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viernes, 13 de diciembre de 2013

El rival

-La única mujer que me ha trastor­nado inspirándome algo espiritual, al­go dominador -dijo Tresmes, evocando uno de sus recuerdos de galanteador incorregible, ni era bonita, ni elegan­te, ni descendía del Cid... Por no ser nada, tengo para mí que ni aun era «virtuosa», en el sentido usual de la palabra. Para mí, virtuosa fué, o díga­se inexpugnable; y acaso sea ésa la verdadera razón de mi sinrazón, por­que, créanlo ustedes, estuve loco.
Ante todo, referiré cómo la conocí. Es el caso que otra mujer, Marcela Fuentehonda... ¿No os acordáis? ¡Fué tan público aquello! Sí, Celita, mi pri­ma, a la sazón mi «doña Perpetua», (ya íbamos cansándonos de constancia, preciso es decirlo en elogio de los dos), un día en que nos aburríamos más de la cuenta y temblábamos ante la pers­pectiva de pasarnos la tarde entera po riendo bostezos de a cuarta entre un «paloma» y un «mía», me propuso lo que acepté inmediatamente: ir a con­sultar a una adivina, somnámbula o qué sé yo, recién llegada de París. Di­cho y hecho: nos embutimos en un si­món-a esas cosas no se suele ir en coche propio-, llegamos a la calle de la Cruz Verde, nombre fatídico que re­cuerda la Inquisición, subimos una es­calera destartalada y entramos en una salita con muebles antiguos, de empali­decidido damasco carmesí...
-¿Y cómo es que una hechicera pa­risiense se había metido en tal tugu­rio?-preguntamos al vizconde.
-¡Ah! Ella vivía en un hotel; pero para mayor misterio, consultaba en aquella casa, que desde tiempo inme­morial habitaban las brujas de Madrid. Sí, es una morada -lo averigüe enton­ces- donde nunca falta quien eche las cartas y practique los ritos quiromán­ticos.
Soltamos la carcajada, sin que Tres­mes uniese su risa a la nuestra, de un superficial escepticismo.
-Esperamos -continuó- cosa de me­dia hora, y la espera irritó la curiosi­dad. Sin embargo, tomamos la cosa co­mo travesura. Cuando nos hicieron pa­sar al gabinete, nos dábamos al codo. Aunque era día claro, las seis de la tarde en abril, las ventanas estaban cerradas herméticamente, y la habita­ción, revestida de paños negros, a alumbraban cirios en candeleros de pla­ta. Ante una mesita con tapete de ra­so negro vi sentada a la bruja. ¿Me permiten ustedes que la llame así? ¡Como que jamás he sabido su verda­dero nombre!
-Vaya por la bruja -respondimos burlones y condescendientes.
-La bruja, pues, era una mujer jo­ven, pálida, muy pálida, casi demacra­da, cuyos ojos, de un color de avellana amarillento, hervían en chispas de luz como la venturina al sol. Sus labios eran demasiado rojos; su pelo, lacio, negro, abundante, debía de pesarle. Vestía una bata grana y llevaba al cue llo un collar de amuletos egipcios...
-¡Estaría hecha una birria! -excla­mamos algunos, que habíamos deter­minado poner en solfa el cuento de Tresmes.
-Eso opinó Celita cuando salimos a la calle -repuso él; pero ¿qué sabe­mos lo que es «risible», lo que es «ri­dículo»? El convencionalismo social die­ta leyes; la pasión no las conoce...
Desde que puse los pies en el gabinete negro de la bruja me sentí, ¿cómo ex­plicarlo?, «fuera» de o«sobre» lo con­vencional. Mi prima Celita, intacha-ble­mente vestida, me produjo el efecto de una muñeca. Los ojos chispeantes de la bruja me habían sorbido el co­razón.
Sin levantarse, sin ofrecernos asien­to, nos preguntó cuál era el objeto de nuestra visita.
-Que nos diga usted la buenaventu­ra -gritó Celita, aturdidamente-. Mi hermano y yo (al decir «hermano» me miraba con malicia involuntaria) que­remos conocer el porvenir.
-Denme ustedes a un tiempo la ma­no -contestó la bruja; y reuniendo mi diestra abrasada y temblorosa con la de Celita, prenunció lentamente, sin mirarnos, con los ojos puestos en el te­cho: Hermanos, no. Enamorados, tam­poco. Parientes... y ligados por un lazo que ya se afloja.
Nos miramos con miedo. No cabía más amarga y completa lucidez. La bruja soltó mi mano, conservando asi­da la de Marcela; la extendió abrién­dole la palma y me hizo señas de que alumbrase con un cirio.
-¿Debo decir la verdad? -preguntó gravemente.
-Venga la verdad-tartamudeó Ce­litá, impresionada.
-Pues la línea de la vida, en usted, hace una rápida inflexión, ¡tan rápi­da...!
-¿Es... presagio... de muerte?
-Pudiera serlo... No lo afirmo así, en absoluto... Sólo... convendría que tuviese usted cuidado...
Celita quiso reír, pero su risa era for­zada y su cara estaba lívida.
-¿Y yo? -pregunté para distraerla, tendiendo a mi vez la mano. La bruja la tomó y sentí como una fuerte co­rrient.o eléctrica que atravesaba mi cuerpo.
-Usted... ¿A ver? Tenga la bondad de alumbrar, señora... ¡Oh! ¡Larga, muy larga existencia! Ni los excesos ni los placeres han conseguido atacar la vitalidad. A no ser por muerte violen­ta... La sangre que veo -continuó con una especie de extravío- es ajena. ¡Es­ta mano sabe dirigir la bala!
