Camilo de Lelis
había conseguido disfrutar la mayor parte de los bienes a que se aspira en el
mundo y que suelen ambicionar los hombres. Dueño de saneado caudal, bien visto
en sociedad por sus escogidas relaciones y aristocrática parentela, mimado de
las damas, indicado ya para un puesto político, se reveló a los veintiséis años
poeta selecto, de esos que riman contados perfectísimos renglones y con ellos
se ganan la calurosa aprobación de los inteligentes, la admirativa efusión del
vulgo y hasta el venenoso homenaje de la envidia. Sobre la cabeza privilegiada
de Camilo derramó la celebridad su ungüento de nardo, y halagüeño murmullo
acogió su nombre dondequiera que se pronunciaba. Abríase ante Camilo horizonte
claro y extenso; la única nubecilla que en él se divisaba era tamaña como una
lenteja. No obstante, el marino práctico la llamaría anuncio de tempestad.
Para comprender
la trascendencia de la nubecilla, conviene saber que la originalidad literaria
de Camilo consistía en una tan delicada, refinada y exquisita construcción del
período, que las palabras, engarzadas como eslabones de primorosa cadena de
esmalte, se realzaban unas a otras y hacían música como de agua corriente o de
arpas estremecidas por el viento y que despiden sones aéreos, prolongados y
dulcísimos. El efecto que las rimas de Camilo producían en el lector era el de
una vibración lenta y profunda, suave y embelesadora. Diríase que los tales
versos nacían hechos, ordenados, sin esfuerzo alguno por el instinto, como
producto natural de la espontaneidad de un gran artista; más lejos de ser así,
Camilo de Lelis, premioso, exigente consigo mismo e idólatra de la forma pura,
desdeñando por ella la realidad, dedicaba, no sólo a cada frase, sino a la
elección de cada verbo, horas de reflexión, de trabajo mnemotécnico, repasando
las palabras que más halagan el oído, buscando el adjetivo plástico que pone de
manifiesto casi visiblemente la línea, el color y el relieve de los objetos,
aunque no engendre el inefable y espiritual goce de sentir, pensar y soñar.
Ello es que al
joven poeta le costaba sudor de sangre cada renglón. Y fue lo malo que, cuando
se hubo embriagado con los elogios tributados a la factura de sus primeros
poemas, aún refinó más la de los siguientes, y los cinceló con rabia, con
encarniza-miento, encerrándose en su gabinete de estudio y negándose a salir,
hasta para comer, mientras no encontrase el efecto de sonoridad o de dulzura
que recreaba su oído de melómano. No tardó mucho en notar cómo le era imposible
semejante labor en aquél pícaro gabinete, donde se oían todos los ruidos de la
calle céntrica: paso de ómnibus y tranvías, que hacían retemblar las vidrieras;
rodar atronador de coches, que imponían al pavimento viva y momentánea
trepidación; pregones de verduleras, que rompían con entonaciones ásperas y
guturales las cadencias de sílabas que arrullaban a Camilo; riñas callejeras;
trotadas de caballo; rebuznos asnales y pianos mecánicos, más insufribles aún
que los rebuznos. Al principio estos ruidos importunaban al escritor, como
importuna una sensación de conjunto, la bárbara irrupción de una murga, el
vocerío de una feria; pero así que fijó su atención en el hecho de que la calle
era bulliciosa, infernalmente estrepitosa, notó con angustia que cada ruido se
destacaba de los demás y se precisaba y definía, obstruyéndole el cerebro y no
permitiéndole tornear un solo verso. Los tranvías le pasaban por las sienes;
los coches rodaban sobre su tímpano; los apremiantes pregones, los apasionados
y rijosos rebuznos parecían feroces gritos de guerra; las tocatas de los pianos
eran gatos de erizada pelambre que sobre la mesa de escritorio bufaban
enzarzados o trocaban maulladas ternezas.
