-La única
mujer que me ha trastornado inspirándome algo espiritual, algo dominador -dijo
Tresmes, evocando uno de sus recuerdos de galanteador incorregible, ni era
bonita, ni elegante, ni descendía del Cid... Por no ser nada, tengo para mí
que ni aun era «virtuosa», en el sentido usual de la palabra. Para mí, virtuosa
fué, o dígase inexpugnable; y acaso sea ésa la verdadera razón de mi sinrazón,
porque, créanlo ustedes, estuve loco.
Ante
todo, referiré cómo la conocí. Es el caso que otra mujer, Marcela
Fuentehonda... ¿No os acordáis? ¡Fué tan público aquello! Sí, Celita, mi prima,
a la sazón mi «doña Perpetua», (ya íbamos cansándonos de constancia, preciso es
decirlo en elogio de los dos), un día en que nos aburríamos más de la cuenta y
temblábamos ante la perspectiva de pasarnos la tarde entera po riendo bostezos
de a cuarta entre un «paloma» y un «mía», me propuso lo que acepté
inmediatamente: ir a consultar a una adivina, somnámbula o qué sé yo, recién
llegada de París. Dicho y hecho: nos embutimos en un simón-a esas cosas no se
suele ir en coche propio-, llegamos a la calle de la Cruz Verde , nombre
fatídico que recuerda la
Inquisición , subimos una escalera destartalada y entramos en
una salita con muebles antiguos, de empalidecidido damasco carmesí...
-¿Y cómo
es que una hechicera parisiense se había metido en tal tugurio?-preguntamos
al vizconde.
-¡Ah!
Ella vivía en un hotel; pero para mayor misterio, consultaba en aquella casa,
que desde tiempo inmemorial habitaban las brujas de Madrid. Sí, es una morada -lo
averigüe entonces- donde nunca falta quien eche las cartas y practique los
ritos quirománticos.
Soltamos
la carcajada, sin que Tresmes uniese su risa a la nuestra, de un superficial
escepticismo.
-Esperamos
-continuó- cosa de media hora, y la espera irritó la curiosidad. Sin embargo,
tomamos la cosa como travesura. Cuando nos hicieron pasar al gabinete, nos
dábamos al codo. Aunque era día claro, las seis de la tarde en abril, las
ventanas estaban cerradas herméticamente, y la habitación, revestida de paños
negros, a alumbraban cirios en candeleros de plata. Ante una mesita con tapete
de raso negro vi sentada a la bruja. ¿Me permiten ustedes que la llame así?
¡Como que jamás he sabido su verdadero nombre!
-Vaya por
la bruja -respondimos burlones y condescendientes.
-La
bruja, pues, era una mujer joven, pálida, muy pálida, casi demacrada, cuyos
ojos, de un color de avellana amarillento, hervían en chispas de luz como la
venturina al sol. Sus labios eran demasiado rojos; su pelo, lacio, negro,
abundante, debía de pesarle. Vestía una bata grana y llevaba al cue llo un
collar de amuletos egipcios...
-¡Estaría
hecha una birria! -exclamamos algunos, que habíamos determinado poner en
solfa el cuento de Tresmes.
-Eso
opinó Celita cuando salimos a la calle -repuso él; pero ¿qué sabemos lo que
es «risible», lo que es «ridículo»? El convencionalismo social dieta leyes;
la pasión no las conoce...
Desde que
puse los pies en el gabinete negro de la bruja me sentí, ¿cómo explicarlo?,
«fuera» de o«sobre» lo convencional. Mi prima Celita, intacha-blemente
vestida, me produjo el efecto de una muñeca. Los ojos chispeantes de la bruja
me habían sorbido el corazón.
Sin
levantarse, sin ofrecernos asiento, nos preguntó cuál era el objeto de nuestra
visita.
-Que nos
diga usted la buenaventura -gritó Celita, aturdidamente-. Mi hermano y yo (al
decir «hermano» me miraba con malicia involuntaria) queremos conocer el
porvenir.
-Denme
ustedes a un tiempo la mano -contestó la bruja; y reuniendo mi diestra abrasada
y temblorosa con la de Celita, prenunció lentamente, sin mirarnos, con los ojos
puestos en el techo: Hermanos, no. Enamorados, tampoco. Parientes... y
ligados por un lazo que ya se afloja.
Nos miramos
con miedo. No cabía más amarga y completa lucidez. La bruja soltó mi mano,
conservando asida la de Marcela; la extendió abriéndole la palma y me hizo
señas de que alumbrase con un cirio.
-¿Debo
decir la verdad? -preguntó gravemente.
-Venga la
verdad-tartamudeó Celitá, impresionada.
-Pues la
línea de la vida, en usted, hace una rápida inflexión, ¡tan rápida...!
-¿Es...
presagio... de muerte?
-Pudiera
serlo... No lo afirmo así, en absoluto... Sólo... convendría que tuviese usted
cuidado...
Celita
quiso reír, pero su risa era forzada y su cara estaba lívida.
-¿Y yo? -pregunté
para distraerla, tendiendo a mi vez la mano. La bruja la tomó y sentí como una
fuerte corrient.o eléctrica que atravesaba mi cuerpo.
-Usted...
¿A ver? Tenga la bondad de alumbrar, señora... ¡Oh! ¡Larga, muy larga
existencia! Ni los excesos ni los placeres han conseguido atacar la vitalidad.
