El niño es una de esas criaturas
delicadas y precozmente listas, que se crían en las grandes poblaciones,
privadas de aire, de luz, de ejercicio, de alimento sólido y sano, víctimas de
las estrecheces de la clase media, más menesterosa a veces que el pueblo.
Siempre limpito, con su pelo bien alisado, formal, dócil y reprimido
naturalmente, Eloy no da en la casa quebraderos de cabeza. Verdad que si los
diese, ¿cómo se las arreglaría para meterle en costura su infeliz madre, viuda
sola y atacada de un padecimiento crónico al corazón? Precisamente la verdadera
causa del buen porte y conducta de Eloy es esa vehemente y temprana
sensibilidad que suele despertar en las criaturas el temor de hacer sufrir a un
ser muy amado, de entristecer unos ojos maternales, de agravar una pena que
adivinan sin poder medir su profundidad.
Eloy estudiaba
las lecciones al dedillo, porque su madre sonreía con descolorida sonrisa
cuando le oía recitarlas de memoria; Eloy cuidaba mucho la ropa y el calzado,
porque se daba cuenta de que su madre no tenía para comprar y reponer lo
manchado o roto; Eloy se recogía a casa al salir de la escuela, en vez de
quedarse pilleando y haciendo demoniuras con sus compañeros, porque su madre se
alegraba al verle volver, y el chiquillo, con la intuición del corazoncito
cariñoso, olfateaba que la melancolía de mamá se aliviaba con su presencia, y
que al enviarle a aprender, separándose de él por largas horas, realizaba un
sacrificio.
Recordaba Eloy,
sin embargo, confusa y minuciosamente a la vez, como recuerdan los niños,
tiempos recientes en que su madre no se quejaba, en que vivía gozosa. Es cierto
que entonces un hombre joven, brioso, animado, de pisar fuerte y negros
bigotes, vivía en la casa. ¡El papá! Eloy asociaba su memoria a la de
cabalgatas en las rodillas o sobre la punta del pie, violentos besos en los
carrillos, un simpático olor a cigarro fino, risas y juegos y humoradas como de
otro muchacho... Después..., el papá desaparecía, y la mamá tenía a toda hora
los párpados hinchados y rojos. La casa se volvía callada y tristona, y Eloy
sentía escrúpulos, recelos de jugar o de pedir alto la merienda, porque le
parecía estar dentro de una iglesia oscura o de un sepulcro. Los conocidos que
encontraba le hablaban en tono compasivo al preguntarle «si había noticias de
papá, que estaba en la guerra». ¡En guerra! Por el acento con que madre y los
amigos modulaban la frase, comprendía Eloy que la guerra era una cosa muy
terrible, atroz, malísima. ¿Quizá en la guerra papá se podía morir? ¡Ah, vaya
si podía! Como que una tarde, al volver de la escuela, Eloy encontró a su madre
con un síncope, a la criada hipando, a las vecinas del segundo que se lo
llevaron y le atracaron a golosinas «para que no se impresionase, pobre
pequeño»... Y al otro día, mamá le reclamó, le abrazó silenciosa, sin verter
una lágrima, y le vistió de negro: traje entero, desde las medias hasta la
boina. El muchacho no sabía definir, no acertaría a explicar en qué consistía
la muerte; pero estaba seguro de que era algo espantoso, y que ese algo les
impediría ya para siempre vivir contentos. Lloró a escondidas por no afligir
más a su madre, y rezó las oraciones que sabía, muchas veces, «por el alma de
papá». Desde entonces empezó a empollar firme las lecciones, a no hacer nada
malo, a doblar la chaquetita antes de acostarse, a volver «al reloj» de la
escuela, con los libros atados bajo el brazo. El alma de papá de seguro
aprobaba tal proceder.