Tresmes calló un instante, preocupa­do; todos le imitamos, recordando su famoso desafío con Lamira, a quien ha­bía clavado una en mitad del co­razón.
-En fin -prosiguió después de un rato de silencio, salimos de allí, y aunque Celita declaraba haberse diver­tido muchísimo, en realidad íbamos los dos preocupados; ella, temblando ante la idea de la muerte; yo, sin poder ol­vidar el rostro descolorido y los ojos de venturina. Al otro día, a la misma hora, me fui solo a la calle de la Cruz Verde. Recibido por la bruja, no sé qué le dije; le confesé el atractivo que en mí ejercía, la fuerza psíquica que tenía sobre mí. Helada y serena, me señaló una silla, y emprendimos larga conver­sación entre el olor de iglesia de los en­cendidos cirios y el tétrico silencio de una habitación tan semejante a una cámara mortuoria.
Algo emanaba de aquella mujer que yo no había hallado en ninguna. Cono­cedor y experto en el género -creo que ustedes saben que no es jactancia-; coleccionista de impresiones femeniles; aficionado al amor como otros al ob­jeto de arte, encontraba allí «lo nuevo», y nada escasea en amor como la nove­dad. Si he de definir mis sentimientos por medio de una contradicción, diré que al lado de la bruja experimentaba lo que llamaré «frío ardiente». Todo en ella era glacial: su piel marmórea, li­sa, semejante a un témpano; su rostro impasible de sibila; su habla solemne; el mirar de sus ojos de ágata, transpa­rentes como un vino puro. No necesito decir que rompí con Celita ; fué un trueno silencioso, sencillamente; no volví a poner los pies en su casa. Pasa­ba las tardes en el gabinete negro, tra­tando de leer en el alma enigmática de mi bruja, ¡en su alma, lo único de que yo sentía inextinguible sed! Averigüe que no era francesa, sino dinamarque­sa; que no tenía familia, parientes ni allegados; que desde los quince años rodaba por el mundo, y que estaba casada, aunque no vivía con su marido.
-Mi esposo -díjome un día con or­gullo- es un príncipe de la más ilustre progenie; sus dominios son tan vastos, que jamás podrá medirlos; su poder no reconoce límites; ningún soberano compite con él. Como sabe que tantas mujeres le adoramos, nos hace poco caso, y nos es infiel sin cesar. Conmi­go sólo pasó un día -el de nuestras bo­das-, y desde ese día le idolatro. ¡Na­die borrará su recuerdo, nadie!
Al pronto me causó suma extrañeza la conseja del príncipe archimillonario y poderosísimo que deja a su mujer ganarse la vida diciendo la buenaven­tura, y declaro que creí que la bruja mentía por vanidad; pero después una idea hirió mi imaginación, y se me ocu­rrió que el tal príncipe... sólo podía ser... ¡Ea!, si se ríen, ustedes, me callo. Ese «personaje» no está de moda, y, sin embargo, ¡caramba, confiésenlo!, en él «nos movemos, vivimos y somos» todos los pecadores y epicúreos de la coronada villa y de cuantas villas exis­ten. La ocurrencia de que el esposo de la bruja era ni más ni menos que... el mismo «Diablo»; sí, ríanse cuanto quie­ran...; me empeñó más en su insen­sato amor, sin esperanza alguna. ¡Ri­val dé Lucifer! Eso no se ve todos los días. Al tocar la mano de la bruja, el hielo de su piel me encendía el alma. Llegué a creer lo que cuentan de la po­sesión diabólica...
-¿Y cómo acabó esa rara manía, vizconde? -insistimos.
-¡Ah! De un modo extraño tam­bién. Ya me dirán si me equivoco... Oigan ustedes. Andaba yo más embebe­cido que nunca en mi pasión del otro mundo, cuando, casualmente, al leer un periódico, me encuentro con la noticia de que Celita había muerto... Una im­prudencia a la salida de un baile; un enfriamiento... No sé qué enfermedad repentina... En fin: que aquel día la enterraban. Profundamente emociona­do al ver realizada la profecía de la si­bila resolví acudir al funeral; ¡no po­día hacer menos! Al entrar en una iglesia, por primera vez después de mu­chos años, creí divisar a la bruja en la puerta, abriendo sus brazos blancos y sin calor para estorbarme el paso. Ins­tintivamente -¡hábitos de la niñez!- ­me persigné, murmurando restos de una oración casi borrada de mi memo­ria. Entonces desapareció la figura de mujer y pensé ver el ataúd de Celita cubierto de paños negros y oí con te­rror, ¿a qué negarlo?, los rezos de di­funtos... Me prosterné de rodillas, he­cho un doctrino. ¡Pobre Celita! Hubie­se jurado que su voz, llorosa y débil, pronunciaba mi nombre... Se me hume­decieron los ojos..., y fué como si me arrancasen del pecho una raíz muy larga, de planta venenosa; ¡se me bo­rró enteramente la imagen de la bru­ja! Ni volví a pasar por la calle de la Cruz Verde. ¡Cuando pienso que, ocho días antes, me había revolcado a sus pies, rogándole que se divorciase de mi rival y aceptase mi mano...!
Y Tresmes, sacudiendo la ceniza del cigarro, añadió:
-Ante el amor, más aún que ante la muerte, debemos reconocer que «no so­mos nadie»... Polvo y ceniza.

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

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