Viven solas en el palacio
doña Berta y Sabelona. Ellas y el gato, que, como el arroyo del Aren, no tiene
nombre porque es único, el gato, su género. En la casa de labor vive el
casero,* un viejo, sordo como doña Berta, con una hija casi imbécil
que, sin embargo, le ayuda en sus faenas como un gañán* forzudo, y
un criado, zafio* siempre, que cada pocos días es otro; porque el
viejo sordo es de mal genio, y despide a su gente por culpas leves. La casería
la lleva a medias. Aun entera valdría bien poco; el terreno tan verde, tan
fresco, no es de primera clase, produce casi nada: doña Berta es pobre, pero
limpia, y la dignidad de su señorío casi imaginario consiste en parte en
aquella pulcritud que nace del alma. Doña Berta mezcla y confunde en sus
adentros la idea de limpieza y la de soledad, de aislamiento; con una cara de
pascua hace la vida de un muni...* que hilara y lavara la
ropa, mucha ropa, blanca, en casa, y que amasara el pan en casa también. Se
amasa cada cinco o seis días; y en esta tarea, que pide músculos más fuertes
que los suyos y aún los de la decadente Sabel , las ayuda la imbécil hija del
casero; pero hilar, ellas solas, las dos viejas: y cuidar de la colada,*
en cuanto vuelve la ropa del río, ellas solas también. La huerta de arriba se
cubre de blanco con la ropa puesta a secar, y desde la caseta del recuesto, que
todo lo domina, doña Berta, sorda, callada, contempla risueña, y dando gracias
a Dios, la nieve de lino inmaculado que tiene a los pies, y la verdura, que
también parece lavada, que sirve de marco a la ropa, extendiéndose por el
bosque de casa, y bajando hasta la llosa y hasta el Aren; el cual parece
segado por un peluquero muy fino, y casi tiene aires de una persona muy
afeitada, muy jabonada y muy olorosa. Sí. Parece que le cortan la hierba con
tijeras y luego lo jabonan y lo pulen: no es llano del todo, es algo convexo,
se hunde misteriosamente allá hacia los humeros, al besar el arroyo, y
doña Berta mil veces deseó tener manos de gigante, de un día de bueyes*
cada una, para pasárselas por el lomo al Aren, ni más ni menos que se las pasa
al gato. Cuando está de mal humor, sus ojos, al contemplar el prado, se
detienen en las dos sendas que lo cruzan; manchas infames, huellas de la plebe,
de los malditos destripa-terrones* que, por envidia, por moler, por
pura malicia, mantienen sin necesidad, sin por qué ni para qué, aquellas
servidumbres públicas, deshonra de los Rondaliegos.
Por aquí no se va a ninguna
parte; en Zaornín se acaba el mundo; por Susacasa jamás atravesaron cazadores,
ejércitos, bandidos, ni pícaros delincuentes; carreteras y ferrocarriles
quédanse allá lejos; hasta los caminos vecinales pasan haciendo respetuosas
eses por los confines de aquella mansión embutida en hierba y follaje; el
rechino de los carros se oye siempre lejano, doña Berta ni lo oye... y los
empecatados* vecinos se empeñan* en turbar tanta paz, en
manchar aquellas alfombras con senderos que parecen la podre* de
aquella frescura, senderos en que dejan la huellas de los zapatones y de los
pies desnudos y sucios, como grosero sello de una usurpación del dominio
absoluto de los Rondaliegos. ¿Desde cuándo puede la chusma pasar por allí?
«Desde tiempo inmemorial», han dicho cien veces los testigos. «¡Mentira!,
replica doña Berta. ¡Buenos eran los Rondaliegos de antaño para consentir a los
sarnosos* marchitarles con los calcaños* puercos la
hierba del Aren!» Los Rondaliegos no querían nada con nadie; se casaban unos
con otros, siempre con parientes, y no mezclaban la sangre ni la herencia, no
se dejaban manchar el linaje ni los prados. Ella, doña Berta, no podía
recordar, es claro, desde cuándo había sendas públicas que cruzaban sus
propiedades; pero el corazón le daba que todo aquello debía de ser desde la
caída del antiguo régimen, desde que había liberales y cosas así por el mundo.
«Por aquí no se va a ninguna
parte, éste es el finibusterre* del mundo», dice doña Berta, que
tiene caprichosas nociones geográficas; un mapa-mundi homérico, por lo
soñado; y piensa que la tierra acaba en punta, y que la punta es Zaornín, con
Susacasa, el prado Aren y Posadorio.
«Ni los moros ni los romanos
pisaron jamás la hierba del Aren», dice ella un día y otro día a su fidelísima
Sabelona (Isabel grande), criada de los Rondaliegos desde los diez años, y por
la cual tampoco pasaron moros ni cristianos, pues aún es tan virgen como la
parió su madre, y hace de esto setenta inviernos.
«¡Ni los moros ni los
romanos! », repite por la noche doña Berta a la luz del candil, junto al
rescoldo* de la cocina, que tiene el hogar en el suelo; y Sabelona
inclina la cabeza, en señal de asentimiento, con la misma credulidad ciega con
que poco después repite arrodillada los actos de fe que su ama va
recitando delante. Ni doña Berta ni Isabel saben de romanos y moros cosa mayor,
fuera de aquella noticia negativa de que nunca pasaron por allí; tal vez no
tienen seguridad completa de la total ruina del Imperio de Occidente ni de la
toma de Granada, que doña Berta, al fin más versada en ciencias humanas,
confunde un poco con la gloriosa guerra de África, y especialmente con la toma
de Tetuán:* de todas suertes, no creen ni una ni otra tan remotas,
como lo son, en efecto, las respectivas dominaciones de agarenos* y
romanos; y en definitiva, romanos y moros vienen a representar para ambas, como
en símbolo, todo lo extraño, todo lo lejano, todo lo enemigo; y así, cuando
algún raro interlocutor osó decirles que los franceses tampoco llegaron jamás,
ni había para qué, a Susacasa, ellas se encogieron de hombros como diciendo: --Bueno,
todo eso quiere decir lo de moros y romanos-- Y es que esta manía,
hereditaria en los Rondaliegos, le viene a doña Berta de tradición anterior a
la invasión francesa.*
1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)
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