A no ser por muerte violenta... La sangre que veo -continuó con una especie de
extravío- es ajena. ¡Esta mano sabe dirigir la bala!
Tresmes calló
un instante, preocupado; todos le imitamos, recordando su famoso desafío con
Lamira, a quien había clavado una en mitad del corazón.
-En fin -prosiguió
después de un rato de silencio, salimos de allí, y aunque Celita declaraba
haberse divertido muchísimo, en realidad íbamos los dos preocupados; ella,
temblando ante la idea de la muerte; yo, sin poder olvidar el rostro
descolorido y los ojos de venturina. Al otro día, a la misma hora, me fui solo
a la calle de la Cruz
Verde. Recibido por la bruja, no sé qué le dije; le confesé
el atractivo que en mí ejercía, la fuerza psíquica que tenía sobre mí. Helada y
serena, me señaló una silla, y emprendimos larga conversación entre el olor de
iglesia de los encendidos cirios y el tétrico silencio de una habitación tan
semejante a una cámara mortuoria.
Algo
emanaba de aquella mujer que yo no había hallado en ninguna. Conocedor y
experto en el género -creo que ustedes saben que no es jactancia-;
coleccionista de impresiones femeniles; aficionado al amor como otros al objeto
de arte, encontraba allí «lo nuevo», y nada escasea en amor como la novedad.
Si he de definir mis sentimientos por medio de una contradicción, diré que al
lado de la bruja experimentaba lo que llamaré «frío ardiente». Todo en ella era
glacial: su piel marmórea, lisa, semejante a un témpano; su rostro impasible
de sibila; su habla solemne; el mirar de sus ojos de ágata, transparentes como
un vino puro. No necesito decir que rompí con Celita ; fué un trueno
silencioso, sencillamente; no volví a poner los pies en su casa. Pasaba las
tardes en el gabinete negro, tratando de leer en el alma enigmática de mi
bruja, ¡en su alma, lo único de que yo sentía inextinguible sed! Averigüe que
no era francesa, sino dinamarquesa; que no tenía familia, parientes ni allegados;
que desde los quince años rodaba por el mundo, y que estaba casada, aunque no
vivía con su marido.
-Mi esposo
-díjome un día con orgullo- es un príncipe de la más ilustre progenie; sus
dominios son tan vastos, que jamás podrá medirlos; su poder no reconoce límites;
ningún soberano compite con él. Como sabe que tantas mujeres le adoramos, nos
hace poco caso, y nos es infiel sin cesar. Conmigo sólo pasó un día -el de
nuestras bodas-, y desde ese día le idolatro. ¡Nadie borrará su recuerdo,
nadie!
Al pronto
me causó suma extrañeza la conseja del príncipe archimillonario y poderosísimo
que deja a su mujer ganarse la vida diciendo la buenaventura, y declaro que
creí que la bruja mentía por vanidad; pero después una idea hirió mi imaginación,
y se me ocurrió que el tal príncipe... sólo podía ser... ¡Ea!, si se ríen,
ustedes, me callo. Ese «personaje» no está de moda, y, sin embargo, ¡caramba,
confiésenlo!, en él «nos movemos, vivimos y somos» todos los pecadores y
epicúreos de la coronada villa y de cuantas villas existen. La ocurrencia de
que el esposo de la bruja era ni más ni menos que... el mismo «Diablo»; sí,
ríanse cuanto quieran...; me empeñó más en su insensato amor, sin esperanza
alguna. ¡Rival dé Lucifer! Eso no se ve todos los días. Al tocar la mano de la
bruja, el hielo de su piel me encendía el alma. Llegué a creer lo que cuentan
de la posesión diabólica...
-¿Y cómo
acabó esa rara manía, vizconde? -insistimos.
-¡Ah! De
un modo extraño también. Ya me dirán si me equivoco... Oigan ustedes. Andaba
yo más embebecido que nunca en mi pasión del otro mundo, cuando, casualmente,
al leer un periódico, me encuentro con la noticia de que Celita había muerto...
Una imprudencia a la salida de un baile; un enfriamiento... No sé qué
enfermedad repentina... En fin: que aquel día la enterraban. Profundamente
emocionado al ver realizada la profecía de la sibila resolví acudir al
funeral; ¡no podía hacer menos! Al entrar en una iglesia, por primera vez
después de muchos años, creí divisar a la bruja en la puerta, abriendo sus
brazos blancos y sin calor para estorbarme el paso. Instintivamente -¡hábitos
de la niñez!- me persigné, murmurando restos de una oración casi borrada de mi
memoria. Entonces desapareció la figura de mujer y pensé ver el ataúd de
Celita cubierto de paños negros y oí con terror, ¿a qué negarlo?, los rezos de
difuntos... Me prosterné de rodillas, hecho un doctrino. ¡Pobre Celita! Hubiese
jurado que su voz, llorosa y débil, pronunciaba mi nombre... Se me humedecieron
los ojos..., y fué como si me arrancasen del pecho una raíz muy larga, de
planta venenosa; ¡se me borró enteramente la imagen de la bruja! Ni volví a
pasar por la calle de la
Cruz Verde. ¡Cuando pienso que, ocho días antes, me había
revolcado a sus pies, rogándole que se divorciase de mi rival y aceptase mi
mano...!
Y
Tresmes, sacudiendo la ceniza del cigarro, añadió:
-Ante el
amor, más aún que ante la muerte, debemos reconocer que «no somos nadie»...
Polvo y ceniza.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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