Sin embargo, el
chico más juicioso es chico al fin, y Eloy, como oyese en los primeros días del
año las conjeturas de sus compañeros acerca de lo que le traerían los Reyes, y
los proyectos de zapatos colocados en la ventana o la chimenea, no pudo menos
de dar suelta a la imaginación. También él deseaba que los Reyes le trajesen
algo... ¿Por qué no se lo habían de traer, señores? ¿No había sido bueno el año
enterito? Si pusiese su zapato en el alféizar de la ventana, ¿era justo que el
zapato amaneciese vano como avellana vieja?
Afortunadamente,
la misma idea de la equidad se había abierto camino en el espíritu de la madre
de Eloy. Ella, que jamás salía, que se ponía a morir en las escaleras, se echó
a la calle la tarde del 5, envuelta en su modesto coleto de paño pasado de
moda, y se detuvo en la tienda de juguetes. Cuando volvió a casa llevaba
escondida una cajita plana de cartón. La escasez, al imponer el cálculo,
destruye muchos gérmenes de poesía. ¡Qué no hubiese dado aquella madre por
traer a su niño el fogoso caballo mecánico, la reluciente bicicleta, el caprichoso
cinematógrafo, la locomotiva de vapor con ténder y vagón, raíles verdaderos y
caldera de cobre! Pero, ¡ay!, eran caprichos de media onza, diez duros, quince,
y el bolsillo se encogía aterrado... No, no; convenía que el regalo de los
Santos Reyes magos, sabios y doctos, no fuese una inutilidad, sino que
coadyuvase a la instrucción del niño... Y la madre adquirió, por módico precio,
un rompecabezas geográfico, nada menos que el mapa de España... Así, Eloy,
jugando, aprendería mejor lo que ya había dado pruebas de no ignorar, pues en
Geografía llevaba el número uno.
Levantándose a
medianoche, dejó el huérfano su zapato entre la fría ceniza de la chimenea del
gabinete, la única de la casa, encendida rarísima vez. Por la mañana, saltó de
la cama, descalzo y tiritando, a ver si los Reyes... ¡Sorpresa inolvidable! Sus
majestades se habían dignado venir: allí estaba la dádiva, el obsequio... ¿Qué
encerrará aquella cajita chata, tan mona, con sus filetes dorados?... Eloy la
cogió afanoso, se volvió a la cama blanda y tibia, y allí, con los brazos fuera
y el tronco bien abrigado, desató la cinta y miró... ¡Anda, corcho! Los Reyes
le habían traído un mapa... ¡Cómo les constaba el comportamiento de Eloy, su
costumbre de «sabér-selas»!... ¡De todos modos, un mapa! ¡Pch!... ¿No valía más
un aristón o una linterna mágica igual a la de Pepito Ponzano, que siempre la
estaba refregando por las narices a los otros?... Empezó Eloy a reconciliarse
con los Reyes al averiguar que el mapita era de pedazos, y se desbarataba y
volvía a arreglarse... Y ya levantado, tomó el café caliente. Mientras mamá se
preparaba para ir a misa, Eloy se divirtió, armó y desarmó el país, barajó a
España cien veces, revolviendo a Zaragoza con Valladolid y a Salamanca con
Vigo...
-Mamá, te han
engañado... El juguete está incompleto. Falta aquí mucha España. No encuentro
la isla de Cuba. Ni a Puerto Rico... ¡Falta España!
Arrasáronse los
ojos de la madre, y se quedó parada, con el velito a medio prender. Por último,
encogiéndose de hombros:
-¡Esas tierras
están tan lejos! -dijo. Y ya no son de España, mira... Acierta el
rompecabezas, porque... ya no son. ¡Allí murió tu padre...!
Eloy calló: una
tristeza mayor que las habituales, desmedida, que no cabía en el alma de un
niño, pesó un instante sobre su pensamiento. Y con ademán expresivo, apartó,
rechazó el regalo de los Reyes.
«Blanco y Negro», núm. 401, 1899.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
No hay comentarios:
Publicar un comentario