Crispado y
dolorido ya, Camilo de Lelis recordó que tenía dinero y podía permitirse el
lujo de un estudio silencioso. Gastó varios días en recorrer la capital, hasta
que en un barrio limítrofe con el campo descubrió una casita o más bien hotel,
de estos a la malicia que ahora se usan, que por lo retirado del movimiento y tráfago
de las calles y por el jardincillo que tenía al frente, pareció al artista el
refugio que soñaba. Realizó la mudanza con apresura-miento febril; instaló sus
libros, sus muebles tallados, sus cacharros, sus damasquinas armas y bordadas
telas -porque Camilo necesitaba verse rodeado de atmósfera de elegancia para
trabajar-, y cuando todo estuvo en orden, antecogió las cuartillas y enristró
la pluma. Apenas llevaba trazadas las tres estrellas, único título del poema
que proyectaba, agitóse convulso en el sillón como si hubiese recibido
eléctrica corriente. Era que de la calle desierta, abriéndose paso por entre
las éticas lilas y los polvorientos evónimos, entraba una especie de gorjeo
infantil, entrecortado de risa, de chillidos gozosos, de monosílabos palpitantes
de curiosidad: en suma, la charla fresca de unos chicos que delante de la verja
jugaban a la rayuela con cascos de teja, despojos de la tejera próxima.
El poeta se
llevó las manos a las sienes, y poco después, como el parloteo de los gurriatos
no cesaba, cogió el tintero y lo arrojó contra la pared, lo cual prueba que la
cabeza de Camilo de Lelis empezaba a trastornarse. Sin embargo, resolvió
esperar a la noche, hora del silencio, según todos los vates clásicos, y así
que las tinieblas colgaron sus pabellones de crespón, he aquí que vuelve a
llamar a la musa... Y cuando mentalmente apareaba el consonante del primer
verso con el del tercero -como quien aparea soberbias perlas para pendientes de
una hermosa-, oyó otra vez rumor junto a la verja... No como antes, espontáneo,
regocijado y bullicioso, sino reprimido, suave, tímido, dialogado, interrumpido
de tiempo en tiempo por calderones que estremecían y exaltaban hasta el
paroxismo el cerebro del que oía... ¡Dos enamorados! ¡Una pareja! ¡Allí! El poeta
se puso a renegar del amor, lo mismo que si el arte no existiese por él y para
él... Y a la mañana siguiente Camilo de Lelis tomaba el tren y buscaba en la
soledad de una provincia retiro bronco, la guarida de una fiera montés.
Hallóla a medida
del deseo. Era, en la vertiente de una montaña, un conventillo en ruinas, donde
mandó hacer los reparos necesarios para dejarlo habitable. Encerróse allí sin
más compañía que una anciana criada. Parecía aquello el mismo palacio del
Silencio augusto y reparador; y el poeta, al entrar en su mansión romántica,
suspiró de gozo y se puso a escuchar las mudas armonías del desierto. Cuando
pensaba saborear la callada paz de la atmósfera, el canto de un gallo resonó,
imperioso y clarísimo. ¡Aquí de Dios! Al punto se le retorció el pescuezo al
gallo; pero el sacrificio fue estéril, y Camilo no tardó en convencerse de que
el viejo conventillo era cien veces más ruidoso que las calles de la corte.
Sordos arrullos de palomas torcaces; correrías de ratones por los desvanes oscuros;
zumbido de abejas que entraban por la ventana; coros de árboles agitados por el
viento, y, sobre todo, el eterno plañir de la cascada, que desplomándose de lo
alto de la roca al fondo del valle, deshecha en irrestañable llanto, inundaba
de desesperación el alma del artista, ya reducido a la impotencia y presa en
breve de la insania.
***
A los treinta
años, casi olvidado de sus admiradores de un día, Camilo de Lelis expiraba en
el manicomio. Su primera impresión, al encontrarse en el nicho, fue -no se
admire el lector- de inmenso bienestar. Por fin habían cesado los malditos
ruidos de la tierra, por fin su cerebro no sentía las horribles punzadas de
agujas candentes y los tenazazos que por el oído llegaban a las últimas células
de la sustancia gris... ¡Qué hermoso silencio absoluto, eterno, sin límites,
como océano extendido desde lo infinito terrestre a lo infinito celestial!
De pronto...
¡No, si no puede ser! ¿Se concibe que existan ruidos dentro de una tumba, que
atraviesen las paredes de un nicho, la espesura de una caja de cinc y de un
recio ataúd forrado de paño grueso? No se concebirá, pero lo cierto es que algo
suena... Camilo de Lelis se estremece, quiere incorporarse, quiere gemir... El
ruido que le quita las dulzuras del perenne reposo es la fermentación que
comienza, son los gusanos, que no tardarán en pulular sobre su pobre cuerpo...
¡Tampoco el sepulcro está solitario, y el adorador de la pura e inalterable
Forma encuentra en él a su enemiga la
Vida !
«El Imparcial», 21 de noviembre de 1892.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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