Hay un lugar en el norte de
España adonde no llegaron nunca ni los romanos ni los moros; y si doña Berta de
Rondaliego, propietaria de este escondite verde y silencioso, supiera algo más
de historia, juraría que jamás Agripa,* ni Augusto,* ni
Muza, ni Tarick* habían puesto la osada planta sobre el suelo,
mullido siempre con tupida hierba fresca, jugosa, oscura, aterciopelada y
reluciente, de aquel rincón suyo, todo suyo, sordo, como ella, a los rumores
del mundo, empaquetado en verdura espesa de árboles infinitos y de lozanos
prados, como ella lo está en franela amarilla, por culpa de sus achaques.
Pertenece el rincón de hojas
y hierbas de doña Berta a la parroquia de Pie del Oro, concejo de Carreño,
partido judicial de Gijón; y dentro de la parroquia. se distingue el barrio de
doña Berta con el nombre de Zaornín, y dentro del barrio se llama Susacasa la
hondonada* frondosa, en medio de la cual hay un gran prado que tiene
por nombre Aren. Al extremo noroeste del prado pasa un arroyo orlado*
de altos álamos, abedules y cónicos humeros* de hoja oscura que
comienza a rodear en espiral el tronco desde el suelo, tropezando con la hierba
y con las flores de las márgenes del agua.
El arroyo no tiene allí
nombre, ni lo merece, ni apenas agua para el bautizo; pero la vanidad
geográfica de los dueños de Susacasa lo llamó desde siglos atrás el río,
y los vecinos de otros lugares del mismo barrio, por desprecio al señorío*
de Rondaliego, llaman al tal río el regatu,* y lo humillan
cuanto pueden, manteniendo incólumes capciosas servidumbres* que
atraviesan la corriente del cristalino huésped fugitivo del Aren y de la llosa;*
y la atraviesan ¡oh sarcasmo! sin necesidad de puentes, no ya romanos, pues
queda dicho que por allí los romanos no anduvieron; ni siquiera con puentes que
fueran troncos huecos y medio podridos de verdores redivivos* al
contacto de la tierra húmeda de las orillas. De estas servidumbres tiranas, de
ignorado y sospechoso origen, democráticas victorias sancionadas por el tiempo,*
se queja amargamente doña Berta, no tanto porque humillen el río, cruzándole
sin puente (sin más que una piedra grande en medio del cauce, islote de sílice,
gastado por el roce secular de pies desnudos y zapatos con tachuelas), cuanto
porque marchitan las más lozanas* flores campestres y matan, al
brotar, la más fresca hierba del Aren fecundo, señalando su verdura inmaculada
con cicatrices que lo cruzan como bandas un pecho; cicatrices hechas a patadas.
Pero dejando estas tristezas para luego, seguiré diciendo que más allá y más
arriba, pues aquí empieza la cuesta, más allá del río que se salta sin puentes
ni vados,* está la llosa, nombre genérico de las vegas de
maíz que reúnen tales y cuales condiciones, que no hay para qué puntualizar
ahora; ello es que cuando las cañas crecen, y sus hojas, lanzas flexibles, se
columpian ya sobre el tallo, inclinadas en graciosa curva, parece la llosa
verde mar agitado por las brisas. Pues a la otra orilla de ese mar está el
palacio, una casa blanca, no muy grande, solariega de los Rondaliegos, y ella y
su corral, quintana,* y sus dependencias, que son: capilla,
pegada al palacio, lagar (hoy con vertido en pajar), hórreo*
de castaño con pies de piedra, pegollos,* y un palomar blanco
y cuadrado, todo aquello junto, más una cabaña con honores de casa de labranza,
que hay en la misma falda de la loma en que se apoya el palacio, a
treinta pasos del mismo; todo eso, digo, se llama Posadorio.
1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)
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