hubo superchería en
la madre Soledad..., allá ella y Dios. He cumplido su voluntad. He contado lo
que he visto.
«Blanco y negro», núm. 872, 1908
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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